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LA BIBLIOTECA DE GRA

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Mensaje  pinfanilla Dom Abr 01, 2012 6:48 pm

El amor que no podía ocultarse
[Cuento. Texto completo]
Enrique Jardiel Poncela

Durante tres horas largas hice todas aquellas operaciones que denotan la impaciencia en que se sumerge un alma: consulté el reloj, le di cuerda, volví a consultarlo, le di cuerda nuevamente, y, por fin, le salté la cuerda; sacudí unas motitas que aparecían en mi traje; sacudí otras del fieltro de mi sombrero; revisé dieciocho veces todos los papeles de mi cartera; tarareé quince cuplés y dos romanzas; leí tres periódicos sin enterarme de nada de lo que decían; medité; alejé las meditaciones; volví a meditar; rectifiqué las arrugas de mi pantalón; hice caricias a un perro, propiedad del parroquiano que estaba a la derecha; di vueltas al botoncito de la cuerda de mi reloj hasta darme cuenta de que se había roto antes y que no tendría inconveniente en dejarse dar vueltas un año entero.

¡Oh! Había una razón que justificaba todo aquello. Mi amada desconocida iba a llegar de un momento a otro. Nos adorábamos por carta desde la primavera anterior.

¡Excepcional Gelda! Su amor había colmado la copa de mis ensueños, como dicen los autores de libretos para zarzuelas. Sí. Estaba muy enamorado de Gelda. Sus cartas, llenas de una gracia tierna y elegante, habían sido el lugar geométrico de mis besos.

A fuerza de entenderme con ella sólo por correo había llegado a temer que nunca podría hablarla. Sabía por varios retratos que era hermosa y distinguida como la protagonista de un cuento. Pero en el Libro de Caja del Destino estaba escrito con letra redondilla que Gelda y yo nos veríamos al fin frente a frente; y su última carta, anunciando su llegada y dándome cita en aquel café moderno -donde era imprescindible aguantar a los cinco pelmazos de la orquesta- me había colocado en el Empíreo, primer sillón de la izquierda.

Un taxi se detuvo a la puerta del café. Ágilmente bajó de él Gelda. Entró, llegó junto a mí, me tendió sus dos manos a un tiempo con una sonrisa celestial y se dejó caer en el diván con un “chic” indiscutible.

Pidió no recuerdo qué cosa y me habló de nuestros amores epistolares, de lo feliz que pensaba ser ahora, de lo que me amaba...

-También yo te quiero con toda mi alma.

-¿Qué dices? -me preguntó.

-Que yo te quiero también con toda mi alma.

-¿Qué?

Vi la horrible verdad. Gelda era sorda.

-¿Qué? -me apremiaba.

-¡Que también yo te quiero con toda mi alma! -repetí gritando.

Y me arrepentí en seguida, porque diez parroquianos se volvieron para mirarme, evidentemente molestos.

-¿De verdad que me quieres? -preguntó ella con esa pesadez propia de los enamorados y de los agentes de seguros de vida-. ¡Júramelo!

-¡Lo juro!

-¿Qué?

-¡¡Lo juro!!

-Pero dime que juras que me quieres -insistió mimosamente.

-¡¡Juro que te quiero!! -vociferé.

Veinte parroquianos me miraron con odio.

-¡Qué idiota! -susurró uno de ellos-. Eso se llama amar de viva voz.

-Entonces -siguió mi amada, ajena a aquella tormenta-, ¿no te arrepientes de que haya venido a verte?

-¡De ninguna manera! -grité decidido a arrostrarlo todo, porque me pareció estúpido sacrificar mi amor a la opinión de unos señores que hablaban del Gobierno.

-¿Y... te gusto?

-¡¡Mucho!!

-En tus cartas decías que mis ojos parecían muy melancólicos. ¿Sigues creyéndolo así?

-¡¡Sí!! -grité valerosamente-. ¡¡Tus ojos son muy melancólicos!!

-¿Y mis pestañas?

-¡¡Tus pestañas, largas, rizadísimas!!

Todo el café nos miraba. Habían callado las conversaciones y la orquesta y sólo se me oía a mí. En las cristaleras empezaron a pararse los transeúntes.

-¿Mi amor te hace dichoso?

-¡¡Dichosísimo!!

-Y cuando puedas abrazarme...

-¡¡Cuando pueda abrazarte -chillé, como si estuviera pronunciando un discurso en una plaza de Toros- creeré que estrecho contra mi corazón todas las rosas de todos los rosales del mundo!!

No sé el tiempo que seguí afrontando los rigores de la opinión ajena. Sé que, al fin, se me acercó un guardia.

-Haga el favor de no escandalizar -dijo-. Le ruego a usted y a la señorita que se vayan del local.

-¿Qué ocurre? -indagó Gelda.

-¡¡Nos echan por escándalo!!

-¡Por escándalo! -habló estupefacta-. Pero si estábamos en un rinconcito del café, ocultando nuestro amor a todo el mundo y contándonos en voz baja nuestros secretos...

Le dije que sí para no meterme en explicaciones y nos fuimos.

Ahora vivimos en una “villa” perdida en el campo, pero cuando nos amamos, acuden siempre los campesinos de las cercanías preguntando si ocurre algo grave.

FIN




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Mensaje  pinfanilla Dom Abr 01, 2012 6:50 pm

El amor tomado del natural
[Cuento. Texto completo]
Enrique Jardiel Poncela

LA DAMA

La mesa de al lado estaba vacía. Pero estuvo vacía poco tiempo.

Porque una mujer joven y elegante entró en el café, miró a su alrededor, dio unos pasos, vaciló, se detuvo, dudó y, por fin, vino a sentarse a la mesa de al lado.

La dama se ceñía con un abrigo negro, y llevaba debajo del abrigo dieciocho gramos de vestido verde.

El verde del vestido era «verde jade».

El negro del abrigo era «negro Flemming».

Despedía una intensa atmósfera de perfume de Laissemoi-mon-vieux; parecía muy orgullosa del rubio frenético de sus cabellos, y tenía -resueltamente- el aire de una persona que no pierde el aplomo jamás.

Me miró al pasar. Me miró como hubiese mirado a un paraguas que alguien se hubiera dejado olvidado en el asiento. Miró también las cuartillas que, a medio escribir, yacían desparramadas por la mesa, y en sus ojos claros hubo un cabrilleo fugaz en el que descubrí sus ideas. La dama estaba pensando indudablemente:

«¿Quién será este idiota y qué majaderías estará escribiendo?».

Porque la misma mujer desconocida que, al leer vuestras cosas, va a quedar de pronto ensimismada y tratando de imaginarse vuestra vida, si os ve escribiendo esas mismas cosas pensará de vosotros que sois unos imbéciles.

El café entero, por su parte, la miró a ella, y todos los ojos se dilataron por el asombro y el deseo. En cuanto a mí, me limité a echarle una sola y levísima ojeada, y para mis adentros le dediqué este parrafito:

«Finge, engaña a los demás, adopta actitudes desdeñosas e interesantes de falsa emperatriz en el destierro. Te aseguro que trabajas en balde. Sé que por dentro has de ser igual de tonta, igual de vanidosa e igual de aburrida que otra mujer vulgar cualquiera. Por mi parte, puedes seguir fingiendo…».

Y yo me quedé tan ancho, y volví a ocuparme de mis cuartillas.


El CABALLERO

Al poco rato entró en el café el caballero con quien estaba citada la dama. Era un individuo corriente: ni tan viejo que hiciera pensar en el hombre de Cro-Magnon, ni tan joven que mereciese que se le regalara un triciclo; elegante también. Y provisto de un bigote que se atusaba de vez en cuando, para convencer a la gente de que era suyo.


EL DIÁLOGO DE AMBOS

El caballero se sentó junto a la dama. Sonrisas tiernas. Un largo apretón de manos.

Y comenzaron a hablar en un tono tenue, pero no tan tenue que no llegase a mis oídos, impidiéndome seguir trabajando y obligándome a atender a su diálogo.

Oíd la clase de cosas que se decían:

ÉL. - ¿Qué hiciste anoche?

ELLA. - Me acosté temprano.

ÉL. - ¿Pensaste en mí?

ELLA. - Hasta dormirme.

ÉL. - ¡Amor mío…!

ELLA. - ¿Y tú? ¿Qué hiciste anoche tú?

ÉL. - Me acosté en seguida de comer.

ELLA.- ¡Embustero!

ÉL.- Te lo juro.

ELLA.- ¿Sí ¿Y pensaste en mí?

ÉL.- Me dormí con tu retrato bajo la almohada.

ELLA.- ¡Nene…!

En este instante yo bostecé por primera vez.

ÉL.- Sé que anteanoche fuiste al cine…

ELLA.- Sí. Con mi hermano.

ÉL.- ¿De veras que fuiste con tu hermano?

ELLA.- ¡Qué celoso eres! ¿Con quién iba a ir? Tú sabes que, si no es contigo, no soy feliz con nadie.

ÉL.- ¡Chiquilla...!

Segundo bostezo mío y primera náusea contenida.

ÉL.- ¡Qué bonita vienes!

ELLA.- ¿Te gusto hoy más que ayer?

ÉL.- Infinitamente más.

ELLA.- ¿Qué te parece este sombrero?

ÉL.- Estupendo.

ELLA.- ¿Y el vestido?

ÉL.- Maravilloso. Y además pienso que...

Unas frases del caballero al oído de la dama.

ELLA.- Poniéndose encarnada con una facilidad escamante. ¡Calla, tonto! Si alguien te oyera...

Me revolví nervioso en mi asiento.

ELLA.- ¿Y los zapatos? ¿Te gustan?

ÉL.- Son divinos.

ELLA.- ¿Y el abrigo?

ÉL.- Precioso.

ELLA.- ¿Este broche?

ÉL.- Es una filigrana.

ELLA.- ¿Y las medias?

ÉL.- Encantadoras.

Suspiré profundamente y comencé a hacer esfuerzos para no oír tanta simpleza. Pero nuevas simplezas siguieron martillando mi cerebro.

ÉL.- ¿Me quieres todavía un poquito?

ELLA.- Te adoro.

ÉL.- Pero no tanto como yo a ti…

ELLA.- ¡Más!

ÉL.- ¿Más? Más es imposible.

ELLA.- ¡Adulador!

Me puse, nerviosísimo, a tararear un cuplé.

ELLA.- ¡A cuantas les habrás dicho lo mismo!

ÉL.- Sólo a ti.

ELLA.- No me gusta que mientas.

ÉL.- Arrellanándose en el diván. Dime, mi cielo, ¿me querrás siempre como ahora?

ELLA.- Siempre.

ÉL.- ¿Eternamente?

ELLA.- Eternamente.

Segunda y tercera náuseas por mi parte.

ÉL.- Si yo muriese algún día, amor mío, ¿volverías a amar?

ELLA - Nunca.

ÉL.- Nunca, ¿verdad?

ELLA.- Jamás.

ÉL.- ¿Qué harías?

ELLA.- Iría a diario al cementerio, a llevarte flores y a llorar...

ÉL.- ¡Mi tesoro! Besándola en las manos. ¡Mi gloria! ¡Mi reina!

Fue entonces cuando me levanté y llamé al camarero, que era un joven de veintitantos años.

Acudió el mozo; le puse una mano en el hombro, y con la otra mano señalé a la pareja. Y hablé así:

-Querido camarero y amigo: ahí tienes el amor... Míralo bien; grábalo a fuego en tu memoria: no se te olvide nunca... Ese espectáculo estúpido es lo que vienen cantando desde hace siglos los poetas.

