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LA CAJA DE MÚSICA 10 (UN RINCONCITO PARA COMPARTIR)

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Mensaje  achl Vie Jul 02, 2021 11:46 pm



REPORTAJE
NUNCA HUBO UNA MUJER COMO ELLA

RITA HAYWORTH




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LA CAJA DE MÚSICA 10 (UN RINCONCITO PARA COMPARTIR) - Página 2 Empty Re: LA CAJA DE MÚSICA 10 (UN RINCONCITO PARA COMPARTIR)

Mensaje  achl Vie Jul 02, 2021 11:54 pm





Para ver los dos vídeos anteriores sobre Rita Hayworth, pulsar Youtube en las carátulas que aparecen de los mismos. Por motivos que desconozco no salen directamente en este foro. Gracias



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Mensaje  achl Sáb Jul 03, 2021 12:01 am



No existo

Todo empezó esta mañana. Salía de la ducha cuando llamaron a la puerta. La abrí y vi un tipo bajito, calvo y con bigote, con traje gris marengo, camisa blanca y corbata verde de seda. Sostenía una carpeta en una de sus manos.

—¿Don Eusebio Miranda? -preguntó.
—El mismo.
—Soy inspector de FUSIÓN y vengo a traerle una notificación.
—¿FUSIÓN? Nunca he oído hablar de esa entidad.
—Es un organismo nuevo. Se trata de la fusión de los departamentos del Censo y de Hacienda. El gobierno los ha fusionado en uno para poder solucionar, por ejemplo, casos como el suyo.
—No entiendo...
—¿Me permite pasar? Será más fácil para ambos si le entrego este comunicado y se lo leo tranquilamente sentados.
—¡Claro, por favor, pase, pase...!
¿Qué ha querido usted decir con “casos como el mío”? –le pregunté, una vez que nos encontrábamos sentados en el sofá del salón.
—Hemos comprobado que lleva años sin pagar sus impuestos. El total acumulado, junto a los intereses fijados, se eleva a una suma que seguramente no podrá pagar. Y lo sabemos porque ya lo hemos revisado. Aun vaciando sus cuentas en Bancos y vendiendo todas sus propiedades, solo cubre el 46% del total.
—¿Y qué va a hacer FUSIÓN, enviarme a la cárcel?
—No. Eso supondría que el Estado tendría que mantenerle. Y, francamente, ya nos ha costado usted demasiado dinero.
—¿Entonces...?
—Le denegaremos sus derechos como ciudadano. Ha sido eliminado del Censo y de todos los organismos con las que mantenga o haya mantenido relaciones. Y todo esto con carácter retroactivo. Oficialmente usted no existe ni ha existido nunca.
—¡Pero esto es grave! ¿No hay otra manera de solucionarlo?

El tipo me dio un papel mecanografiado que sacó de su carpeta.

—Tenga. Ese es un documento donde se le comunica la pérdida de sus derechos y las gestiones que tiene que hacer para recuperarlos.

Cogí el folio que me tendía, sin saber qué decir.

—Y ahora, si me disculpa, tengo más documentos que entregar y el tiempo se me echa encima.

Le acompañé hasta la puerta de mi casa y él desaparecía tras la puerta del ascensor.

Pasado un rato, salí a la calle y entré a un bar a tomarme un whisky, y así empezar a digerir aquella extraña visita...


Un tal Pepe Pérez estaba sentado en un taburete de la barra de un bar, bebiendo cerveza, cuando un desconocido se sentó frente a él en la silla de una mesa, con un vaso con whisky en mano; miró a Pérez y empezó a contarle su historia. Al principio, a Pérez le jodía, no podía soportar a los borrachos que se ponen a contar sus penas al primero que pillan, por lo que se mostró indiferente, pero, intrigando le estaba la historia, y fue por eso, que al ver el desconocido la expresión en su cara, se puso a mirar cómo el hielo se iba derritiendo en su vaso con whisky, le preguntó:

—¿Y qué hizo usted después?

El desconocido alzó la cabeza de golpe, como si acabase de despertar.

—Que dejé el papel que me dio sobre la mesa del salón y me marché. Era tarde para acudir a mi trabajo. Pensé que lo leería con más calma al volver a casa. Pero no me imaginaba ni remotamente el grave error que estaba cometiendo >>>

>>> Y lo primero que hice, antes de coger el autobús que me llevaría a la oficina, fue pasar por el cajero de mi Banco a sacar dinero. Y allí empezaron mis desventuras >>>

>>> Una vez introducida la tarjeta y tecleada mi contraseña, aparecía un mensaje en la pantalla que comunicaba que la tarjeta no era válida y que quedaba confiscada. Entré al Banco y me fui a la caja. Rosa, la amable cajera, me recibió con una sonrisa y me preguntó en qué podía servirme. Le dije lo que había pasado, y ella me pidió mi talonario. “No lo llevo encima”. “No se preocupe. ¿Me permite entonces su DNI?”.

>>> Se lo di, y empezó a teclear en su ordenador >>>

—Lo siento, señor, no consta que usted tenga cuenta en este Banco.
—¡Imposible! -dije, confundido-. ¡Llevo gestionando mis transacciones a través de este Banco desde años! ¡Tú misma me ha atendido en numerosas ocasiones!
—Lo lamento, señor, pero no recuerdo haberle visto en mi vida.
—Por favor, Rosa, dile al señor Marcos si puede atenderme.

>>> Marcos, el director del Banco, que yo conocía desde que ocupó su puesto, años atrás, no solo confirmó lo que me había dicho Rosa, también me dijo no haberme visto jamás. Pedí, chillé, rogué... Todo inútil. Tuve que salir de allí, bajo admonición de Marcos de llamar a la policía si persistía en mi actitud >>>

>>> Al salir miré mi reloj. Era tarde ya. No llegaría a tiempo a la oficina. Eché mano del móvil para avisar que iba a llegar más tarde, pero, tras marcar, una voz grabada anunciaba que el número desde el que llamaba no constaba registrado. Entonces me acordé de lo que me dijo el inspector del FUSIÓN: “oficialmente, usted no existe ni ha existido nunca”. “¡Por qué me han hecho esto!”, grité >>>

>>> Subí al bus y al abrir mi billetera para pagar, vi que mi DNI no estaba. No podía ser, una cosa es que te hagan desaparecer administrativamente y otra físicamente. Recordé que había sacado el DNI en el Banco, y por esto pensé que lo habría dejado allí olvidado, y también pensé que estaba seguro de haberlo metido de nuevo en mi billetera >>>

>>> Cuando me bajé del autobús, busqué una cabina de teléfono y llamé al Banco. ¡Ni siquiera recordaba Rosa que hubiese estado allí! ¡Y eso que solo había pasado escasamente media hora! >>>

>>> No sabía qué pensar ni qué hacer, pero mi sorpresa fue mayúscula cuando al entrar al edificio de mi oficina, Dani, el portero, me espetó >>>

—Disculpe, señor. ¿A dónde va?

—¿Y a dónde quieres que vaya? A Sampedro SA, por supuesto.

—¿Tiene usted cita?

—¡Por Dios, Dani, ¿es que no me reconoces?!

—No recuerdo haberle visto nunca, señor.

—¡Pero si llevo quince años trabajando en Sampedro SA y pasando todos los días frente a tu portería!

—Lo siento, señor.

>>> Se repitió el mismo episodio del Banco, y otra vez tuve que salir pitando, bajo la amenaza de policía. “¡La mano de FUSIÓN es larga con cojones”, grité de nuevo >>>

>>> “¡Claro! El papel que me dio el hombrecillo, seguro que explicaba cómo salir de este embrollo”, me dije para mí >>>

>>> Cuando llegué a la puerta de mi casa, vi, alucinado, que mi llave no encajaba en la cerradura. Frustrado, di puñetazos a la puerta, pero, para mi sorpresa, se abrió y me hallé, cara a cara, con un hombretón mal encarado >>>

—¡¿Qué coño está pasando aquí?! ¡¿A qué vienen esos golpes?!

—¿Quién es usted y que está haciendo en mi casa? –le dije yo.

—¡¿Su casa?! ¡Esta es ¡MI CASA!, llevo viviendo aquí cinco años!

>>> Nueva amenaza con la policía me hizo salir de allí a todo gas, no sin antes ver, loco, que no me había confundido de edificio. Debí andar sin rumbo una hora. La cabeza me daba vueltas. “¡¿Cómo lo hacen? ¡¿Cómo pueden borrar así la existencia de una persona?!”. Me irrité de nuevo. Tenía que haber algún indicio o constancia de mi existencia en alguna parte; debía haber alguien que me recordase >>>

>>> “¡Carmen!”, pensé de pronto >>>

>>> Entré a una cabina y llamé a Carmen, mi novia >>>

—¿Sí? -escuché la voz de ella.

—Carmen, soy Eusebio.

—Hola, cariño.

>>> “¡Dios, me recuerda!”, dije, feliz, apartando la boca del teléfono >>>

—Carmen, necesito verte inmediatamente. ¿Estarás en casa?

—Sí. No pienso salir. ¿Pero qué te pasa? Te noto extraño.

—Te lo contaré cuando llegue. No te preocupes. Estoy bien.

>>> Colgué y salí pitando hacia la casa de Carmen. Cuando llamé a su puerta, ella la abrió con la cadena de seguridad de dentro puesta. “¿Que desea?” -preguntó, después de mirarme >>>

>>> Eso me dijo mi novia, y a mí se me cayó el alma a los pies >>>

—¿Es que no me reconoces?

—¿Debería?

—¡Carmen, que soy Eusebio, tu novio desde hace cinco años!

—Yo nunca tuve novio.

>>> Espantado y cabreado, salí de allí. Al llegar a la calle, vomité. Estaba mareado y todo me daba vueltas. “¿Cómo me puede pasar esto? ¿Es que nadie me recuerda? Tiene que haber alguien que... ¡Mi madre!”, pensé >>>

>>> Llamé a mi madre. Reconocí su voz enseguida >>>

—¿Diga?

—Soy yo, mamá, Eusebio.

—¿Quién?

—Eusebio. Tu hijo.

—¿Qué es esto? ¿Alguna broma de esas que hacen por la tele?

—No es ninguna broma, mamá... yo...

—Oiga -me interrumpió-. No tengo ni idea de quién es usted, pero no es mi hijo. Y eso es seguro porque yo no tengo hijos.

>>> Y colgó. No sé cuanto estuve inmóvil dentro de la cabina, incapaz de reaccionar, hasta que un anciano dio un bastonazo al cristal, exigiéndome que dejase libre el habitáculo >>>

>>> He estado todo el día dando vueltas por mi ciudad, caminando sin rumbo, sin prestar atención a nada y con la mirada perdida cual zombi. Hasta que he pasado por las puertas de una tienda de electrodomésticos que hay al lado de este bar >>>

—¿Y qué pasó entonces? -preguntó Pepe Pérez al desconocido mientras se sumía de nuevo en el hielo de su vaso.

—¿Conoce usted esa tienda? -le dije de pronto.

—La conozco.

—Entonces sabe que en el escaparate hay una enorme pantalla, conectada a una cámara enfocada a la calle. De modo que cualquiera que pase por delante, se ve reflejado en ella.

—Así es.

—Pues bien, cuando he mirado la pantalla pude ver la calle, coches y los peatones que pasaban, los árboles, los edificios. ¡Todo! Excepto a mí. Yo no aparecía. Y no he podido más, he entrado a este bar dispuesto a coger una borrachera.

—Historia increíble esta suya, que seguro debe tener una explicación razonable para todo lo que le está pasando.

—¿Usted cree? ¿Se le ocurre alguna?

—En este momento no.

—Ya.

—Empero, le diré lo que vamos a hacer. Ahora voy al baño. Esta es mi sexta cerveza y ya no puedo aguantar más. Cuando salga, pensaremos en ello.

—Se lo agradezco muchísimo.

>>> Usted se levantó y se fue corriendo al servicio de caballeros. Estaría orinando un rato, porque seis cervezas dan para mucho. Cuando salió vio usted la mesa vacía y llamó al camarero >>>

—Paco, ¿dónde se ha metido ese hombre que estaba conmigo?

—Más te vale que no bebas más por hoy, Pepe.

—¿Por qué lo dices?

—Porque has estado solo todo el tiempo.

—¿Quééé? ¿Entonces de quién es ese vaso de whisky a medio acabar que hay en esa mesa?

—¡Vaya, no lo había visto! No sé de quien pueda ser.

—Qué raro. Bueno, olvídalo y sírveme otra cerveza.

—¿Seguro?

—Estoy bien, tranquilo. Habré pegado un cabezadita y lo he soñado.

>>> Usted volvió a sentarse en el mismo taburete, mientras el camarero le servía otra cerveza y retiraba la jarra de la vacía y el vaso con whisky sin acabar. Bebió un trago, frunció el entrecejo y dijo a media voz:

Qué extraño. Parece que la cerveza se me han subido a la cabeza. Por más que me esfuerzo, no logro recordar que estaba haciendo antes de entrar al aseo <<<



LA CAJA DE MÚSICA 10 (UN RINCONCITO PARA COMPARTIR) - Página 2 No_exi11

Antonio Chávez López
Sevilla agosto 2009




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Mensaje  achl Sáb Jul 03, 2021 12:12 am



Mi herida no para de sangrar


Después de reflexionar y de leer de pasada algo acerca de este asunto que me ocupa, llego a la radical conclusión de que todo lo trascendente tiene su origen en hechos banales. Es difícil, a veces imposible, recordar el principio, la causa primera de los fenómenos que nos marcar de por vida. Solo podrían ser cuatro o cinco los más importantes de verdad, y esto es una cosa irrefutable.

Recuerdo perfectamente bien cómo descubrí mi herida. Y no creo que mi caso sea un caso singular. Pasa que no todas las personas se observan y se estudian a sí mismas, con una frecuencia casi obligada.

Una mañana cuando entré al cuarto de baño de mi casa, vi que en el espejo se reflejaba un pequeño rasguño, no mayor que una uña de un adulto, que de pronto me había aparecido en el pecho, un poco más arriba del corazón. Al principio no le eché cuenta porque no recordaba cómo me la había hecho, y además por su perfecta posición vertical. Al día siguiente la olvidé por completo.

Hasta que, al cabo de una semana, una sensación molesta, que no llegaba a picores, me recordaba su presencia. Me sorprendía a mí mismo frotándome por encima de la camisa, como en un acto reflejo similar a ese que provocan los insectos sobre la piel. Pero cuando me miré de nuevo al espejo, no podía ocultar que me quedé estupefacto; el rasguño se había extendido hasta la medida de un dedo índice de un adulto, y la piel de sus alrededores aparecía enrojecida. Desinfecté esa parte a conciencia, más sorprendido que preocupado, pues pensaba en una pregunta para la que no tenía una respuesta. “¿Cómo se ha alargado de esta forma sin que me haya dado cuenta de nada?”.

Lo cierto es que en este periodo de mi vida tenía mucho trabajo; siempre estaba con decenas de pequeñas, y no tan pequeñas tareas pendientes, de toda índole. Por eso y porque soy poco dado a las hipocondrías, este extraño suceso quedó en segundo plano, debido también a la acelerada rutina de días cargados de responsabilidades, días que parecían manojos misérrimos de horas conseguidas en la beneficencia, en lugar de días verdaderos.

La preocupación me llegó por sorpresa en mi oficina, y fue al intentar bajar un archivador de una estantería. Un perfecto círculo de sangre, pequeño pero evidente, crecía en la pechera de la camisa. Corrí hacia el aseo impulsado por la angustia; ya allí, me desabroché los botones de la camisa, e involuntariamente di un paso atrás. El rasguño era ahora una ranura en la carne de un horrendo tono purpúreo. En su parte media, unas gotas de sangre manaban, deslizándose por la ranura hacia abajo. Me la limpié y me lavé como buenamente pude y volví a mi trabajo, pero con la cabeza como si fuera una centrifugadora desrielada. Quedaba ya poco tiempo para salir de la oficina. Nadie me hizo ningún comentario sobre mi camisa mojada de agua y manchada de rojo.

Cuando llegué a mi casa, de nuevo tuve que afrontar, ahora desde un prisma lastimero y absurdo, las relaciones con mi esposa. Estábamos atravesando una de nuestras fases de distanciamiento; en los últimos veinticinco días no nos hablábamos: encontronazos, discrepancias… que conformaban el meollo de nuestra crisis, cuya se había enrevesado y casi solidificado de tal manera que no había por donde cogerla. Y a esto que llego yo con mi camisa manchada de sangre por una herida que no dejaba de crecer, pero que no tenía un motivo claro.

— Mira cómo me he puesto la camisa –me atreví a decirle a mi esposa.
— Yo la veo bien –dijo tras un leve vistazo, casi sin mirarla.

Volvíamos a las trincheras. Un día más.

- ¡¿Y esto también lo ves bien?! -grité a la vez que mostraba el sangrante tajo púrpura.
— ¡Oye, a mí no me grites, ¿vale?! –reaccionó con ira-. ¡Si has tenido un mal día lo pagas con otra! ¡ ¿Te enteras?! ¡Eres insoportable! –y, sin más, se fue hacia la puerta de la calle, dio un portazo y salió. ¿A su trabajo?, quizás no, porque era demasiado temprano. Pero ni ella me dijo a donde iba, ni yo le pregunté. Total, para qué…

La realidad es que me quedé solo en casa, en pie, sin saber qué hacer, pero, eso sí, como un patético Cristo mirándose una línea de sangre que rodeaba desde el esternón hasta el ombligo.

