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SÓLO ESCRITOS DE TERROR

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Mensaje  achl Jue Ago 27, 2020 7:16 pm



Aquel anciano y su sucio y
ajado sombrero negro

En lo más profundo de la comarca y cerca de Cerro Hierro, una extraña silueta volaba bajo un salvaje temporal que azotaba el histórico punto de la Sierra Norte de Sevilla. Tan abominable presencia, que se sentía ama de las sombras, parecía bailar entre el fuerte viento y la densa lluvia que a esas horas de la noche se oía en cada techo de la aldea.

Para este ente, sólo era un juego, y para los demás, fichas en su tablero. Él siempre decidía cuándo y a quién atacar, y esa noche sabía a ciencia cierta que iba a sumar una nueva víctima a su ya extenso listado macabro.

Agitando sus largas orejas, aquella terrorífica cabeza avanzaba velozmente dando gritos de alegría, sabiendo que los gritos causarían pavor a quienes los oyesen. Con una demencial mueca impregnada en su cara, gritaba con más fuerza, haciéndolos resonar en cada rincón del aquel histórico lugar serrano.

Mientras los gritos retumbaban bajo la torrencial lluvia, un angustiado hombre se retorcía en su catre sabiendo que llegaba su fin; su sentencia había sido firmada. No le quedaba de otra que esperar. Y con el temor recorriéndole el cuerpo, cual furtivo parásito, buscaba en el balcón de su cuarto la centenaria higuera que se estremecía friolera a causa del temporal. Aquel devastado hombre no dudaba de que se iba a posar su implacable verdugo en alguna de las gruesas ramas.

El desolado personaje que se retorcía en su catre era Pepe Trigo, o “el Pillo”, como le decían sus colegas, nacido y criado en el lugar. Quería a su tierra tanto como a sus hijos. No había cerro o monte que no conociese, era un auténtico hijo de la tierra. Había vivido ya todo en su vida, pero no estaba preparado para lo que iba a vivir en estos dos últimos días.

Pepe había escuchado los fantasmagóricos relatos que rondan en cada pueblo de clásicos y espontáneos cuentos que nacían bajo el alero de un abrigador brasero y un buen aguardiente. Nunca le había dado importancia, los veía como un macabro invento que sólo servía para pasar el rato. Pero horas antes todo había tornado, y junto a la lluvia que en ese momento cubría la aldea lentamente, el espíritu de Pepe se anegaba por momento de temor. Empezaba sin querer a recordar la reunión del día anterior, donde los absurdos relatos dejaban de ser meras fantasías para pasar a ser la más real de las pesadillas.

Recordaba que ese día había llegado temprano a la casa de su compadre Montes, o “el Tip”, como le decían todos.

Al poco llegaba el resto de los amigos: “el Ciri” ”el Miri”, “el Lío” y “el Pai”, incluso “el Tori”. Se reunían en la mesa que estaba en el patio de la casa de “el Tip” a compartir aguardiente, fandango a tutiplén y la imprescindible “rayita”, además de un sabroso conejo en salsa, que iba a servir para coronar aquella amistosa reunión.

La invernal tarde corría lentamente entre charlas de todo tipo, pero el tema básico era recordar el buen caletre que tuvieron en aquella última cacería de paloma. Pepe siempre disfrutaba de aquellas reuniones; al fin y al cabo, ese grupo de hombres era parte de su vida en aquella recóndita aldea. Y así, entre anécdotas y chistes verdes, poco a poco la noche se iba adueñando del lugar, y uno a uno iban saliendo de la casa del “Tip”; unos obligados por el frío, y la mayoría por el mucho anís ingerido, y avanzada la noche sólo quedaban el dueño de la casa y Pepe, su compadre, pasado de copas, y él también, pero no quería irse todavía porque habían empezado una mano de tute y ese juego de cartas tenía más emoción, porque se habían apostado una pechuga de paloma aderezada con tomates, ajos y pimientos.

Las horas pasaban y la mano estaba empatada, con lo que las copas de anís se habían reducido a nimios sorbos. Pero, de pronto, una inusual polvareda se alzaba en la calle, dando paso a un remolino que danzaba sin control y violentamente acababa contra el portón de la casa del “Tip”. Pepe no se inquietó, sólo se agachó y recogió los naipes que el insólito viento había desperdigado por el suelo.

Al levantarse de nuevo se encontraba con un encorvado anciano, que los miraba desde el portón. 'El Tip' se percataba de la presencia del viejo, pero para verle mejor se levantó y encendió la luz que daba al portón. Lo primero que llamaba la atención de Pepe era el elegante traje negro que vestía aquel anciano, que pareciera que lo estrenaba; no tenía arrugas. Pero el traje contrastaba con el tono del ajado y sucio sombrero que cubría sus enmarañadas canas. Otro extraño detalle era que, aun el vendaval que arreciaba, los zapatos negros que calzaba estaban impecables; ni una partícula de polvo, brillaban. Pero lo que más intrigaba a Pepe era la cara del viejo, que delataba bastante menos edad de la que representaba su encorvada figura y su encanecida cabellera.

____ ¡Buenas! ¡¿Cómo les va con el tute?! -gritaba el viejo, interrumpiendo todos los pensamientos que nacían de la mente de Pepe.
____ ¡Bien! -respondía “el Tip”, acercándose al portón.
____ ¿Serían tan amables de darme algo de beber? Esta larga caminata nocturna me tiene frito de sed –dijo con un desgastado y trémulo tono delatando su edad.

Se apoyaba en el portón y una burlesca sonrisa se dibujaba en su peculiar rostro.

____ No tenemos nada, abuelo. Siga su camino –dijo Pepe desde atrás, tratando de no detener su peleada mano de tute.
____ ¡Sí tenemos! ¡Pase usted! El portón está abierto -gritó “el Tip”, con un inusitado nerviosismo, anulando las palabras de Pepe.

Pepe miraba extrañado a “el Tip” y le hacía gestos como preguntándole qué estaba haciendo, pero aquél movía la cabeza de un lado a otro y hundía los ojos en el suelo; seguía sin entender qué era lo que estaba ocurriendo, hasta que, finalmente, el anciano abría el portón y entraba.

Con lento paso se acercaba a la mesa, dejando su sucio y ajado sombrero al lado de la baraja. Al sentarse, le dedicaba a Pepe una desdeñosa mirada.

____ No tengo vino, pero sírvase una copa de aguardiente. Está muy bueno –le dijo “el Tip” acercándole una poco aseada copita de cristal.
____ Gracias, usted es más amable que su amigo –decía el anciano, con dura mirada clavada en Pepe.

Pepe, que no atinaba a distinguir si esa mirada encerraba una mueca de burla, o de odio, miraba a “el Tip” y con gesto de mano le pedía que se calmase. Pero el viejo seguía con la mirada en Pepe. En menos de un segundo, Pepe empezaba a sentir un raro cosquilleo en todo su cuerpo, como si lo recorriese una corriente eléctrica.

Pasados unos minutos, un suave susurro empezaba a extenderse por el interior de su cabeza, pero era incapaz de descifrar lo que oía. Un minuto más y un brillo en los ojos del anciano le hacía sentir un repentino escalofrío; el terror invadía su cuerpo, como un fulminante relámpago, dejándole inmóvil. Pepe se daba cuenta ahora de quien era aquel misterioso anciano.

____ Bien bueno que estaba este aguardiente, amigo. Pero ya me voy. Sigan con sus manitas. ¡Ah, y muchas gracias!

Y dicho esto, cogía su sombrero, se levantaba y con paso lento se alejaba. Antes de cerrar el portón, hacía una irónica reverencia con su sombrero en la mano, y con un “pronto nos veremos”, les daba la espalda y se iba por donde había venido, dejando en el más absoluto de los silencios a Pepe y a “el Tip”.

El ruido del fuerte viento y la violenta lluvia que aún caía sacaba a Pepe el recuerdo de esa fatídica fecha. Miraba con desconsuelo hacia el balcón de su cuarto y volvía a la realidad, como reproche golpeando en su cabeza, de la misma manera que las gotas impactaban en el cristal de su balcón. Sabía que el único culpable era él, que era víctima de su incredulidad. No debió haberle negado nada al viejo, debió haber notado que era un maléfico brujo, pero como no lo había hecho, con tal tremenda negación firmaba su sentencia.

Justo en el instante en que el temporal amenazaba con arrasar con todo a su paso, la mortal hora estaba llegando.

Con las pocas fuerzas que le quedaban a Pepe miraba su cuarto, y cual gigantesca bola de luz, miles de imágenes pasaban por su cabeza. Se veía corriendo como un inocente niño por los caminos de tierra de su pueblo, recordaba el primer beso que le dio a quien iba a ser años después la madre de sus hijos; oía el llanto de su nieto, y con la emoción empañándole el alma miraba el balcón, sabiendo que, al otro lado del balcón, estaba aquel maldito mito viviente esperando en la higuera. Pero no era un anciano, ahora se había convertido en un siniestro Lucifer.

Y así era. Bajo la tupida lluvia estaba posada la maléfica leyenda que, con mueca de alegría, miraba a Pepe por última vez. Pepe cerraba los ojos, y sus silenciosas pero angustiadas lágrimas caían sobre sus mejillas. En el momento en el que las lágrimas bañaban su cama, malignos gritos retumbaban en Cerro Hierro, y con un cántico de brujería, como trágico remate final, un sucio y ajado sombrero negro caía de la higuera transformándose en una gruesa y fétida rama negra. Fue a más el violento temporal, hasta que finalmente...


Pepe Trigo, Alias “El Pillo”, moría Calcinado


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Mensaje  achl Jue Ago 27, 2020 7:30 pm



El acojonado lujo del capo

La noche era calurosa. Apenas traía una brisa que iba alejando los fantasmas que nacían del humo del habano. Jorge, Don Jorge --sentado en su sillón del salón de su mansión junto a su cala privada rodeada de tierras innecesarias, una herencia de crímenes a la fuerza, ya olvidados y de verjas de acero aún más innecesarias por ser antes las del miedo que entre la sociedad le llamaban respeto- miraba, aparentemente tranquilo, el negro mar invertido en el cielo.