ÉL y ELLA alzaron los rostros y me miraron sorprendidos. Yo continué como si tal cosa:

-Eso que tienes delante de las narices, querido camarero, es el amor, y, en la opinión de mucha gente, la única razón de la existencia. Obsérvalo, estúdialo a fondo. Amor es decirse mentiras y bobadas apretándose las manos por debajo de una mesa... Amor es preguntar a qué hora se ha acostado uno... Amor es jurar que, fuera de la persona amada, lo demás no existe... Amor es llamarse celoso mutuamente... Amor es elogiar los vestidos y los sombreros de la elegida... Amor es discutir, en un diálogo irresistible, quién quiere más al otro... Amor es afirmar que se tiene la eternidad en la mano... Amor es decir que se va a ir al cementerio a diario a llevar flores... ¡¡Amor es creerse todo eso!!

Levanté los brazos al techo en una actitud de héroe griego, y grité:

-¡Y pendiente de semejante pamema vive la Humanidad desde que el planeta comenzó a voltear por los espacios! ¿No es para reaccionar violentamente? ¡¡Sí!! ¡Sí lo es! ¡¡Mira!!

Y cogiendo en alto una silla, la dejé caer sobre la cabeza de la dama y luego sobre el cráneo del caballero.

Y sólo cuando los vi desvanecidos y tirados del revés en el diván abandoné el café satisfecho de mí mismo y con aire de filósofo en la escuela contundente.

FIN




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Mensaje  pinfanilla Dom Abr 01, 2012 6:52 pm

Los vecinos del principal derecha
[Cuento. Texto completo]
Enrique Jardiel Poncela

Al llegar a mi patria, de regreso de la Argentina, hice lo que suele hacer todo el que se encuentra en mi caso: me instalé en un hotel y me dediqué a buscar un piso desalquilado.
Para un hombre con dinero, encontrar un piso desalquilado es cosa fácil. Yo traía mucho dinero de América y encontré rápidamente lo que necesitaba.

América había sido pródiga para mí. Es cierto que durante doce años trabajé furiosamente. Pero también es cierto que al cabo de los doce años de trabajo incesante, me hallé sin colocación y sin dinero ¿Cómo volver a mi patria fracasado? Una tarde paseaba por Palermo pensando esta triste cosa cuando tropecé con una gruesa cartera de cuero negro. La abrí; la cartera contenía una bolsita con diamantes y $150.000 en billetes. También contenía unas tarjetas y una cédula de identidad con el nombre y las señas de su dueño, pero como desde el primer momento había decidido quedarme la cartera, rompí las tarjetas y la cédula y procuré olvidar el nombre de aquel caballero, lo que logré enseguida, porque tengo una memoria fatal.

De este modo me hice rico en América. Y es que en América todo el que trabaja mucho acaba por hacer fortuna.

El cuarto que alquilé al llegar a mi patria era precioso. Lo decoré todo a mi gusto y comencé a vivir una vida sin preocupaciones, llena de molicie y de refinamiento. De vez en cuando invitaba a cualquier muchacha sin compromiso a pasar unos días en mi compañía, y cuando me sentía harto de su modo de reír o de su gesto al ponerse el pyjama la sustituía por otra. Este procedimiento de gustar el amor, como si fuese un piano de manubrio, es una de las bases en que durante años se ha sustentado la tranquilidad de los hombres solteros.

Pero una tarde, en esa hora romántica y húmeda del crepúsculo, estaba solo en casa, porque me hallaba en un momento de transición entre el piano pasado y el piano futuro.

Alguien hizo sonar el timbre y, como una tromba, se me metió en casa una dama estrepitosamente perfumada con “gardenias pútridas”, de Lelong.

La dama atravesó el living-room, irrumpió en mi despacho y se dejó caer en uno de los sillones con la vista fija en el suelo, las cejas fruncidas y mordiéndose ligeramente el labio inferior.

La contemplé. Traía la cabeza destocada y se envolvía en un deshabillé de charmeuse y terciopelo. Llevaba unos pendientes de ópalo y unas chinelas amaranto con los tacones rojos, iguales a los de los cortesanos de Luis XV. Era rubia; de un rubio frenético.

No quise romper el silencio porque, precisamente, al sentarse en el sillón, el deshabillé se había arrugado y dejaba al descubierto las dos piernas de la dama en una extensión suficiente para privar del habla a un orador famoso; cuanto más a mí, que hablo poquísimo. Detalle interesante: las medias que envolvían aquellas piernas prodigiosas eran de gasa, color “risa de sordo”.

Pero semejante situación no podía prolongarse. La dama alzó de pronto la cabeza y me dijo:

-Caballero: perdone usted esta intromisión. Soy la vecina del principal derecha. He tenido un feroz disgusto con mi marido y, llevada de la ira, me he ido de casa. Cuando he querido reaccionar estaba en la escalera. ¿Adónde ir así? Y se me ocurrió llamar en su piso. Si a usted le parece, charlaremos un rato, hasta que yo me tranquilice.

-Y es posible que usted consiga tranquilizarse, señora. Quien no podrá tranquilizarse seré yo mientras usted se obstine en mostrar enteramente la región de sus ligas.

La dama rectificó los pliegues de su deshabillé y me hizo de pronto esta pregunta insólita:

-¿Qué opina usted del amor?

-Creo -repuse para ayudarla en su propósito de quitarle tirantez a nuestra entrevista- que el amor es una especie de ascensor hidráulico; se le puede exigir que funcione bien durante cinco años; durante diez; durante quince; pero llega un momento en que se estropea y se niega a funcionar.

-¿Y entonces?

-Entonces, señora, hay que cambiar de ascensor o subir a pie; es inevitable.

La dama sonrió con esa sonrisa luminosa exclusiva de las personas inteligentes.

Luego se inclinó hacia mí, rodeó mi cuello con sus brazos y murmuró esta sola palabra:

-¡Ay!

Cuando una mujer suspira mientras rodea con sus brazos el cuello de un hombre, debe uno darse por enterado de que la dama tiene ganas de suspirar.

-Es usted capaz de enloquecer a cualquier mujer, amigo mío; sin embargo, nuestro amor es imposible. Yo lo sospecho: ¡imposible, sí!

Y se retorció un dedo, luego, dos; después, tres; y, al final, todos los dedos de la mano.

Entonces llamaron a la puerta.

-¡Mi marido!

-¿Usted cree?

Fui a abrir y, en efecto, entró el marido. Tenía un aire triste.

-Caballero -me dijo-. No me explique usted nada. Usted no tiene la culpa. ¡Ella ha sido la que ha venido aquí!… ¡Dios mío, qué vergüenza!

Rompió a llorar, me rogó un vaso de agua, y por tres veces le llevé coñac, tila y azahar.

Al volver yo al despacho me encontraba siempre al marido paseándose excitado, increpando a su mujer, y ésta tumbada en su silla, mirando la calle con gesto displicente.

Por fin, a las ocho de la noche, después de que efectué, trayendo agua, una agotadora labor de camello del desierto, decidieron volverse a su casa.

Ya en la puerta, el marido me estrechó enérgicamente las manos mientras me decía:

-Gracias, gracias… Nunca olvidaré esto; nunca lo olvidaré.

Y se fueron.

Media hora después yo subía rápidamente la escalera y llamaba en el principal derecha. Nadie contestó a mis timbrazos. Entonces el portero, asomándose al hueco del ascensor, me advirtió que en el principal derecha no vivía nadie, pues el cuarto estaba desalquilado desde hacía seis semanas.

Esta noticia me produjo una gran contrariedad. Porque necesitaba hablar de nuevo con los vecinos del principal derecha para preguntarles si ellos habían visto por casualidad, una bolsita con brillantes que yo guardaba en el bargueño de mi despacho y que había echado de menos al rato de marcharse de mi casa el matrimonio.

FIN



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Mensaje  pinfanilla Dom Abr 01, 2012 6:57 pm

Un marido sin vocación
[Cuento. Texto completo]
Enrique Jardiel Poncela

Nota: Narración escrita por el autor sin utilizar la letra "e".

Un otoño -muchos años atrás-, cuando más olían las rosas y mayor sombra daban las acacias, un microbio muy conocido atacó, rudo y voraz, a Ramón Camomila: la furia matrimonial.

-¡Hay un matrimonio próximo, pollos! -advirtió como saludo a su amigo Manolo Romagoso cuando subían juntos al Casino y toparon con los camaradas más íntimos.

-¿Un matrimonio?

-Un matrimonio, sí -corroboró Ramón.

-¿Tuyo?

-Mío.

-¿Con una muchacha?

-¡Claro! ¿Iba a anunciar mi boda con un cazador furtivo?

-¿Y cuándo ocurrirá la cosa?

-Lo ignoro.

-¿Cómo?

-No conozco aún a la novia. Ahora voy a buscarla...

Y Ramón Camomila salió como una bala a buscar novia por la ciudad.

A las dos horas conoció a Silvia, una chica algo rubia, algo baja, algo gorda, algo sosa, algo rica y algo idiota; hija única y suscriptora contumaz a La moda y la Casa (publicación para muchachas sin novio).

Y al año, todos los amigos fuimos a la boda. ¡La boda! ¡Bah!... Una boda como todas las bodas: galas blancas, azahar por todos lados, alfombras, música sacra, bimbas, sonrisas, codazos, almohadón para hincar las rodillas los novios y para hincar las rodillas los padrinos; lunch, sandwichs duros como un fiscal...

Al onzavo sandwich hubo una fuga súbita por la sacristía y un auto pasó raudo, y unos gritos brotaron:

-¡Adiós! ¡Adiós! ¡Vivan los novios! ¡Vivaaan!

Y los amigos cogimos otro sandwich -dozavo- y otra copita. Y allí acabó la cosa.


Mas, para Ramón Camomila, la cosa no había acabado allí...

Al contrario: allí daba principio.

Y al subir con su novia al auto fugitivo, vio claro, vio clarísimo: ni amaba a Silvia, ni notaba inclinación ninguna al matrimonio, ni sintió su alma con la vocación más mínima por construir un hogar dichoso.

-¡Soy un idiota! -murmuró Ramón-. No valgo para marido, y lo noto cuando ya soy ciudadano casado...

Y corroboró rabioso:

-¡Soy un idiota!

Silvia, arrinconada junto a Ramón, bajaba los ojos con rubor, y al bajar los ojos subía dos mil grados la rabia masculina.

-¡Dios mío! -gruñía Ramón mirándola-. ¡Casado! ¡Casado con una niña insulsa como unas natillas!... No hay ya salvación para mí..., ¡no la hay!

Incapaz para dominar su irritación, dirigió unas palabras durísimas a Silvia.

-¡Prohibido fingir rubor y mirar a la alfombra! -gritó. (Silvia miró al parabrisas con infantil docilidad).

Y Ramón añadió para su sayo, alumbrado por una brusca solución:

-Voy a lograr su odio. Voy a obligarla a suplicar un divorcio rápido. Poco valgo si no logro inspirarla asco con cuatro o cinco burradas a cual más disparatada...

Y tal solución tranquilizó mucho a su alma.


Por lo pronto, al subir a la fotografía (visita clásica tras una boda), Ramón hizo la burrada inicial. Un fotógrafo modoso y finísimo abordó a Ramón y a Silvia.

-Grupo nupcial, ¿no? -indagó.

-Sí -dijo Ramón. Y añadió-: Con una variación.

-¿Cuál?

-La sustitución más original vista hasta ahora... Novio por fotógrafo. Hoy hago yo la foto... ¡Viva la originalidad!

Y Ramón aproximó la máquina y advirtió al asombrado fotógrafo:

-¡Vamos! Coja por la mano a la novia y sonría con ilusión. La cara más alta... ¡Cuidado! ¡Así!... ¡Ya!

Ramón tiró la placa, y a continuación obligó al pago al fotógrafo; guardó los duros y salió con Silvia orondo y dichoso.

-¡Al auto! -mandó. (Silvia ahora iba llorando)-. ¡La cosa marcha! -susurró Ramón.


Al otro día trasladaban sus organismos a Irún. (Lo clásico, asimismo, tras una boda.)

Ramón no quiso subir al vagón con Silvia.