Volví a curarme, pero al ver la herida más de cerca no pude evitar un escalofrío. Era una herida salvaje, que no se parecía en nada que antes hubiese visto, como si la carne se hubiese abierto hacia afuera. Ni cortada, ni quemada, abierta. Y en todo este tiempo atrás, no había dejado de sangrar; de hecho, sangraba más todavía.

Pero para una mayor extrañeza, no me sentía débil ni mareado, algo que hubiese sido lo normal por aquella pérdida imparable de sangre. En cinco segundos transformé la blancura del lavabo en una siniestra carnicería. Mi anatomía se activó con mil alarmas. Presioné la herida con las vendas que hallé, y luego salí de casa corriendo e invadido por el pánico, y calculando mentalmente cuánto tardaría en llegar a urgencias, e intentando adivinar la cantidad de sangre que un hombre puede perder antes de caer desplomado, muerto.

Pero no fue una buena idea echar a correr, porque mi corazón empezó a bombear con fuerza, y la sangre se disparaba como un cañón del infierno al exterior. Las vendas pasaron a ser un asqueroso amasijo sanguinolento, que chorreaba al compás de mi carrera desesperada.

— ¡Socorro, socorro! ¡Ayúdenme, por favor! –gritaba tan alto como podía-. ¡Estoy desangrándome…!

Pero la gente, en lugar de acercarse a prestarle auxilio a alguien en riesgo de muerte, se apartaba. ¿Qué era lo que temían de un hombre herido? ¿Cómo se supone que se debe pedir ayuda uno que está muriéndose, sin sobresaltar a nadie?

Mientras corría se me iban saltando las lágrimas, pero de puro miedo, de impotencia. La sangre manaba sin freno, como un río innatural. Nadie en la Tierra ha albergado jamás semejante cantidad de sangre en su cuerpo. Algunos transeúntes se habían detenido, pero solo para mirarme, a mí, no al caudal aterrador que iba vertiendo por la calle, encharcando todo a mi paso, como un horror imposible escapado de un inframundo. ¡Me miraban a mí, como si fuese un pobre loco! Nunca antes había sentido tan palmariamente la profunda soledad en la que todos nos encontramos en un momento así.

Me detuve a recobrar un poco de aliento frente a la puerta principal de mi ambulatorio, con las manos sobre las rodillas, mientras que de mi pecho seguía manando un inagotable río de sangre. Jadeando entré al edificio, casi sin fuerzas ya.

— Un médico, por favor –me escuché decir.

Ahora me atendieron urgentemente, llevándome sin pérdida de tiempo a una sala. Pienso que sería por mi aspecto de desesperación por entrar con el pecho al descubierto y un caminar tambaleante, y no por lo horrible de mi herida, a la que nadie hacía el más mínimo movimiento por impedir mi masivo desangramiento. Solo las vendas empapadas, que continuaban apretando, se interponían entre la sangre y el exterior.

Tras sentarnos en su consulta, el médico me habló:

— Dígame, ¿qué le ocurre?

“¿Han perdido todos la cabeza o la estoy perdiendo yo?”, pensé.

— ¿Usted tampoco ve este río de sangre que brota de mi herida? –le dije al médico, mientras las paredes me daban vueltas-. ¿Es que no está viendo cómo estoy poniendo todo? ¿O es que me están tomando el pelo? ¡Haga usted algo, por favor! –ya no podía más.

Durante largos segundos, el doctor me escrutaba con ojos analíticos. Eran ojos que habían visto a cientos de pacientes, a lo largo de los años.

Luego de su extensa observación, me dijo con rotunda determinación:

— Usted no tiene ninguna herida en el pecho, señor.
— ¡¿Qué?! –no podía creer la ofensa que estaba escuchando.

Sin pensar, cogí la bola de vendas y la estampé con toda mi fuerza contra la mesa. Hizo un tremendo ruido de impacto húmedo, que salpicó toda su consulta y a nosotros, y más al médico. Mi mano izquierda ocupó el lugar de las vendas, pero la sangre seguía escapándose entre mis dedos.

El médico no se esperaba mi insolente reacción. Creo que, gracias a su profesionalidad, tardó poco en recuperarse de la impresión.

Con voz pausada, tranquilizadora, me hizo una oferta:

— Si usted me lo permite, le daré una prueba irrefutable de que no tiene ninguna herida y de que, por supuesto, no estamos aquí para divertirnos a su costa. Si después de esta prueba sigue pensando lo mismo, tendré que reconocer esa enorme herida que no deja de sangrar y que por tanto debía de haberle matado hace unas cuantas horas.
— De acuerdo, doctor.

De repente, tuve la sensación de que todo esto era una vuelta de tuerca más en esta confabulación, esta broma inhumana, pero decidí seguirle el juego, y tal vez así, de él consiguiese ayuda.

— ¿Cuál es esa prueba?

Abrió las puertas de un armario vitrina para guardar el instrumental que tenía en las manos. En la cara interior del armario, cada una de las puertas estaba revestida de una lámina de espejo.

Mi propia imagen me impactaba de pleno. Estaba demacrado, mostraba un aspecto francamente horrible. Veía mis dos manos, una sobre la otra, haciendo presión, los huesos de las costillas se me marcaban en la piel. Pero no había herida y ni gota de sangre por ninguna parte. Y mientras veía atónito aquel reflejo, seguía sintiendo un fluir de sangre entre los dedos. Sangre que no aparecía en el espejo.

— ¿Me cree ahora? –me preguntó, sonriendo débilmente.
— No hay sangre –musité.
— Claro, hombre. Tranquilícese, su vida no corre peligro.

La evidencia irrefutable que mostraba la imagen del espejo, contradecía la sensación que me transmitía las manos, los antebrazos y el resto del cuerpo, que eran bañados por la sangre que seguía manando.
Eché la vista abajo, y la sangre seguía ahí, tan roja ella. En modo alternativo me miraba el cuerpo y el espejo, mis manos y el espejo, mi apelmazado pantalón y el espejo, repetidas veces, y el resultado persistía. Percibía dos realidades contradictorias a la vez.

— ¿Co…cómo es… posible…? –tartamudeé-. ¿Qué me está ocurriendo?
— No se preocupe más. Dígame, ¿cómo se ve en el espejo?
— Sin sangre por ningún lado.
— Bien, eso es lo más importante. Yo también lo veo así.
— Pero yo sigo sangrando. Es lo que siento, es lo que estoy viendo ahora mismo, apenas dejo de mirarme al espejo. Todo sigue con sangre…
— ¿Puedo preguntarle si consume drogas?
— Nunca, ni siquiera fumo, ni bebo alcohol.
— Vamos a ver, señor… ¿En estos últimos meses está viviendo usted una fase de su vida especialmente estresante?
— Sí, doctor, eso sí.

El charco bajo mi silla se extendía a una velocidad inexorable.

— Ya… Entiendo…
— ¿Cómo es posible ver y sentir de una forma constante algo que no existe? –mi voz temblaba. Estaba muerto de miedo.
— Verá usted, el cerebro no es un órgano infalible. A veces yerra, la mente puede sufrir un amplio abanico de trastornos de gravedad y sin posibilidad de tratamiento. Comprendo que esta alucinación que le aqueja es, además de particularmente elaborada, angustiosa en extremo. Pero no tiene que preocuparse. Hay casos con peor pronóstico que el suyo. Usted sabrá que de ser real su hemorragia, sería mortal de necesidad, ¿verdad?
— Eh… claro.
— Y usted ve en el espejo que se trata de un error subjetivo en la percepción de su cuerpo. ¿No es así?
— Aún me cuesta creerlo, pero sí, así es.
— Por eso le digo que no tiene de qué preocuparse. La elaboración podría haber sido catastrófica de seguir viendo la herida también en la imagen del espejo.
— ¿Cree usted entonces que algún día dejaré de ver todo eso? –me volví a mirar, asqueado, en el espejo.
— Seguro. Pero tiene que darse tiempo, tener paciencia por muy nítida que sea su percepción. Tiene que acostumbrarse, quitarle importancia hasta que desaparezca. Esto es más normal de lo que la gente cree. Se trata de una reacción psicosomática causada por estrés y puede adoptar muchas formas: ceguera, parálisis, tartamudeo… En su caso se ha manifestado así, pero podría haber sido de cualquier otra manera. Un estrés puede llegar a ser terriblemente dañino.
— Es increíble… -susurré, mientras el suelo se alfombraba de rojo.
— Ahora le pasaré con un colega –dijo levantándose del sillón-. El doctor López. Es bueno en su trabajo, y no lo digo porque sea mi amigo –sonrió amable-. Siga al pie de la letra las indicaciones que él le dé, y ya verá como pronto todo esto quedará en un susto.
— Gracias –le tendí la mano, pero sabiendo que lo ponía en el compromiso de ensuciarse con el apretón, como de hecho ocurrió. Pero eso parecía no importarle.
— Venga, le acompaño -sus pasos chapoteaban en el suelo.
— Disculpe, doctor. ¿Podría prestarme una bata para cubrirme? -me sentía indefenso y estúpido-. Mañana se la traeré. Limpia, por supuesto.
— Claro, y así de paso me cuenta que tal le ha ido con mi colega.
— Gracias por todo, doctor.

Me llevó hasta la consulta de su amigo. Él entró antes para conversar en privado con él, y poco después me hizo pasar.

— Cuídese –se despidió al pasar junto a mí con una palmadita en el pecho, dejando su huella de sangre en la reluciente bata que me había prestado.

Pasaron muchos meses y muchas cosas desde aquel aciago día, el cual no debió existir. Meses de terapia, fármacos, cambios vitales… Me divorcié, me despidieron del trabajo y tratamientos variados. Aseguro que he puesto mucho empeño en este trabajo: curarme. Empero, el médico se equivocó. La herida no ha dejado de sangrar en ningún momento desde el día que se abrió. En todo este tiempo, sin duda, he crecido como persona. En esto sí que puedo decir que los terapeutas me han ayudado grandemente, que no en devolverme a mi estado de conciencia anterior.

Puede uno llegar a acostumbrarse a ensangrentar todo a su alrededor, si los que te rodean obran sin prestarte atención. Dicen que a toda persona, en algún momento de su vida, le toca padecer una herida que transforma todo lo que llega después.

Dicen que la cuchilla que la abre es un hecho pequeño, un pensamiento inconsciente, los residuos de un sueño, un gesto de alguno, y que desde entonces dejamos de ser quienes estábamos destinados a ser. Esta herida es interna, aunque puede que sea yo una extraña excepción de una regla inexistente, y es el cuerpo el que se encarga de que seamos ignorantes a la hemorragia de esta herida, fagocitando la sangre de nuestra identidad originaria, que malvive moribunda junto a nosotros, hasta que dejamos de vivir. Un lamento sempiterno y sin consuelo. Solo cuando el cuerpo falla o la sangre es mucha, llega a nuestra consciencia en forma de tristeza, pero sin causas aparentes.

Creo con firmeza en esa teoría, pero no por su sentido poético, ni por una afinidad con mis creencias, sino por la experiencia trascendente que viví; una visión que no volvía a repetirse, como única oportunidad que se me otorgaba para ver la realidad, más allá de mis sentidos, y que fue así:

Estaba en los primeros meses de mi tratamiento. Era una tarde del mes de junio. Caminaba por las calles enseñando de nuevo a mi mente a pensar y a dirigir la atención hacia las ideas y los hechos distintos a mi perpetuo y constante derramamiento de sangre. Como si un velo, que solamente yo veía transparente, hubiese caído encima de mis ojos.
Ante mí, descubrí un mundo superpuesto, el que ya conocía y moraba. Al igual que mi herida siempre había estado ahí, aunque no lo percibiese, me quedé paralizado frente a la gran revelación. En segundos mis dos fosas nasales se saturaron con unas fuertes vaharadas de hedor a un plasma sanguíneo, cual cobre quemado. Las ventanas de los edificios lloraban un fino manto de líquido rojo, que fluctuaba a la luz del sol. De sus balcones, cornisas, tejados o de todo a la vez, como en los días de tormenta, chorreaba la sangre con estrépito, transformando las calles en ríos espesos. Y excepto los niños, los adultos que alcanzaba mi vista sangraban profusamente.

Algunos, como mi caso, desde una herida en el pecho; otros, desde la mitad de la frente bañándose desde el cabello a los pies en una siniestra ablución. Las mamás empujaban los cochecitos de sus bebés como unas mártires lapidadas. Los autobuses circulaban como depósitos rodantes de sangre, cuyo nivel máximo se podía ver en los cristales de las ventanillas, y cuando llegaban a alguna parada se liberaban de pasajeros, cual suerte de menstruación aberrante; salpicaban los vehículos a los transeúntes, sin que ninguno protestase por ello; las alcantarillas vomitaban un exceso inasumible, un avión cruzaba el cielo con su estela blanca y fina nube rojiza pegada al fuselaje.

La imaginación no puede crear por sí misma la oscura grandiosidad de lo que vi. Imposible. Y allí, en mitad de una escena infernal e inconcebible en otro tiempo, me sentía por primera vez, desde que mi pesadilla comenzó, acompañado. Hasta ese momento sabía que era miembro de la sociedad, pero no era hasta ahora que me sentía irrevocablemente dentro de ella. Tras estas imágenes, el velo retornó a mi visión. No volví a ver nunca más a mi ciudad sangrar.

Aquel médico, que indudablemente tenía sus propias teorías, se equivocó conmigo (hasta la gente más docta yerra). Mi herida no ha desaparecido con los años, ni mi sangre ha dejado nunca de verter. Y mi vista no era un trastorno de la percepción o de los sentidos, sino un don, un don único y desconocido y solo concedido por el don de la Naturaleza (o el Don de Dios, según los creyentes como yo).

Y de cuyo don ignoro su propósito final, como también ignoro el mensaje último que contiene, pero sé que voy a dar las gracias al cielo cada día por haber sido un privilegiado para ver lo que el resto de la humanidad por sí misma jamás podrá llegar a ver y comprobar.


LA CAJA DE MÚSICA 10 (UN RINCONCITO PARA COMPARTIR) - Página 2 Herida10

Antonio Chávez López
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Mensaje  achl Sáb Jul 03, 2021 12:18 am



El sujetador malva

La última vez que vi a mi mejor amiga del colegio, Curra, fue en una fiesta que ella misma organizó en la casa de campo de sus padres, teniendo ambos la misma edad: 14 años, y de esto hace ya un porrón de años, 10 exactamente.

Entré presuroso a una tienda de ropa de caballeros buscando alguna prenda de abrigo que me defendiese de la gran bajada del mercurio que azotaba ese enero Sevilla.

Y, para mi sorpresa, allí estaba Curra, doblando trapos y tarareaba una copla. No había nadie cerca, así que me acerqué por detrás, apoyé mi mano derecha en su hombro, y grité: ¡Curra! Se dio media vuelta y emitió un grito de quinceañera. Se colgó de mi cuello y me dio un fuerte beso en cada mejilla. Seguía conservando su guapísimo hoyuelo al sonreír.

Me contó que llevaba poco trabajando en esa tienda, que había fallecido su padre y que, a consecuencia de la depresión que cogió, había abandonado su carrera de Empresariales; que había roto con su novio, con quien convivía. Desilusionada de la vida, salió del apartamento en común y se fue a vivir con su viuda madre.

Al hilo de su relato, regresé mentalmente a aquella fiesta en su casa del campo, y más concretamente al cuarto de baño, en donde me metió de un empellón. Rabiosas avispas zumbaban alrededor nuestro, seguro que atraídas por el néctar de las reminiscencias. Ella las espantaba de un simple manotazo.

Volviendo de nuevo a la actualidad en esa tienda, seguía contándome cosas; que había empezado a salir con un chico y que solo se veían los findes, porque él vivía en Huelva con sus padres. Me contó también que ese chico era una buena persona y me hablaba de él con cierto entusiasmo, pero no le veía cara de una mujer enamorada.

De pronto se llevó una de sus manos al hombro, para rascárselo, dejando ver una parte de un sujetador malva, y pensé si no sería el mismo sujetador malva que se quitó delante mía, ambos tapados con toallas y con besos inocentes de por medio.

— ¿Y qué es lo que buscas? -me preguntó, sacándome de mis pensamientos.
— Algo que abrigue más que esta cazadora –respondí, tirando de una de las mangas de la prenda.

Me llevó al departamento de abrigos. Había allí diferentes modelos, que ella misma se ocupaba de descartar o de reservar, para mi juicio posterior. Estaba detrás de ella, con lo que podía recrearme en sus caderas, sus piernas, su culo... y a la vez rumiaba el recuerdo de sus pronunciadas curvas. A veces, Curra giraba el cuello, y entonces perdía yo la referencia de una luna que llevaba tatuada en la nuca. Pasados unos minutos, se vino hacia mí con una trenca verde con capucha, y una amplia sonrisa en su boca, cuya mostraba unos dientes blancos, perfectamente alineados.

— Esto te va a quedar de rechupete. Te va a favorecer muchísimo -me dijo.

Abrió de par en par sus espectaculares ojazos y me envió una dulce y penetrante mirada.

— Ven al probador, y allí puedes ver si te gusta y si te queda bien.
— Vamos -respondí, sin dejar de admirar su esbeltez.

Ya en la entrada del probador, abrió la cortina y con la mano me invitó a pasar. Allí dentro olía a ambientador de los caros. Frente al espejo, en primer plano yo, y tras de mí Curra, que me ayudaba a ponerme la trenca.

Sus deslumbrantes luceros verdes miraban cómo me quedaba la prenda, y de vez en cuando se posaban en mis ojos, con una risita entre burlona y seductora

Con suavidad, me giró y entonces enfrentamos en un espacio sin aire nuestras caras. Nos miramos largamente. Sus manos repasaban los pliegues, tiraban de las mangas, bajaban la capucha, pero al rozarme el cuello, sentí un escalofrío. No dejaba de escrutar, cual detective Colombo, la perfección de su anatomía.