Un murmullo incesante resucitaba recuerdos a la lejanía, que la vacía esponja de su presente se ocupaba de enjugar. Alguien tenía que decir al aspirante a capo, Jorge, luego Don Jorge, que ni los zapatos de cemento, plagiados de películas del cine; ni las rayas de polvo blanco, ni el costoso alcohol, ni dólares a toneladas, ni las noches orgiásticas de sexo catártico, podían acallar las sempiternas voces susurrantes de los muertos. Y no era que no pudiese gozar de sus típicos y costosos placeres, sino que ahora tenía que compartirlos en su mente con aquellas permanentes presencias. A veces se preguntaba si la ruta hacia su ambicionada cumbre merecería la pena. Y la respuesta era siempre la misma: un amargo trago de Chivas-18 etiqueta negra.

El mar, y la vida, y la muerte ¡Qué pequeño era todo comparado con la inmensidad! Sus contemplaciones eran lo único que no le causaban un hastío, con un ir y venir clamoroso e idéntico de olas, de días y espumas, regresaban a él las travesías en el interior de su lujoso yate, que era juguete en caprichosas manos del gigante pueril. Inconsciente de su poder, las emociones se sucedían entre rugidos de balas del dios embrujo que se disipaba al pisar tierra firme, dejando en su lugar un anhelo, una llamada que, tarde o pronto, obtenía su respuesta. Y su regreso.

Nada se movía en la noche, salvo el mar bravío. A través del vapor de sus ojos, Don Jorge, hipnotizado, veía las olas barriendo las arenas y los brazos de una gigantesca ameba, tímida a pesar de su monstruosidad.

A pocos metros de la playa, donde el agua no llegaba al cuello, aparecía un bulto negro que, venciendo resistencia avanzaba lento hacia la orilla, y según venía se iba viendo que era la testa de una emergente y cheposa efigie. Se frotaba los ojos Don Jorge, pero la imagen seguía allí. Ahora, el agua lamía sus rodillas, sin duda, era una persona cubierta de harapos, de algas o de alguna suerte de camuflaje para pasar inadvertida, cual comando de las fuerzas especiales del ejército.

Don Jorge sabía que, de un instante a otro, los sobornos y algunos resortes oscuros, dejarían de proporcionarle esa burbuja de protección en la que vivía, pero nunca se imaginaba la manera en la que le tenderían la trampa, quizá por verlo improbable e impreciso. O era esto, o algún buzo desorientado había escogido el peor lugar para perderse.

Pero no era un comando. Ahora observaba, con los ojos bien abiertos, los vaivenes innaturales con los que aquel hombre arrastraba su cuerpo, playa adentro, dejando dos surcos paralelos en la arena tras sí. Don Jorge no era miedoso, no lo había sido nunca. Las pocas veces que había tenido miedo, para recorrer sus venas hubiesen tenido que reventarle el corazón a cualquier otro, e incluso entre los habituados al espectáculo de la sangre puesta en libertad. Sin embargo, la visión de aquel tullido enajenado o quién diablos fuese, empezaba a preocuparle, razón más que sobrada para dispararse la inestabilidad en su orgullo homicida.

Sus empleados habían ido a la ciudad a divertirse un poco con chicas, por su orden expresa. Quería estar solo aquella noche, pero había un intruso; eso sí, con un par de huevos distorsionando sus planes. Tenía que ocuparse él solo del asunto.

Echaba una última ojeada por encima de la balaustrada a aquel loco penetrando sus propiedades, que cada vez estaba más cerca, pero no lo suficiente aún para que la luna iluminase su cara.

Venía llegando, entonando un mecánico murmullo, tan grave como el rumor de las olas, pero no podía distinguir su cara desde la altura que los separaba. Don Jorge se daba media vuelta y corría hacia su oficina. Ya en ella, destrababa del armario su viejo fusil, obsequio de su socio moscovita, muerto en un aciago negocio, año atrás. Cogía tres cargadores y se iba de nuevo al salón. Cargaba el arma para abrir fuego, y, acomodando la culata a uno de sus hombros, buscaba la cabeza del desconocido con la boca del acero. Pero todavía estaba fuera de su alcance.

Dos surcos gemelos en la arena conectaban el mar con el pórtico de su mansión. No podía verlos hasta que, un golpe de fuerza brutal impactaba contra la pesada puerta, reventándola en infinidad astillas y esquirlas de vidrio repiqueteando como llanto de tormenta. Estaban invadiendo su hogar. Don Jorge, aplastando su temor bajo la estampida de una ira incontrolable, atravesaba presuroso su oficina y bajaba por unas escaleras de suaves curvaturas, que llevaba hasta la planta baja. Escalón a escalón, la correa del arma asida al brazo, pie tras pie, Don Jorge salía al encuentro de aquel invasor, mientras el murmullo balbuceante de un cántico de palabras, sin aire, penetraba, ahora sí, con claridad en sus oídos.

En la noche serena por encima de la ensoñación sonora de espuma y sal, se podían escuchar treinta disparos ininterrumpidos. Pero un solo grito.

.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.oo.

El inspector García entró a la estancia. Clamoroso olor a Chivas inundaba sus fosas nasales. Y aun viendo la escena, modo curioso el que emplea el cerebro al operar, el primer pensamiento que esbozó su mente era que sólo el cuarto de baño era más grande que toda su casa. Luego, se percató de la presencia del comisario Sánchez, tras sus enormes mostachos.

____ Le estaba esperando, García. Empezaba a retardarse.
____ Comisario, parece que es un ajuste de cuentas.
____ ¡No me diga! Su sagacidad no deja de sorprenderme. Y yo que creía que era un desafortunado accidente doméstico.

De uno de los bordes de la bañera colgaban los pies de Don Jorge, sumergido en un líquido ambarino. Sus dos manos estaban crispadas, y sus ojos conservaban una mirada particularmente horrible de un terror cristalizado en el tiempo. Desencajada o rota su mandíbula permitía que un selecto habano permaneciese obstruyendo los labios en una cruel angulación.

____ Bueno, ya podemos empezar a repasar la lista de los miles de sospechosos que querían la muerte de este angelito.
____ ¿Alguna pista en primera instancia, comisario? –preguntó García.
____ A ver qué te parece esta. Aún no sé bien cómo interpretarla –dijo el comisario, tendiendo una caja vacía de puros habanos, cogida con las enguantadas puntas de dos dedos.

En la fina tapa de aquella pequeña cajita rectangular de madera de ébano, había una inscripción grabada en letras gruesas en oro macizo de 24 kilates: “Felicidades. Te quiero papá”.


El único pero cobarde poder de los narcotraficantes


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Mensaje  achl Jue Ago 27, 2020 7:36 pm



El muerto era un “vivo”

[b] Mi nombre es Álvaro Cayetano de Lugo y Pérez de Pérez. Tengo 49 años y aún sigo soltero. Vivo en un chalé a las afueras de la ciudad de Sevilla acompañado de mi mejor amigo, mi perro labrador “Pérez”. Desde enero del año pasado estoy de baja laboral, y permanezco todo el tiempo que puedo descansando en mi casa, porque tengo muy debilitado el corazón, con tres infartos de miocardio a mis espaldas. Y después de esta historia, que ahora relato, debo estar medicándome de por vida con seis pastillas diferentes diarias y dos revisiones mensuales.

Estaba sentado en mi sillón frente al fuego de la chimenea, observando el balanceo de las llamas, cuando recordé que tenía que echar un vistazo a mi correspondencia. Entre todas las cartas, una de ellas llamó especialmente mi atención. Provenía de los Pérez y Pérez. Recordaba aquel maldito linaje, al que, aunque lejanamente, también pertenecía. Por fin, el viejo conde había muerto. Para mi sorpresa, estaba invitado al velatorio, a celebrarse en la mansión familiar, ubicada en Motril (Granada), dos días después de recibir la carta.

La numerosa familia Pérez y Pérez se remontaba al siglo XIV. Y a mí, aun estando en una remota rama del árbol genealógico, me pidieron que asistiese. Preso de la duda estaba en aquellos momentos, pero luego de aclarar conmigo mismo ciertas cosas, decidí asistir. Y mis dudas eran, básicamente, que aquel tiburón sangre azul, primo segundo de mi madre, se adueñó de toda la inmensa herencia de mis antepasados, incluyendo la que le correspondía a mi difunta progenitora.

Era una fría mañana de enero con un cielo gris, pero yo presagiaba un día feliz. Tras un cómodo viaje en taxi, estaba frente a la mansión de los Pérez y Pérez. Se alzaba, inmensa, imponente, junto a un acantilado, donde las crestas de las olas golpeaban con frenesí las zonas más bajas. Un sendero flanqueado por árboles viejos sin pelaje discurría hasta la misma puerta de la entrada a la mansión.

Empecé a recorrer el sendero con una anormal lentitud, intentando retrasarme el máximo posible en llegar, porque no quería ver concurrido el velatorio. Las piedras del camino parecían retorcerse a cada paso que daba. Las sombras se alargaban, y el crepúsculo del horizonte se asemejaba a un tinte púrpura.

Alcé la mirada hacia el claro que se abría frente a la mansión, y vi que lujosos autos, unos seis, permanecían aún estacionados. Crucé con paso firme el estacionamiento y me detuve justo enfrente de la puerta principal.

Entré a la mansión a la vez que tres personas salían del vestíbulo después de ofrecer sus condolencias a la condesa. Tras saludar, cortés, a los inquilinos y a los invitados, avancé en el tramo del pasillo que conducía al dormitorio del conde.

Me encontraba parado en el umbral, inmóvil, mirando el macabro lecho. La sombra proyectada por un candelabro que iluminaba la habitación bailaba alrededor de la cama del cadáver, como si fuese un ser de ultratumba acechando a su víctima.