-Yo viajo con los maquinistas -anunció-. Voy a la locomotora... ¡Hasta la vista!

Y subió a la locomotora, y ocupó su actividad ayudando a partir carbón. Al arribar a Irún había adquirido un magnífico color antracita.

***

Ya allí, compró sus harapos a un sordomudo andrajoso, vistió los harapos y marchó a la fonda a buscar a Silvia.

Y tocado con las ropas andrajosas anduvo por Irún, acompañando a Silvia y cogido a su brazo mórbido y distinguido. Nutrido público los miraba al pasar, asombrado.

Silvia sufría cada día más.

-¡La cosa marcha! ¡La cosa marcha! -murmuraba todavía Ramón-. Pronto rogará Silvia un divorcio total. Sigamos con las burradas. Sigamos con la droga antimatrimonial, multiplicando la dosis.

***

Ramón vistió a continuación sus fracs más maravillosos, y al pisar un salón, un dancing u otro lugar público acompañado por Silvia, imitaba a los criados, y con un paño al brazo acudía solícito a todas las llamadas.

Una mañana pintó sus párpados con barniz rojo.

***

Por fin lo trasladaron al manicomio.

Y Ramón asistió a su propia dicha: su contrato matrimonial yacía roto y vivía imposibilitado para otra boda con otra Silvia...

FIN




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Mensaje  pinfanilla Miér Abr 04, 2012 6:13 pm

Gra ¿puede ser algo de suspense?, gracias guapa.
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Mensaje  pinfanilla Jue Abr 05, 2012 7:38 am

Cortos relatos de miedo ( muy buenos )


El crecepelos


Mario, estaba obsesionado por su calvicie. Cada mañana se miraba en el espejo y recibía un dardo en el corazón por cada pelo que veía muerto en el lavabo o atrapado sin remisión en el peine de púas especiales para no dañar su escasa cabellera.

Aquella tarde, había comprado a una vieja un remedio garantizado al cien por cien. Mario, no solía confiar en estos productos. Había probado tantos. , pero este, le daba una corazonada.

Así, cumpliendo paso por paso el recetario de la anciana, Mario se desnudó, salió al balcón y recibió el frío húmedo de la noche invernal. Allí esperó a estar completamente bañado por la luz de la luna llena, se pintó unos círculos rojos en el pecho y se roció el cráneo con el milagroso crecepelos.
Aquella noche durmió intranquilo, a la espera del resultado, con las primeras luces del amanecer, Mario se lanzó hacia el cuarto de baño, allí se agarró con avidez al espejo y observó su rala cabellera… un asomo de decepción y humillación le abatió su corazón, se daba por vencido, un último vistazo a su bola de billar y… pero ¿que es eso oscuro que asoma por toda mi cabeza?…una pelusilla empezaba a brotar cual espuma en el baño. Con una asombrosa rapidez, la pelusilla se convirtió en pelo. Mario no cabía en sí de gozo, el pelo comenzó a crecer descontroladamente, un pelo fuerte, negro y rizado que como una planta se deslizaba cabeza abajo. Lo terrible fue cuando el pelo empezó a introducirse en los oídos, al principio le hacía cosquillas y gracias, luego al intentar quitarse esos molestos pelos, sus dedos quedaron atrapados en ellos, la presión que ejercía sobre su cráneo hizo que los ojos saltaron de sus órbitas y en ellas se alojaron matas de pelos, gritó, pero sus gritos pronto quedaron ahogados por una pelambrera que le asfixió


El espejo


Adela era una muchacha poco agraciada. Desde la infancia había soportado las burlas de sus compañeros y ya en la adolescencia, se sentía sola por su fealdad.

Jamás había conocido el amor, ni supo de amistades. Jamás salió de su boca un lamento por tener un rostro más hermoso, pero nunca entendió el porqué del rechazo que soportaba a diario.

Cuando se emancipó, alquiló una pequeña casa en el campo para no tener que soportar las miradas de sus vecinos. La casa tenía un hermoso y antiguo espejo ovalado en la habitación, que evitaba mirar para no ver su rostro reflejado en él.

Cierta noche mientras dormía, escuchó unos susurros provenientes del espejo.

-¿Quién anda ahí?-preguntó angustiada.

Ni una sola respuesta, sólo un halo dorado que emergía del espejo. Se plantó frente a él y observó a una hermosa mujer, vestida con su mismo atuendo.

¿Quién eres?-dijo.

-Soy el reflejo de tu alma pura. Si quieres ser como la imagen que ves reflejada en mí, sólo tendrás que atravesarme.

Durante unos instantes dudó, pero pudo más la curiosidad y atravesó el umbral.

Una vez estuvo al otro lado, llegó a una oscura habitación llena de cristales rotos y decenas de personas con los rostros desgarrados y ensangrentados.

Ahogó un gemido y golpeó el cristal con todas sus fuerzas.

Una grave voz resonó en la estancia.

-Necia ¿Acaso creíste lo que dije? Por tu absurda decisión estarás confinada en este lugar por siempre, hasta que pierdas el juicio como ellos. Me alimento de almas puras -contestó con ironía sin dejar de reír grotescamente.

Adela recorrió la habitación y observó con horror como decenas de ojos enloquecidos y ensangrentados, se clavaban en su rostro y gritando con toda su furia, tomó entre sus manos un afiladísimo cristal para rasgarse la cara de lado a lado, mientras a sus pies crecía un cálido charco de sangre.

Querido Grá: Encontré estos de miedo mirando por ahí, espero que no te importe.





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Mensaje  Gra Jue Abr 05, 2012 7:41 am

Servida, Señora...

El Último de Nosotros


Sandra Huerta

Para Silvan Constanza siempre fue evidente que la vida se había equivocado con él. Sin embargo, desde muy joven comprendió que no tenía la más mínima obligación de conformarse con ello.

Aunque siempre supo que no era un vampiro, era la conciencia de ser un hombre perfectamente normal -capaz de despertar sin sobresaltos ante la primera luz del alba y de sentir aprensión ante la sangre derramada- lo que le abrumaba y entristecía. Le era imposible de apartar de su inteligencia este pensamiento, y lo que era peor, cada vez que el espejo le devolvía a ese otro Silvan Constanza, se daba cuenta de la injusticia de la que era víctima. Muchas veces le he visto llorar de impotencia al hacer el recuento de todos esos detalles que lo llevan a la conclusión de que la inmortalidad y la dicha de saberse distinto, simplemente le han sido negadas.

Comprendo su angustia. Después de todo, es el séptimo hijo de un séptimo hijo, de un conde, si no eslavo, por lo menos tirolés. Por sus venas también circula, diluida, la ambigua celebridad de dos Borgias y hasta el lejano secreto de un Bâthory; aunque la palidez y angulosidad de sus hermosas facciones sean herencia de una madre escocesa. El oscuro cabello y los ojos enormes y negros deben provenir de la línea paterna, conformada por valientes barones medio italianos y medio austriacos, nobles de fortuna incalculable y vidas tan breves como prolíficas.

Todo, incluso su apellido, parece encajar tan correctamente en la historia de un vampiro, que hace muchos años Silvan Constanza decidió que debía ser uno, aunque para ello tuviera que agotar cada alternativa.



Lady Catherine Constanza, su madre, siempre había estado ilusionada con el más joven de sus vástagos y le demostraba su afecto como no lo había hecho con los otros seis, quienes quizá por ser tan normales, apenas despertaron su curiosidad, sin embargo, nunca cejó en su empeño porque Silvan, se resignara y viviera feliz. Recuerdo que poco antes de morir, la vieja condesa le consiguió a su benjamín un conveniente acuerdo matrimonial con una rica y encantadora heredera.

Probablemente Lady Catherine se haya ido a la tumba con la esperanza de que su hijo se asentara con el matrimonio, pero después de un tiempo, la novia se dio cuenta de que no estaría dispuesta a lidiar con un hombre que gustaba de dormir en un ataúd. Cuando la joven anunció la ruptura del compromiso, Silvan Constanza no protestó. No podía decir que estaba perdiéndose de algo mejor que la búsqueda que lo obsesionaba. Aceptó de buen grado su soledad: ya habría más mujeres dispuestas a ser mordidas. Además, para entonces, creía percibir a su naturaleza reclamándolo por completo con una fuerza mucho más allá de su control.



Empezó a dormir de día; programó su cuerpo con tanta disciplina, que logró acostumbrarlo a sueños diurnos de doce horas ininterrumpidas. Cambió su vestuario, que de usual era siempre oscuro, por el negro absoluto de anacrónicos trajes de estilo victoriano, hechos exclusivamente para él. Trató inútilmente de rodearse de gente conocedora, y de buena gana hubiera patrocinado a Nerval y a Gautier si no hubiesen muerto dos generaciones antes. Stoker, por su parte, había fallecido cuando Silvan era aún adolescente, y al mediar la década de los treinta, no había en Londres muchos expertos disponibles en los que se pudiera confiar. Aleister Crowley fue, de hecho, una gran decepción que le costó a Constanza, una pequeña fortuna.

A pesar de la guerra y de la opinión de sus hermanos, comenzó a viajar atraído por rumores sobre cada científico, mentalista o hechicero que pareciera capaz de ayudarlo en su gesta. No estaba dispuesto a dejar sus afanes a pesar de que constantemente se veía decepcionado, solitario e incomprendido, en un país al que nunca habría viajado en otra circunstancia. Y siempre volvía a Londres, a esperar de sus emisarios nuevas noticias que lo sacaran otra vez de su ataúd.



Londres fue bombardeada, pero lo único que Constanza pudo pensar, era que por fin tenía un magnífico pretexto para marcharse al aislado castillo condal de donde su padre había salido para establecerse en Inglaterra. Después de mandar cortar los setos de rosas y de deshacerse de todo ajo y cebolla en cincuenta millas a la redonda, continuó esforzándose por gustar de la sangre de toro, que se obligaba a beber cocinada con especias, antes de proceder a dar el siguiente paso, cualquiera que este fuera.

Pronto se dio cuenta de que estaba perdiendo el tiempo y decidió hacer un pacto con el diablo. Dos años de rituales barrocos y completamente inútiles le convencieron de que no era tan fácil persuadir a Satán de interesarse por su alma, la que después de todo, era ya un bien bastante depreciado. Por fin supo que tendría que recurrir a la única posibilidad que no había probado. El tiempo se agotaba: si quería ser un vampiro, tendría que dejarse morder por uno.

Sus enviados continuaron su labor, revisando cada rincón del mundo, ahora como nunca en busca de un vampiro auténtico. De nuevo las decepciones fueron muchas, pero Silvan Constanza había madurado la virtud de la paciencia. Una década completa transcurrió, como pasan diez días o diez siglos para quien tiene la seguridad de que sus esfuerzos serán recompensados.

La guerra terminó y los confines cambiaron de sitio; los seis hermanos Constanza dejaron de molestarlo y comenzaron a morir, fieles a la tradición ancestral de su apellido. Silvan, por su parte, aceptó el título de conde y empezó a dejar de ser joven.



Es en este punto donde nuestros destinos se encuentran: yo soy un auténtico vampiro, el último de nosotros. Hace varios años que los rumores de su búsqueda llegaron a mis oídos, y durante mucho tiempo he vigilado secretamente los afanes de este hombre, su evolución y sus continuos fracasos. Al principio, fue la curiosidad lo que me atrajo a él, pero hoy le admiro y me conduelo de su mala suerte: en casi trescientos años no conocí voluntad semejante a la de este mortal.

Esta noche, cansado como estoy, lo miro desde la ventana: se pasea pensativo frente a su enorme chimenea. No se sorprende al verme entrar por el balcón: me espera, pero su expresión es de cansancio cuando se da cuenta de que soy un viejo encorvado y polvoriento bajo el remendado abrigo de lana.