Una vez que acabó de ajustarme la trenca, me miró y me preguntó:

— ¿Qué te parece? ¿Te gusta?
— Ya lo creo que me gusta. Y tú también me gustas.
— ¿Te la quedas entonces? –me miró y me sonrió pícaramente.
— Me la quedo. Y contigo también me quedaría...
— Oh, nunca te me habías insinuado, y sabes que me gustabas mucho...
— Tonto que fui entonces. Pero pienso que ya es tarde.
— Bueno... nunca se sabe...

Me acompañó hasta la caja, pagué mi compra, y después nos dimos nuestros números de móviles. Finalmente, con iguales besos y abrazos de cuando llegué, nos despedimos.


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Antonio Chávez López
Sevilla agosto 2013




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Mensaje  achl Sáb Jul 03, 2021 12:23 am



Atrevimiento frustrado

¡Qué tentación!

Recuerdo aquel día en el parque cuando estaba sentado al lado de ellos. Aunque estaba viendo que no había nadie más cerca de nosotros, sin embargo, los miraba furtivamente. La realidad es que podía pasarme toda una eternidad mirándolos, admirando su carnosidad, su belleza, su blanquísimo diente paleta mordisqueando el labio inferior. Su carmín rojo sangre, insinuándoseme, provocándome, invitándome...

En ese momento me entraron unas ganas indescriptibles de besarlos, de recrearme eternamente en ellos; pero no, no podía permitirme semejante atrevimiento. Por contra, me satisfacía a mí mismo relamiéndome los míos. Me sentía en una nube. Aunque sabía de sobra que mi felicidad estaba en esperar una mejor oportunidad. ¿Una mejor que aquella? Sí, mejor. Pero notaba que, como un imán, se sentían atraídos por los míos.

Sé que por ahora tengo que aguantarme, pero también sé que puedo esperar todo el tiempo que haga falta. Los dejé ir. Me fue difícil tomar tan terrible decisión. Todavía no entiendo por qué los deseo tanto.

Pero es que labios como aquellos no se ven todos los días.


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Antonio Chávez López
Sevilla julio 1014



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Mensaje  achl Sáb Jul 03, 2021 12:28 am



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Un rollo ocasional cambió mi vida

Me llamo Rocío, soy sevillana, tengo 19 años, 1,73 de estatura y pelo rubio. Mis padres ven con malos ojos mi forma de ser tan atrevida, pero a mí me está ayudando a ir teniendo las cosas cada vez más claras. Mis compañeras del trabajo dicen de mí que soy “una chica mona”, pero mis amigos van más allá, calificándome como una tía despampanante de cara y cuerpo. Trabajo como camarera en una cafetería de mi ciudad.

Eran las tres de la tarde de un viernes gris con frío y amenazante de lluvia. Esperaba el autobús que me llevase a casa. Los viernes en mi ciudad, los autobuses a esa horas vienen llenísimos, por lo que no abren sus puertas delanteras para entrar, y puedes llevarte un buen rato esperando uno más despejado.

Había mucha gente en la parada. Cogí el móvil del bolso y eché un vistazo a mis WhatSapp. Ninguno me interesaba. En vista de ello, devolví el móvil al bolso y empecé a distraerme observando a las personas que había en la cola. Es un buen ejercicio de inteligencia emocional mirar a alguien y pensar cómo será su vida, aparte de que podría aparecer, en cualquier momento, algún chico interesante. Y en esto soy demasiado lanzada. Mi amiga Eli dice de mí que parezco una zorra, dispuesta siempre a cazar una pieza, pero no me vale cualquier pieza. Cuando una pica mi curiosidad, voy directamente al grano, sin rodeos…

Nadie había en la cola que llamase mi atención en nada, hasta que apareció un hombre alto, guapo, elegante, y de unos 40 años. Nunca me dio por pensar que me iba a atraer un maduro. Si Eli me hubiese dicho que yo me iba a enrollar con un tipo cuarentón, le hubiera respondido que estaba loca de remate.

Sentía que me miraba, lo cual me halagaba, y así tendría con quien hablar mientras esperaba el autobús. Él caminaba de un lado a otro, y cada vez que pasaba por mi lado, me sonreía. La verdad es que Iba yo muy equipada esa tarde: abrigo azul, blusa beige, vaqueros azules muy ajustados, y botas negras planas. “Me da la sensación de que le gusta mi look, y creo yo también, así que cuando me sonría de nuevo, le sonreiré yo”, pensé.

Cada vez que nos cruzábamos nos mirábamos y sonreíamos, pero disimuladamente, como no queriendo pregonar nuestro flirteo. Al poco entablé una charla con él, pero para ir marcando la distancias comencé a hablarle de usted, que noté que eso le contrarió. Ya dije que soy lanzada, y por eso me gusta llevar el mando. Le pregunté si sabía cada cuanto tiempo pasaban los autobuses, algo que yo sabía de sobra. Me respondió educadamente que estaba de paso en Sevilla y que no lo sabía. Su varonil voz me transmitía seguridad. Hay hombres que se ponen nerviosos cuando una chica mona les habla. Pero este no. Se podía ver claramente que sabía cómo tratar a las mujeres y cómo comportarse con ellas; un caballero.

Seguimos hablando hasta que llegó el autobús. Estaba generándose una buena complicidad entre los dos. Él tenía una parla culta, y cada vez me parecía más atractivo. Ya sabemos las mujeres, ese momento cuando hay algo dentro de nosotras que nos dice que vas a acabar liándote.

Y a esto que apareció el autobús.

Nos sentamos en los asientos traseros, y seguimos charlando. En cada palabra, aparecía el deseo. Me rozaba la rodilla y me miraba. El juego de la seducción estaba en plena ebullición. No era un vulgar ligón, pero se veía a leguas que le atraían las tías, hasta el punto de llegar a cometer “algunas travesuras políticamente incorrectas”.

Se pegaba más a mí e intentaba besarme. No se lo iba a poner tan fácil. Así que retiraba mi cara, sonriéndole, pero como se me estaba erizando todo el cuerpo, mis defensas cedían y me rendía, por lo que acabamos dándonos un morreo, mientras sentía que mi tanga estaba humedeciéndose. Creo que se percató de mi excitación, y por eso se abrió la bragueta, me cogió delicadamente la cabeza y la llevó a... "allí". Era una situación morbosa. El autobús seguía circulando y los pasajeros a iban a su bola. “¡Jo, este tío me está poniendo a mil!”, pensé. La escena parecería humillante, pero yo flipaba en colores con lo que me estaba ocurriendo.

Su pene era de buenas dimensiones. Mientras lo succionaba, él bajaba la cremallera de mis vaqueros y empezó a tocarme "ahí abajo". Estaba tan excitada que no sentía mis jugos deslizarse por mis muslos. Descargamos a la vez. Un abuelo que iba detrás de nosotros se escandalizó, pero llevé el dedo índice a mis labios, con expresión boba, como diciéndole: “lo siento abuelo, guarda silencio, porfa”.

Nos bajamos del autobús en la parada que él solicitó, y ya en la calle me invitó a su hotel. Nada más llegar a su habitación, me quitó vehementemente los vaqueros y el tanga y enseguida me penetró, dándome reiterados cachetes en el culo. “¡Uf, qué tío, cómo me da caña!”, pensé.

Yo tengo un sobrio carácter, pero mi ángel me decía que no me resistiese, que me entregase. Su pene salía y entraba en mi vagina, y sus dientes mordisqueaban mis erectos mamelones. Descargamos de nuevo los dos, pero él, sorprendente por su edad, me pedía que le hiciese otra felación, y esta vez tardó más, hasta que su semen regó mi boca y mi cara

Ya acabada esa inesperada "sesión amorosa", me besó en la mejilla, y salí de aquella habitación saboreando mi aventura. Ya en casa, me desvestí para ducharme, y a esto que suena mi móvil. Era mi amiga Eli. Después de citarnos para más tarde y de colgar, al meter de nuevo el móvil en el bolso vi unos billetes doblados. ¡500 euros! Yo no tenía esa cantidad de dinero ni en el bolso ni en mi casa, por lo que imaginé que mi cuarentón, la única vez que fui al baño de su habitación, cogería mi bolso y con estilo y clase lo dejaría en él. Pasmada, saqué el dinero y lo guardé en mi armario. Pero no me sentía una puta. Yo no alquilé mi cuerpo. Solo le di a mi sexo y a mis pechos una oportunidad de disfrutar.

Ah, como se me había olvidado preguntarle su nombre, y tampoco caímos ninguno de los dos en ese detalle, lo rebauticé como mi amante secreto.

Volveré mañana a coger ese mismo autobús y en esa misma parada y a esa misma hora, y a ver si coincidimos de nuevo. Me gustaría verle otra vez. Y no por el dinero. “¿Y por qué no, tonta?”, me decía una vocecita interior, sino porque me gustan los caballeros, aparte de que me lo pasé de puta madre con él...

Ahí va una foto mía de espadas, hecha en una gasolinera de Ibiza, con mi coche de alta gama recién comprado y pagado al contado. Y ahora que trabaje la imaginación de cada cual para adivinar cómo se las ha aviado una humilde mileurista para poder comprarse semejante cochazo, seis meses después de mi encuentro con mi guapo talismán cuarentón.


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Antonio Chávez López
Sevilla septiembre 2011





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Mensaje  achl Sáb Jul 03, 2021 11:20 am



Posesión masculina hasta el final

¡Cuantísimo le amaba! ¡Y solo con pensar que había muerto por ella, qué se ofreció voluntariamente de holocausto para salvarla! ¡Qué blanca reluce su piel, qué bello aparece dormido! Sus duras facciones, suavizadas por las caricias de La Parca. El pelo lacio cae en un desordenado flequillo y le tapa un ojo.

¡Qué desgracia! No quiere perderle, le ama demasiado. La gente se va yendo del velatorio, pero ella se queda. Le preguntan si se lo llevan. “Una noche más, por favor”, pide. “De acuerdo”, le responden.

Luz de luna se filtra por la vidriera. Se echa la chica a su lado en la cama y le coge su fría mano. No percibe la calidez de siempre. Cierra los ojos y se deja llevar por los recuerdos. Está tranquila; triste y sola, pero tranquila. Oscurece. Cree sentir la mano de él sobre la suya.

De pronto, siente una presión en el pecho y un vacío en el alma. Quiere gritar, pero su fonador no responde. Tampoco su cuerpo. Cogida de la mano de su amor, dice adiós a la vida.

Al día siguiente, dos féretros salen del mismo cuarto y del mismo tanatorio. En uno, una joven esposa, casi una niña, con una expresión de espanto, a pesar de que le han cerrado los ojos. En el otro, un chico inmóvil en la misma postura en la que se encontraba el día anterior. Pero en su expresión se dibuja una egoísta sonrisa.


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Antonio Chávez López
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Mensaje  achl Sáb Jul 03, 2021 11:24 am



El muerto era un “vivo”

Mi nombre es Félix de Lugo y Pérez. Tengo 55 años y todavía sigo soltero. Desde primeros de este año permanezco de baja laboral, y estoy todo el tiempo en mi casa, porque tengo demasiado debilitado el corazón, con dos infartos y tres embolias de pecho a mis espaldas. Y después de las fatales consecuencias de esta verídica historia que relato a continuación, tengo que estar medicándome con tres pastillas diariamente de por vida.

Estaba sentado en mi sillón frente al fuego de la chimenea, observando el balanceo de las llamas, cuando recordé que tenía que echar un vistazo a mi correspondencia. Entre todas las cartas que había, una de ellas llamó especialmente mi atención. Provenía de los Pérez y Pérez. Recordaba bien aquel maldito linaje, al que, aunque lejanamente, también pertenecía. Por fin, el viejo conde había muerto. Para mi sorpresa, estaba yo invitado al velatorio, a celebrarse en la mansión familiar, en Motril (Granada), dos días después de recibir la carta

La numerosa familia Pérez y Pérez se remontaba al siglo XIV. Y a mí, aun estando en remota rama del árbol genealógico, me pidieron que asistiese. Preso de las dudas estaba en aquel momento, pero después de aclarar conmigo mismo ciertas cosas familiares, decidí asistir. Y mis dudas eran, básicamente, en que aquel bichejo sangre azul, primo segundo de mi madre, se adueñó de la inmensa herencia de mis antepasados, e incluso de la que le correspondía a mi difunta progenitora.

Era una fría mañana de enero en un cielo gris, pero yo presagiaba un día feliz. Tras un cómodo viaje en tren, estaba frente a la suntuosa mansión de los Pérez y Pérez. Se alzaba, inmensa, imponente, junto a un acantilado, donde las crestas de las olas golpeaban con frenesí las partes más bajas. Un sendero flanqueado por una serie de árboles viejos y sin pelaje discurría hasta la misma puerta de la entrada.

Empecé a recorrer el sendero con una anormal lentitud. Quise retrasarme lo máximo posible en llegar, ya que no quería ver concurrido el velatorio. Las piedras entrecruzadas del camino parecían retorcerse a cada paso que yo daba. Las sombras se alargaban, y el crepúsculo del horizonte se asemejaba a un tinte púrpura.

Alcé la mirada hacia el claro que se abría ante la mansión, y vi que lujosos autos, unos seis, permanecían aún estacionados. Crucé con pasos firmes el estacionamiento y enseguida me detuve justo enfrente de la puerta principal.

Entré a la vivienda, a la vez que tres personas, que yo no conocía, salían del vestíbulo, luego de ofrecer sus condolencias a la señora condesa. Tras saludar, amable y cortés, con una inclinación de cabeza a los inquilinos y a los invitados, avancé por el tramo del pasillo que conducía al dormitorio principal; el del extinto conde.

Me hallaba parado en el umbral, inmóvil, mirando el macabro lecho. La sombra proyectada por el candelabro que iluminaba el cuarto, bailaba alrededor del féretro, como si fuese un ser de ultratumba acechando a su víctima.

El cuerpo petrificado yacía en un pomposo féretro, vestido con esmoquin negro, una camisa blanca, y una palomita blanca, de la que colgaba un medallón, por algún mérito hipócrita en alguna cruzada. Sus manos mostraban una enfermiza palidez, y reposaban alargadas. En el dedo anular de la mano izquierda, tenía incrustado un grueso anillo de oro y platino, con el escudo heráldico del apellido Pérez, y dos diamantes, seguro que de herencia familiar. Su poco cabello, cuidadosamente y pulcramente peinado como en vida estaba, según una foto que yo conservaba, pues nunca le vi vivo en persona.

Aun teniendo el cuerpo sin vida de aquel malvado aristócrata ante mis ojos, no podía creer que estuviese realmente muerto.
Era de prever que su dormitorio estuviese vacío. Nadie quería a aquel bastardo. Durante su existencia, había atormentado la vida de todas las persona los que estaban a su alrededor. Aún podía sentir la malaleche del condenado conde.

La fría expresión de su semblante, solo era alterada por una diabólica imitación de una sonrisa humana. Estaban estirados sus finos labios, victoriosos incluso muerto. Intenté apartar los ojos del occiso, pero algo me lo impedía. Tras manifestarme en fuerte oposición, de su nefasta influencia conseguí liberarme.

Al volver a mirar a aquella mueca sonriente, se me deslizaba un gélido escalofrío por todo mi cuerpo, y sus oscuros ojos parecían escudriñarme, hundidos en sus órbitas

"¿Cómo puede ser que un humano pueda causar todavía tanto horror a pesar de que está muerto? ¡Ojalá ardas entero en el infierno, malnacido, cabrón!", me pregunté y me dije para mi interior.

Después de que este pensamiento emanase de mi mente, un crepitar de velas parecía estremecerse, realzando el tormento del aquel lugar maldito. Me estremecí, pero me repuse y me entregué al cometido para el que había acudido al velatorio.

Me acerqué más al cadáver del conde, al mismo tiempo que el resplandor del cuarto centelleaba sobre su cara, dándole, más aún, un semblante falsamente cálido. Vi en su mano izquierda el costoso anillo. Dudé un momento, pero, al ver cómo lucía injustamente en su agarrotado dedo, mi duda se disipaba, volviendo a poner en su debido lugar la creciente repugnancia que sentía.


-pasa a 2ª y última página-

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cehicehi Miguel de Cervantes s.XVII
4 de junio Reportar


Mi conciencia estaba de acuerdo mi mente en ese momento.

Sentía entre mis dedos el gélido cuerpo del finado, mientras intentaba extraer el anillo. Parecía fundido en el propio dedo. No conseguía sacarlo.

Terribles nervios se apoderaban de mí. Temí que alguien entrase al cuarto justo en ese momento. Cogí con más firmeza la mano e hice girar el anillo en el dedo. Luego de tres intentos, logré que se desprendiese de la rígida extremidad. Mientras miraba el oro, el platino y los diamantes, la expresión en mi cara era de triunfo.

“Me llevo este anillo que le robaste a mi madre, carroña”, me dije.

Una lengua de fuego danzante sobre las velas se alargaba a un lado tétricamente. Pero ante mi triunfo, decidí no prestar atención a eso.

Me sentía feliz y satisfecho.

Iba saliendo del cuarto, cuando oí un leve golpe que alteró el sobrecogedor silencio. Me di la vuelta para ver qué era lo que lo había producido. Quedé petrificado. No me sentí aliviado al cerciorarme que era la fría mano del conde al golpear el féretro, lo que originó el ruido. Algo había cambiado en los ojos del conde; no escudriñaban solo los míos con ira, estaban más altivos y parecían salirse de sus órbitas, como si estuvieran intentando hipnotizarme.