Aquel cuerpo petrificado yacía en un pomposo féretro vestido de esmoquin negro, camisa blanca, palomita blanca, de la que colgaba un medallón por algún hipócrita mérito en alguna cruzada. Sus manos mostraban enfermizo demacre, y reposaban alargadas. En el dedo anular de la mano izquierda tenía incrustado un grueso anillo de platino y oro con el escudo heráldico del apellido y seis diamantes puros, seguro que de herencia familiar. Su poco pelo, pulcramente peinado como en vida, según una foto que conservaba, pues sólo le vi una vez vivo, pero de lejos, en persona.

Aun teniendo el cuerpo sin vida de aquel malvado ante mis ojos, no podía creerme que estuviese realmente muerto.

Era de suponer que su habitación estuviese vacía. Todos odiaban a aquel bastardo. Durante su existencia, había atormentado la vida de todos los que se hallaban a su alrededor. Aún podía sentir la malaleche del condenado aristócrata.

La fría expresión de su semblante sólo era alterada por la diabólica imitación de una sonrisa humana. Sus finos labios se encontraban estirados, como victoriosos, incluso muerto. Intenté apartar los ojos del occiso, pero algo me lo impedía. Tras manifestar una fuerte oposición, de su nefasta influencia conseguía liberarme.

Al volver a mirar aquella mueca sonriente, corría un gélido escalofrío por mi cuerpo, y sus oscuros ojos parecían escudriñarme, hundidos en sus órbitas

“¿Cómo puede ser posible que un humano pueda producir todavía tanto horror a pesar de que está muerto? ¡Ojalá ardas en el infierno, cabrón!”, me pregunté y me dije para mis adentros. Y tan feliz.

Luego que este pensamiento emanase de mi mente, un crepitar de las velas parecía estremecerse, realzando el tormento del aquel sitio maldito. Me estremecí, pero me repuse y me entregué al cometido para el que había acudido al velatorio.

Me acerqué más al cuerpo del conde, al mismo tiempo que el resplandor del cuarto centelleaba sobre su cara, dándole, más aún, un semblante falsamente cálido. Vi en su mano izquierda el costoso anillo. Dudé unos momentos, pero, al ver cómo lucía injustamente en su agarrotado dedo, mis dudas se disipaban, volviendo a poner en su debido lugar la creciente repugnancia que sentía.

Mi conciencia estaba de acuerdo conmigo en ese momento y para esto.

Sentía entre mis dedos el gélido cuerpo del finado, al intentar sacar el anillo. Parecía estar fundido en el propio dedo. No conseguía extraerlo.

Terribles nervios se apoderaban de mí. Temía que alguien entrase al cuarto justo en ese momento. Cogí con más firmeza la mano e hice girar el anillo en el dedo. Luego de tres intentos, logré que se desprendiese de la rígida extremidad. Mientras miraba el platino, el oro y los diamantes, la expresión en mi cara era de triunfo.
“Me llevo esto que le robaste a mi madre, carroña”, me dije en voz baja.

Una lengua de fuego danzante sobre las velas se alargaba hacia un lado en forma tétrica. Pero, debido a mi euforia, decidí no prestar atención a eso.

Me sentía feliz y satisfecho.

Iba a salir ya del cuarto, cuando oí un leve golpe que alteró el sobrecogedor silencio de allí. Me di la vuelta para ver qué era lo que lo había causado. Quedé petrificado. No me sentía aliviado al cerciorarme de que era la fría mano del difunto al golpear el féretro lo que originó el ruido. Algo había cambiado en los ojos del conde. Ahora no escudriñaban sólo los míos con furia, estaban más altivos, parecían salirse de sus órbitas, como si intentasen hipnotizarme.

Deseché toda idea supersticiosa de mi mente y salí al pasillo, el cual no se veía más reconfortante. Aun ello, anduve con paso rápido. El resto de los invitados estaba en la cocina. Me fui al espectacular salón de la mansión. Aún me sentía nervioso por el escalofriante momento del hurto.

Al abrirse frente a mí el espacioso salón, una poderosa sensación de vértigo se abría paso a través de mi subconsciente. Me apoyé en la puerta. Debía serenarme. Todo había terminado. El conde estaba muerto, y yo podría regresar a Sevilla, a casa, con mi anillo. Con esos pensamientos revoloteando en mi interior me senté en un lujoso sillón junto a una no menos lujosa chimenea.

Del techo pendía una enorme araña de bronce, donde, al final de cada una de sus patas, crepitaban las llamas alocadamente.

Debí quedarme traspuesto, quizá por mi corazón, pues tanto los familiares como los invitados se habían ido ya. Un repulsivo silencio se cerraba contra mí.

De pronto, el sepulcral silencio era roto por algo deslizante que provenía del pasillo. Mi espalda se pegaba al sillón al oír un sonido acercarse. En aquella mansión todo parecía siniestro. Y vivo. Todo sonido se asemejaba a algo agonizante que emergía del sótano. Entero y tranquilo debía mantenerme.

“Lo más sensato es irme ahora mismo de aquí”, pensé.

Pero de pronto un ruido seco se producía cuando unos largos dedos se aferraban al marco de la puerta. Una señal indicaba que anteriormente uno de aquellos dedos había llevado un anillo. Angustiado, deducía que era la mano del conde.

Me erguí ante tan horrible escena. El aristócrata arrastraba penosamente sus pies y trataba de acercase a mí. Sus ojos no sólo me escudriñaban como antes en su lecho, ahora palpitaban coléricos y centelleantes bajo la repulsiva expresión de una agonía desesperada. Traspasó el umbral, tras algunos pasos, extendía los brazos en el aire, como en una constante amenaza.

“¡Está vivo! ¡Está vivo! ¡Este hijo de puta no ha muerto!” -grité.

Frente a mis propios gritos, mi corazón dio un vuelco. Mi mano se posó firmemente sobre mi pecho. Mi corazón, enfermo, no podría soportar el creciente terror que se iba apoderando de mí. Vi enloquecido cómo sus blanquecinos dedos vibraban ante la desesperación de asirse a mi cuello cruelmente. La locura y la maldad no habían desaparecido en el alma de aquel conde del Diablo. Sin duda alguna, aquel maldito personaje quería recuperar su anillo.

Me hallaba paralizado. Las manos del conde se cerraban fuertemente alrededor de mi cuello. Su expresión cambió a horripilante risa que, curvada en los extremos, se alzaba a los pómulos, enfatizando su demencia enfermiza, locura en vida podrida y mórbida en muerte.

“¡Deja de reír, maldito bastardo!” -grité de nuevo.

“¡Aparta de mí tu nefasta mirada!” -volví a gritar.

Pero mis gritos no eran oídos por nadie. Mi garganta no emitía gritos. Mi cerebro le dijo a mi corazón que lo mejor para mi salud era que me serenase y me fuese.


Todo ese horror final lo ha fraguado mi mente. Lo que no ha fraguado, que es real, es que el anillo de platino y oro y diamantes está ahora en mi poder, cuyo valor es incalculable. Y ahora mi felicidad es inmensa, pero no por tener tamaña joya a mi disposición, ya que no tengo problemas económicos, sino por haber saldado definitivamente la herencia de mi madre.
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Mensaje  achl Jue Ago 27, 2020 7:42 pm



En el andén 10

Era un viernes de primavera de finales mayo. Ella, nerviosa, no paraba de mirar su reloj de pulsera, y corroboraba la hora con la de otros relojes grandes que colgaban del techo de la estación del ferrocarril de Atocha. Sólo faltaba media hora para que llegase el tren, que era uno de Alta Velocidad (AVE) del servicio regular de RENFE, procedente de la Estación de Santa Justa de Sevilla.

Caminaba la guapa muchacha con pasos rápidos entre las tiendas de la estación del ferrocarril más importante de España: Atocha. Iba pensando en las mil y una cosas que contarle a él no bien bajase del tren. También pensaba en cómo se abrazarían y besarían en el mismo andén, sin importarles en absoluto la gente que allí hubiese en ese momento. Y, finalmente, proclamaría su amor a los cuatro vientos.

Pero también pensaba si iba a ser de su agrado su nueva minifalda blanca ibicenca, que tanto dejaba lucir sus bronceadas y largas piernas, así como su blusa verde, con un generoso escote. Y tan atractivo conjunto, destacaba más acompañado de unos zapatos verdes de tacón alto de aguja.

Tan absorta estaba en todos esos pensamientos que no se percataba de la hora. De modo que cuando le daba de nuevo por mirar el reloj, sólo faltaban quince minutos para que llegase el tren. Su chico vendría del Sur con dos ilusiones: amarla y pasarlo bien los dos juntos en Madrid aquel fin de semana, y después, en el último AVE del domingo con destino Sevilla, regresaría otra vez a casa.

Inmensamente feliz decidía comprarle algo personalizado para su dormitorio y así la recordaría durante las noches “como más le gustaba que la recordase”.

Se iniciaba a visitar, sin prestar atención debido a su nerviosismo, una tienda. Había allí de todo: joyas, bisuterías, trajes de señoras y de caballeros, zapatos para ambos sexos, perfumes, ropa variada de buena y de regular calidad… y cientos de trastos inútiles, que serían abandonados al poco tiempo de haberlos comprado. Pero nada de lo que estaba viendo la convencía.

“En esta tienda no hay nada que me guste para ti, mi amor”, pensaba.

Miraba de nuevo el reloj. Sólo quedaban ocho minutos y aún no había encontrado ningún regalo apropiado. El AVE que ella esperaba, lentamente iba acercándose hasta el andén 10.

Pero, de pronto: “esto, esto!”, exclamaba en voz alta, como loca, a la vez que cogía una pequeña lámpara de bronce con una caperuza, también de bronce, en forma de punta.

“Seguro que esto te va a gustar, amor”, se decía de nuevo, pero ahora en voz alta, sin importarle nada ni nadie.

A su chico siempre le había gustado el efecto que causaba una pequeña luz, y el ambiente tan acogedor e íntimo que proporcionaba. Algunas veces habían hecho el amor, en el piso de ella, mientras su dormitorio se encontraba iluminado por una lámpara igual o parecida a la elegida como regalo.