Le explico quién soy, y le miento acerca de la manera como he llegado a él: sus emisarios jamás habrían podido dar conmigo. Le cuento acerca de mi admiración, de los largos años en los que he sobrevolado su vida. Luego, le digo que mi existencia ha sido triste cuando no desesperada y que al igual que cada uno de mis desaparecidos congéneres, jamás deseé ser un vampiro. Le relato las miserias y los conflictos morales que a pesar de la maldad innata, por lo menos una vez en nuestras largas vidas nos asaltan con violencia; acerca de lo erróneo de las leyendas sobre los ajos, las cruces, la luz del día, y la idea popular de que sólo morimos bajo el sol o una estaca, pues en la última generación de vampiros, la mía, fue muy común perecer en alguna guerra. Le refiero que los últimos rastros de nuestra estirpe ya se hallan diluidos en la sangre de mortales, con quienes cada vampiro sueña procrear una familia normal y plenamente consciente de que morirá llegado su momento.

Silvan Constanza suspira y sonríe. Me dice que eso no importa, que le mire bien y que me convenza de que él nació marcado para ese destino. Dice que debo morderlo, para que nuestras sangres se mezclen convirtiéndolo por fin en un vampiro. La perspectiva del dolor no parece importunarlo, pues cree que su espera está por terminar. Yo me excuso: soy viejo y hace mucho que he perdido mis colmillos retráctiles; ambos sabemos que sin mordida la conversión será imposible. Le juro que si en mis manos estuviera, hace mucho que lo hubiese complacido, pero es hasta hoy que la ansiedad instintiva por volver a probar la sangre humana me ha orillado a este atrevimiento. No creo necesario explicarle que ni la carencia de colmillos, ni el honorable entendimiento que se ha establecido entre nosotros, impedirán que su noble sangre nutra por fin la triste existencia de este último vampiro. Con una disculpa, extraigo de entre mi ropa la navaja de barbero que siempre llevo conmigo, y camino hacia él, muy lentamente.


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Mensaje  pinfanilla Jue Abr 05, 2012 7:48 am

Gracias, me encantó.
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Mensaje  Gra Jue Abr 05, 2012 9:14 am

No es bueno dejar la lectura para el "tiempo libre" ya que pocos gozamos de él. Es como decir "no me lavo los dientes porque no tengo tiempo". Leer debería formar parte de nuestra vida para desarrollar nuestro pensamiento, para defendernos, para agudizar nuestra sensibilidad, para desconectar con la realidad material, para embellecernos, para crear, para desempolvar nuestra fantasía, para crecer, para amar mejor para todo eso y mucho más sirve leer. Y digo sirve no en el sentido utilitario del positivismo más cruel sino en su mejor acepción.
¿Para qué sirve reir? ¿Para qué sirve llorar? ¿Para qué sirve la música, el arte...? En el primer sentido, para nada...
El filósofo lo dijo bien clarito: "Lo urgente tapa lo importante" ... Y leer es muy importante.
Abrazos compartidos


Última edición por Gra el Sáb Abr 07, 2012 12:30 pm, editado 2 veces

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Mensaje  pinfanilla Vie Abr 06, 2012 8:45 pm

Lo siento Grá, demasiado profundo para mí, no saqué nada en claro.
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Mensaje  Gra Sáb Abr 07, 2012 12:18 pm

Es verdad, para mí también. Pongamos a Borges con sus cuentos o poemas porque sus ensayos son muy eruditos, hay que ponerse a investigar para comprenderlos y no da para eso. Ya mismo lo estoy borrando. Gracias por la crítica, acertada...

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Mensaje  Gra Sáb Abr 07, 2012 1:55 pm

Un poema de Jorge Luis Borges, homenaje a nuestra España por parte de un sublime argentino.

ESPAÑA

Más allá de los símbolos,
más allá de la pompa y la ceniza de los aniversarios,
más allá de la aberración del gramático
que ve en la historia del hidalgo
que soñaba ser don Quijote y al fin lo fue,
no una amistad y una alegría
sino un herbario de arcaísmos y un refranero,
estás, España silenciosa, en nosotros.
España del bisonte, que moriría
por el hierro o el rifle,
en las praderas del ocaso, en Montana,
España donde Ulises descendió a la Casa de Hades,
España del íbero, del celta, del cartaginés, y de Roma,
España de los duros visigodos,
de estirpe escandinava,
que deletrearon y olvidaron la escritura de Ulfilas,
pastor de pueblos,
España del Islam, de la cábala
y de la Noche Oscura del Alma,
España de los inquisidores,
que padecieron el destino de ser verdugos
y hubieran podido ser mártires,
España de la larga aventura
que descifró los mares y redujo crueles imperios
y que prosigue aquí, en Buenos Aires,
en este atardecer del mes de julio de 1964,
España de la otra guitarra, la desgarrada,
no la humilde, la nuestra,
España de los patios,
España de la piedra piadosa de catedrales y santuarios,
España de la hombría de bien y de la caudalosa amistad,
España del inútil coraje,
podemos profesar otros amores,
podemos olvidarte
como olvidamos nuestro propio pasado,
porque inseparablemente estás en nosotros,
en los íntimos hábitos de la sangre,
en los Acevedo y los Suárez de mi linaje,
España,
madre de ríos y de espadas y de multiplicadas generaciones,
incesante y fatal.


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Mensaje  Guasón Sáb Abr 07, 2012 2:06 pm

Gra escribió:Es verdad, para mí también. Pongamos a Borges con sus cuentos o poemas porque sus ensayos son muy eruditos, hay que ponerse a investigar para comprenderlos y no da para eso. Ya mismo lo estoy borrando. Gracias por la crítica, acertada...

Gra, ¿no has pensado en la posibilidad de que más de un lector anónimo lea este hilo y le gusten los ensayos?
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Mensaje  Gra Sáb Abr 07, 2012 2:14 pm

Sí, Guasón, nada tengo en contra del género, yo misma modestamente lo cultivo, pero los de Borges hay que leerlos con una enciclopedia al lado y ni así lo desentrañas... Y no quisiera agobiar al personal...

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Mensaje  Guasón Sáb Abr 07, 2012 2:19 pm

Gra escribió:Sí, Guasón, nada tengo en contra del género, yo misma modestamente lo cultivo, pero los de Borges hay que leerlos con una enciclopedia al lado y ni así lo desentrañas... Y no quisiera agobiar al personal...

Vale, cariño, he intentado leerlo en Wikisource pero no he encontrado nada ¿Algún enlace que puedas facilitarme?.
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Mensaje  Gra Sáb Abr 07, 2012 4:03 pm

No he entendido lo que quieres, si un ensayo de Borges o un análisis de Borges como ensayista. Te buscaré el link cuando me lo precises, con mucho gusto.

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Mensaje  Guasón Sáb Abr 07, 2012 4:10 pm

Gra escribió:No he entendido lo que quieres, si un ensayo de Borges o un análisis de Borges como ensayista. Te buscaré el link cuando me lo precises, con mucho gusto.

Me gusta leer ensayos y como mencionaste a Borges he intentado ver si había alguno publicado en Wikisource pero lamentablemente no hay nada. Si existe alguna página donde puede leer sus ensayos te lo agradecería.
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Mensaje  Gra Sáb Abr 07, 2012 4:20 pm

http://el-placard.blogspot.com.es/2011/01/dos-ensayos-de-borges.html

Aquí te dejo un link, son dos bastante conocidos (tiene varios, puedo buscarte más si te interesan). Debo aclararte que Borges hace una simbiosis entre el ensayo y la ficción. Esto es bueno, primero porque lo hace con su maestría característica, y en segundo lugar porque el ensayo se torna más literario y no un mero panfleto.
He leído algunas letras tuyas intentando el género y la verdad es que se te da bastante bien y concatenas también los dos géneros aportando elementos ficcionados que lo condimentan y hacen amenos tus escritos.

Gra

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Mensaje  Guasón Sáb Abr 07, 2012 4:44 pm

Gra escribió:http://el-placard.blogspot.com.es/2011/01/dos-ensayos-de-borges.html

Aquí te dejo un link, son dos bastante conocidos (tiene varios, puedo buscarte más si te interesan). Debo aclararte que Borges hace una simbiosis entre el ensayo y la ficción. Esto es bueno, primero porque lo hace con su maestría característica, y en segundo lugar porque el ensayo se torna más literario y no un mero panfleto.
He leído algunas letras tuyas en intentando el género y la verdad es que se te da bastante bien y concatenas también los dos géneros aportando elementos ficcionados que lo condimentan y hacen amenos tus escritos.

Gracias, Gra. Yo soy un pensador nato y hago mis propias reflexines sobre algunos asuntos bastante complicados aunque no llegue a escribirlos o me quede en la mitad para después continuar. Hay cosas que no se pueden llegar a explicar pero sí es verdad que un ensayo puede servir para que otras personas puedan hacerlo o llegar más cerca de lo que se busca. El infinito es uno de los temas que siempre me vienen a la cabeza e intento explicarlo o probar que no existe pero siempre me falta una cuarta dimensión que hasta ahora no la he encntrado. Niego la existencia de una línea recta ya que creo que no tenemos referencia de lo que pueda ser considerando que la tierra es redonda y así una superficie tendría que ser lógicamente curvada y no recta ya que si lo fuese se proyectaría fuera de la tierra. Los espíritus es otra cosa que también estudio mucho ya que para que existiesen tendrían que existir antes del hombre o reproducirse como él. Ya ves, podría continuar mencionando muchas de las cosas que intento explicarme y es por eso que me gusta leer ensayos de autores que merecen ser leidos y que tal vez en ellos pueda encontrar algunas respuestas a mis preguntas.

Hay una serie de ensayos de Borges indicados en Wikisource pero ninguno de ellos está publicado. Te agradezco todo la información que puedas darme sobre ese tipo de lectura.

Un beso, guapa
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Mensaje  pinfanilla Dom Abr 08, 2012 2:29 pm

¡Pensar que yo pedí cuentos de miedo!, pero es evidente que en una biblioteca tiene que haber para todos los lectores, hasta para los más eruditos.
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Mensaje  Gra Dom Abr 08, 2012 2:31 pm

Pinfanilla, te he dejado varios cuentos de miedo o de suspenso como pediste. ¿Quieres de terror? Pide y se os dará. Este es de un importante autor estadounidense, espero que te guste, princesa.

EL COCO

STEPHEN KING



—Recurro a usted porque quiero contarle mi historia –dijo el hombre acostado sobre el diván del doctor Harper.

El hombre era Lester Billings, de Waterbury, Connecticut. Según la ficha de la enfermera Vickers, tenía veintiocho años, trabajaba para una empresa industrial de Nueva York, estaba divorciado, y había tenido tres hijos. Todos muertos.

—No puedo recurrir a un cura porque no soy católico. No puedo recurrir a un abogado porque no he hecho nada que deba consultar con él. Lo único que hice fue matar a mis hijos. De uno en uno. Los maté a todos.

El doctor Harper puso en marcha el magnetófono.

Billings estaba duro como una estaca sobre el diván, sin darle un ápice de sí. Sus pies sobresalían, rígidos, por el extremo. Era la imagen de un hombre que se sometía a una humillación necesaria. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho, como un cadáver. Sus facciones se mantenían escrupulosamente compuestas. Miraba el simple cielo raso, blanco, de paneles, como si por su superficie desfilaran escenas e imágenes.

—Quiere decir que los mató realmente, o...

—No. –Un movimiento impaciente de la mano—. Pero fui el responsable. Denny en 1967. Shirl en 1971. Y Andy este año. Quiero contárselo.

El doctor Harper no dio nada. Le pareció que Billings tenía un aspecto demacrado y envejecido. Su cabello raleaba, su tez estaba pálida. Sus ojos encerraban todos los secretos miserables del whisky.

—Fueron asesinados, ¿entiende? Pero nadie lo cree. Si lo creyeran, todo se arreglaría.

—¿Por qué?

—Porque...