Deseché cualquier idea supersticiosa de mi cabeza y salí al pasillo, el cual no se veía más reconfortante. A pesar de eso, anduve con pasos rápidos. Los invitados se hallaban en la cocina. Me apresuré hacia el grandioso salón principal de la mansión. Todavía me sentía nervioso por el escalofriante momento del hurto.

Al abrirse ante mí el espacioso salón, una poderosa sensación de vértigo se abría paso a través de mi subconsciente. Me apoyé en la puerta. Debía de tranquilizarme. Todo había acabado. El conde estaba muerto. Y yo podría regresar a mi ciudad, Sevilla, con mi anillo. Con ese pensamiento revoloteando en mi interior, me senté en un suntuoso sillón junto a una no menos suntuosa chimenea.

Del techo pendía una enorme araña de bronce, donde, al final de cada una de sus patas, crepitaban las llamas alocadamente.

Debí quedarme traspuesto, tal vez por mi enfermo corazón, puesto que tanto familiares como invitados se habían marchado. Un repulsivo silencio se cerraba contra mí.

De pronto, el sepulcral silencio era roto por algo deslizante que provenía del pasillo. Mi espalda se pegaba al sillón al oír un sonido acercarse por el pasillo. En aquella mansión todo parecía siniestro. Y vivo. Todo sonido se asemejaba a algo agonizante que emergía del sótano. Entero y sereno tenía que mantenerme.

“Lo más sensato sería irte ahora mismo de aquí, Félix”, me dije.

Pero, súbitamente, un ruido surgió cuando unos largos dedos se aferraron al marco de la puerta. Una señal indicaba que anteriormente uno de los dedos había llevado un anillo. Angustiado, deduje que era la mano del conde.

Me erguí frente a tan horrible secuencia. El aristócrata arrastraba penosamente sus pies y trataba de acercase a mí. Sus ojos no solo me escudriñaban como antes en su lecho, sino que palpitaban, coléricos y centelleantes, bajo una más que repulsiva expresión de desesperada agonía. Traspasó el umbral, tras algunos pasos, extendió los brazos en el aire, como en una constante amenaza.

“¡Está vivo! ¡Este hijo de puta no ha muerto!”, grité.

Con mis propios gritos, mi corazón dio un vuelco. Mi mano se posó firmemente contra mi pecho. Mi corazón no podría soportar aquel creciente terror que se iba apoderando de mi persona. Observaba, enloquecido, cómo sus blanquecinos dedos temblaban ante la desesperación de asirse a mi cuello, con crueldad. La locura y la maldad no habían desaparecido en el alma negra del conde. Sin duda, aquel maldito ser quería recuperar su anillo.

Me hallaba yo paralizado. Las manos del conde se cerraron fuertemente alrededor de mi cuello. Su expresión cambió a una horripilante risotada que, curvada en los extremos, se alzaba hacia los pómulos, enfatizando su demencia, enfermiza locura en vida, podrida y mórbida en muerte.

“¡Deja de reír, maldito bastardo!”, grité de nuevo.

“¡Aparta de mí tu mirada!”, volví a gritar.

Pero mis gritos no eran escuchados por nadie. Mi garganta no emitía voz. Mi cerebro le dijo a mi corazón que lo mejor para mi salud era que me tranquilizase del todo.


Pero todo ese horror final lo pensó mi subconsciente. Lo que no pensó, que es real, es que el aro de oro, platino y diamantes está ahora en mi poder, cuyo valor es incalculable. Y mi felicidad es inmensa, pero no solo por tener semejante joya a mi disposición, pues no tengo problemas económicos, sino por haber saldado la herencia de mi madre.


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Antonio Chávez López
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Mensaje  achl Sáb Jul 03, 2021 11:28 am




En el andén 10

Era un viernes de primavera de finales mayo. Ella, nerviosa, no paraba de mirar su reloj de pulsera, y corroboraba su hora con la de otros relojes grandes que colgaban del techo de aquel lugar. Solo faltaba media hora exacta para que llegase el tren, que era uno de Alta Velocidad (AVE) del servicio regular de la Renfe, procedente de la Estación de Santa Justa.

Caminaba la guapa muchacha con pasos rápidos entre las tiendas de la estación del ferrocarril más grande e importante de España: Atocha. Iba pensando en las mil y una cosas que contarle a él no bien se bajase de aquel tren. También pensaba en cómo se abrazarían y se besarían en el mismo andén, sin importarles en absoluto las personas aglomeradas que allí habría en ese momento. Y pensaba en proclamar su amor a los cuatro vientos.

Pero también pensaba si iba a ser de su agrado su nueva minifalda blanca ibicenca, que tanto dejaba lucir sus bronceadas y largas piernas, así como su blusa verde, con generoso escote. Y tan atractivo conjunto, destacaba más acompañado de unos zapatos verdes de tacón alto de aguja.

Tan absorta estaba en todos estos pensamientos que no se percataba de la hora. De modo que cuando le daba de nuevo por mirar el reloj, tan solo faltaban quince minutos para que llegase el tren. Su chico vendría del Sur con dos ilusiones: amarla y pasarlo bien juntos en Madrid aquel fin de semana, y después, en el último AVE del domingo con destino Sevilla, regresaría otra vez a su ciudad.

Inmensamente feliz decidía comprarle algo personalizado para su dormitorio, y así él la recordaría durante las noches "como más le gustaba a ella que la recordase". Si ella pensase eso entrecomillado, seguro que se relamería los labios.

Se iniciaba a visitar, sin prestar demasiada atención, varias tiendas. Había prácticamente de todo: joyas, bisuterías, trajes de señoras y caballeros, zapatos para ambos sexos, perfume, ropa de buena y regular calidad, y cientos de trastos inútiles, que serían abandonados al poco de haberlos adquirido Pero nada de lo que estaba viendo la convencía. “En estas tiendas no hay nada que me guste especialmente para ti, mi amor”, pensaba.

Miraba de nuevo el reloj: ocho minutos faltaban y aún no había hallado un regalo apropiado. El AVE, que ella esperaba, lento iba acercándose hasta el andén 10.

Pero, de pronto… “¡esto, esto sí!”, exclamaba en voz alta, como una loca, a la vez que cogía una pequeña lámpara de bronce con caperuza, también de bronce, en forma de punta. “¡Esto te va a encantar, mi amor!”, exclamaba de nuevo en voz alta, sin importarle nada ni nadie.

A su chico le gustaba el efecto que causaba una pequeña luz, y el ambiente acogedor e íntimo que proporcionaba. Algunas veces habían hecho el amor, en el apartamento de ella, en Madrid, mientras su dormitorio se encontraba iluminado por una lámpara igual o parecida a la escogida como regalo.

De pronto por megafonía sonaba una voz como aflautada, anunciando la inminente llegada del tren procedente de Sevilla en el andén 10.

La chica se quitaba los tacones y empezaba a correr portando su flamante lámpara en una de sus manos, sin envolver, pero metida en una bolsa de plástico, porque no quedaba papel de regalo en la tienda, además de que ella no podía entretenerse más.

Abriéndose paso entre las personas de la sala de espera, seguía corriendo hacia la zona de LLEGADAS, en la que aguardaban a diferentes trenes de distintas procedencias. Sabía a dónde tenía que ir, pero a sus nervios le daban por preguntar, y por fin llegaba al lugar donde muchas personas esperaban a aquel tren procedente del Sur.

Decenas de viajeros iban bajando de los vagones, y la expectación iba creciendo en los adentros de la esbelta y espectacular chica.

Su sistema nervioso era ya incontrolable, y hasta le temblaban las manos. Un prolongado escalofrío recorría todo su cuerpo, y más aún cuando sus ojos miraban con feliz ansiedad la escalera mecánica que transportaba a los viajeros del AVE que ella esperaba. No paraba de mirar la hilera de pasajeros, sin siquiera pestañear.

‘¡Allí, allí está!’ Lo veía y, a no más de diez metros su chico la buscaba con la mirada entre la multitud (que estaba en amena espera conversadora), sin por el momento conseguir visualizarla.

Levantaba la mano, moviéndola de derecha a izquierda, y una sonrisa en los labios de él enviaba el mensaje de que acababa de reconocerla.

Cuando aquella escalera mecánica llegaba a su fin, corriendo se iba hasta su chico, y, al llegar, le abrazaba y le besaba con tanta fuerza que los dos caían rodando al suelo, debido principalmente a la impaciencia de ella.

Pero sin preocuparle que se hubiesen caído seguía besándole, hasta que se daba cuenta de que él no respondía a sus besos, y los brazos que al principio rodeaban con fuerza su cuerpo, habían aflojado.

Apoyándose en una pierna de alguna persona que había por allí, se ponía en cuclillas y separaba su cara de la de él, se fijaba en ella y la veía pálida y con la mirada fija en el infinito. Le meneaba ella la cabeza de un lado a otro, con la idea de que reaccionase. Pero era entonces que veía que sus propias manos estaban ensangrentadas. Aterrada, se limpiaba como podía en la minifalda blanca e intentaba, inútilmente, que el chico volviese en sí.

En un último e inservible intento observaba horrorizada cómo la afilada caperuza de la lámpara se había salido de la bolsa de plástico y ahora estaba fuertemente clavada en la base del cráneo del que pocos minutos antes era su amor.


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Antonio Chávez López
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Mensaje  achl Sáb Jul 03, 2021 11:33 am



La Luna de Carmen

Recorría lenta pero estruendosamente el pasillo. Se hacía notar con sus patas firmes y su cola atrevidamente alzada sobre el parqué, arañando con sus afiladas uñas la textura de las paredes, seduciendo con los constantes movimientos de su cola y su esbelto pelaje blanco. Cuando había atravesado la mitad del trayecto, aparecía de repente su ama en el otro extremo del pasillo.

Temía una fuerte regañina y se metía por la puerta que tenía más a mano, que era, precisamente, la puerta del dormitorio, el mismo dormitorio de la ama de la casa. Ya dentro, travesuras nuevas. Carmen abría un poco la puerta de su dormitorio, que, el apagar de la luz interior del mismo, coincidía con los ruidos y los maullidos que salían de la boca del felino al tratar de ocultarse, lanzándose poco después de un gran salto gatuno al armario y tirándose desde allí con fuerza, cual trampolín, hacia la cama, que, mientras iba aterrizando, iba deshilachando una buena parte de un flamante edredón, recién comprado, con las garras abiertas.

Al escuchar su ama un extraño ruido, abría de nuevo la puerta de su dormitorio, y entonces veía desplumado el edredón. Se quitaba una zapatilla y se iba en busca de la causante de aquel desastre; pero, sorprendentemente, o no tanto, la ágil Luna había desaparecido como por magia, sin dejar rastro.

Aun su avanzada edad, once años (más de media vida de un gato), mantenía una agilidad fuera de lo común, por lo que no era de extrañar por su ama, que, de tejado en tejado, arribase en la azotea de una casa vecina, máxime sabiendo de sobra su ama que su preciosa Luna era una gata ardiente y conquistadora y siempre dispuesta a buscar y a encontrar gato macho. De hecho, ni Carmen sabía, o no lo recordaba ya, cuántas preñeces había contraído con partos de bebés gatitos, que luego eran regalados por doquier, incluso algunos nietos. ¡Es que a la paciente Carmen le era imposible alimentar y criar a tanto gato!

A la permanente enamorada Luna, le encantaba tumbarse al Sol y darse volteretas, hasta quedarse dormida. Por las mañanas pedía su desayuno, que consistía siempre en el mismo tipo de pienso, y por las noches, increíble, puntual a la misma hora, cenaba un sobre de carne. Su preferido era el de la marca “Félix”.

Cuando bajaba del pequeño cuarto de los trastos de arriba, junto a la azotea, hasta la vivienda propiamente dicha, le atraía sobremanera afilarse las uñas en la alfombra y en los sillones, por lo que su ama tenía que cerrar la puerta del salón, y era entonces, como percatándose de que Carmen se había dado cuenta de su maniobra, cuando se tumbaba sobre el radiador de la calefacción del pasillo, como para despistar a la ama de la casa, que sonreía...

Luna intuía si su ama se encontraba mal, y además lo sentía desde lejos; la miraba fijamente, se iba hacia ella y pasaba su lomo sobre las piernas de su protectora, a la vez que ronroneaba. Es por todo ello que Carmen le tenía mucho cariño, con lo que esto de que cogía una de sus zapatillas para golpearla por haber cometido alguna travesura, nunca se consumaba.

El mismo cariño hacia Luna, era también compartido por los peques de la casa: es decir, la madre absoluta de todo lo que se movía en su vivienda, también, cómo no, de su peculiar felino y, de alguna forma su eterna compañera. Es por esto, que se desmitifica el mito de que los amos o las amas de gatos son ariscos. Y menos la de Luna, a decir de vecinos. Corroborado este hecho por un amigo de la señora, o, más bien, señorita, pues ella es una más del enorme listado de divorciados.

En definitiva, la revoltosa gata Luna era la alegría de la huerta de una casa en pleno corazón de la sierra madrileña, aun sus permanentes travesuras y sus actos amorales, porque sabe bien su ama que ha tenido descendencia mediante relaciones incestuosas con sus hijos, e incluso con sus nietos.

Pero aun la atípica amoralidad racional, es atrayente saber que el mundo irracional es lo opuesto al mundo racional, por lo que un incesto irracional puede ser normal en seres irracionales.

¡Qué más quisiéramos las personas tener ese instinto natural de fidelidad, el cual es innato en los animales domésticos!

¿Cuánto poder de persuasión poseen los animales domésticos que terminan por domar a gente xenófoba de ellos? ¿Por qué todavía existen personas que no ven o no quieren ver el cariño, la fidelidad, la compañía y la ayuda que estos animales nos proporcionan? ¿Cuándo se extinguirá, de una vez para siempre, esa reprobable desaprensión contra los animales de compañía?



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Antonio Chávez López
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Mensaje  achl Sáb Jul 03, 2021 11:36 am



La tolerancia es tan necesaria como el comer

Angustiada corría por aquel pasillo. Los números en las puertas se le agolpaban. Hasta que veía la placa de la habitación 133. Se quedada parada unos segundos, sin aliento y con la mirada fija. Movía reiteradamente la cabeza para tratar de salir de su aturdimiento, ponía mano trémula en el picaporte, cogía aire y abría despacio la puerta, como si se fuese a romper.

Y allí estaba su hijo, en una cama, y junto a él, su médico mirando su historial clínico. Se sobresaltaba al verle con goteros y con cables que entraban y salían del cuerpo, con la cabeza vendada y un brazo y una pierna enyesados, pero no se daba cuenta de la presencia de su madre; en ese momento tenía la cabeza vuelta hacía la ventana.

—Buenas tardes, doctor, soy Sonia, la madre de Hugo –decía, mostrando ojos vidriosos y voz quebradiza.
—Hola, Sonia. Y yo soy Antonio, el médico de Hugo. ¿Te importa si salimos al pasillo un momento y así dejamos a Hugo descansar?

Hugo sonreía, a la vez que una lágrima nublaba cada ojo, mientras madre y médico salían de la habitación, cerrando él tras de sí la puerta.

— ¡¿Co...cómo está mi hijo?! –preguntaba, y a la vez sacaba un pañuelo de su bolso, con un movimiento asombrosamente nervioso.
— Dentro de la gravedad, estable. Se recuperará con una rehabilitación adecuada –miraba de nuevo su historial, parpadeaba y tragaba dos veces saliva-. El brazo izquierdo fracturado, la pierna derecha fracturada, cinco costillas fracturadas, golpes y magulladuras en cabeza y cuerpo y el ojo izquierdo ulcerado, pero no hay peligro de pérdida.
— ¡¿Có... como ha sido, doctor?! –le preguntaba nerviosa, cerrando los ojos y apoyándose en la pared.
— Un muchacho de su mismo instituto, pero de dos cursos por encima del de Hugo, le golpeó todas las veces que le vino en ganas con un patín metálico.

La puerta se volvía abrir de nuevo. Hugo no sabía si había pasado un minuto o una hora. Despegaba despacio el ojo bueno y miraba a su madre, junto a su cama, que sonreía entre lágrimas.

— Hola, mamá.
— Hola, mi vida –decía y le cogía la mano–. ¿Cómo te encuentras? ¿Qué fue lo que pasó? –preguntaba intentando mantenerse lo más tranquila posible.
— Es... estaba yo... -empezaba, a partes iguales de duda, rabia y dolor. Se mordía el labio y proseguía–. …despidiéndome de Alonso en el portal de su casa. Llevaríamos cinco minutos o así, entre abrazos y risas y… le besé. Luego abría él la puerta de su portal y subía la escalera hacia el ascensor, y mientras se iba cerrando nos íbamos despidiendo con un beso al aire -hacia una breve pausa para tomar aire–. Me giré y lo último que recuerdo es que uno decía: “¡Eh tú, maricón, te vas a enterar…!”.

Sonia quedaba paralizada. Lo único que podía hacer era acariciarle la mano. La palabra no le salía por más que lo intentaba.

— ¿Recuerdas lo que me dijiste la primera vez que me insultaron por lo que soy, por como soy, cuando tenía nueve años? ¿Y la segunda…? ¿Y la tercera…? ¿Y luego del primer puñetazo…?

Asentía despacio. No podía sino no soltarle la mano y mirarle con dulzura.