De pronto, por megafonía sonaba una voz aflautada anunciando la llegada del tren AVE procedente de Sevilla en el andén 10.

La chica se quitaba los zapatos y empezaba a correr portando su flamante lámpara en una de sus manos, sin envolver, pero metida en una bolsa de plástico, porque no quedaba papel de regalo en la tienda, además de que no podía entretenerse más.

Abriéndose paso entre la gente que había en la sala, corría hasta “LLEGADA”, en la que aguardaban personas a diferentes trenes de distinta procedencia. Sabía dónde tenía que ir, pero a sus nervios le daban por preguntar, y al fin llegaba a donde una aglomeración esperaba el tren procedente del Sur.

Decenas de viajeros se iban bajando de los vagones, y la expectación iba creciendo en los adentros de la esbelta y espectacular muchacha.

Su sistema nervioso era ya incontrolable y hasta le temblaban las manos. Un largo escalofrío recorría su cuerpo, y más aún cuando sus ojos miraban con feliz ansiedad las escaleras mecánicas que transportaban a los viajeros del AVE que ella esperaba. No paraba de mirar la hilera de pasajeros, sin siquiera pestañear.

“¡Allí, allí está…!”, lo veía y a no más de 10 metros su chico la buscaba con la mirada entre la multitud (que estaba en amena espera conversadora), sin por el momento conseguir visualizarla.

Levantó ella la mano moviéndola de derecha a izquierda, y una sonrisa en los labios de él le enviaba el mensaje de que acababa de reconocerla.

Cuando las escaleras mecánicas llegaron a su fin, corriendo se iba hasta su chico y al llegar le abrazó y le besó con tanta fuerza que ambos caían rodando al suelo, debido principalmente a la impaciencia de ella.

Pero sin preocuparle que se hubiesen caído, seguía besándole, hasta que se daba cuenta de que él no respondía a sus besos, y los brazos que al principio rodeaban con fuerza su cuerpo, se habían aflojado.

Apoyándose en las piernas de una persona que había por allí, se ponía en cuclillas y separaba su cara de la de él, se fijaba en ella y la veía pálida y con la mirada fija en el infinito. Le movía la cabeza de un lado a otro, con la idea de que reaccionase. Pero era entonces que veía que sus propias manos estaban ensangrentadas. Aterrada, se limpiaba de sangre ambas manos en la minifalda blanca e intentaba, inútilmente, que el chico volviese en sí.

En un último e inservible intento veía horrorizada cómo la afilada caperuza de la lámpara se había salido de la bolsa de plástico y ahora estaba fuertemente clavada en la base del cráneo del que pocos minutos antes era su amor.



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Mensaje  achl Jue Ago 27, 2020 7:56 pm



La Cosa Nostra

Hasta la miel más dulce se agria en un vaso sucio.

____ ¿Quieres más? –preguntaba Iván a Isabel, a la vez que movía con el cucharón los trozos de carne entre la pasta.
____ ¿Quieres que reviente? -decía Isabel exhibiendo en su sonrisa una perfecta dentadura.
____ En ese caso, me serviré yo lo que queda.

Iván cumplía su palabra y se servía la última ración disponible.

Isabel vertía más vino de la botella en el vaso de Iván.

Mientras Iván masticaba, miraba de reojo a Isabel.

O, mejor dicho: miraba lascivamente el canalillo de Isabel.

En verdad, Isabel estaba buenísima. Iván no paraba de tener pensamientos eróticos con su nueva pareja: alta, rubia, labios carnosos, grandes ojos verdes y un cuerpo ¡uf! Se veía Iván un afortunado por el sólo hecho de haberla conocido.

Y de eso hacía dos días. Ocurría en una comida de empresa, donde dos grupos del sector informático se reunían para cenar y así conocer las impresiones de los demás miembros del gremio.

Isabel e Iván pertenecían cada uno a un grupo diferente. Empezaban a charlar en la cena cordialmente, y a la semana surgía la relación.

Y allí, en un restaurante italiano, estaban los dos, diez días después, como una pareja que se inicia en las artes amatorias con amor, deseo, respeto y educación.

La cena era una idea que Isabel aprobaba con agrado. Era una fanática de la pasta. Y aquella cena era el primer acto de los tres que componían el plan: pasta, concierto y cama, digo… casa… Los dos juntos. Pero, claro, enamorados y solos… en fin.

Iván, desde aquella cena sólo pensaba en pasear su lengua por aquellas dos mamas jugosas, y parecía que esa noche lo iba a conseguir. Tiempo al tiempo…

La idea le volvía a atosigar. ‘¿Serán grandes? ¿Pequeñas? ¿Operada? ¿Auténticas?’.

____ ¿Quieres que pidamos postre? -preguntaba en tono cariñoso a Isabel.
____ Para mí, una bola de helado de fresa con nata -contestaba esbozando enorme sonrisa, ornada con el rubicundo rojo chillón de sus labios.
____ Pues para mí, un café solo. Me apetece estar despejado…

El camarero se acercaba al ver el brazo de Iván levantado.

Le pedía Iván los postres acordados.

El camarero se alejaba después de anotar en su bloc.

Como la mesa de ellos estaba en la terraza exterior, cuyo techo era el cielo, Iván se encendía un cigarrillo. Isabel no fumaba, pero tampoco se oponía a que su chico lo hiciese. Él miraba a sus alrededores. La terraza estaba vacía ya. Ellos eran los últimos allí, lo cual le reconfortaba.

Hablaban de sus últimas y ajetreadas jornadas laborales durante los pocos minutos que tardaba en reaparecer el joven ítalo con una bandeja blanca, y encima de ella los dos postres pedidos: una copa de aluminio con una bola de helado de fresa con nata, y un humeante, negro y aromático café en taza de porcelana.

Cuando la taza tocaba mesa, la puerta del local se abría estrepitosamente.

Los acontecimientos comenzaban a acaecer de una forma precipitada.

Primero un disparo. Segundo un dolor.

Tres tipos con sombrero negro y gafas oscuras entraban al local. El primero de ellos portaba una pistola repetidora, la causante de aquél horrible estruendo.

El primer proyectil daba en el pecho del joven camarero, que caía fulminado con un orificio de entrada en su pecho y otro de salida en su espalda. Un arroyo de sangre tapizaba el mobiliario cercano.

Segundos después, el cerebro de Iván se preguntaba por su acompañante.

Iván giraba el cuello.

Isabel seguía sentada, con la misma sonrisa que exhibía segundos antes, pero sin el tercio superior del cráneo.

Unos grumos de masa encefálica fluían por hilos de sangre, que resbalaban por su tez, acariciando macabramente la comisura de unos labios que minutos antes había besado, para acabar goteando en el canalillo, también castigado por el plomo, que mostraba carne interior de las glándulas mamarias. Por desgracia, no parecía haber silicona en aquella masa pultácea.

Iván no podía gritar ni siquiera hablar, sólo se quedaba inmóvil, mirando aquel bello pedazo de carne del que profundamente había estado enamorado, tan sólo unos minutos antes.

Aquellos tres tipos con mascotas negras se olvidaban de un Iván inmóvil y entraban a quemarropa en las dependencias interiores del restaurante. Cuando el arma rugía de nuevo, entonces reaccionaba. Se levantaba de la silla con tranquilidad macabra. Caminaba hacia una de las paredes del local, donde se exhibían regalos que podía lograr los clientes por su fidelidad a cambio de puntos que se obtenían al pagar la cuenta. Con igual tranquilidad, miraba dos catanas. Las descolgaba de los asideros y las desenvainaba de sus llamativas fundas, y después caminaba hacia la entrada de la cocina empuñando hojas afiladas cual cuchilla de afeitar. Dos nuevos disparos tronaban en sus oídos. Esperaba escondido tras el marco de la puerta.

Los tres capos, una vez cumplida su vil tarea, que consistía en asesinar al dueño y a los empleados del local, se disponían a abandonar con presteza el lugar del crimen. Bajaban corriendo las escaleras que llevaban a la cocina desde la planta principal.

Iván escuchaba pasos, cerraba los ojos y apretaba las empuñaduras.

Cuando el primer capo salía no le daba tiempo a entender lo ocurrido. Bastaba un tajo para separar limpiamente una cabeza cubierta con mascota de un cuerpo que aún sostenía una pistola en la mano derecha. El frenesí se apoderaba por completo de Iván.

Con insospechada velocidad batía sus brazos cual aspa. Las catanas hacían su tarea. El sonido de la hoja, penetrando y lacerando huesos, se hacía interminable.

Sólo se detenía por puro cansancio. Un amasijo de ropa, carnes y fragmentos óseos, se amontonaban en la entrada de la cocina.

La sangre le cubría casi entero y al mobiliario colindante. Tiraba las catanas al suelo. Se miraba las manos enrojecidas y se agachaba. Tenía que tirar con fuerza de dos dedos del finado degollado para hacerse con su pistola. Lentamente se aproximaba a la mesa que antes ocupaba con Isabel. El cadáver continuaba rezumando sangre, y la gravedad se estaba ocupando de que fuesen cayendo sesos poco a poco hacia el alicatado suelo.

Tropezones cerebrales descansaban en el plato de pasta. La salsa cubría algunos de los pedazos. Iván se sentaba, comía helado, y después alargaba la mano y la posaba sobre los pechos de Isabel, que no habían sufrido daño. Les pegaba pellizquito. Se levantaba y, llorando, abrazaba y besaba la boca inerte de su amor.

____ No te dejaré sola.

Cargaba la pistola. Daba dos últimos besos en las sangrientas mejillas de Isabel y a la vez entrelazaba sus dedos con los de la occisa, aún calientes.

____ Te amo.

Introducía el cañón del arma en su boca, apretaba el gatillo, y, de pronto, su cabeza se transformaba en un popurrí de sustancias viscosas, astillas óseas y fragmentos de plomo.