Billings se interrumpió y se irguió bruscamente sobre los codos, mirando hacia el otro extremo de la habitación.

—¿Qué es eso? –bramó. Sus ojos se habían entrecerrado, reduciéndose a dos tajos oscuros.

—¿Qué es qué?

—Esa puerta.

—El armario empotrado –respondió el doctor Harper—. Donde cuelgo mi abrigo y dejo mis chanclos.

—Ábralo. Quiero ver lo que hay dentro.

El doctor Harper se levantó en silencio, atravesó la habitación y abrió la puerta. Dentro, una gabardina marrón colgaba de una de las cuatro o cinco perchas. Abajo habían un par de chanclos relucientes. Dentro de uno de ellos había un ejemplar cuidadosamente doblado del New York Times. Eso era todo.

—¿Conforme? –preguntó el doctor Harper.

—Sí. –Billings dejó de apoyarse sobre los codos y volvió a la posición anterior.

—Decía –manifestó el doctor Harper mientras volvía a su silla—, que si se pudiera probar el asesinato de sus tres hijos, todos sus problemas se solucionarían. ¿Por qué?

—Me mandarían a la cárcel –explicó Billings inmediatamente—. Para toda la vida. Y en una cárcel uno puede ver lo que hay dentro de todas las habitaciones. Todas las habitaciones. –Sonrió a la nada.

—¿Cómo fueron asesinados sus hijos?

—¡No trate de arrancármelo por la fuerza!

Billings se volvió y miró a Harper con expresión aviesa.

—Se lo diré, no se preocupe. No soy uno de sus chalados que se pasean por el mundo y pretenden ser Napoleón o que justifican haberse aficionado a la heroína porque la madre no los quería. Sé que no me creerá. No me interesa. No importa. Me bastará con contárselo.

—Muy bien. –El doctor Harper extrajo su pipa.


—Me casé con Rita en 1965... Yo tenía veintiún años y ella dieciocho. Estaba embarazada. Ese hijo fue Denny. –Sus labios se contorsionaron para formar una sonrisa gomosa, grotesca, que desapareció en un abrir y cerrar de ojos—. Tuve que dejar la Universidad y buscar empleo, pero no me importó. Los amaba a los dos. Éramos muy felices. Rita volvió a quedar embarazada poco después del nacimiento de Denny, y Shirl vino al mundo en diciembre de 1966. Andy nació en el verano de 1969, cuando Denny ya había muerto. Andy fue un accidente. Eso dijo Rita. Aseguró que a veces los anticonceptivos fallan. Yo sospecho que fue más que un accidente. Los hijos atan al hombre, usted sabe. Eso les gusta a las mujeres, sobre todo cuando el hombre es más inteligente que ellas. ¿No le parece?

Harper emitió un gruñido neutro.

—Pero no importa. A pesar de todo los quería. –Lo dijo con tono casi vengativo, como si hubiera amado a los niños para castigar a su esposa.

—¿Quién mató a los niños? –preguntó Harper.

—El coco –respondió inmediatamente Lester Billings—. El coco los mató a todos. Sencillamente, salió del armario y los mató. –Se volvió y sonrió—. Claro, usted cree que estoy loco. Lo leo en su cara. Pero no me importa. Lo único que deseo es desahogarme e irme.

—Le escucho –dijo Harper.

—Todo comenzó cuando Denny tenía casi dos años y Shirl era apenas un bebé. Denny empezó a llorar cuando Rita lo tenía en la cama. Verá, teníamos un apartamento de dos dormitorios. Shirl dormía en una cuna, en nuestra habitación. Al principio pensé que Denny lloraba porque ya no podía llevarse el biberón a la cama. Rita dijo que no nos obstináramos, que tuviéramos paciencia, que le diéramos el biberón y que él ya lo dejaría solo. Pero así es como los chicos se echan a perder. Si eres tolerante con ellos los malcrías. Después te hacen sufrir. Se dedican a violar chicas, sabe, o empiezan a drogarse. O se hacen maricas. ¿Se imagina lo horrible que es despertar una mañana y descubrir que su chico, su hijo varón, es marica?

>>Sin embargo, después de un tiempo, cuando vimos que no se acostumbraba, empecé a acostarle yo mismo. Y si no dejaba de llorar le daba una palmada. Entonces Rita dijo que repetía a cada rato "luz, luz". Bueno, no sé. ¿Quién entiende lo que dicen los niños tan pequeños? Sólo las madres lo saben.

>>Rita quiso instalarle una lámpara de noche. Uno de esos artefactos que se adosan a la pared con la figura del Ratón Mikey o de Huckleberry Hound o de lo que sea. No se lo permití. Si un niño no le pierde el miedo a la oscuridad cuando es pequeño, nunca se acostumbrará a ella.

>>De todos modos, murió el verano que siguió al nacimiento de Shirl. Esa noche lo metí en la cama y empezó a llorar en seguida. Esta vez entendí lo que decía. Señaló directamente el armario cuando lo dijo. "El coco –gritó—. El coco, papá."

>>Apagué la luz y salí de la habitación y le pregunté a Rita por qué le había enseñado esa palabra al niño. Sentí deseos de pegarle un par de bofetadas, pero me contuve. Juró que nunca se la había enseñado. La acusé de ser una condenada embustera.

>>Verá, ése fue un mal verano para mí. Sólo conseguí que me emplearan para cargar camiones de <<Pepsi–Cola>> en un almacén, y estaba siempre cansado. Shirl se despertaba y lloraba todas las noches y Rita la tomaba en brazos y gimoteaba. Le aseguro que a veces tenía ganas de arrojarlas a las dos por la ventana. Jesús, a veces los mocosos te hacen perder la chaveta. Podrías matarlos.

>>Bien, el niño me despertó a las tres de la mañana, puntualmente. Fui al baño, medio dormido, sabe, y Rita me preguntó si había ido a ver a Denny. Le contesté que lo hiciera ella y volví a acostarme. Estaba casi dormido cuando Rita empezó a gritar.

>>Me levanté y entré en la habitación. El crío estaba acostado boca arriba, muerto. Blanco como la harina excepto donde la sangre se había..., se había acumulado, por efecto de la gravedad. La parte posterior de las piernas, la cabeza, las... eh... las nalgas. Tenía los ojos abiertos. Eso era lo peor, sabe. Muy dilatados y vidriosos, como los de las cabezas de alce que algunos tipos cuelgan sobre la repisa. Como en las fotos de esos chinitos de Vietnam. Pero un crío norteamericano no debería tener esa expresión. Muerto boca arriba. Con pañales y pantaloncitos de goma porque durante las últimas dos semanas había vuelto a orinarse encima. Qué espanto. Yo amaba a ese niño.

Billings meneó la cabeza lentamente y después volvió a ostentar la misma sonrisa gomosa, grotesca.

—Rita chillaba hasta desgañitarse. Trató de alzar a Denny y mecerlo, pero no se lo permití. A la poli no le gusta que uno toque las evidencias. Lo sé...

—¿Supo entonces que había sido el coco? –preguntó Harper apaciblemente.

—Oh, no. Entonces no. Pero vi algo. En ese momento no le di importancia, pero mi mente lo archivó.

—¿Qué fue?

—La puerta del armario estaba abierta. No mucho. Apenas una rendija. Pero verá, yo sabía que la había dejado cerrada. Dentro había bolsas de plástico. Un crío se pone a jugar con una de ellas y adiós. Se asfixia. ¿Lo sabía?

—Sí. ¿Qué sucedió después?

Billings se encogió de hombros.

—Lo enterramos. –Miró con morbosidad sus manos, que habían arrojado tierra sobre tres pequeños ataúdes.

—¿Hubo una investigación?

—Claro que sí. –Los ojos de Billings centellearon con un brillo sardónico—. Vino un jodido matasanos con un estetoscopio y un maletín negro lleno de chicles y una zamarra robada de alguna escuela veterinaria. ¡Colapso en la cuna, fue el diagnóstico! ¿Ha oído alguna vez semejante disparate? ¡El crío tenía tres años!

—El colapso en la cuna es muy común durante el primer año de vida –explicó Harper puntillosamente—, pero el diagnóstico ha aparecido en los certificados de defunción de niños de hasta cinco años, a falta de otro mejor...

—¡Mierda! –espetó Billings violentamente.

Harper volvió a encender su pipa.

—Un mes después del funeral instalamos a Shirl en la antigua habitación de Denny. Rita se resistió con uñas y dientes, pero yo dije la última palabra. Me dolió, por supuesto. Jesús, me encantaba tener a la mocosa con nosotros. Pero no hay que sobreproteger a los niños, pues en tal caso se convierten en lisiados. Cuando yo era niño mi madre me llevaba a la playa y después se ponía ronca gritando: <<¡No te internes tanto! ¡No te metas allí! ¡Hay corrientes submarinas! ¡Has comido hace una hora! ¡No te zambullas de cabeza!>> Le juro por Dios que incluso me decía que me cuidara de los tiburones. ¿Y cuál fue el resultado? Que ahora ni siquiera soy capaz de acercarme al agua. Es verdad. Si me arrimo a una playa me atacan los calambres. Cuando Denny vivía, Rita consiguió que la llevase una vez con los niños a Savin Rock. Se me descompuso el estómago. Lo sé, ¿entiende? No hay que sobreproteger a los niños. Y uno tampoco debe ser complaciente consigo mismo. La vida continúa. Shirl pasó directamente a la cuna de Denny. Claro que arrojamos el colchón viejo a la basura. No quería que mi pequeña se llenara de microbios.

>>Así transcurrió un año. Y una noche, cuando estoy metiendo a Shirl en su cuna, empieza a aullar y chillar y llorar. "¡El coco, papá, el coco!"

>>Eso me sobresaltó. Decía lo mismo que Denny. Y empecé a recordar la puerta del armario, apenas entreabierta cuando lo encontramos. Quise llevarla por esa noche a nuestra habitación.

—¿Y la llevó?

—No. –Billings se miró las manos y las facciones se convulsionaron—. ¿Cómo podía confesarle a Rita que me había equivocado? Tenía que ser fuerte. Ella había sido siempre una marioneta..., recuerde con cuánta facilidad se acostó conmigo cuando aún no estábamos casados.

—Por otro lado –dijo Harper—, recuerde con cuánta facilidad usted se acostó con ella.

Billings, que estaba cambiando la posición de sus manos, se puso rígido y volvió lentamente la cabeza para mirar a Harper.

—¿Pretende tomarme el pelo?

—Claro que no –respondió Harper.

—Entonces deje que lo cuente a mi manera –espetó Billings—. Estoy aquí para desahogarme. Para contar mi historia. No hablaré de mi vida sexual, si eso es lo que usted espera. Rita y yo hemos tenido una vida sexual muy normal, sin perversiones. Sé que a algunas personas les excita hablar de eso, pero no soy una de ellas.

—De acuerdo –asintió Harper.

—De acuerdo –repitió Billings, con ofuscada arrogancia. Parecía haber perdido el hilo de sus pensamientos, y sus ojos se desviaron, inquietos, hacia la puerta del armario, que estaba herméticamente cerrada.

—¿Prefiere que la abra? –preguntó Harper.

—¡No! –se apresuró a exclamar Billings. Lanzó una risita nerviosa—. ¿Qué interés podría tener en ver sus chanclos?

Y después de una pausa, dijo:

—El coco la mató también a ella. –Se frotó la frente, como si fuera ordenando sus recuerdos—. Un mes más tarde. Pero antes sucedió algo más. Una noche oí un ruido ahí dentro. Y después Shirl gritó. Abrí muy rápidamente la puerta... la luz del pasillo estaba encendida... y... ella estaba sentada en la cuna, llorando, y... algo se movió. En las sombras, junto al armario. Algo se deslizó.

—¿La puerta del armario estaba abierta?