— Me dijiste que con el paso del tiempo todo pasaría, que la gente se convertiría en más tolerante, que se acostumbraría. ¿Tolerante? ¿Qué se acostumbraría? Y la sensación que tengo ahora es que me siento como un pasajero de un tren, al que no pude subir porque no compré el billete. Cada día pienso que al viaje le quedan menos paradas. Cada vez son más insultos, desprecios, golpes… Tengo 14 años, mamá, y la sensación de que un reloj con cuenta atrás pende sobre mi cabeza –y empezó a llorar.
— No digas eso, hijo –respondía tiernamente-. Puede que no te guste el viaje. No podemos a veces elegir ni el trayecto ni el destino, pero podemos elegir con quien viajar. Un día llegará en que ese tren se quede sin combustible, sin su impulso, que es un desdén y un odio irracionales. Poco a poco lo estamos logrando. Aférrate a tus sueños, a tus esperanzas, porque de eso se trata la vida, hijo mío.


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Mensaje  achl Sáb Jul 03, 2021 11:41 am




Me decidí a navegar

Me resulta difícil encontrar un motivo para empezar a escribir esta historia. Más que nada porque temo adelantar algunas anécdotas o delatar algunos sentimientos que tendrán que nacer en los próximos párrafos. Sin embargo, creo conveniente e incluso necesario describir mis días antes de conocerle a él.

Desde hace un año que mi vida ha dado un vuelco. Para muchos, el año pasado ha sido un año de recortes, paro, fracasos, desilusiones, promesas no cumplidas, cierres... La mayoría le echaba la culpa a los políticos.

A mitad de año, me separaba del padre de mi hija. Al mes, nos mudábamos de piso, mi hija y yo. Ahora Eva no duerme más en mi dormitorio; ya tiene el suyo propio. En el trabajo, estábamos viviendo cambios de dirección, reducción de personal, triplicación de trabajo pero con más exigencias… Y por encima de todo, mucho, muchísimo cabreo.

En mi universidad me faltaban tres meses para terminar mi carrera. Solo me restaba cursar Literatura Infantil y Cultura, dos materias que rendiría en septiembre. Esto me mantenía ilusionada, porque, cuando acabase, me daría de lleno a la docencia. Mi ilusión desde que era una mocosa.

También conocí a un chico, del que aprendí, aprendí a valorarme a mí misma y a mis actividades, a valorar la importancia de estar bien conmigo y a defenderme de los juicios ajenos, que olímpicamente se permitían algunos. Reafirmaba mi papel de madre, rearmaba el vínculo entre Eva y su padre, ponía en marcha la maquinaria de las relaciones armoniosas con mi gente, aunque la muerte de mi abuela obstaculizaba. Pero, más tarde, me presentaba como actriz de teatro, me desvinculaba de la empresa, en la que había trabajado desde los 22 años, y con la indemnización podía liquidar mis deudas, pintar mi casa e irme con Eva de vacaciones. Al regreso, empezaba a asistir a actos públicos, y tres meses después, contaba con una escuela cerca de mi barrio. ¡Por fin, tantos años de estudio estaban dando sus frutos!

Aquel chico era un buen apoyo para el periodo de transición que iniciaba ese año y que permanecía hasta el invierno del año siguiente. Empero, “no se puede vivir del amor”, y en abril rompimos, lo que me causó ansiedad. Pensaba que una relación acababa una vez desaparecido el amor, una vez que habíamos tirado tanto de la cuerda como para darnos otra oportunidad, pero veíamos necesaria la disolución. Nuestros puntos de vistas y nuestros proyectos en común eran tan diferentes que era prudente cortar por lo sano, y así evitar posteriores complicaciones.

Pero, aun nuestra mutua y pacífica determinación, la veía una decisión inmadura. Pero ahora pienso que era lo más acertado que podíamos hacer, porque, con tiempo para pensar en eso, no hubiese llegado la oportunidad de conocerle a él.

Avanzada la separación, aceptábamos que no era viable una reconciliación, así que empecé “mi caza de corazones”. Nunca he sido fervorosa de este tipo de cazas, pero recordé que días atrás había aceptado en Facebook a un amigo de un amigo mío. Hacía memoria hasta recordar desde cuándo conocía a mi amigo: y era en una obra de teatro en la que actuábamos los dos y que nuestro amigo en común también actuaba.

Realmente era un tío atractivo, de esos que las mujeres nos giramos para verle, e incluso dos veces. Demasiado atractivo. Figurita difícil de atrapar, diría. Y ante tamaño reto, empezaba a crear una estrategia. Lo primero que hacía era preguntar a su (nuestro) amigo cosas sobre él.

—Mira, Carmela, a Jaime no le gustan las chicas “lanzadas”.

—Bueno es saber eso.

—Para él se tiene que dar todo de una forma normal.

—Bien. Tomo nota.

—Es lento en sus decisiones.

—Por eso no tengo ningún problema.

—Y sobre todo, y no olvides esto, no esperes que se enamore, porque está a años luz de querer estar en serio con alguna chica. Es más, hace ya mucho tiempo que no le veo con ninguna.

Para mí eso era increíble. ¿Cómo tío tan bello podía estar solo? Pero más allá de esto, basándome en su atractivo sexual, confiaba en la información que me había dado mi amigo, y era que a partir de esto armaba una minuciosa estrategia.

La primera fase era "una observación virtual", que consistía en seguir su flujo diario en el Facebook, para tratar de conocerle más. Saber qué clase de música le gustaba, encontrar sentido a las imágenes que compartía y hacer un cronológico repaso de sus fotos, para suponer lazos familiares o de amistad.

Y así hasta que me lanzaba con un “me gusta”, y al otro día figuraba en mis propias notificaciones que él me había devuelto la gentileza, cliqueando alguna de las miles de cosas que yo subía al muro, con la esperanza de que mi nombre figurase en las noticias diarias. Pasaban semanas en las que los “me gusta” iban y regresaban, pero no había ningún indicio claro de una comunicación real.

No sabía si mi criterio sobre la lentitud sería igual al de él, y por ello me mordía las uñas pensando cuál iba a ser el siguiente paso que denotase naturalidad.

Y así era como, carcomida por la ansia de saber más de él, entraba en el Google y escribía su nombre completo. Y ahí estaba su currículo, en Linkedin. Pero, sin darme cuenta, mi propio usuario estaba bloqueado, desconociendo por completo que esa página contaba con un servicio de notificaciones que avisa qué usuario visitaba tu perfil. Así que, mientras yo feliz mirando sus últimos trabajos y fantaseando charlas, a él le llegaba un correo, con mi nombre, apellidos y fotos, comunicándole que había entrado en su perfil. Tendrían que haberme visto la cara al otro día, cuando en mi correo tenía la misma notificación. ¡Él también había entrado en mi perfil!

Rabia sentía en ese momento, como si estuviese jugando al ajedrez y en una pésima jugada hubiese dejado desprotegido al rey. Me sentía tonta, torpe, inútil... Sin embargo, mi vagina no se desanimaba y volvía a la carga.

Sabía que podría haberle dicho cosas bonitas, pero no podía formularlas con tanta presión. ¿Y con su respuesta qué querría decir? La leía y releía y no hallaba el dato concreto que me confirmase que yo le gustaba. ¿Y si era una respuesta de cortesía? Por suerte, esa misma noche empezó a hablarme por chat del Facebook. Justo esa noche había venido a casa nuestro amigo común, y mientras él jugueteaba con Eva, yo respondía a sus mensajes. No podía disimular mi felicidad, pero tan pronto mi amigo veía una expresión de júbilo en mi cara, me decía: '¡Carmela, Carmela, no te vayas a enamorar!'.

Pasaban los días y nuestras charlas eran casi permanentes. Nos saludábamos por las mañanas, y si él no estaba conectado por las tardes, le dejaba yo algo y así permanecía abierta la puerta del intercambio.

En ese tiempo participaba yo en un programa de la radio, y le ofrecí pasarle un tema de la banda, a la que él pertenecía de trompetista. Aceptaba, y al poco tenía su respuesta. No importaba el mucho trabajo que tuviésemos cada uno en el día, ya que siempre encontrábamos un hueco para hablar, aunque solo un poco. Y digo poco, cuando en realidad pasaba una hora en la que nos dedicábamos a… eso, a conversar. Incluso recuerdo un sábado por la mañana, tempranísimo para ser sábado, que me despertaba mi gata. Encendí mi ordenador por instinto. Y él estaba ahí. Se había levantado al alba para estudiar.

Sorprendidos por la casualidad de ambos madrugar, empezábamos nuevas charlas. Intentaba por todos los medios hacerle partícipe de mi vida, contándole el itinerario de actividades que me había propuesto para ese sábado, y con el deseo de que no se desconectase, incluso le pasaba las crónicas destacadas del periódico del día.

Obviamente, esperaba que algunos de mis tiempos libres coincidiesen con los de él, pero ante cualquier indicio que dejase vislumbrar un encuentro entre ambos, de él recibía evasivas. Así que me limitaba a encarar las charlas con otras temáticas, algo que en ese momento veía fútil. Pelis de cine, familias, amigos, aficiones…, eran lo que completaba nuestro incontable listado de comentarios.

De esta forma nos íbamos conociendo desde otro lado más personal, y poco a poco se iba entregando, en charlas, claro (no seáis mal pensado jajajajaja) Un día me contaba que había hecho un curso sobre la fabricación de la cerveza, pero como yo nunca he bebido una cerveza en mi vida…, jajajaja, aprovechaba y le decía:

—Algún día me explicarás de qué va ese curso, y así me lo aplico yo.

—¿Sola?

—Sola.

Era lo primero que había pensado, y no me gustaba demasiado, pero me salió “sola”.

—¿Eres tú de esos que beben cerveza a cualquier hora del día?

—Debo admitir que sí. Anoche a las tantas, antes de irme a la cama, me bebí una lata helada de Cruzcampo.

—Mejor, así hay más versatilidad horaria para implantar la cerveza a las cuatro de la madrugada.

—¡Pues sí, jajajajaja! Lo tendré presente si me toca trasnochar alguna vez con una cerveza en la mano.

—La cerveza es vida para mí. Y me encanta hablar con cerveza o sin cerveza... ¡de lo que sea’! -le daba cierto énfasis a: “de lo que sea”.

—Jajajaja. ¿Hasta quedarte sin voz? Eres graciosa.

—No, eso no. Trato siempre de cuidar mi voz, como actriz y como docente. Pero yo puedo hablar infinitamente, sin que se perjudique mi voz…

—Uf, ya tengo el primer reto. Responder hasta que te canses.

—Ojito con lo que acabas de decir porque cuando me canse de hablar, voy a querer llenar mi ocio de otra manera...

“Tirarme a la chimenea, en pelotas y en pleno julio, era poco en comparación con la calentura sexual que sentía a medida que avanzaba la conversación”.

A cada instante volvía a mi mente las palabras de mi amigo: “a Jaime no le gustan las chicas lanzadas”. Y ahí, ahí sentía yo un retorcijón en el estómago que me indicaba que quizás no le podía gustar mi forma lanzada de ser y acabase por perder interés por mi personas. Pero el que se plantease un reto en el que me incluía, me llevó a sentir la sensación de que estaba haciéndome un huequecito en su vida, aunque en el plano de pasatiempos. Pero una vez más, para no variar, aparecía su puta evasiva ante mi propuesta, “casi indecente”:

—¿Tienes tú problema con los vacíos?

—Un poco. Estoy en terapia para eso, jajajajaja…

—Todo tiene un por qué. Mira, solo por ser un sábado a las nueve de la mañana, voy a hacerte la pregunta del millón. Ahí va: ¿crees en el amor?

—Creo.

—¿Y qué es lo que no puedes llenar con semejante inmensidad?

—Nada. La cuestión es saber dejar amor en todas las cosas que uno hace, para así llenarte. Y no solo en las personas o en los vínculos.

—En un imaginario baremo del 0 al 10, ¿cuántas veces te has sentido frustrado esta semana?

—Dos. Pocas en realidad. Me siento bien con lo que soy y lo que hago.

—Bueno, dos veces pueden causarte un vacío. La idea es estar en armonía. Así es el amor.

—Sí, el amor es ese equilibrio al que todos aspiramos, por momentos más tangibles y por otros más utópicos.

Intercambiábamos ideas que dejábamos a propósito en forma inconclusa, creando así un interés por seguir, mediante “esa cerveza Cruzcampo de por medio”.

Pero, de todo lo que no es lo óptimo se cansa uno. Y precisamente por eso, a los tres meses y tres días de estar chateando, conseguí su número de móvil, y yo le di el mío.

Estaba claro que yo podía domar a la fiera. Empero, había en mí un fallo, porque mis ganas, casi enfermizas, por saber todo y más acerca de él, estaban superándome. Hasta que una tarde ambos, sin mutuo acuerdo, llegamos a un punto en que ya no nos conformamos con el chat del Facebook…

Y a raíz de ahí, echamos mano de nuestros respectivos móviles, convirtiéndose nuestras diarias conversaciones en “más sabrosas”, lo que nos daba pie a conocernos personalmente. Y nos conocimos. Y nos gustamos, tanto en el trato como en lo físico. Y nos enamoramos y... paro ya de contar. A partir de aquí, que trabaje un poco la imaginación de cada cual...


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Infidelidad justificada

Rita era una chica de 37 años: casada, guapa, alta, rubia, ojos verdes, además de buen estatus económico. Hasta aquí todo bien. Pero, ese “pero” que a veces veces no trae nada bueno consistía en que no podía gozar sexualmente de su marido por haber padecido él, 5 años y meses atrás, un gravísimo accidente que lo tenía en cama, y vivo aún a base de medicamentos, siendo uno de los medicamentos el que le causaba impotencia, para desgracia propia y de su siempre enamorada esposa, que, sin comerlo ni beberlo, también sufría la imperecedera impotencia de él.

Estaba intranquila aquella tarde. Le dio las medicinas a su marido y este se durmió en el acto, pues los efectos secundarios actuaban como un rápido somnífero. Y esto era siempre así, invariablemente, durante un larguísimo período, casi eterno.

Merced a su situación desde el accidente, tenía períodos de ocho horas libres para hacer lo que le viniese en ganas. Pero no se sentía a gusto por estar tan desocupada y porque no acertaba a organizarse de una forma que la dejase satisfecha. Y tantos años así, la tenían trastornada. Solo el amor que le profesaba a su esposo la ayudaba a sobrellevar su Gólgota. Y por si eso fuese poco, no tenía hijos el matrimonio, aun casado once años atrás, cuando él se mantenía fértil más de seis años. Porque de haber tenido al menos uno, llenaría en parte el hueco que dejaba su esposo, prácticamente ausente.

Sin embargo, dejaba estos lazos de tiempo para hacer tranquilamente las tareas de su casa, mientras veía sus novelas en la tele. A veces escuchaba música, o leía algún libro, o confeccionaba alguna prenda en su máquina de coser, sin el temor de perturbar el reposo de su marido, que tampoco era necesario, porque él perdía toda noción al ingerir los medicamentos. En realidad, la monotonía era el motor de su vida, que si le sumamos que no tenía amigas, las cosas estaban complicadas para ella.

Imbuida en la lectura de un libro, había apagado tarde la luz esa noche. Avanzó en la lectura hasta la mitad, y se prometió terminarlo durante el próximo descanso médico de su marido, descanso suficiente para incluso comenzar a leer un nuevo libro, o para hacer cualquiera otra cosa, o varias a la vez.

Aquel día, no obstante, no bien su marido se durmió intentó leer, pero no se concentraba. Dejó el libro sobre la mesilla y se recostó entrelazando los brazos por detrás de la nuca. No podía sacar de su cabeza lo que le había ocurrido en la cocina después de almorzar.

Al ser anormalmente un día caluroso de otoño y estando averiado su aparato del aire acondicionado, dejó la puerta de salida a las escaleras abierta, para que corriese un poco el aire. La calentura sexual de su cuerpo, sumada a la alta temperatura ambiental, iban haciendo de ella un calefactor excesivamente perturbador.

Mientras fregaba, su vecino de puerta se le acercó por detrás y, sin mediar provocación, la cogió de la cintura y presionó el pene contra su culo, sintiendo entre sus convulsos muslos una vigorosa masculinidad. Pero todo sucedió tan inesperado y precipitado que no le dio tiempo a reaccionar. Imaginándose el vecino que cedía, presionó más y le dijo a lo bestia que la iba a penetrar allí mismo. Indignada, empujó a su vecino y después se apartó unos metros del fregadero.

Su vecino observó cómo sus nalgas succionaban el delantal entre las piernas. Rita levantó desafiante la cabeza, haciéndose inalcanzable al deseo del intruso, al que echó a patadas e insultos de su casa, cerrando después la puerta por dentro con llave y cerrojo.

Sofocada y malhumorada se persignó en el trayecto hacia su dormitorio. Una vez en él, se echó en la cama junto a su marido que, al verla en semejante estado, apartó la mirada de la televisión y le preguntó, con dificultad en la voz, como secuela irreversible de su estado físico.

—¿Te… pa…sa… al…go…, mi… a…mor…?
—Nada. Solo que estoy un poco cansada -mintió. No quería preocuparle.

“¿Hago mal con no decirle lo que me ha pasado? Pero si se lo digo, podría hundirle más aún”. Se dijo para sí.

El corazón a toda vela, el cuerpo trémulo y la respiración jadeante le hacían crecer los pechos, con el riesgo de soltarse la fina tira del sujetador.

Cerró los ojos, para relajarse. Inútil. Le venía una imagen de manos sujetándola por la cintura, sentía una dureza varonil en sus nalgas, sentía su propio desconcierto y su nerviosismo al intentar escapar de unas garras, sentía un caminar presuroso rumbo a su presa...

Como una media hora después recuperó un poco la calma, le dio un beso con los labios cerrados a su marido y le secó el sudor en torno a las cejas.