DIARIO DE LA CIUDAD - SUCESOS

Matanza en cadena en un restaurante italiano

Un joven, asesina a su pareja y a ocho empleados en un restaurante italiano. Todos los empleados eran miembros de “La Cosa Nostra”.


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Jorge, decepcionado, tiraba el periódico sobre la mesa.

____ Desde luego, ya no existe el amor.
____ Claro que existe. Yo te amo -respondía Ana con voz tierna.

El camarero llegaba, decidido y dispuesto, a tomar nota.

Con cara circunspecta y aires de profesional, sacaba su bloc y su bolígrafo del bolsillo de arriba de su impecable chaquetilla blanca, pero cuando se estaba afanando en garabatear la palabra “pasta”, las dos puertas del local se abrían violentamente y aparecían tres hombres con mascota negra.



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Mensaje  achl Jue Ago 27, 2020 8:02 pm



La última pregunta


____ Mamá, si Dios es tan bueno y bondadoso ¿por qué permite que el hombre que se ha cruzado con nosotras le falte un brazo?

La niña se paró ante al escaparate de una tienda de juguetes del centro comercial. La madre se quedaba mirándola. En los grandes ojos de la cría se podía ver una sensación de alegría por los juguetes, y de tristeza por haber visto un hombre sin un brazo.

No sabía qué responder a lo que le había preguntado su hija, de tan sólo seis años. Y le respondía lo primero que se le ocurría:

____ A veces Dios no puede ocuparse de todo. Pero vamos ya, hija. Llevemos esta compra al coche antes que se descongelen los productos congelados –decía esa frase para tratar de evadirse de preguntas, para las que no tenía respuestas.

La niña obedecía y empezaba a empujar el carrito, ayudada por su madre. Pero a cinco metros de las puertas automáticas que se comunicaban con el parking, unos chillidos desesperados causaban que madre e hija se parasen en la puerta de salida a la calle. Otras personas que estaban en el supermercado dirigían sus miradas y su atención hacia aquellos gritos.

En uno de los pasillos había un hombre alto con una gabardina blanca que, por su aspecto, parecía un árabe. Gritaba alzando las manos. Dos vigilantes de seguridad corrían hacia él, que al parecer había sufrido algún trance.

Cada vez se iban congregando más gente; la que salía de las cajas y la que acababa de entrar al supermercado. Cuando uno de los vigilantes se acercaba al hombre, éste gritaba, estremeciéndose la concurrencia por tan improvisado suceso.

Pero, de pronto, el vigilante que se le había acercado corría despavorido. Todos los que estaban cerca podían ver cómo el “árabe” sostenía en sus manos un dispositivo similar a un detonador. Se abría la gabardina y… una decena de explosivos tapizaba su pecho, y él seguía mascullando palabras incomprensibles.

El otro vigilante le apuntaba con su arma reglamentaria desde unos seis metros. Apretó el gatillo, la bala salió, pero el estruendo de la explosión hizo que el disparo no se pudiese escuchar ni a cuarenta centímetros.

Enseguida, medio centro comercial estaba en ruina. La madre de la pequeña había tenido la suerte de que no le ocurriese nada, pero, cuando salía de la inconsciencia que le había causado un impacto en la cabeza, el ulular de las sirenas le recordaba el infierno que acababa de vivir.

Se percataba de que su pequeña no estaba a su lado. Se ponía en pie con dificultad, y veía que infinidad de restos humanos y cascotes poblaban el suelo. Gritaba, y el pánico la recorría entera.

Caminando tambaleante de un lado a otro vio a su hija. Yacía en el suelo, tendida, con la cabeza aplastada por un mazacote de malaquita ornamental que formaba parte de un pedestal.

El impoluto vestidito rosa de antes de la tragedia estaba ahora teñido del rojo más doloroso. Un brazo de mujer había sido amputado por la onda expansiva, y posaba al lado del cadáver de su hija.

La pobre mujer se desmayó y cayó al suelo, y no volvía a despertarse hasta más de treinta horas después.

El resto de su vida lo pasó en un estado catatónico.

La última pregunta que le había formulado su pequeña, la perseguía con un tormento inusitado hasta el último segundo de su destrozada existencia.



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Mensaje  achl Jue Ago 27, 2020 8:11 pm



La Vidente del Collar


Mientras la tarde arreciaba para dejar paso a la noche, el último cliente salía de la elegante consulta, situada en un chalé de lujo en una urbanización VIP a las afueras de Sevilla, bien comunicada con la ciudad.

El cliente, un millonario joyero, entraba a su Audi con el semblante más relajado del que mostraba media hora antes. “La vidente del collar” era la única culpable de ello. Lo que le había desvelado tranquilizaba la preocupación matrimonial y de herencia que le traía por la calle de la amargura.

La débil lluvia era un atisbo de la tormenta que se avecinaba. Cuando el Audi salía de la finca, el chófer no veía a un hombre parado en la entrada. El auto desaparecía en la autovía, mientras la cancela de la entrada se iba cerrando lentamente.

“La vidente del collar”, Teodora Liste, tenía líneas del Tarot y consultas franquiciadas en los cuatro puntos más importantes del país: Madrid, Barcelona, Valencia y Sevilla. Su prestigio subía más que la espuma, y su cuenta corriente en los bancos también. Aunque era una mujer madura, coqueteaba con los famosos que la visitaban, y ella vivía ricamente merced a su popularidad. Sólo pasaba consulta por tres mil euros a quien pudiese pagar semejante cantidad. Y no daba abastos.

Se valía de un collar de disímiles abalorios, en general gemas talladas de diferentes tamaños. Sentada frente a una mesa, tapizada con paño morado, pedía a su cliente que se pusiese el collar. Tras exactamente un minuto le retiraba el collar del cuello y se lo ponía ella. Después de un minuto de silencio, y algún sobresalto, hablaba de lo que el collar le transmitía del presente y del futuro de su cliente.

Sabía de sobra que sus adivinaciones eran puras falacias, pero también sabía que su trabajo la estaba enriqueciendo. Se inventaba presentes y futuros positivos para sus clientes, que les hacía a ellos soltar pasta por un tubo.

“Esta vida es sólo para los listos”, se decía a sí misma mientras guardaba una buena cantidad de billetes de 200 y 100 euros en su caja fuerte.

Mientras cerraba la puerta de su chalé, se percataba de la presencia de un hombre, que estaba limpiándose las suelas de los zapatos en un lujoso felpudo de la entrada. Vestía bombín achatado y levita negra. Unas diminutas gafas redondas posaban en su nariz aguileña. Teodora le miraba y le decía:

____ Señor, la consulta está cerrada, y además no atiendo a nadie sin cita.

Un guante blanco de seda desaparecía del interior de la levita para reaparecer poco después con un voluminoso fajo de billetes, recién paridos, nuevos.

La vidente veía que aquel señor estaba mostrando más dinero que el que ella tenía en ese momento su caja de caudales. Todos eran billetes de 500.

____ Pase, por favor –hacía un ademán con la mano, como invitándole a entrar- La consulta es a la segunda puerta a la derecha –añadía.

Con paso firme, el nuevo cliente avanzaba y entraba a la sala. Parecía no inmutarse ante la costosa decoración. Todos los clientes quedaban boquiabiertos al ver tanta riqueza junta.

Cuatro estatuas de Zeus, iluminadas por rayos ultravioletas; decenas de esferas con rayos dentro, relojes de arena de todos los tamaños y clases, que se daban la vuelta automáticamente, y un sinfín de objetos más propios de un museo. Pero este cliente se sentaba sin prestar atención a todo lo que le rodeaba, apoyaba su barbilla sobre sus manos y sus codos sobre la mesa. Parecía mantener la mirada fija.

Teodora se sentaba frente a él, encendía ceremoniosamente una barra de incienso y la ponía en un soporte de plata y marfil.

____ ¿En qué le puedo ayudar?
____ Me han dicho que usted ve el futuro, que tiene verdaderos poderes.
____ En efecto, e imagino que por eso habrá venido usted.
____ Así es. Pero pienso que usted es una estafadora sin escrúpulos. Y le seré franco. No se merece usted ni la leche maternal que ha ingerido en su niñez.

De ser otro cliente le habría echado, pero mantenía fijo los ojos en el fajo que había en el centro de la mesa. Su mente sólo estaba ocupada en dos tareas: en responder al cliente y en calcular aproximadamente cuántos billetes había en el fajo.

____ ¿Por qué piensa usted eso? -respondía preguntando con encaro.
____ Quizá también tenga yo poderes. Pero no vine para esto. Vine para un trato. Si me demuestra que realmente tiene poderes, con una predicción de un SÍ o un NO, suyo es todo este dinero. Si no, dé usted por concluida su carrera de bruja circense –y seguía con la mirada fija en su interlocutora.

Teodora dudaba. Pensaba en el inmenso beneficio y en la ridícula perdida. Ya había tenido amenaza de otros clientes, pero sabía que su clientela habitual tenía fe ciega en ella, y que un cliente como este nuevo no iba a desprestigiarla, por mucho que fallase en sus predicciones.

____ Se lo demostraré y usted se irá satisfecho. Y seguro que volverá más veces.

Teodora se sacaba del bolsillo el ínclito collar, apartaba a un lado los billetes y ponía el collar en el espacio libre que quedaba entre los dos. Se percataba de que los ojos de él la perseguían, haciendo caso omiso al ritual.

____ ¿Qué es lo que quiere usted saber?

El nuevo cliente, insolente y misterioso, sacaba de su levita un reloj de oro, atado a una cadena, también de oro. Abría la tapa: las 20:49 Horas.

Guardaba el reloj y sacaba con el mismo movimiento una elegante pluma estilográfica con la estructura y el plumín de oro.

Extraía un billete del fajo, escribía algo en una de las caras y ponía el billete debajo de uno de sus zapatos. De nuevo cogía un billete del fajo y se lo daba a la vidente junto con la estilográfica.

Teodora le miraba con perplejidad.