—Un poco. Sólo una rendija. –Billings se humedeció los labios—. Shirl hablaba a gritos del coco. Y dijo algo más que sonó como <<garras>>. Sólo que ella dijo <<galas>>, sabe. A los niños les resulta difícil pronunciar la <<erre>>. Rita vino corriendo y preguntó qué sucedía. Le contesté que la habían asustado las sombras de las ramas que se movían en el techo.

—¿Galochas? –preguntó Harper.

—¿Eh?

—Galas... galochas. Son una especie de chanclos. Quizás había visto las galochas en el armario y se refería a eso.

—Quizá –murmuró Billings—. Quizá se refería a eso. Pero yo no lo creo. Me pareció que decía <<garras>>. –Sus ojos empezaron a buscar otra vez la puerta del armario—. Garras, largas garras –su voz se había reducido a un susurro.

—¿Miró dentro del armario?

—S-sí. –Las manos de Billings estaban fuertemente entrelazadas sobre su pecho, tan fuertemente que se veía una luna blanca en cada nudillo.

—¿Había algo dentro? ¿Vio al...?

—¡No vi nada! –chilló Billings de súbito. Y las palabras brotaron atropelladamente, como si hubieran arrancado un corcho negro del fondo de su alma—. Cuando murió la encontré yo, verá. Y estaba negra. Completamente negra. Se había tragado la lengua y estaba negra como una negra de un espectáculo de negros, y me miraba fijamente. Sus ojos parecían los de un animal embalsamado: muy brillantes y espantosos, como canicas vivas, como si estuvieran diciendo <<me pilló, papá, tú dejaste que me pillara, tú me mataste, tú le ayudaste a matarme>>.

Su voz se apagó gradualmente. Un solo lagrimón silencioso se deslizó por su mejilla.

—Fue una convulsión cerebral, ¿sabe? A veces les sucede a los niños. Una mala señal del cerebro. Le practicaron la autopsia en Hartford y nos dijeron que se había asfixiado al tragarse la lengua durante una convulsión. Y yo tuve que volver solo a casa porque Rita se quedó allí, bajo el efecto de los sedantes. Estaba fuera de sí. Tuve que volver solo a casa, y sé que a un crío no le atacan las convulsiones por una alteración cerebral. Las convulsiones pueden ser el producto de un susto. Y yo tuve que volver solo a la casa donde estaba eso. Dormí en el sofá –susurró—. Con la luz encendida.

—¿Sucedió algo?

—Tuve un sueño –contestó Billings—. Estaba en una habitación oscura y había algo que yo no podía..., no podía ver bien. Estaba en el armario. Hacía un ruido..., un ruido viscoso. Me recordaba un comic que había leído en mi infancia. Cuentos de la cripta. ¿Lo conoce? ¡Jesús! Había un personaje llamado Graham Ingles, capaz de invocar a los monstruos más abominables del mundo... y a algunos de otros mundos. De todos modos, en este relato una mujer ahogaba a su marido, ¿entiende? Le ataba unos bloques de cemento a los pies y lo arrojaba a una cantera inundada. Pero él volvía. Estaba totalmente podrido y de color negro verdoso y los peces le habían devorado un ojo y tenía algas enredadas en el pelo. Volvía y la mataba. Y cuando me desperté en mitad de la noche, pensé que lo encontraría inclinándose sobre mí. Con garras... largas garras...

El doctor Harper consultó su reloj digital embutido en su mesa. Lester Billings estaba hablando desde hacía casi media hora.

—Cuando su esposa volvió a casa –dijo—, ¿cuál fue su actitud respecto a usted?

—Aún me amaba –respondió Billings orgullosamente—. Seguía siendo una mujer sumisa. Ése es el deber de la esposa, ¿no le parece? La liberación femenina sólo sirve para aumentar el número de chalados. Lo más importante es que cada cual sepa ocupar su lugar... Su... su... eh...

—¿Su sitio en la vida?

—¡Eso es! –Billings hizo chasquear los dedos—. Y la mujer debe seguir al marido. Oh, durante los primeros cuatro o cinco meses que siguieron a la desgracia estuvo bastante mustia..., arrastraba los pies por la casa, no cantaba, no veía la TV, no reía. Yo sabía que se sobrepondría. Cuando los niños son tan pequeños, uno no llega a encariñarse tanto. Después de un tiempo hay que mirar su foto para recordar cómo eran, exactamente.

>>Quería otro bebé –agregó, con tono lúgubre—. Le dije que era una mala idea. Oh, no de forma definitiva, sino por un tiempo. Le dije que era hora de que nos conformáramos y empezáramos a disfrutar el uno del otro. Antes nunca habíamos tenido la oportunidad de hacerlo. Si queríamos ir al cine, teníamos que buscar una babysitter. No podíamos ir a la ciudad a ver un partido de fútbol si los padres de ella no aceptaban cuidar a los críos, porque mi madre no quería tener tratos con nosotros. Denny había nacido demasiado poco tiempo después de que nos casamos, ¿entiende? Mi madre dijo que Rita era una zorra, una vulgar trotacalles. ¿Qué le parece? Una vez me hizo sentar y me recitó la lista de las enfermedades que podía pescarme si me acostaba con una tro... con una prostituta. Me explicó cómo un día aparecía una llaguita en la ver... en el pene, y al día siguiente se estaba pudriendo. Ni siquiera aceptó venir a la boda.

Billings tamborileó con los dedos sobre su pecho.

—El ginecólogo de Rita le vendió un chisme llamado DIU... dispositivo intrauterino. Absolutamente seguro, dijo el médico. Bastaba insertarlo en el..., en el aparato femenino, y listo. Si hay algo allí, el óvulo no se fecunda. Ni siquiera se nota. –Ni siquiera sabes que está allí. Y al año siguiente volvió a quedar embarazada. Vaya seguridad absoluta.

—Ningún método anticonceptivo es perfecto –explicó Harper—. La píldora sólo lo es en el noventa y ocho por ciento de los casos. El DIU puede ser expulsado por contracciones musculares, por un fuerte flujo menstrual y, en casos excepcionales, durante la evacuación.

—Sí. O la mujer se lo puede quitar.

—Es posible.

—¿Y entonces qué? Empieza a tejer prendas de bebé, canta bajo la ducha, y come encurtidos como una loca. Se sienta sobre mis rodillas y dice que debe ser la voluntad de Dios. Mierda.

—¿El bebé nació al finalizar el año que siguió a la muerte de Shirl?

—Exactamente. Un varón. Le llamó Andrew Lester Billings. Yo no quise tener nada que ver con él, por lo menos al principio. Decidí que puesto que ella había armado el jaleo, tenía que apañárselas sola. Sé que esto puede parecer brutal, pero no olvide cuánto había sufrido yo.

>>Sin embargo terminé por cobrarle cariño, sabe. Para empezar, era el único de la camada que se parecía a mí. Denny guardaba parecido con su madre, y Shirley no se había parecido a nadie, excepto tal vez a la abuela Ann. Pero Andy era idéntico a mí.

>>Cuando volvía de trabajar iba a jugar con él. Me cogía sólo el dedo y sonreía y gorgoteaba. A las nueve semanas ya sonreía como su papá. ¿Cree lo que le estoy contando?

>>Y una noche, hete aquí que salgo de una tienda con un móvil para colgar sobre la cuna del crío. ¡Yo! Yo siempre he pensado que los críos no valoran los regalos hasta que tienen edad suficiente para dar las gracias. Pero ahí estaba yo, comprándole un chisme ridículo, y de pronto me di cuenta de que lo quería más que a nadie. Ya había conseguido un nuevo empleo, muy bueno: vendía taladros de la firma <<Cluett and Sons>>. Había prosperado mucho y cuando Andy cumplió un año nos mudamos a Waterbury. La vieja casa tenía demasiados malos recuerdos.

>>Y demasiados armarios.

>>El año siguiente fue el mejor para nosotros. Daría todos los dedos de la mano derecha por poder vivirlo de nuevo. Oh, aún había guerra en Vietnam, y los hippies seguían paseándose desnudos, y los negros vociferaban mucho, pero nada de eso nos afectaba. Vivíamos en una calle tranquila, con buenos vecinos. Éramos felices –resumió sencillamente—. Un día le pregunté a Rita si no estaba preocupada. Usted sabe, dicen que no hay dos sin tres. Contestó que eso no se aplicaba a nosotros. Que Andy era distinto, que Dios lo había rodeado con un círculo mágico.

Billings miró el techo con expresión morbosa.

—El año pasado no fue tan bueno. Algo cambió en la casa. Empecé a dejar los chanclos en el vestíbulo porque ya no me gustaba abrir la puerta del armario. Pensaba constantemente: ¿Y qué harás si está ahí dentro, agazapado y listo para abalanzarse apenas abras la puerta? Y empecé a imaginar que oía ruidos extraños, como si algo negro y verde y húmedo se estuviera moviendo apenas, ahí dentro.

>>Rita me preguntaba si no trabajaba demasiado, y empecé a insultarla como antes. Me revolvía el estómago dejarlos solos para ir a trabajar, pero al mismo tiempo me alegraba salir. Que Dios me ayude, me alegraba salir. Verá, empecé a pensar que nos había perdido durante un tiempo cuando nos mudamos. Había tenido que buscarnos, deslizándose por las calles durante la noche y quizá reptando por las alcantarillas. Olfateando nuestro rastro. Necesitó un año, pero nos encontró. Ha vuelto, me dije. Le apetece Andy y le apetezco yo. Empecé a sospechar que quizá si piensas mucho tiempo en algo, y crees que existe, termina por corporizarse. Quizá todos los monstruos con los que nos asustaban cuando éramos niños, Frankenstein y el Hombre Lobo y la Momia, existían realmente. Existían en la medida suficiente para matar a los niños que aparentemente habían caído en un abismo o se habían ahogado en un lago o tan sólo habían desaparecido. Quizá...

—¿Se está evadiendo de algo, señor Billings?

Billings permaneció un largo rato callado. En el reloj digital pasaron dos minutos. Por fin dijo bruscamente:

—Andy murió en febrero. Rita no estaba en casa. Había recibido una llamada de su padre. Su madre había sufrido un accidente de coche un día después de Año Nuevo y creían que no se salvaría. Esa misma noche Rita cogió el autobús.

>>Su madre no murió, pero estuvo mucho tiempo, dos meses, en la lista de pacientes graves. Yo tenía una niñera excelente que estaba con Andy durante el día. Pero por la noche nos quedábamos solos. Y las puertas de los armarios porfiaban en abrirse.

Billings se humedeció los labios.

—El niño dormía en la misma habitación que yo. Es curioso, además. Una vez, cuando cumplió dos años, Rita me preguntó si quería instalarlo en otro dormitorio. Spock u otro de esos charlatanes sostiene que es malo que los niños duerman con los padres, ¿entiende? Se supone que eso les produce traumas sexuales o algo parecido. Pero nosotros sólo lo hacíamos cuando el crío dormía. Y no quería mudarlo. Tenía miedo, despue´s de lo que les había pasado a Denny y a Shirl.

—¿Pero lo mudó, verdad? –preguntó el doctor Harper.

—Sí –respondió Billings. En sus facciones apareció una sonrisa enfermiza y amarilla—. Lo mudé.

Otra pausa. Billings hizo un esfuerzo por proseguir. —¡Tuve que hacerlo! –espetó por fin—. ¡Tuve que hacerlo! Todo había andado bien mientras Rita estaba en la casa, pero cuando ella se fue, eso empezó a envalentonarse. Empezó a... –Giró los ojos hacia Harper y mostró los dientes con una sonrisa feroz—. Oh, no me creerá. Sé qué es lo que piensa. No soy más que otro loco de su fichero. Lo sé. Pero usted no estaba allí, maldito fisgón.

>>Una noche todas las puertas de la casa se abrieron de par en par. Una mañana, al levantarme, encontré un rastro de cieno e inmundicia en el vestíbulo, entre el armario de los abrigos y la puerta principal. ¿Eso salía? ¿O entraba? ¡No lo sé! ¡Juro ante Dios que no lo sé! Los discos aparecían totalmente rayados y cubiertos de limo, los espejos se rompían... y los ruidos... los ruidos...