Pensó súbitamente que tenía que hacer algo para quitarle relevancia a lo ocurrido, pero a más empeño por olvidarlo, más nerviosa se ponía.

Leer le resultaba imposible, y por eso se dispuso a preparar la cena, pero recordó aquello y como no se había tranquilizado del todo como para irse a la cocina de nuevo, se puso a revisar la ropa sin planchar.

Puso la mesa de planchar y se sentó al borde de la cama. Miraba el suelo, como queriendo hallar una respuesta en él. Quería olvidarlo, pero no lo conseguía. Tenía en la piel lo ocurrido, y apenas lo recordaba un escalofrío la recorría de pies a cabeza; esa ambigüedad entre la indignación y... “¡No, no, no puede ser...!', se decía para sí.

Trataba por todos los medios ignorarlo, pero sabía bien que había sentido algo inédito en ella. Cuando su vecino le puso las manos en la cintura, tuvo la tentación de abrir las piernas y de cerrar los ojos a modo de entrega. Una fuerza inevitable la llevaba a caer al vacío. Pero podía más su voluntad y su fidelidad de señora casada.

“¿Y si...? ¡No, por Dios...! ¡No!”..., pensó.
“¿No será que estaba desvariando?”, pensó de nuevo.

Sin embargo, posible era un desvarío. Tanto tiempo desvelándose por su marido, la tenía muy estresada. Aun habiéndose tranquilizado, volvía a caer en la confusión, sintiendo que un temblor recorría todo su cuerpo.

“No pienses tonterías, Rita”, parecía escuchar de su conciencia.

Se entregó a la inacción de pensamiento y de cuerpo. Pero, de pronto, la conciencia volvía a la carga con la imagen de la cocina. Se sorprendía al pensar en la posibilidad de echar un polvo, y así paliar su fuego. Lo normal era dejarse llevar por lo que sentía, pero la torturaba su estado de señora íntegra. Fornicar, aunque con un extraño, a causa de sus circunstancias, siendo algo carnalmente bueno y necesario también, era pecado mortal. Y ella era creyente y practicante.

Se puso en pie intentando esquivar al espejo; pero, sin poderlo evitar, vio su imagen como un reto. Era guapa y con buen cuerpo, y con el delantal pegado y corto, dejando a la vista sus largas y torneadas piernas hasta el comienzo de las nalgas, le parecía apetitosa para todo hombre. Su escote entreabierto dejaba ver más de la mitad de los pechos, cuyos mamelones empitonaban contra el tejido del sujetador, muy humedecido por la transpiración. De aquel cuerpo resbaladizo chorreaba voluptuosidad y lujuria.

Inocente a los estragos que podría ocasionar en los hombres, sus curvas invitaban al atrevimiento. Y aquella desnudez del triángulo, que se veía a través de la transparente tela del tanga, clamaba lo suyo...

Evitaba mirarse al espejo, porque, de hacerlo, desnudaría los deseos ante quien no guardaba secretos, porque todo lo sabía respecto de uno. “¡No, Dios mío, no!”, se decía llevándose horrorizada las manos a la cabeza.

Cuando logró mantener la vista fija de su propio rostro ante el vidrio, sus confusos pensamientos se tornaron a racionales; todo aquello era producto de... no se atrevía a pronunciarlo y menos reconocerlo. Pero sabía sin decírselo que tenía mucha parte de culpa de lo que le estaba sucediendo, independientemente de lo que había ocurrido en la cocina.

“La verdad es que llevo largo tiempo sin sexo”, se justificaba ante los ojos que la escrutaban despiadadamente. Sentía que su cuerpo le exigía más que velar con amor a su esposo enfermo, y precisamente por eso las fuerzas atávicas de su cuerpo, inconscientemente traducían en coqueterías lo que su razón no quería reconocer. Pero los hombres sabían leer el idioma de las maneras y los movimientos femeninos, los hombres eran maestros en traducir las turbaciones de una mujer, y eso era lo que leía en ella su vecino. Amaba a su marido y no era culpa suya sentir un deseo de fornicar con él, que por su luctuosa situación y sin ninguna posibilidad de recuperación, pagaba ella las mismas consecuencias.

Y así quedaba siempre su presión interna, no pudiendo zanjar lo que sus intentos buscaban. Terminaba afiebrada, airada y con mal genio y todo se le tornaba hostil. Pensaba que un día más sin macho y que llevaba ya más de 5 años así. Y esto, a sus 37, la tenía desquiciada.

Las tierras en barbechos se expresan con sus malezas, que, coquetas, se apoderan de todo el sol.

Le vino a la mente tan inoportuno pensamiento, y más inoportuno todavía en esos momentos tan peliagudos para ella.

Pero de pronto su conciencia la sorprendía diciéndole que no era malo sentir un deseo carnal. Fornicar no implicaba pecado alguno, porque, al fin y al cabo, ella era un ser humano, una mujer de carne y huesos. Pero al asimilar tamaño pensamiento, era rea de un vértigo tan incisivo que tenía que sentarse de nuevo en el borde de la cama por el temor a caerse.

“Dame fuerza, amor”, decía en voz baja al marido, sabiendo que si gritaba, no podía oírla y menos aún escucharla.

Su cuerpo se enfriaba y temblaba, pero por dos razones distintas: miedo al pecado y miedo a la infidelidad. Abrió un cajón de su armario y sacó de él una Biblia, leyó un pasaje y luego rezó un Padrenuestro y tres Ave María. Deducía que si pensaba tanto en ello era por... “¡No, Dios mío, no!”.

Cuando volvió a mirarse al espejo estaba más tranquila. En cierto modo veía a la Rita de siempre; una mujer sexuada solo por su marido. Bebió un poco de agua, se puso bien el delantal y, al disponerse a irse de nuevo a la cocina, se auto animó: “serénate, Rita, si vuelve a molestarte le dices que tú no eres una cualquiera, y que lo perdonabas, y que aquí no ha pasado nada y que seamos buenos vecinos”.

Su discurso la templó lo suficiente como para irse de nuevo a la cocina, tal y como estaba vestida: tangas negro, suéter rojo y delantal gris, y seguir con el fregado de la vajilla..

Apenas empezó un sonido de platos y de agua caer, escuchó unos pasos acercándose. El corazón se le disparaba, la sangre le pintaba las mejillas y la respiración se le entrecortaba. Lo sentía cerca, pero sin poderse explicar cómo había entrado a su casa si estaba cerrada la puerta con llave y cerrojo. Pensó que la habría estado expiando, que en definitiva la culpa de todo era de Dios por haberle dado tanta hermosura. Sonrió y se dio la vuelta para verle. Y en su sonrisa se incluía una disculpa, y aquí no ha pasado nada. Haciendo reiteradas negativas con la cabeza, volvió al fregado.

—No puedo retener mis impulsos frente a mujer tan esbelta. No poseo un gen que me proteja de un cuerpo tan voluptuoso, escuchó esas palabras.

Ante semejante insinuación, lo sentía detrás. Su cercanía le agarrotaba las manos, cogía insegura platos y vasos. Su sexo era candela pura cuando él la ciñó de la cintura.

Mientras rumiaba una respuesta adecuada, un pene presionaba sus nalgas. Un mareo fugaz la dejó indefensa; se recuperó y recordó su discurso. Iba a decir la primera palabra, pero su vecino se adelantó:

—El lenguaje de tu cuerpo habla el mismo idioma que el mío, que me está diciendo que te haga mía.

Volvió a sentir el vértigo que la acercaba al vacío en forma incontrolable. La cogió de las caderas y a la vez deslizó su mano derecha por debajo del delantal. La acarició hasta las rodillas, y después trepó para meter la mano cual cuña por debajo del tanga, hecho que respondía a sus vaticinios, por lo que podía obviar los preparativos porque la condescendiente humedad era más que suficiente.

—Estoy a las puertas del Paraíso -dijo él, lamiéndole el cuello.

Cerró los ojos, mientras él seguía loando su belleza y esperando luz verde aunque roja, porque su mano había aterrizado en el mismísimo sexo. Él imprimió más fuerza a su atrevimiento. Rita no se resistía ya, y, considerando el tiempo prudente para haberse defendido con dignidad, dio rienda suelta a su animalidad. El vecino la tenía atrapada entre su cuerpo y el fregadero

Luego de estimular la entrada con sus salivas, llevó su glande al punto de convergencia. Ella lo sentía presionar en busca de su flor, pero no sabía qué hacer con sus manos, porque, en ese momento y en virtud de cómo estaban las cosas, el fregado pasaba a un segundo plano.

Como quien se agarra a débil rama para no caer al barranco, Rita cogió con firmeza un rodillo, de esos de cocina, a la vez que, por su forzada postura, aparecía parte de su vagina por la tira del tanga, mientras su vecino insistía en que no actuase en contra su voluntad.

Cuando alzó el rodillo para intimidarle, el vecino le abrió bruscamente el delantal, haciendo volar los botones. La rodeó con los brazos, pero sin percatarse de que ella tenía el rodillo en la mano, la giró quedando cara a cara. Pero, por la rapidez del giro, no le dio tiempo a cerrar los muslos, y fue entonces que él interpuso entre ellos su erecta virilidad.

Mantenía los brazos por delante, sujetándose con una mano a la base del fregadero y la otra fuertemente asida al rodillo. Él, desafiante y excitado, se quedó mirándole los pechos, pero como la empujaba hacia atrás, no podía la ahora cachonda Rita asestarle el golpe definitivo, por lo que se retuvo, mientras él le estimulaba los mamelones con la lengua.

Después la cogió de la cintura y la empujó suavemente contra el fregadero. Acercó más su grueso miembro, y, abriéndose paso, se coló en el punto neurálgico. Y entonces llegó la sorpresa; él vio por última vez un rostro altanero; por contra, ella sintió por primera vez la penetración del macho cabrío, y, cuando él empezó a presionar más, venciendo la leve resistencia de los labios vaginales, alzó el rodillo por detrás de la espalda, visualizando el golpe rumbo al cráneo. Fue entonces que él presionó intensamente contra la intimidad de ella, invadiendo su territorio bendito con su virilidad. Gritó Rita de placer al sentir que aquel trozo de carne sin hueso había avanzado más allá de lo que nunca jamás había coronado su esposo. Un par de embestidas profundas y la mujer sintió en su interior ese caldo eléctrico que da y proporciona vida; soltó el rodillo, que en la caída destrozó platos y vasos.

—¡Ah! -gimió una “necesitada” Rita, con la mirada perdida, al recibir tan delicioso y deseado líquido viscoso.

Dejando caer la mano con la que había sostenido el rodillo, dio otro grito de placer y al mismo tiempo se abrazó al macho que de nuevo la había hecho mujer. Buscó con su boca la de él, y ambas bocas de devoraron. Y en este retrato de pasión se mantuvieron largos segundos. Se dio la vuelta Rita, puso las rodillas en tierra y le hizo un degustado y recreado limpiado a aquel miembro, que ya casi había olvidado cómo eran…

Luego de culminar, le dio a entender con los ojos que su puerta siempre estaría abierta para él. Seguidamente, abandonó el lugar del pecado y se fue a la ducha y el vecino a su casa. Rita, ya duchada, acabó de fregar. Su marido permanecía dormido. Se echó a su lado y se puso a mirar el techo. Su rostro iba experimentando una extraña metamorfosis; empezando por una alegría contenida, pasando por una leve inquietud, para terminar en una desesperación al recordar que, por lo inesperado y porque hacía mucho tiempo que no lo utilizaba... ¡no había tomado ningún anticonceptivo!

—Ho…la, a…mor -la saludó el marido cuando despertó.
—Hola -contestó ella medio ausente, a la vez que ponía las manos abiertas sobre su vientre, palpitante, inquietante...

No nos obcequemos con lo que nos vaya a deparar el destino. Lo que único que vale es el día a día. Puede que Dios nos conceda más inviernos, o puede que este que azota el mar contra las rocas del acantilado sea el último, pero mientras sigan golpeando las olas, desechemos pensar en la vida que todavía nos queda. Si perdemos el tren que se nos presenta en cualquier vía, el tiempo se nos escapa. Aprovechemos el hoy y no nos refugiemos en la incertidumbre del mañana.


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Antonio Chávez López
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Mensaje  achl Sáb Jul 03, 2021 11:52 am




De pronto, su deseo se convertía también en el mío

Todos tenemos nuestro lado oculto; una parte de nosotros secreta y oscura que nadie conoce, pero cuya existencia tenemos que admitir, obligatoriamente. Mi lado oculto se llama Dini: un italiano guapísimo de 35 años, dos más que yo.

Ejercía yo de ginecóloga en Madrid y él de ginecólogo en Sevilla. Aun lo que pueda parecer, nuestro punto de contacto no era la Ginecología. Le conocí a través de un videojuego, al que mi novio, con el que mantenía una larga relación, pero llena de altibajos, se había aficionado cuando empezamos a vivir juntos, dos años ya.

Una noche me pedía mi novio que llamase a Dini, que era uno con los que jugaba, para avisarle de que no podía conectarse, porque teníamos problemas con el Internet. Dini sabía quién era yo y, tras breves y amenos mensajes, le decía que me podía llamar “por si necesitaba algo de mí”. No me imaginaba que era en ese momento cuando comencé a caer en una vorágine de dulce perversión y de la que no tenía posibilidad de volverme atrás, y no sabía si me iba a arrepentir…

Días después de esto, una madrugada de julio, que, como venía siendo costumbre, no podía dormir, tenía el balcón de mi cuarto abierto, y la luz de la Luna arrancaba un destello plateado al sudor que perlaba mi cuerpo, completamente desnudo. Hacía un calor sofocante. Junto a mí, en nuestra cama, mi novio, impasible, roncaba y, para no variar del último año, ni me había mirado. Cogí mi móvil, sin saber qué hacer para vencer mi insomnio, y lo que hacía era releer algunos mensajes que había cursado vía correo electrónico al director de mi hospital.

Pero en ese momento oí un clic. Alguien hablaba por mensajería. Un escueto: “¿qué haces todavía despierta?”, de Dini, por supuesto. Él sabía que no dormía bien, y también sabía que, hacía tiempo, mi novio me ignoraba sin darme explicación. Me levanté intentando no hacer ruido y sin responderle todavía a Dini. Tamborileaban quedamente mis pies descalzos sobre el parqué mientras caminaba sigilosa hacia el salón.

Me tumbé desnuda en el sofá y tecleé: “ya ves, sigo sin poder dormir; hace muchísimo calor y tengo cosas en que pensar”. Empezamos a cambiar futilidades, pero cuando el Cu-Cu del salón cantaba las tres, me hacía una pregunta que terminaba despertando el animal que había en mí. “¿Puedo preguntarte algo indiscreto?”. Intrigada, le dije que sí, que por supuesto, y entonces largó: “¿qué harías si te dijese que pienso que estoy contigo?”. No lo pillé, por eso le pregunté: “¿quieres decir con eso que fantaseas conmigo cuando tienes ganas de mujer?”.

Obviamente no podía referirse a otra cosa. Me sentía extraña: “¿Estar conmigo?”. Le agradecí su sinceridad y le dije que por qué me lo había contado. Y entonces soltó la segunda bomba: “porque estoy harto de que solo sean fantasías; quiero que se hagan realidad”. Un súbito rubor pintó mi cara. Contuve la respiración unos segundos. “¡Jo, me ha dicho palmariamente que quiere follar conmigo!”, pensé, en una exclamación, largando una risita nerviosa.

Iba a responderle que no, que no era yo de esa clase de chicas. Mi vida sexual, desde siempre había estado reglada por una simpleza que rayaba en la mojigatería, y, aun mi edad, había mil mundos que todavía no conocía. Pero una vocecita en mi interior decía: “¿y por qué no?”. Me mordí los labios, excitada. La idea me atraía, ¿pero estaba dispuesta a pasar por alto los convencionalismos sociales, los tabúes y las habladurías?

Aún esperaba Dini mi respuesta y yo ya sabía qué le iba a responder, solo que mi mente era incapaz de asimilarlo. Un soez ronquido, que me sonó a desdén, procedente de mi cuarto precipitó mi decisión. “¿No me merezco yo algo diferente?”. Esta pregunta mía acabó por convencerme. Tragué saliva y, decidida, tecleé: "De acuerdo, cuándo y dónde".


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ANTONIO CHÁVEZ LÓPEZ
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Mensaje  achl Sáb Jul 03, 2021 6:51 pm





Turquía y el sexo

Turquía es tierra de contrastes, con esa mezcla entre el mundo árabe, asiático y europeo. Por lo que sus mujeres tienen un no sé qué que las hacen especialmente sensuales. Pero aparte de esa mezcla de culturas, las turcas son en sí disímiles a todas y únicas en su especie. Del mundo árabe adquieren exotismo y capacidad de bailar extremadamente sensuales, y ese misterio que siempre está próximo de ellas. De Asia, la lujuria sexual y la distancia que plantean al inicio, y que después se vuelve en un cariño que llega a ser hasta desmedido. Y de Europa, toman el amor por el sexo y gran parte de su belleza. Por tanto, podemos decir que tras adquirir lo mejor de tres países y aunarlos en uno solo, Turquía es necesaria para cualquiera que quiera disfrutar, no solo de su cultura, paisajes, cocina y ocio, también de un sexo con mujeres realmente hermosas y lujuriosas. Ahora bien, ¿un viaje a Turquía es algo fácil de hacer? Uno tiene que pagarse el pasaje, hospedaje, alimentación y gastos misceláneos que hacen que un plan sea fructífero. Así que, si no estamos en situación de poder costearnos un viaje a Estambul o Ankara en búsqueda de hembras dispuestas a hacer de todo contigo, lo más económico es ver videos de porno turco. Un tesoro de un porno repleto de chicas turcas cachondas y listas para hacerte pasar el mejor rato sexual de tu vida. Lo único malo de pasar mucho tiempo viendo esos vídeos, es que terminas tentado y, finalmente, te compras un pasaje y disfrutas de un montón de chicas turcas calientes.