____ He escrito algo en el billete que estoy pisando. Escriba usted en ese otro que le he dado si lo que he escrito va a ocurrir o no. Sólo escriba dos letras. Y recuerde las condiciones anteriormente pactadas.

“Este tío está loco”, pensaba Teodora, mientras cogía el billete y la pluma.

Teodora se daba cuenta de que esto era tan absurdo como jugar al rojo o al negro. Pero había mucho dinero en el color ganador.

Cogía el collar y empezaba su ritual. Merced a la largura del collar, éste podía llegar hasta su cliente.

Él seguía con la mirada fija en ella, sin dejar adivinar ningún sentimiento en su cara. Tras el minuto de rigor, Teodora se ponía el collar.

Pero era la primera vez que estaba notando que algo o alguien no dejaban trabajar a su imaginación, incluso en una cosa tan aparentemente fácil como pensar en una respuesta afirmativa o negativa.

Por el contrario, el collar le transmitía oscuridad, inseguridad. Su mente sólo bullía el vacío del color negro.

Nerviosa, se quitaba el collar. Se estaba percatando de que sus sensaciones habían desaparecido con la presencia de este nuevo cliente.

Empero, sujetaba el billete con la mano izquierda y escribía con la derecha. Y luego doblaba el billete y lo alojaba en su canalillo.

____ Bien, ya está escrito. ¿Y ahora qué?
____ Sólo espere dos minutos para que veamos si usted va a llevarse ese montón de dinero gracias a sus poderes, o por contra su carrera ha terminado.
____ Creo que se va a llevar usted una sorpresa -decía tratando de intimidarlo.

Al no recibir una respuesta convincente guardaba silencio. El cliente seguía firme. A los dos minutos, volvía a sacar el reloj: las 21:01 horas.

____ Enséñeme su predicción, por favor.

Teodora se sacaba del pecho el billete y lo desdoblaba: SÍ.

La cara de aquel tipo no se inmutaba. Se limitaba a agachar el brazo y recogerlo de nuevo con el billete de 500. Lo tiraba después sobre la mesa, justo al lado del billete de la vidente.

Teodora abría el billete, que decía:

Entre las 20:49 y las 21:01 horas, usted va a escribir dos letras en una de las caras de un billete de 500 euros

Antes de leer esa frase, Teodora miraba el billete como un mileurista ilusionado mira su boleto de la primitiva después del sorteo para cotejar los aciertos.

Cuando la vidente leía por tercera vez aquellas dos letras, se daba cuenta de que no sólo había errado en su predicción, sino que había caído en una trampa, pues de haber respondido NO habría fallado también.

Se enfurecía y su intención ahora sí era echar a patadas a aquel payaso que la había hecho perder su tiempo. Alzaba la mirada y lo que veía la hacía frenarse.

Los ojos de aquel misterioso cliente parecían brillar.

____ Diga adiós a su carrera.
____ ¡No piense que va a hundirme! ¡Usted me ha engañado! –mientras decía esto, miraba sus extraños ojos tras las finas gafas.
____ Y usted también engaña a la gente por dinero, y lo hace de igual forma que lo he hecho yo con usted, usando paradojas estúpidas que siempre le aseguran ganar y acertar, en cierta medida, sus bastardas predicciones.
____ ¡Usted está loco de remate!

Teodora decidía levantarse y acabar definitivamente con aquello: echar a un cretino de su propiedad. Pero quedaba paralizada. Aquellos ojos eran dos fogones, como si observase una chimenea en plena combustión. Sentía un fortísimo calor en su cara, proveniente de los ojos de aquel hombre. El cliente contemplaba cómo salía humo del vestido de ella, hasta convertirse en llama.

Sentada, gritaba y se retorcía. Cada segundo que pasaba se le incendiaba una parte de su cuerpo, además de más de media mesa. La vidente seguía gritando hasta que una llamarada salía de su garganta.

El cliente, todavía sentado, observaba cómo Teodora ardía, para segundos después apagarse. Todo lo que quedaba de “la vidente del collar” era una canina sobre una espesa ceniza gris, pero sus piernas, intactas, colgaban del sillón.

Y tampoco había ardido el fajo de billetes, que recogió de nuevo el cliente.

El cliente se levantaba parsimonioso de su sillón, lo ponía en su lugar y abandonaba aquel suntuoso chalé con el mismo paso lento y firme con el que había entrado. Un minuto después, se perdía entre la negra oscuridad y las gruesas y afiladas gotas de la intensa lluvia.


RADIO SEVILLA - SUCESOS

Famosa vidente muere tras combustión espontánea


Ayer por la noche murió Teodora Liste, más conocida como “la vidente del collar”, eficaz creadora de los Signos del Zodíaco de esta radio. El cadáver fue encontrado esta misma mañana por un cliente que tenía cita en la consulta de la vidente.

Lo que vio este cliente fue una cosa espeluznante. En el sillón de la vidente posaba su calavera sobre cenizas y restos de ropa. Sin indicios de robo, suicidio o asesinato. Parece que la vidente sufrió la temida “combustión espontánea”, al menos eso es lo que afirma la policía científica.

Su cuerpo ardió a una temperatura extremadamente alta, en un periodo de tiempo corto. Pero, extrañamente, el sillón no ardió, que era donde estaba ella sentada en el momento del suceso, y tampoco ardieron sus piernas. Lo que sí ardió también fue una parte de la mesa que estaba ante ella. El hecho de que no ardiesen las piernas, la mesa entera y el sillón, tiene confundida a la policía científica.

Los indicios que encontraron apuntan palmariamente que estamos ante un tipo de muertes poco conocidas, pero documentadas en muchas partes del mundo. En los últimos años han muerto por este motivo centenas de personas en nuestro Planeta, y muchas de ellas era gente famosa y adinerada.

Esta radio ha indagado a expertos, los cuales nos dicen que se trata de una reacción nuclear del cuerpo por un aparato cuántico de alto voltaje y… Disculpen, un hombre ajeno a esta radio ha entrado a la cabina de información. ¡Eh, oiga, ¿quién es ust…?! ¡¡Aaaaah…!!



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Mensaje  achl Jue Ago 27, 2020 8:24 pm





Las apariencias engañan



La angelical Lina Copany, muy ilusionada pensaba en el vestido que se iba a poner aquella noche tan señalada. Quería verse impactante.

La repisa de su pomposo cuarto de baño hacía gala de sus glamurosos cosméticos. Ella tenía gran experiencia en sus aplicaciones. “El espejo no engaña”. Lucía joven e irresistible, como le gustaba lucir. Al fin y al cabo, era una mujer guapa, elegante y con clase, y con dinero.

Antes de salir, se rociaba en las axilas, el cuello, las orejas y las muñecas un exquisito y costoso “Loewe de los, 3 Quizás”. Imprescindible era que en esa velada luciese estupenda, pues era algo así como su cumpleaños y quería tener éxito.

En su Mercedes deportivo llegaba a un lugar VIP, donde le sería fácil hallar un acompañante para esta ocasión especial.

No tardaba en aparecer el hombre indicado: un apuesto e ingenuo galán que creía haberla conquistado, pero que era ella la que lo seducía y le invitaba a su mesa. Le sugería beber vino en lugar de cerveza porque odiaba la cebada.

Para cerrar tan prometedora noche, proponía a su conquista pasarla en su mansión. Sin duda, embelesado por tanta belleza y tantas curvas, él aceptaba.

Después de dos asaltos salvajes de sexo le entraba hambre, y, dulcemente, cual beso, le hincaba los colmillos en la yugular, succionándole hasta la última gota de sangre.

El vino mezclado con el vital líquido de su apuesto galán, eran su mejor cena.

Y precisamente aquella significativa noche, que a las 12,07 PM cumplía 500 años de haberse convertido en una mujer vampiro.



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Mensaje  achl Jue Ago 27, 2020 8:42 pm



Lengua encebollada



El caníbal guardaba la lengua de hombre en su nevera, envuelta en papel de plata. El alargado músculo diseccionado esperaba el cuchillo y el diente caníbal. El frío del congelador daba pequeños pero punzantes pellizcos a su mineral persona.

Tras guardar la lengua del asesinado, quiso darse una vuelta por las calles de Sevilla. Vestido informalmente, salía de la casa que había alquilado. Le extrañaba verse vestido por primera vez con pantalones vaqueros.

En el jardín, a la salida de su casa, una fuente en la oscuridad rimaba una melodía de seducción a un limonero. Un rayo de sol que, con sus curvas y semirrectas podía cruzar el cuadrado del tejado, ponía en las flores los colores del arco iris.

El caníbal caminaba despreocupado mirando bares y escaparates. Pero en su mente sólo había dos deseos: no parecer un turista y pasar desapercibido.

Sevilla ardía en julio, y a cualquiera podría someter de pronto a un ataque de calor y llevarlo al servicio de urgencia del hospital más próximo. El asesino, después de avanzar un buen trecho, oyó el silencio hablante de la Plaza de la Pila del Pato. Sacó un pañuelo de su bolsillo y se secó el sudor. Le costaba la simple maniobra, manco como estaba luego de la orgía de cerebros fagocitados que había lucido.

Aquella Plaza se correspondía con la sombra de un magnifico ombú, para que la gente que a ella se acercaba se aliviase un poco del calor. Y la fuente, de la cual salía un chorrito de agua del pico de un pato de bronce, suministraba una fresca caricia para aquellos días estivales asfixiantes.

El psicópata admiraba la estática belleza de todo el contorno, y también deploraba, con un gesto retorcido, el ruinoso estado de las casas colindantes, que parecían inclinarse aceleradamente, para más tarde desplomarse sobre la calle aplastando en su ruina a algún transeúnte.

Llegaba de pronto un niño vestido con calzonas y camiseta del Betis, pegaba una patada a su balón verde y blanco, obsequiando al loco con un beso lascivo de cuero. Otro niño, equipado con la indumentaria sevillista, ignoraba al loco y hablaba con su amigo bético, con esa voz que sólo los niños tienen cuando son niños.