Se pasó la mano por el cabello.

—Me despertaba a las tres de la mañana y miraba la oscuridad y al principio me decía: <<Es sólo el reloj.>> Pero por debajo del tic-tac oía que algo se movía sigilosamente. Pero no con demasiado sigilo, porque quería que yo lo oyera. Era un deslizamiento pegajoso, como el de algo salido del fregadero de la cocina. O un chasquido seco, como el de garras que se arrastraran suavemente sobre la baranda de la escalera. Y cerraba los ojos, pensando que si oírlo era espantoso, verlo sería...

>>Y siempre temía que los ruidos se interrumpieran fugazmente, y que luego estallara una risa sobre mi cara, y una bocanada de aire con olor a coles rancias. Y que unas manos se cerraran sobre mi cuello.

Billings estaba pálido y tembloroso.

—De modo que lo mudé. Verá, sabía que primero iría a buscarle a él. Porque era más débil. Y así fue. La primera vez chilló en mitad de la noche y finalmente, cuando reuní los cojones suficientes para entrar, lo encontré de pie en la cama y gritando: <<El coco, papá... el coco..., quiero ir con papá, quiero ir con papá.>>

La voz de Billings sonaba atiplada, como la de un niño. Sus ojos parecían llenar toda su cara. Casi dio la impresión de haberse encogido en el diván.

—Pero no pude. –El tono atiplado infantil perduró—. No pude. Y una hora más tarde oí un alarido. Un alarido sobrecogedor, gorgoteante. Y me di cuenta de que le amaba mucho porque entré corriendo, sin siquiera encender la luz. Corrí, corrí, corrí, oh, Jesús María y José, le había atrapado. Le sacudía, le sacudía como un perro sacude un trapo y vi algo con unos repulsivos hombros encorvados y una cabeza de espantapájaros y sentí un olor parecido al que despide un ratón muerto en una botella de gaseosa y oí... –Su voz se apagó y después recobró el timbre de adulto—. Oí cómo se quebraba el cuello de Andy. –La voz de Billings sonó fría y muerta—. Fue un ruido semejante al del hielo que se quiebra cuando uno patina sobre un estanque en invierno.

—¿Qué sucedió después?

Oh, eché a correr –respondió Billings con la misma voz fría, muerta—. Fui a una cafetería que estaba abierta durante toda la noche. ¿Qué le parece esto, como prueba de cobardía? Me metí en una cafetería y bebí seis tazas de café. Después volví a casa. Ya amanecía. Llamé a la policía aun antes de subir al primer piso. Estaba tumbado en el suelo mirándome. Acusándome. Había perdido un poco de sangre por una oreja. Pero sólo una rendija.

Se cayó. —Harper miró el reloj digital. Habían pasado cincuenta minutos.

—Pídale una hora a la enfermera –dijo—. ¿Los martes y jueves?

—Sólo he venido a contarle mi historia –respondió Billings—. Para desahogarme. Le mentí a la policía ¿sabe? Dije que probablemente el crío había tratado de bajar de la cuna por la noche y..., se lo tragaron. Claro que sí. Eso era lo que parecía. Un accidente, como los otros. Pero Rita comprendió la verdad. Rita... comprendió... finalmente.

—Señor billings, tenemos que conversar mucho –manifestó el doctor Harper después de una pausa—. Cre que podremos eliminar parte de sus sentimientos de culpa, pero antes tendrá que desear realmente librarse de ellos.

—¿Acaso piensa que no lo deseo? –exclamó Billings, apartando el antebrazo de sus ojos. Estaban rojos, irritados, doloridos.

—Aún no –prosiguió Harper afablemente—. ¿Los martes y jueves?

—Maldito curandero –masculló Billings después de un largo silencio—. Está bien. Está bien.

—Pídale hora a la enfermera, señor Billings. Adiós.

Billings soltó una risa hueca y salió rápidamente de la consulta, sin mirar atrás.

La silla de la enfermera estaba vacía. Sobre el secante del escritorio había un cartelito que decía <<Vuelvo enseguida>>.

Billings se volvió y entró nuevamente en la consulta.

—Doctor, su enfermera ha...

Pero la puerta del armario estaba abierta. Sólo una pequeña rendija.

—Qué lindo –dijo la voz desde el interior del armario—. Qué lindo.

Las palabras sonaron como si hubieran sido articuladas por una boca llena de algas descompuestas.

Billings se quedó paralizado donde estaba mientras la puerta del armario se abría. Tuvo una vaga sensación de tibieza en el bajo vientre cuando se orinó encima.

—Qué lindo –dijo el coco mientras salía arrastrando los pies.

Aún sostenía su máscara del doctor Harper en una mano podrida, de garras espatuladas.




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Mensaje  pinfanilla Dom Abr 08, 2012 2:41 pm

Gracias guapísima, lo cierto es que me da un poco de corte ser tan primitiva en mis gustos de lectura, pero como ya te dije, ultimamente solo me apetecen leer cosas distraidas y "ligeritas", no tengo el ánimo para muchas complicaciones.
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Mensaje  Gra Dom Abr 08, 2012 3:00 pm

Guasón, si me permites te daré algunas sugerencias. De acuerdo con los temas que te interesan te diré que rayan en la filosofía, en la metafísica pura y dura. En cuanto a los temas de física o matemáticas poco puedo ayudarte porque no es precisamente lo mío, aunque el mismísimo Enstein se topó con esta disciplina cuando quiso investigar sin límites. Y es que la filosofía es un quehacer que no parte de ningún principio, al contrario de las ciencias que tienen un punto de origen: así, las matemáticas parten del número; la física, de la materia; la antropología, del hombre... pero lo metafísico es como una recta sin principio ni fin, solo busca hacia atrás y hacia adelante. De modo que un filósofo griego del siglo -V puede ser tan o más actual que uno europeo del siglo XIX. (Lo que es imposible que ocurra en las ciencias, pues son lineales) Las creencias las dejo de lado pues no hay nada que explicar ya que se rigen por los dogmas y la fe y poco interviene la razón. Ej "La Luna es de queso" "¿Por qué?" "Porque la Fe me lo dice así" Bue...
Lo de la recta es interesante y te invito a investigar más para encontrar una tesis a tu hipótesis, para ello hay que trabajar muchísimo y seguir una metodología basada en deducciones, inducciones y todo tipo de inferencias. La realidad no es una sola, hay muchas y cada filosofía se basa en parámetros distintos: racionalistas, empiristas, kantianos... y así ver el problema desde las distintas fases de la filosofía: la metafísica, la ética, la estética, la gnoseología (teoría del conocimiento)
En cuanto a lo de los espíritus, estoy de acuerdo contigo, no pueden existir fuera de un cuerpo porque éste es el que le da razón de ser. Por ejemplo, por qué una persona es agresiva, porque su analítica de sangre arroja inos resultados que lo explican. La identidad espiritual la proporciona un cuerpo determinado. Esto lo pensaba Platón, regido en parte por las creencias del momento de la transmigración de las almas. Pero fuera de mi cuerpo yo no soy yo. Ya lo decía Ortega y Gasset: "Yo no soy yo, soy yo y mis circunstancias". Este tema lo hemos tratado en la Universidad con filósofos avalados y todos concordaban. En cuanto a la existencia o no de un dios, te recomiendo leer dos conclusiones opuestas: las de los racionalistas como Descartes (SÍ) o los empiristas como Hume (NO). Seguro que te quedarás con estos últimos.
Yo soy agnóstica, no soy atea porque no puedo saber si existe un dios y no me interesa porque de existir estaría desvinculado conmigo.
Espero no haberte aburrido y si quieres, te busco bibliografía al respecto.

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Mensaje  Gra Dom Abr 08, 2012 3:03 pm

pinfanilla escribió:Gracias guapísima, lo cierto es que me da un poco de corte ser tan primitiva en mis gustos de lectura, pero como ya te dije, ultimamente solo me apetecen leer cosas distraidas y "ligeritas", no tengo el ánimo para muchas complicaciones.

De eso nada, muchacha. El terror y el suspense no son "moco de pavo", es un género extremadamente difícil y nada ligerito. Tú eres una gran lectora por lo que me has contado, ojalá muchos hubieran leído lo que tú. Y hay gustos para todos. A mí por ejemplo siempre me ha apetecido más la ficción que la no ficción, y es mucho más difícil de interpretar.

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Mensaje  pinfanilla Lun Abr 09, 2012 7:50 am

LI BAO Y CUI CUI
(Cuento de la nacionalidad han)



Había una vez un niño llamado Li Bao. Su madre había muerto cuando él era muy pequeño y desde entonces vivió con una cruel madrastra. Li Bao fue creciendo día a día y la madrastra comenzó a preocuparse por los bienes de la familia. Su deseo era matar a Li Bao para el hijo que ella misma había concebido disfrutara solo de todo lo que poseían.

Un día, cual un gato que va a curar a un ratón, la madrastra dijo, fingiendo compasión:

-Li Bao, a tu edad ya deberías conseguirte una mujer. Pero somos muy pobres, ¿quién va a querer mandar a su hija para que sufra en una casa pobre como ésta? Debemos pensar algo para juntar un poco de dinero y conseguirte una esposa. – Li Bao todavía no había abierto la boca cuando ella prosiguió:

-Te voy a dar una vaca y un toro y tú irás a la montaña a pastorearlos. Volverás cuando hayan tenido cien crías: entonces las venderemos y así podrás conseguir esposa. Si tienes fuerza de voluntad no vuelvas aunque te falte sólo uno. Si no esperas y regresas antes, te advierto que no estaré dispuesta a seguir manteniendo a un muchacho sin futuro como tú, ¡y no entrarás más en esta casa!

Li Bao, con el corazón como atenazado por cuchillos, lloraba y pensaba: ¿Cómo es posible que dos animales engendren cien hijos? La montaña está llena de tigres, lobos y leopardos, ¡quién sabe si no nos comerán a todos! Cuanto más lo pensaba más claro tenía que aquello era una intriga de la madrastra para terminar con él. Pero lo pensó mejor y llegó a la conclusión de que era preferible que lo comiera un lobo o un tigre a quedarse en esa casa con la aviesa madrastra. Entonces apretó los dientes y asintió.

Ese mismo día Li Bao cogió el látigo para los animales, y se cargó al hombro un bulto consistente en una olla con un tazón, cucharas y un viejo edredón floreado. Así partió. Primero atravesó algunos picos y lomas hasta que llegó a la ladera de una montaña llena de verdes hierbas. Decenas de frondosos pinos y cipreses crecían alrededor del agua de la fuente, y rodeaban un templo del dios de la montaña, completamente hecho de piedra. Aunque las puertas y ventanas del templo estaban íntegras, el interior aparecía totalmente vacío. Li Bao recogió algunas hierbas, las ató e hizo una escoba, con la cual barrió el interior hasta dejarlo limpio. Luego se armó una cama con hierbas y hojas secas. Con tres piedras improvisó un horno; mientras, en la pared occidental quedaba lugar para los vacunos. Cerrando bien la puerta las bestias no podían entrar, de forma que Li Bao tuvo un lugar seguro para vivir.

Un día, después del desayuno, Li Bao llevó a los animales hasta la pradera. Al llegar allí puso la fusta a un lado y se recostó en la hierba mirándolos pastar. Al momento cerró los ojos y se quedó dormido: cuando se despertó ya iba a ser mediodía. Se puso de pie desperezándose, luego recogió el látigo y pensaba llevar a los animales hasta el templo para hacer su almuerzo, cuando vio de pronto una serpiente verde y otra blanca luchando en una roca de la montaña.