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Antonio Chávez López
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Mensaje  achl Sáb Jul 03, 2021 6:59 pm



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Aquel culo

Me llamo Alfonso. Soy un chico sevillano y vivo en Sevilla. Tengo 32 años, alto, moreno, bien parecido. Estudié ingeniería industrial, y en la actualidad tengo la suerte de tener un buen trabajo y bien remunerado. Mi forma de ser es directa, sin rodeos, pero educada y respetuosa, aunque un poco atrevida con las mujeres no comprometidas, y más con aquellas que a mis ojos emboban.

Entré un viernes a eso de las 23.00 horas PM en mi discoteca favorita y me fui directamente a la sala de música lenta, y allí, sí allí lo divisé; era un culo sencillamente espectacular, fuera de serie. La dueña de él, en ese momento miraba cómo algunas parejas bailaban al ritmo de una música para enamorados.

Era una chica de unos 30 años; rubia, guapa, cuerpazo, y, sobre todo, con un grandioso culo con redondeces hermosamente marcadas e imantadas por los lobos que rondaban en círculo la pista.


LA CAJA DE MÚSICA 10 (UN RINCONCITO PARA COMPARTIR) - Página 2 Culo10


Pero ni macho ni hembra de aquella sala osaba a acercase a aquel culo, aunque no dejaban de mirarlo. Demasiado culo para gente tan indecisa. Pero yo, tan kamikaze de ordinario en esta clase de lides y con ganas de que aquella belleza andante supiese que al menos había un hombre capaz de invitar a una copa a una dama con un culo sensacional, me acerqué con rapidez hacia ella.

Toda la gente de la barra y algunos bailones fijaban sus ojos en nosotros, cuando aquel bombón rubio aceptaba encantado mi compañía. Y como os podréis imaginar, yo estaba que no cabía en mi percha.

Antepongo que lo mío no es bailar. Aunque... ¡qué coño, con un culo así a tu vera había que bailar lo que fuera!

Aquella despampanante sevillana rubia se llamaba Lidia.
Pero enseguida me di cuenta de que esperaba a alguien, porque miraba y miraba su reloj mientras bailábamos, e imaginaba que de un momento a otro se iría, quizás con algún amigo o amiga. Así que, concienciado, solo me limité a disfrutar de mi súbita conquista todo el tiempo que pudiese y me dejasen, acercándome al máximo a su hermosa retaguardia.

Con una pícara sonrisa en sus exóticos labios, retrocedía, como dándome a entender que quería zafarse de mi impetuoso proceder “disimulado”, al menos en público. Pero, de pronto, sin pensarlo, llevé mi boca a su boca y le di un apretado beso en los labios, al tiempo que abracé su culo con las dos manos, para así ir tanteando su nivel de resistencia, o esperando la correspondiente hostia.

Pero no, no hubo ninguna hostia; por contra, su lengua, como la de una víbora, se entrelazaba con la mía como dos boas constrictoras. Dando un paso más, mi mano se fue hacia donde la caricia se vuelve pecado. Ella me apartó la mano, pero acercó sus labios a mi oreja y con voz sugestiva me dijo que no quería estar sola, que no era una buscona, que era una mujer libre y ansiosa de un macho que la llenase, que tenía posibilidades pecuniarias y que estaba recién divorciada de un esposo aventurero que la ignoraba y no le echaba cuenta. Así que no hacía falta ser demasiado inteligente para percatarme de que me estaba invitando a salir de la pista y de la discoteca e irnos juntos a donde yo quisiera llevarla.

Luego de cenar y de tomar unas copas, y algunas de más, me la llevé a mi casa. Al otro día, al mediodía nos fuimos a mi apartamento de la playa de Rota. Nos bañamos en las aguas tibias y azuladas del Atlántico, comimos marisco y bebimos cervezas Cruzcampo en el chiringuito de mi paisano Alejandro, y más tarde, luego de una buena siesta, “que lo que menos hicimos fue dormir”, de nuevo al mar.

Y desde aquel día y hasta hoy, no he perdido de vista a aquel dios culo ni a su despampanante dueña, que, sin compromisos ni ataduras, cada cual vive en su propia casa, pero nos vemos con mucha frecuencia.

Y he aquí una foto de Lidia, tomada de espaldas con mi móvil. Juzguen ustedes por si yo me he excedido en exaltar lo que para mí sobrepasa en gran medida la exaltación.


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Antonio Chávez López
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Mensaje  achl Sáb Jul 03, 2021 8:40 pm




MÚSICA

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Mensaje  achl Sáb Jul 03, 2021 9:32 pm



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David no se merecía esto

Hola, soy Julia: una chica pelirroja de 22 años, 1,74 de estura, un bonito cuerpo y una cara graciosa. En el hablar me paso a veces con tacos. Y ahora os voy a contar lo que me ocurrió este verano.

Empiezo por decir que nací y vivo en Sevilla, donde tengo la suerte de tener un buen amigo, llamado David, el cual se ve a leguas que está pilladísimo por Luisa. No hay más que ver la cara de tonto que se le pone cuando aparece, y las de tonterías que hace y dice, que resultan ridículas. Cuando delante mía lo veo hacer esas cosas, me entran ganas de pegarle un par de hostias, y a ver si espabila de una puta vez, joder.

Y mi lector dirá quién coño soy yo para meterme en lo que haga o deje de hacer David. Yo soy nada menos que su amiga del alma. Desde renacuajos, somos uña y carne. Y nuestros padres son amigos y compadres, y vecinos de toda la vida. Y David y yo somos inseparables. Siempre hemos compartido juegos, penas, alegrías, fiestas, travesuras, castigos...

Tenemos tanta confianza y complicidad el uno con el otro que la gente que no nos conoce piensa que somos pareja. Y por eso me duele más verle hacer el payaso con una niñita de papá, de 21 años, riquita, presumidita y frivolita.

Ya os habréis percatado de que Luisita me cae como una patada en el coño. Pero tengo que reconocer que David tiene buen gusto, siempre se enamorar de las más guapas y despampanantes. Porque otra cosa no, pero guapa es rato la tía. Y encima luce tipazo, de esos que quitan el hipo.

La cosa es que Luisa se quiere integrar a nuestra pandilla de amigos y yo tendré que soportar, cabreada, la imagen patética de David, entre otros pretendientes, muriéndose por sus huesos.

Pero un momento, a ver si de todas estas explicaciones mías sacáis la conclusión equivocada de que estoy celosa, porque si algo tenemos claro los dos en nuestra amistad, es que es solo eso, amistad. La atracción física que podíamos sentir alguna vez la afrontábamos con unos juegos divertidos, en los que cada uno descubría merced al otro el sexo. Una vez superada la etapa adolescente, el único interés que tenemos el uno por el otro es de pura y leal amistad. Además, ambos hemos tenido parejas, líos, rollos..., y no han supuesto ningún problema. Así que de celos, kk de la vaca.

Estoy dándole vueltas a esto porque David me ha telefoneado esta mañana desde el pueblo. Sus padres tienen allí una casa, donde pasan sus días de asueto, y como se han ido de viaje a Madrid a visitar a su hija, y su hijo mayor reside lejos, le toca a David ir este finde a la casa del pueblo para regar las flores, y, de paso, echar un vistazo a todo en general.

Pero no se le ha ocurrido mejor idea que la de invitar a Luisa. Claro, Luisa ha debido captar la encerrona y le ha preguntado si iba a ir más gente, y el capullo de mi amigo le ha dicho que aún no lo sabía, pero que yo iba. Así que me telefoneó para pedirme que le haga de “celestina”, por lo que estoy que trino, pues para un finde que no curro tengo que estar soportando a mi amigo y a su princesita. Espero y deseo con todo mi ser que la pandilla se anime a ir, y al menos podríamos montar una fiestecita.

En fin, se desarrollen como se desarrollen las cosas, un amigo es siempre un amigo, y tenemos que sacrificarnos. Hoy por ti, mañana por mí.

Y en esto iba pensando mientras salía de la academia, a la que acudo los viernes por las mañanas para tratar de aprobar la hijaputa Física. Pero mi sorpresa era mayúscula al ver a la Luisita de los cojones en la puerta de entrada a la academia.

—Hola, Julia -me saluda, sonriente.

—¡¿Tú aquí?! ¿Qué pasa? -este era mi saludo.

—David me dijo dónde estabas y como he logrado que papá me deje su coche, porque mi deportivo esta chocado, he venido a buscarte.

—¿Para...? -la miré largamente, enarcando las cejas.

—Para… -dudaba un instante- …llevarte a tu casa, recojas tus cosas e irnos las dos juntas a "Relax" -así llaman los padres de David a su finquita del pueblo.

—No tengo nada preparado. Solo pensaba comer en mi casa, echarme un rato la siesta y después coger el autobús de las siete.

—Debí haberte llamado antes, pero no tengo tu móvil, y David me dijo que te tiene prohibido dárselo a nadie. Parece que te tenga miedo...

—¡Pues según parece no me tiene tanto! -dije, airada-. Pero ya que has venido “habrá que aprovechar el coche de papá” -concluí con esa ironía.

Rumbo a mi casa, Luisa centra la charla en mí; no para de preguntarme por mis estudios, por mi trabajo como gogó algunos findes, por cómo organizo mi vida, por mi familia… Le respondo con monosílabos que no dan pie a seguir haciéndome más preguntas. Pero la pija no cede. Así que ella todo el trayecto parloteando, y yo pensando en lo torpe que es por no darse cuenta de que no la trago.

Cuando llegamos a mi barrio aparca y me hace preguntas sobre David. Y yo se lo vendo fatal; le digo que es un vago y un irresponsable. Aunque no es realmente así, no creo que haya mejor forma de que se dé cuenta de que liarse con mi amigo no le conviene, porque ella no sé qué sentirá, pero, para David, Luisa es poco menos que la mujer perfecta. Aunque a veces ocurre que todos somos perfectos hasta que conseguimos lo que queremos.

En el portal nos cruzamos con mi hermana, que me dice deprisa y corriendo que se va a comer a la casa de nuestra abuela, y que mis padres están con unos amigos y que almuerzan con ellos en su casa y que no regresarán hasta la noche. "Jo, con la siestecita que podría haberme pegado en casa, pero la cabrona realidad es que tengo que hacer un puto viaje acompañada de una pijita de mierda", pensé.

Subimos sin hablar hasta mi piso. Entramos y le indico el salón para que me espere allí. Me voy a mi dormitorio a coger los cuatro trapos que pille y meterlos en una maleta. Estoy rebuscando entre los cajones, porque a mi hermana le sale del coño ponerse mi ropa sin mi permiso, y mientras busco algo nunca lo encuentro, cuando veo que Luisa está apoyada en la puerta, mirándome. Me siento avergonzada por tanto desorden y porque me da la cabrona sensación de que está comparando sus organizados y repletos armarios con ropas y zapatos de marca, con mi desastroso y pobre roperito con ropas y zapatos de los chinos.

—¡¿No te dije que me esperases en el salón?! -le hago ver, cabreada, que me incomoda en exceso su presencia.

—¿David vive cerca de tu casa? -pregunta al cabo de unos segundos. Por lo visto, ha decidido no hacer ni puto caso a mi mal genio.

—Justo en el portal de enfrente. Si te asomas a esa ventana, ves la de su cuarto -me calmo y decido seguirle el rollo, a ver si se cansa.

—Y por lo que cuentas sobre él, se ve claramente que lo quieres -empiezo a dudar de que pueda estarse calladita, al menos un putito ratito.

—¡Muchísimo! En realidad, es el hombre de mi vida -respondo con sorna.

—No, en serio. Quiero saber si te gusta.

Su tono ha cambiado al decirme eso último; ha sonado a serio. Aun ello, la miro con desdén, mientras ella añade:

—Me pones muy difícil hablar contigo, Julia -hace una alargada pausa que me obliga a mirarla y a dejar de meter cosas en la maleta.- Lo que realmente me gustaría saber es si hay algo entre tú y él –añade, al cabo de unos veinte segundos

—Mira, Luisita, David y yo solo somos amigos, y nada más, que no es poco. Y no debería decirte esto porque tendrías que haberte dado cuenta de que lo tienes en el bote. Es más, si te fueses sola a pasar el finde con él en el pueblo, nos darías una alegría a los dos –le respondo muy clarito.

Nos miramos largamente en silencio. Luisa se ha puesto muy triste. Igual he sido demasiado dura y directa con una nenita de vidrio, delicadita.

Inoportunamente, se oyen crujir mis tripas.

—Yo también tengo hambre -dice-. ¿Preparo algo ligero y nos lo comemos antes de irnos? –me dice de pronto.

—Mi cocina y mi nevera son tuyas -le ofrezco para que me deje en paz.

Cuando acabo de hacer la maleta, voy a la cocina, percatándome de que estoy famélica. Lo único que comí en el desayuno a las ocho de la mañana había sido media bolsa de papas fritas. Luisa ha hecho dos tortillas francesas de dos huevos cada una con tres lonchas finas de tomate, metidas en pan de molde tostado. Dos bocatas muy apetitosos se veían.

—Está muy bueno -reconozco después del primer mordisco-. Me has sorprendido. Pensaba que no sabrías ni abrir la nevera -sonríe y me hace sonreír a mí.

—Es que me paso sola mucho tiempo. Soy hija única, y mis padres no están nunca en casa. Siempre viajando y pasándoselo bien sin mí. Y es por esto que me he aficionado a la cocina. Aunque es más chulo si se cocina para alguien como tú.

Ese “alguien como tú” lo veo como un cumplido. ¿O no...?

Mientras estanos comiendo me habla de su vida de pobre niña rica, y, muy a mi pesar, me hace sentir empatía por ella, por reconocer abiertamente tanto sus privilegios como sus carencias afectivas.

—Oye, Julia. Cuando terminemos de comer, quiero que te eches un ratito, ¿vale? -me dice súbitamente-. Y así descanso yo también. Anoche dormí poco y mal -añade.

—Me parece genial. ¿Sabes algo? Empiezas a caerme de puta madre.

Le ofrezco mi cama, y le digo que yo me echo en la cama del cuarto de mi hermana, pero me dice que prefiere dormitar mientras ve algo en la tele. Así que ella se queda en el salón y yo me voy a mi cuarto.

Medio dormida siento como si alguien entrase a mi cuarto. Se acerca a mi cama, me empuja un poco para hacerse hueco y se echa a mi lado, dándole yo la espalda. Me llega el aroma de un perfume que conozco. Casi despierta, noto que ¡es Luisa!, que, con una de sus manos, me acaricia el pelo. Placentera es la sensación de relajación que me invade, cuando uno de sus dedos dibuja el contorno de mi oreja izquierda, bajando la mano por la cabeza hasta los hombros. Me quita los tirantes de la camiseta, y eso hace que medio me despeje. Pero lo que me hace despejar del todo y poner mis sentidos en guardia es sentir besos seguidos en mi espalda. Sin atreverme a moverme, me digo si han sido realmente besos o me los he imaginado. Más besos, y más apretados, y más cálidos que los anteriores, me sacan de la duda. "Si me hago la dormida, creo que le será menos violento", pienso. De pronto, su cuerpo se pega completamente al mío y su boca me susurra al oído:

—Me gustas mucho. Desde que te conocí, no dejo de pensar en ti. No veía la forma de acercarme a ti, ni que me prestases atención. Me has sonreído antes por primera vez y me has hecho feliz. Te deseo.

Sus dos últimas palabras se mezclan con besos y caricias, y una de sus manos se va desplazando desde mi cuello, rodea mi cintura, se pierde bajo mi camiseta, abierta ya, y me acaricia el vientre.

Me quedo muda y hasta sin respiración, lo único que funciona ahora mismo en mi cuerpo son los sentidos. La piel se me ha puesto de gallina, y no sé si por el magreo de su mano por mi vientre, por los besos, por las palabras que atacan mi oído, o por la fuerte presión de su cuerpo contra el mío. Mi incapacidad para reaccionar debe parecerle una buena disposición por mi parte.

Sus besos no cesan, y por vez más atrevidos, más húmedos, sexuales. Noto sus dientes mordisqueando mi piel, y su lengua lamiéndola. Sus manos recorren parte de mi cuerpo, desde el cuello hasta los muslos, evitando el contacto directo con mis pechos. No para de decir "te deseo" entre susurros. Sus pezones empinados contra mi espalda corroboran que sus palabras son sinceras. Mi respiración vuelve a funcionar, pero no puedo evitar que sea honda y entrecortada, y tampoco puedo evitar cerrar los ojos con cada escalofrío.

Cuando su ansiosa mano derecha coge una de mis tetas, se me escapa un gemido que se alea con uno suyo. Paro su mano y me giro para pedirle que no siga, pero cuando nuestras caras se enfrentan, a menos de dos centímetros, solo salen de mis labios dos palabras que me habían calado hasta el mismísimo coño: "te deseo".

No recuerdo quién besa primero, pero recuerdo que estamos devorándonos las bocas, besándonos con pasión, fusionando lenguas y labios en un compás perfecto. Nos abrazamos fuertemente para dar más calor a nuestros cuerpos. Nos comemos cara y cuello. Y ambas sabemos que queremos más, pero nos deleitamos haciendo larga la espera, largos los besos...