El caníbal seguía caminando. El sudor le mojaba las nalgas y la espalda, empapándoselas con aversión. Se veía a sí mismo untándose aceite en su piel blanca irritada.

En una calle paralela, cuatro niñas jugaban a la comba.

Entraba a un bar, que olía a peleón y a carne asada; pedía una tapa y un vino; le servían carne encebollada, lengua realmente, y el aristócrata del crimen la devoraba acompañada de un añejo baco latino.

Salía feliz del bar. Le había gustado el vino, y más todavía la carne, pero también los azulejos árabes que había en las paredes.

Volvía a su casa y, nada más entrar, ponía una música clásica en su gramola.

Se asomaba al balcón de la casa y sus ojos miraban hacía la calle. Seis niños llevaban una pequeña cofradía de la Semana Santa, con un diminuto Cristo de plástico sobre un lecho con claveles reventones.

Volvía al salón y se ocupaba en descuartizar el cadáver que había dejado encima de la alfombra, la cual estaba roja por todas partes, por lo que tenía que deshacerse de su preciada decoración de suelo fabricada en Irán.

El esquizoide lloraba desconsoladamente por la pérdida de una alfombra tan exclusiva y tan valiosa.

Hacer desaparecer el crimen, lo liberaba del resto. Tenía que limpiar toda la casa con meticulosidad. Y después de todo, tanto trabajo para comer una lengua que ya antes había comido en un bar.

Se miraba en el espejo alargado del salón, y mientras lo hacía se iba enfureciendo consigo mismo.



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Mensaje  achl Jue Ago 27, 2020 8:49 pm



Llantos todos los días 16


Aquel dúplex anclado en un edificio del barrio Macarena era grande y también acogedor. Sin embargo, para que todo no fuese de mi total agrado, arrastraba en su historia una leyenda que hablaba de mundos paralelos y de dimensiones desconocidas.

El muchacho, espigado, delgado y rubio y con barba y bigote, de la Inmobiliaria, me miraba con una expresión de incredulidad después de contarme la historia:

____ Pero usted no se creerá esos cuentos, ¿verdad?

Pues sí, me los creí. Sin embargo, compré el dúplex, y al jueves siguiente, día 14 del mes corriente, me mudé. Mi hermana me ayudó con la mudanza. Y esa noche se quedó a dormir en mi nueva vivienda. Y todo iba ocurriendo con normalidad.

Habían pasado dos días de mi estancia en mi dúplex, cuando la siguiente noche oí palmariamente unos llantos. Y eran unos llantos de una mujer, que lloraba con una pena infinita. Pero, por más que me afanaba en buscar su procedencia, no sabía ubicar de dónde provenían.

De pronto, se hacía el silencio. Estaba yo en pie, en la planta de abajo, en la cocina, sin saber qué hacer. Y así me mantuve unos veinte minutos. Pero como no veía ni notaba nada extraño, decidí irme a la cama

Con el paso de los días me iba dando cuenta de que esos llantos se oían siempre el día 16 de cada mes. Nadie en del edificio sabía decirme el motivo del por qué sólo los días 16 se producías las dolientes quejas. Hasta que fui a visitar a mi vecina, la más antigua en el edificio, y en su casa hablamos. Me contó que un día 16 de abril de hacía 20 años, la esposa del propietario, Ana, había desaparecido de su casa.

La historia completa, según mi vecina, era esta...

Juan y Ana vivían en ese dúplex desde que se casaron y tuvieron sus tres hijos que, al cumplir sus mayorías de edad, se emanciparon. Ana era una mujer dulce, y Juan todo lo contrario; tosco y hasta agresivo, y no sólo con su familia, también con los vecinos. A Ana, el16 de abril de 20 atrás, no se la vio nunca más. Y Juan nos decía a todos los vecinos que lo había abandonado.

Todos, incluida la policía, sospechábamos que él la había asesinado. Pero, por más investigaciones que hacían y por más visitas al dúplex, no hallaban una sola prueba y tampoco el cuerpo. Y más tarde, el tiempo y el olvido han sepultado la historia.

Juan se suicidó de un tiro en la boca a la semana siguiente de la desaparición de su esposa. El remordimiento, unido a los comentarios de vecinos y de gente de la calle ayudaban en gran medida a tomar tan terrible decisión.

Para algunos se quitó la vida porque añoraba a su señora. Para otros, entre los que me incluyo, se mató por sentimientos de culpa. Pero los llantos siguen en el dúplex. Han hecho conjuros, exorcismos, han venido pitonisas, videntes, hechiceros... pero ni caso, alguien llora desesperadamente en el dúplex, suyo ahora, el día 16 de cada mes a las cuatro en punto de la madrugada.


Luego de la detallada información de mi amable vecina, volví a mi dúplex, pero más confundida que antes. Y el día 16 del mes corriente llegó. Preparé 16 velas blancas, las encendí y me fui a mi dormitorio. A pesar de acostarme preocupada, no tardé en conciliar el sueño.

Eran las 4 de la mañana del día señalado, cuando los llantos comenzaban. Vela en mano recorrí toda la casa, y entonces oí que los llantos provenían de un pequeño cuarto que no había sido revisado y que estaba destinado para trastos viejos, al final del pasillo de la planta baja, sin puerta, sólo oculto por una cortina.

Entré a ese cuarto y no vi nada extraño, sólo que allí los llantos se escuchaban con más intensidad. Al revisarlo entero, oí que la voz salía de un armario. Lo abrí y todo estaba en perfecto orden, vacío y limpio. Pero, en uno de sus ángulos, había restos de material. Empecé a temblar. Mi sospecha se estaba haciendo realidad: la madera del fondo estaba hueca. Con un tenedor y un cuchillo empecé a dar golpes, y luego tiré fuertemente de la madera que, al golpear contra la pared de cal, se podía ver que allí no había ladrillos.

Seguí tirando con más fuerza, hasta que podía ver que un huesecito saltaba, y con él, mi histeria salía a la luz.

Grité y lloré, nerviosa y palpitando hasta que me di ánimo para serenarme. Una vez que me encontraba medio bien, cogí mi móvil y llamé a la policía.

Dos agentes uniformados y un inspector vestido de paisano de la policía científica se presentaron en mi dúplex a los quince minutos de mi llamada.

Después de más de dos horas inspeccionando, el inspector me dijo:

____ La cal que usted ha visto ha sido precisamente la que ha evitado un mal olor por la descomposición del cuerpo de la pobre Ana, y el tiempo ha conseguido que todo quedase oculto.

Después de la exhaustiva explicación del inspector, pensé:

“El espíritu inquieto de la pobre Ana me ha guiado hasta ella. La infeliz mujer quería, al fin, descansar en paz para siempre”.

Y a partir del 16 del mes siguiente de mi traslado a aquel dúplex, nunca más se han escuchado llantos.



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Mensaje  achl Jue Ago 27, 2020 9:00 pm



Me enviaron a la guerra

¡Odio al alto mando del ejército español, odio a un capitán médico del ejército español y odio a la OTAN! Por una estúpida repercusión internacional, no han querido salvar la vida a una persona: ¡un niño de tres añitos!

La guerra olía como huele una carnicería, a sangre y carne fresca. Pero no estaba yo en una carnicería, estaba en la planta baja de un edificio semi destruido de Bagdad, la capital de Irak.

Pertenecía a Infantería Ligera bajo el mando de la OTAN, exactamente a “las fuerzas de choque”, vulgarmente llamadas “los barredores”.

Y no estaba allí por gusto. Me habían enviado a Irak como castigo o como perdón por haber tenido una dura pelea con un alférez de academia, “niño de papá”, que acosaba a una soldado compañera de filas, que el alférez sabía que tenía relaciones sentimentales conmigo.

En vez de un juicio militar, que me hubiese caído un año de prisión por haberle roto la boca a aquel pedazo de cabrón, un jurado me dio la opción de irme voluntario 6 meses a la guerra de Irak; lo que, sin saber a dónde me metía, aceptaba.

Llegaba y nos daban órdenes de que todos los barredores, divididos en 2 grupos de 10, nos desplegásemos en la parte recién bombardeada en busca de los llamados, en forma eufemística, “puntos sucios”; lugares donde aún pudiese haber resistencia armada.

Todo iba bien hasta que nos empezaba a caer balas, que venían de todos lados, así que corríamos a refugiarnos. Cuando nos informaban de dónde partían, abríamos fuego desde donde estábamos.

Mientras disparaba vaciando cargadores animaba a un colega que estaba justo a mi lado, al que llamábamos “Joven”, y del que no recuerdo su nombre. Le decía cosas como que de vuelta iba a follarme a su novia en su presencia, o que me cagaba en toda su casta, para que la ira le hirviese la sangre, dejase de temblar y empezase de una puta vez a disparar.

Pero al poco sentí un líquido cálido en mi cara. “Joven' me ha escupido, estará harto de mis ofensas”, pensé. Me giré, y no era saliva, era sangre. Una bala asesina había entrado por el hueco que había entre su chaleco antibalas y su casco, matándolo en el acto. Me miraba desde el suelo con inertes ojos y sangre en la cara.
Quedé desolado, sin entender por qué tenía que morir un chico tan joven. Hasta que me volví, con rabia y odio, cogí sus cargadores, para tener más reservas, y seguí disparando sin piedad.

El enemigo nos superaba en capacidad de fuego y posición. Nosotros usábamos de parapeto cualquier cosa, pero ellos se hallaban tras un muro de un bloque de más altura, por lo que mientras el sargento a gritos informaba de la situación por radio, hacía desplegarnos en previsión de lo que inevitablemente iba a ocurrir más tarde.

Desde aquel bloque alguien disparaba un lanzagranadas contra nosotros y, aunque el impacto se producía a más de 20 metros de mi posición, a todos nos envolvía una nube de polvo que se alzaba, dejándonos sin visibilidad. Pero seguí disparando sin saber aún que habían caído cuatro de los nuestros, además de “Joven”.