Las serpientes se mordían entre sí y era difícil de distinguir cada una y saber cuál estaba en ventaja. Li Bao fue como una flecha y restalló su látigo. Las dos serpientes se asustaron mucho, salieron corriendo cada una por su lado y desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos.

Al otro día después del desayuno Li Bao llevó de nuevo a las bestias a pastar. Buscó una piedra y apenas se había sentado escuchó a alguien que gritaba:

- ¡Li Bao! ¡Li Bao!

Levantó la cabeza pero no vio a nadie por ningún lado. Pensó: “¿Quién se atreve a venir a estas montañas desoladas y salvajes exponiéndose a que lo coma el lobo? Debe ser que escuché mal”. Pero pasó un rato y se volvió a oír el grito.

- ¿Quién es? – preguntó al tiempo que se levantaba - ¡Sal, no bromees con este pobre muchacho!

Apenas hubo terminado de hablar cuando apareció una persona atrás suyo y le dijo, palmeándole la espalda:

- ¡Aquí estoy! – Li Bao se dio vuelta y vio a un hombre que llevaba pantalones verdes, blusa verde, zapatos verdes y sombrero del mismo color. Miraba a Li Bao y le sonreía. El joven se quedó muy asombrado. Nunca había visto a persona alguna en aquellos sitios y hete aquí que hoy venía alguien a hablar con él, ¡qué alegría!

- ¡Li Bao! No me conoces ¿verdad? Yo me llamo Qing Qing[1]. Ayer peleé aquí con Bai Bai[2]. Si tú no me hubieras salvado Bai Bai podría haberme matado a mordiscos. Cuando llegué a casa se lo conté a mis padres. Hoy te invito a que vengas a mi hogar a jugar, vente ahora mismo conmigo – le rogó.

- No puedo ir. Si lo hago no hay quien me cuide los animales: tengo miedo que se escapen y se los coma el lobo.

- Si los pierdes te compensaré con cien burros – contestó el otro cordialmente.

Li Bao no tenía nada más que decir, así que ató bien a los animales y siguió a Qing Qing hacia el suroeste. Por el camino iban charlando y charlando. Cuando llegaron hasta una cueva de la montaña, Qing Qing se detuvo y dijo señalando la cueva:

- Li Bao, ésta es mi casa. Mi padre después de ofrecerte un banquete te hará un regalo. Aquí en la montaña, el oro y la plata no son útiles. Pide ese palo de raíces de azufaifa que está colgado detrás de la puerta; es un palo milagroso y el tesoro de la familia. Cuando se acerquen a tu casa las bestias feroces o los bandidos, tú tirarás hacia el cielo el palo y dirás: “¡Palo milagroso! ¡Palo milagroso! ¡Demuestra tu poder! ¡Defiende la tranquilidad de Li Bao!”. De esta manera él matará a todos los que te quieran hacer daño.

Li Bao siguió a Qing Qing por la cueva que se iba ensanchando a cada paso y se hacía cada vez más luminosa: luego notó una gran muralla y un patio. Los ladrillos eran verdes y blancos, con colocación muy pareja. A ambos lados de una enorme puerta había dos grandes leones de piedra con aire marcial. Avanzaron hasta allí, la gran puerta negra se abrió: salieron a su encuentro un viejo de barbas blancas y una anciana de pelo cano, quienes dijeron sonriendo:

- ¡Ha llegado Li Bao! Gracias por haber salvado la vida de nuestro hijo. ¿Cómo podremos corresponder tu bondad? – y a un tiempo los tres lo encaminaron a la sala de visitas.

Después de que Li Bao se hubo lavado la cara y tomado el té, se sirvió la mesa. Los platos se iban sucediendo uno tras otro, a cual más rico y más exótico. Era la primera vez en su vida que Li Bao veía una mesa tan abundantemente servida. Comió y bebió hasta hartarse y cuando terminó de comer y de tomar el té se despidió como para irse. Entonces el viejo ordenó a un alguien que trajera una bandeja con oro y otra con plata y le manifestó a Li Bao:

- Tú eres el salvador de mi hijo. No tengo nada bueno para ofrecerte como agradecimiento. Recibe por favor este insignificante regalo, para expresarte mis respetos.

- Es mi obligación ayudar a los demás a salir de las dificultades. Ya he recibido un buen banquete y una gran muestra de afecto, ¿qué más puedo pedir? – contestó Li Bao.

- Eso no. Tú has salvado de buen corazón a una persona, ¿cómo no voy a agradecértelo?

El viejo siguió insistiendo, pero Li Bao no aceptaba. Entonces no le quedó más remedio que decir:

- Entonces hagamos así: mira lo que más te guste de esta casa y llévate dos. Así quedará cumplida nuestra intención.

Li Bao miró por todas partes, notó que detrás de la puerta había en verdad colgado un reluciente palo de azufaifa, y dijo tímidamente:

- … Denme ese palo de azufaifa. Me servirá para defenderme de los animales salvajes.

El viejo dudó un poco y contestó:

- Bien, cógelo. Puedes defenderte de los animales salvajes con él, pero no lastimar a la gente. Qing Qing, acompaña a tu salvador.

Qing Qing acompañó a Li Bao hasta un cruce del camino y le expresó con reticencia:

- Hermano Li Bao, te voy a decir la verdad. Mi pelea de ayer con Bai Bai fue porque yo quería una maceta que hay en su casa con una flor llamada yuzan[3]; él no me la quería dar, y me llamó “diablo negro”. Yo pienso que seguramente Bai Bai te invitará a su casa. Cuando su familia te ofrezca cosas en agradecimiento no aceptes nada, sólo esa maceta con la flor. ¡Ay, esa flor! Pero ahora no te diré nada, eso lo sabrás tú mismo después… No te olvides de esto por nada del mundo,… ¡Adiós! – y dicho esto volteó la cabeza y se convirtió en una serpiente verde que desapareció hacia el suroeste.

Al otro día, después de desayunar, Li Bao se disponía a salir con los animales a pastar cuando vio a lo lejos un joven que se acercaba. Estaba vestido de blanco de la cabeza a los pies, y gritaba, al tiempo que lo saludaba con la mano:

- ¡Li Bao! ¡Li Bao! – Li Bao pensó que seguramente sería el Bai Bai que le había nombrado Qing Qing, entonces preguntó:

- ¿Quién eres? ¿Cómo sabes mi nombre?

- Me llamo Bai Bai. Anteayer me salvaste, ¿no lo recuerdas? Ayer vine a invitarte a mi casa, pero no te encontré. Sólo vi a tus animales pastando. Te invito hoy, ¡ven!

- No puedo ir, si el tigre se come mis animales mi madre me pegará.

- No te preocupes. ¡Si pierdes una vaca yo te daré cien caballos!

Li Bao no pudo replicar nada: no le quedó más que seguir a Bai Bai hacia las montañas del noreste. Subieron una montaña y algunas lomas hasta que llegaron a una cueva en plena montaña.

- Esta es mi casa – dijo Bai Bai.

Entraron los dos en la cueva y no habían caminado mucho cuando apareció ante su vista un espacio de suelo plano lleno de flores y plantas muy extrañas. Pájaros raros y preciosos volaban por el cielo mientras que en tierra corrían curiosos animales. A través de un pasillo de piedras de colores llegaron a un quiosco rodeado de agua y flores de loto. Gasas de color verde cubrían las ventanas de estilo clásico. Después de pasar la cortina se sentaron y Bai Bai le sirvió té frío en un vaso de cristal.

- Hermano Li Bao, espera un momento, voy a llamar a mis padres – le dijo.

Li Bao observó a su alrededor. El suelo estaba cubierto de ladrillos con motivos de pájaros y un fénix, de mucho colorido. Las mesas, las sillas y los bancos eran de un sándalo rojo y brillante, la delicada vajilla que estaba sobre la mesa presentaba múltiples colores. Las flores rojas y las hojas verdes de los motivos parecían reales.

Muy pronto se oyó un ruido de pasos. Al tiempo que se abría la cortina apareció un anciano encorvado de blancas barbas y una viejita de cabellos plateados.

- Bai Bai ha ido a invitarte dos veces y al fin estás aquí – dijeron sonriedo. – Siéntate, ¡por favor! Si no hubiera sido por tu bondad nuestro hijo Bai Bai ya estaría muerto hace dos días… Bai Bai, ¡ordena pronto que sirvan la comida!

Dos sirvientas pusieron la mesa y al ratito se empezaron a amontonar los platos exóticos, a cual más sabroso.

Cuando terminó la comida Li Bao quiso volver a cuidar sus animales. Bai Bai ordenó traer una gran bandeja con monedas de oro y una caja con perlas blancas, para regalarle a su amigo.

El muchacho hizo como le había dicho Qing Qing y no aceptó ningún regalo. Sólo dijo, muy tímidamente y señalando aquella maceta:

- Esta flor es muy linda, ¿me la podrían regalar?

En el rostro del viejo se dibujó un gesto de embarazo mientras en los ojos de la anciana se asomaron grandes lágrimas, que se desprendían como perlas de un collar roto. Bai Bai miraba a sus padres sin hablar.

- No se pongan tristes – se apresuró a decir Li Bao – .No quiero la flor, ya me voy – .Y diciendo esto comenzó a caminar. Pero Bai Bai se le interpuso en su camino, se acercó a sus padres y les murmuró algo. Los dos ancianos asintieron con la cabeza y su rostro de preocupación se volvió alegre.

- Li Bao, no te enojes – le dijeron – . Hay una razón para que hayamos actuado así, pero ahora no te la podemos decir. Ya la sabrás tú mismo… Ya que te gusta esa flor, entonces ¡llévatela!... Esperamos que la cuides bien – y dicho esto le ordenaron a Bai Bai:

- Carga la flor y acompaña a Li Bao.

- Por nada del mundo – dijeron por último a nuestro héroe –, la expongas al viento o a la lluvia ni la hagas pasar mal alguno.

Llevando la flor, Bai Bai acompañó a Li Bao hasta la salida de la cueva. Este último lo quiso persuadir repetidas veces a que volviera, pero el otro no quería dejarlo y lo acompañó hasta el sitio adonde había peleado con Qing Qing.

Ya muy seguro, Bai Bai le entregó entonces la flor a su amigo diciéndole:

-Espero que puedas hacer lo que te aconsejaron mis padres, no seas injusto con ella… - Bai Bai sacó un pañuelo, se secó las lágrimas y se despidió, partiendo hacia el noreste.

Li Bao estaba confundido. ¿Por qué esta flor había provocado una lucha a vida o muerte entre Qing Qing y Bai Bai? ¿Por qué los ancianos eran capaces de desprenderse de oro, plata y perlas y no de esa planta? Como si fuera una madeja enredada, por más que pensaba en el problema no daba con la punta del hilo.

Cuanto más cargaba la planta más pesada se le hacía, transpiraba del esfuerzo. Entonces la colocó en el suelo. Intentaba sentarse a descansar un poco cuando vio que la cuerda que ataba a la vaca se había soltado. Corrió a agarrar la cuerda: al verlo el animal, lo olió y le lamió las manos, como una muestra de cariño. El sol estaba por esconderse en la montaña y Li Bao pensó que los animales también tendrían sed. Entonces se apresuró a llevarlos a la orilla del agua: de repente sintió una diáfana voz a sus espaldas.

- ¡Hermano Li Bao! ¿Cómo me dejas aquí y no te ocupas de mi persona? – Li Bao volteó a mirar. Allí había una joven que parecía un hada, ataviada con sedas verdes. Sobresaltado y contento a la vez, Li Bao se sintió más y más confundido.

- Li Bao – dijo sonriendo la hermosa muchacha –, ¿has olvidado lo que te dijeron mis padres y mi hermano? ¿Te olvidas de todo junto a tus animales? – Li Bao se quedó estupefacto, y preguntó:

- ¿Quién eres tú?

- Me llamo Cui Cui y soy la hermana mayor de Bai Bai. Yo soy la flor que cargabas hace
pinfanilla
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