Me percato de que mide cada paso por miedo a que me eche atrás. Por eso noto que controla sus caricias, sus besos. Siento cómo desea hacer el amor conmigo, sin atreverse, pero me quito el sostén para dar luz verde a su lujuria.

Con los ojos muy abiertos, mira mis tetas, como no creyéndose que se las ofrezco, y empieza a lamérmelas ansiosamente, locamente. Sus labios, su boca, su lengua pornotean con mis duros pezones, y su voz sigue repitiendo una y otra vez... "¡te deseo!".

Tanta ternura y tanto deseo juntos me desarman por completo. La separo de mí el tiempo y la distancia justos para quitarle el sostén. Sus pechos son grandes, redondos y firmes. Me apetece chupárselos. Alargo una de mis manos y siento su cuerpo estremecerse cuando entro en contacto con su piel. Me entrego a modelar delicadamente sus formas. Sus pezones se han oscurecidos, se han erguidos, están muy excitados...

Estamos arrodilladas frente a frente. Ella toma el mando y decide devorarme con la misma pasión con la que antes con mis tetas. No quito mi mano de la suya. De pronto largo un fuerte gemido que palmariamente delata mi excitación. Pero, cuando nuestras miradas se buscan y se encuentran, en la suya hay una petición y en la mía una aceptación.

—Quiero hacerte el... –sus hábiles manos desabrochan mi pantalón antes de acabar de pronunciar la frase entera (Quiero hacerte el amor).

Echándome sobre la cama y levantándome el culo consigue sacarme los pantalones. Después, ella, se quita los suyos y se tumba a mi lado. Volvemos a besarnos y a tocarnos, nuestras piernas se entrecruzan y siento uno de sus muslos entre los míos, presionando mi coño. Me muevo hacia ella a igual ritmo que lleva su lengua en mi boca. Noto su mano deslizándose bajo mi tanga y… y entonces creo que me voy a derretir. No se apresura, va calentándome según avanza frotando las yemas de los dedos, ganando milímetros en su bajada. No se puede decir que su mano no avisa a donde va, sin embargo, cuando llega no puedo evitar una explosión en mi cuerpo y que mis besos se tornen a rugidos.

Estoy encharcada. Pasa por mi mente el sigilo de la vergüenza por verme así, pero su respuesta a mi excitación es tan grata, su cara expresa tanto contento, su mano tanto deseo, su boca tanta dulzura, que yo abro completamente mis piernas para compartir lo que me está haciendo sentir. Su lengua lenta, baja por mis tetas hasta mi coño, y se detiene, reverenciándolo, deleitándose con los ojos, antes de con la boca. Con una de esas miradas que prometen mil y un placeres, y la punta de una ansiosa lengua trabajando a destajo, experimento mi delicioso suplicio.

Llegados a este punto, pierdo el hilo de lo que me hace o deja de hacerme. Solo sé que con su boca, su lengua y sus dedos, me da más gusto del que nunca he sentido de ningún macho. No consigo llevar la cuenta de las corridas que estoy gozando, ni del tiempo que pasa mientras recorremos nuestros cuerpos. Por lo que saco la sabrosa experiencia de que en semejante convite de puras sensaciones, olfateo, miro, saboreo, toco y oigo, todas y cada una de las reacciones de su cuerpo, y veo en todo ese conjunto el mejor de los afrodisíacos.

Cuando sudorosas y agotadas volvemos a la realidad, anochecido está. Lo único que empaña este perfecto estado de placer y felicidad, es un runrún en mi cabeza, que tiene nombre y que se llama como mi mejor amigo: David.

“La cagué”, pienso, y mi felicidad se desvanece como una pompa de jabón, para dejar paso a un terrible malestar. “Soy una traidora y una guarra; le he fallado a mi mejor amigo. ¿Qué hago ahora?” -pienso de nuevo.

—¿Estás bien? -me pregunta Luisa, percatándose de mi desasosiego.

—¡No, no estoy bien! ¡He traicionado a David!

—No te preocupes por eso. Él lo entenderá.

—¡No, no lo entenderá! ¡Está colado por ti! ¡¿Es que no te has dado cuenta todavía?!

—¡Vaya asquerosa amiga que estoy hecha! -añado.

Sin darle tiempo a replicar, me levanto y me voy a la ducha. Secándome estoy, y entra Luisa a la ducha. La miro mientras se enjabona. No puedo evitar mirarla. Tiene cuerpazo, y entonces pienso: “aun lo mal que me siento, volvería de nuevo a follar con ella ahora mismo”.

—¿Qué hacemos? -me dice cuando sale del baño, ya vestida y me ve haciendo la cama y con mi maleta dispuesta.

—Salir ya mismo hacia “Relax”. David está esperando. Tengo que decírselo. Es mi amigo. Además de traicionarle, no quiero mentirle.

—¿Se lo vas a decir? -por su voz noto que le sorprende mi decisión.

El viaje lo hacemos en completo silencio. Pensando voy en cómo contarle a David lo sucedido, y en la reacción de él y en la respuesta mía. Pero, aun mi pesar, no puedo ni quiero evitar revivir mentalmente los momentos sexuales compartidos con Luisa:

“¿Qué piensa ella? ¿Qué coño pasa por su cabeza?”. Decido que ya tengo bastantes problemas y que de momento no quiero saberlo.

Llegamos. El viaje se me ha hecho corto. Aún no he elegido las palabras con las que lo voy a herir. David ve llegar el coche y sale sonriendo y corriendo a la puerta. Se oye música. Al final, parece que la pandilla ha decidido venir. Le pido a Luisa que no me deje en la misma puerta y que aparque detrás de la casa.

Me bajo del coche y caminando hacia David voy rogando: “Porfa, Dios, que solo sea un capricho puntual, que no sienta nada serio por Luisa”.

Pero en la hondura de mi corazón aparece la duda. Y dudo porque no acierto a poner en pie si mis súplicas se refieren a los sentimientos de mi mejor amigo, o a los míos propios.


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Mensaje  achl Sáb Jul 03, 2021 9:44 pm



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Y me dijo que solo era universitaria

A nuestro edificio llegó una vecina nueva. Como presidente que soy de la comunidad de propietarios me presenté a ella para explicarle las normas de vecindad. La nena era lindísima: rubia, alta y un culo, ¡oh!, pechos grandes y firmes y cara de actriz de Hollywood. ¡Y caliente, que eso se notaba! Tenía 19 añitos, y me dijo que era universitaria. Ese día vestía vaqueros ajustados y body rosa. Había traído a su nuevo piso una bicicleta estática; sí, de esas bicicletas para mantenerse en forma. Se despidió de mí con un beso en cada mejilla y me dejó… pues eso… ¡cachondo perdido!

Pero, a los pocos días, problemas... Porque resulta que en las noches recibía a hombres en su casa. Las viejas del edificio eran muy quisquillosas y empezaron con sus quisquilleos: "que si gente rara en los pasillos, que si los coches ocupan todos los estacionamientos, que si mucho trasiego de tíos.... Mi parienta me dijo que antes que tuviese que aguantar un desfile de vecinos reclamando, se iba con su madre.

Una día llegué mas tarde de lo habitual a mi casa, y andaba en mi busca un tipo cuarentón. Cuando, al fin, coincidimos me preguntó por "la chica que atendía".

"¡Ay, que la nenita es putita!", pensé.

Hablé con ella.

Vestía esta vez traje ceñido con escote ¡uf!, "lista para atender". Me rehuía mientras me decía que sí, que era puta de noche, pero para pagarse sus estudios. Menos de seis meses llevaba en el puterío y ya se había mudado diez veces de vivienda, por lo mismo, por los vecinos.

Le sugerí, por su bien, que "se lo hiciese" en otros lugares, o que en vez de recibir gente de la calle, se publicitase entre los vecinos del edificio. Sonrió y me respondió que no era mala idea.

Súbitamente, alargó una de sus manos hasta mi bragueta y, mostrando ojos pícaros, me preguntó: "vecinito, ¿quieres ser tú el primero del edificio en degustar los productos de mi negocio?".

Sin pensarlo, le bajé el escote y, dejando sus grandes pechos al aire, le lamí los pezones. Me llevó hasta el sofá. Terminé de desnudarla, y allí disfruté de lo lindo de su diminuto tanga. Se lo quité con la boca, y saboreé por todos lados su sexo, poblado de vellos rubios rizados.

— Ay, vecinito. Esto no estaba incluido en los servicios.

Pero ya nadie, ni con revólver en mano, quitaba mi fogosa lengua de su empapado seso. Después, poco a poco, besando todo al paso, subí hasta sus preciosos pechos:

— Qué cuernecitos más afiladitos tienes, vecinita -le dije, sin prestar atención a sus palabras.

Me desvistió entero, y me hizo una felación de Primera División. Para solo tener 19 añitos, sabía cómo sacarle punta al lápiz.

Nos fuimos hacia su cuarto: aquello era un auténtico burdel. Había puesto espejos en paredes y techo, y luces rojas y azules intermitentes, además de una tele con canal porno. Me puso la goma, y primero misionero, perrito después, y rematamos la faena con un perfecto y sincronizado galope, mirándonos en los espejos.

— Vecinito, espero que tú me ayudes con los otros -me dijo cuando "acabamos".
— Claro, y será nuestro secreto, vecinita.

Y comencé a vestirme de nuevo, pero siguiendo ella sin soltármela, como si la quisiese para sí. Es que además de ser una chica preciosa y con un cuerpo para hacerle la ola, era también más lista que el hambre.

La nenita acabó con la gente de la calle y comenzó con los vecinos del edificio, incluido un abuelete, que parecía revivir. Las viejas remilgonas ni piaban ya, de lo bien que nos lo montábamos, teniendo nuestro propio burdel, en el que disfrutábamos de sexo joven y oculto, y la espectacular universitaria se embolsaba sabrosos dividendos. De hecho, 50 pavos por barba, pero a todos los vecinos les regalaba minutos extras. A mí, por ser el presidente, me lo hacía gratis dos veces al mes. Claro, es que yo la había ayudado en lo de la publicidad y también le había comprado una docena de tangas picantes, además de juguetes sexuales.

Los sábados nos reuníamos los vecinos puteros en el piso del único soltero del edificio, que mientras "se lo hacía" con ella, los demás tomábamos cervezas, a la vez que veíamos el partido en la tele.

Las viejas pensarían que éramos fanáticos del fútbol. Y si las cosas se alargaban, por más gente de la prevista, poníamos vídeos, con el sonido más alto de lo normal, de antiguos partidos de fútbol, para despistar. Y a veces, para acostarnos con nuestra despampanante vecinita, sorteábamos el orden y así le dábamos morbo a la cosa.

Todos éramos discretos, y jamás llegó a oídos de ninguna esposa nuestros reiterados devaneos.

Y así, tres años seguidos. ¡Qué delicia! ¡Qué placer! ¡Me la tiraba tanto que conocía cada palmo de su cuerpo, cada lunar, cada peca, cada pliegue de su increíble anatomía...!

Y ella ganó dinero y nuestra amistad. Cualquier problema, aunque banal, y ahí estábamos todos a la vez. No tenía nada de qué temer.

Y el último año fue el no va más Se implantó silicona en los pechos e incluyó el griego en el menú.

¿Y se imaginan, por casualidad, quién fue el primero en colarla en aquel apretadito ojete? Jajajajaja…

Mucho lo sentimos todos los vecinos puteros, con disgustos y malos modos incluidos, cuando nuestro objeto del deseo más preciado terminó su carrera, se tituló y cambió de ciudad.


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Antonio Chávez López
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Mensaje  achl Sáb Jul 03, 2021 9:50 pm



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El desconocido poder del perfume

El perfume despierta sensaciones ocultas. Sensaciones que ni siquiera sabemos que existen. E incluso dice mucho de la persona que lo usa: cómo es, qué le gusta, cómo viste, su sentido del humor...

A Lolo, un chico de 18 años, que estudiaba Anatomía y Biología, le fascinaba los perfumes. Su abuela le regaló uno, y le dijo que era especial y que solo lo usase en ocasiones especiales. Al otro día, Lolo se roció de perfume desobedeciendo así a su abuela, y salió de su casa con destino a la parada del autobús que lo llevaría a su facultad.

Entrando en la facultad, topó con su amigo Álvaro, que le dijo:

— Lolo, hoy nos dan las notas del examen de la semana pasada, ¿no se te habrás olvidado, verdad?
— No, tranquilo -respondió.

Sonó la campanilla y todos entraron al aula. Lolo se sentó en su logar de siempre, justo enfrente de la mesa de la profesora, que se llamaba Pepa y que era la que impartía la clase de Biología.

— A ver chicos, ya repasé todos los exámenes y tengo que decir que estoy impresionada con uno en concreto. Como era de esperar por mí, Lolo ha sido el que mejor nota ha sacado, un notable alto.

Mientras transcurría la clase, Pepa dijo a los otros que se acercasen a su mesa para recoger sus exámenes. Cuando llegó el turno de Lolo, ella reaccionó de un modo un tanto extraño; lo miró y le dijo que olía muy bien. Pepa llamó la atención de sus alumnos y anunció que era probable que no le diese tiempo a dar la clase de práctica, por lo que la dejaría para otro día, tal vez el siguiente martes. Después, miro a Lolo y le preguntó:

— ¿Puedes venir conmigo a la oficina-almacén de Biología de abajo a recoger el muñeco anatómico?
— Por supuesto, profesora –contestó.

Salieron de clase y se fueron a ese departamento. Ella le cedió el paso, entrando después, y una vez dentro los dos, cerró la puerta por dentro con llave. Lolo se percató de lo que había hecho y le preguntó por qué había lacrado la puerta.

— Ahora mismo lo verás –respondió.

Se deshizo el moño, dejando suelta su azabache melena. Se desabrochó la camisa dejando ver sus pechos. Lolo no creía lo que estaba viendo. ¡Su maestra desnudándose ante él! Cerró los ojos y cuando volvió a abrirlos, Pepa lo invitaba a... "eso".

Estaba absorto, no atinaba a saber qué estaba ocurriendo. Mientras buscaba una explicación, Pepa le quitaba la ropa y hasta los calzoncillos. Le besaba las tetillas, subiendo al cuello, hasta que llegó a los labios. Él no podía contenerse más. Todos sus compañeros fantaseaban con Pepa y él tenía ahora la oportunidad de hacer realidad la fantasía.

Pepa tenía un cuerpo espectacular. En realidad, era el objeto del deseo de toda la facultad, incluidas algunas chicas.

Lolo cogió el relevo y le tocaba desnudar Pepa. La sentó sobre la mesa, le quitó zapatos y pantalón, dejándola solo en tanga (no usaba sostén). Se acercó más a ella y empezó a lamerle los mamelones. Pepa gemía. Una de sus manos, en uno de sus muslos; lo acariciaba hasta llegar a la entrepierna. Le quitó el tanga, se agachó precipitadamente y empezó a lamerle el sexo a lengüetazos limpios. Pepa estaba al filo del primer orgasmo. Pero se retiró y le dijo:

— Ahora me toca a mí.

Lo puso contra la pared, le quitó los calzoncillos y atenazó su pene con la boca, masturbándolo, y cuando ya estaba tieso, se lo lamía despacio. Él estaba impresionado. ¡Su maestra le estaba haciendo una felación! A sus 20, ninguna chica consiguió ponerle en el estado en que estaba. Alzó a Pepa, la tumbó en el suelo y la abrió de piernas; se la coló y comenzó a empujar con fuerza. Esa oficina del sótano estaba insonorizada. No había peligro de que nadie oyese nada.

Empapados de sudor, y ella cachonda, que cuanto más chillaba, más excitaba a Lolo. Pepa empezó a sentir que disminuía él la marcha, y entonces se apartó y volvió a chupársela. Lolo iba a estallar, pero a Pepa le daba igual, seguía, y fue entonces cuando Lolo reventó y descargó en la boca de Pepa, que saboreaba el semen y después se lo tragaba.

Lolo se quedó como si nada, y ella parecía que también. Pasados unos minutos, empezaron de nuevo a vestirse. Él observó que Pepa tenía en la cara una expresión picarona. Le preguntó qué a qué se debía esta maravillosa sorpresa.

Pepa le respondió:

— Tengo 38 años, te saco 20, e imaginaba que eras bueno haciendo el amor, y no me has defraudado. Nunca con nadie he disfrutado tanto como contigo, por lo que habrá que repetir en otro momento.

A Lolo le impresionó las palabras de Pepa. Ella abrió la puerta de la oficina. Antes de salir él, le dio un beso en cada mejilla. Pero, de pronto, retrocedió y le dijo:

— Tengo más que darte. ¿Lo quieres ya? El momento que decías antes puede ser ahora. ¿Qué me dices?

— Sabía que me lo ibas a pedir. ¿Por qué crees, si no, que dije a los otros que quizá no podría dar hoy la clase de prácticas?

Y dicho esto, con velocidad de meteoro se desvistieron mutuamente. Pepa le dijo a Lolo que repetirían todas las veces que a ambos les apeteciera y que sería el secreto de los dos.


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Mensaje  achl Dom Jul 04, 2021 12:46 am




AMENIDADES

Vaya, y esta modosita chica se sulfura
cuando las miradas hacia ella perduran

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Mensaje  achl Dom Jul 04, 2021 12:55 am




AMENIDADES

Me da que esta blusita rosa
le va a la feminista antirrosa

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Mensaje  achl Dom Jul 04, 2021 1:07 am




AMENIDADES

El recato y la decencia permanente
solo me dado un hambre indecente

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Mensaje  achl Dom Jul 04, 2021 1:10 am




AMENIDADES

Algunas turcas
no usan burka

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