Cuando estalló la granada, instintivamente puse la mano sobre la cara del cadáver de “Joven”, como si con esto pudiese salvarle la vida. Lo cierto era que las cosas se nos estaban complicando. Los enemigos no dejaban de disparar. Sonaban rebotes de balas y disparos por todos lados. Pero eso no nos preocupaba demasiado. Lo que nos preocupaba era que ellos tuviesen más proyectiles para el lanza granadas, y, de un solo disparo nos mandasen a la mierda.

Estábamos bien jodidos, pero llegaron otros dos grupos de barredores e instalaron un lanzatorpedos, nueve ametralladoras y un carro protegido. Y los barredores que quedábamos seguíamos disparando sin parar contra los terroristas del bloque.

Tras disparar media hora seguida, las paredes del bloque, blancas, mutaban por sí solas por momento por los trozos que estallaban y las balas que las atravesaban.

Luego de la media hora, el cabo ordenaba alto el fuego. Pero seguía apuntando y era que, en ese momento en medio de un extraño silencio, que una mujer ataviada con un burka se asomaba a un balcón gritando palabras en árabe. No lo dudé. ¿Es qué podía dudar? Pulsé el gatillo y su cabeza voló. Tras gritos de dolor, volvíamos a disparar contra balcones y ventanas, hasta que el cabo decía ¡basta ya!

En vista del silencio que se hacía, en que estábamos una hora sin recibir disparos, a tres colegas y a mí nos mandaron entrar a la planta. Era yo el primero en entrar y el primero en verlos. A mi izquierda, hombres; y a mi derecha, mujeres y niños, y todos arrodillados sobre una haraposa alfombra, llena de vísceras y sangre donde estarían rezando. Civiles que eran secuestrados por los guerrilleros que nos habían atacado, no creían en la causa y no se defendían de nosotros.

Cuando comunicaba a mi cabo lo ocurrido, informaba por radio a la base. Tardaron poco en dar orden “poner bombas incendiarias en toda la planta” Era yo uno de los que escoltaba a los artificieros. Mientras ponían las cargas, no podía dejar de mirar a un niño de unos 3 años abrazado a su mamá. Algo me impulsaba a moverle porque podía ver que aún respiraba; sólo tenía un hombro herido por la misma bala que a su madre, tratando de protegerle, le había atravesado el cuerpo.

Taponando su herida con las manos, tras arrancarle un pedazo de su raída blusa, le pedí a un colega de Auxilio gasas y alcohol y que informase a la base que había un superviviente, un niño. Mi colega hizo todo lo que le pedí. Pero aún recuerdo la expresión en su cara cuando escuché lo que le respondían. Como si yo no estuviese allí, como si quisiese desparecer en ese momento y así no ser él el que repitiese esas palabras, me dijo que el capitán médico había diagnosticado por su cuenta que el niño no iba a resistir, así que no había supervivientes. Lo cierto era que el capitán médico no vio al niño y por eso no sabía si podíamos haberle salvado la vida. Simple y llanamente: el Pentágono no quería ningún testigo de nuestra carnicería.

Las bombas estallaban originando explosiones que arrasaban todo lo que cogía. Y mientras, corría con el niño en brazos hacia el punto en el que iba a recogernos un helicóptero. Sentado en el helicóptero con el niño en brazos, llegué a la conclusión de que sí había un testigo directo: yo, que contaría al mundo todo lo ocurrido.

El pobre chico “Joven” y aquella infeliz mujer irakí, que por un error maté, aplaudirían mi decisión, y también la aplaudiría un precioso angelito, de tan solo tres añitos, que, finalmente, moría completamente desangrado en el helicóptero, motivado por la falta de asistencia médica.



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Mensaje  achl Jue Ago 27, 2020 9:13 pm



Misterio en el cementerio


La joven pareja aquella de novio, o amigos con derechos, se estaba manoseando y besando apasionadamente, amparada en la siniestra oscuridad de la noche y oculta entre las sombras de aquel macabro lugar.

En aquel cementerio, anciano y mohoso, el único sonido que se escuchaba era el de unos besos y unas respiraciones aceleradas.

Pero, de pronto, también se podía escuchar un crujido seco.

____ ¡¿Qué ha sido eso?! -gritó la chica, sobresaltada.
____ Nada. Habrá sido el viento o algún gato o perro –le dijo el chico.

El joven seguía besando a su chica.

____ ¡He visto algo! -gritó de nuevo, apartándole de un empellón.
____ ¡Pero ¿qué haces?!
____ ¡Ahí, entre esas lápidas algo se ha movido! ¡Quizá una sombra!

El chico enfocó su visión hacia donde ella decía haber visto algo. Pero ni allí ni por las inmediaciones se veía ni se oía nada. Se levantó y se abrochó la cremallera de los vaqueros, se sacudió el polvo de la ropa y dio unos pasos.

____ ¡No vayas! –alzó ella la voz.
____ Tranquilízate. No pasará nada. Será algún perro callejero.
____ ¡Tengo miedo, siento un escalofrío! ¡Vámonos ya de aquí!
____ ¿Te dan miedo los muertos? –soltó él una carcajada.
____ ¡No hagas bromas con eso!
____ No te asustes, voy a echar un vistazo. Espera.

El chico avanzaba gallardo caminando, pero lo que quería era hacerse el valiente ante su chica. Sin embargo, también sentía un escalofrío inquietante, que iba más allá del frío húmedo de aquel viejo cementerio. No veía nada, ni escuchaba nada. Era un silencio sepulcral, casi sobrenatural.

Caminaba entre las lápidas de granitos pulidos. Las cruces e imágenes con manchas negras de moho que caían por las mejillas de las estatuas y que simulaban lágrimas, observaban al intruso que pasaba por delante de ellas, de las que colgaban flores, ya marchitas.

El corazón se le disparaba y, aunque no veía nada ni escuchaba nada, sentía como si alguien estuviese observándole, pero no sabía quién podría ser.

“¡¿Hola?! ¡¿Hola?!”, exclamaba al aire esa pregunta repetida.

Pero su voz se perdía en la oscura noche, y todo volvía a quedar en el más absoluto silencio. Su imaginación le estaba jugando una mala pasada; los asesinos aparecían tras las lápidas y los fantasmas se lamentaban por osar a pecar en un lugar sagrado. Empezaba a sentir pavor por verse solo en la noche y por esos parajes. Un remolino de viento gélido aparecía de la nada, bufando, y con la misma rapidez desaparecía. El joven se santiguó y decidió ir en busca de su chica, que la había dejado sola. En el camino de regreso temía haberse perdido entre los nichos, pero enseguida se dio cuenta de por dónde iba. Al llegar al sitio donde suponía que estaba su chica, veía que no estaba, sólo estaba su chaquetilla vaquera, que él recogió del suelo.

“¡¡Andrea!! ¡¡Andrea!!”, comenzó a llamarla gritando.

No había ninguna respuesta. ¡Lo que faltaba! Su Andrea se habría escondido para asustarle, como a veces hacía en otros lugares que no eran tan tétricos

“¡¡Andrea, déjate ya de bromas!!” “¡¿Dónde coño estás?!”, insistía.

Ni un susurro ni una respiración, sólo el sonido de su propio corazón, que latía cada vez con más fuerza. Se metía la mano en el bolsillo de la camisa, sacaba su móvil y Marcaba a Andrea y esperaba. Pero el sonido del timbre del móvil de Andrea no se oía por ningún lado. Daba señal de llamada, pero no lo cogían. Agudizaba los oídos por si Andrea lo hubiese puesto en vibrador, y así seguir con la broma. Nada.

“¡¡Andrea, sal ya de una vez, hostia!!”, sus miedos se iban enfureciendo.

Silencio total Empezó a andar de nuevo entre las tumbas, buscándola; ni rastro. Se asomó por la verja para ver su coche aparcado en la entrada; el coche estaba vacío. ¡Qué tontería! Si había cerrado con llave y él tenía la llave, no habría podido subirse a él. Miró por debajo de la valla por si le veía las piernas, por si estuviese escondida detrás. Nada. Afuera del cementerio no estaba, tampoco a un lado u otro de la valla Entró de nuevo, cada vez más nervioso, y dio otra vuelta por las calles.

“¡Andrea, me cago en la leche puta, déjate ya de cachondeo!, de nuevo gritaba con desespero y por vez más enfurecido.

Volvía a llamarla al móvil. Nada, daba señales, pero nadie lo cogía ni se oía próximo. Estaba comenzando a perder la paciencia, mitad cabreado, y mitad asustado por si aquello no era una broma, aunque de ello intentase convencerse.

“¡Vale ya por hoy este jueguecito ¿no Andrea?!”

No había ya mitades. Estaba al cien por cien asustado.

Miró lápida por lápida en la parte de los nichos, la entrada, el perímetro, el tanatorio contiguo… Ni el más mínimo rastro de la chica, ni el más mínimo sonido. No tenía ningún sentido lo que estaba pasando.

“¿Dónde se habrá metido como para no verla ni oírla? ¿A dónde se habrá ido? La carretera se adentra hacia las lejanas luces del pueblo, pero dudo que se haya ido sola y andando. ¿Por qué coño la habré dejado sola?”, pensó.

El chico estaba terriblemente asustado. Volvía a recorrer el cementerio por dentro y por fuera, llamándola a gritos pelados y al móvil, y los resultados eran idénticos. Ya no sabía qué hacer.

“¿Tengo que subirme a mi coche e irme dejando a mi chica aquí sola? ¿Debo seguir buscándola por si le ha pasado algo malo? ¿Debo recorrer otra vez el camino hasta el pueblo? ¿Debo esperarla en el cementerio? ¿Debo…?

Vengan preguntas y más preguntas a sí mismo, pero lo cierto y verdad es que él no tenía ninguna respuesta.



Y de la chica nunca más se supo

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Mensaje  achl Jue Ago 27, 2020 9:42 pm



Pánico en un hospital de Sevilla


El trabajo de basurero y los apestosos olores de los contenedores terminan pareciendo agradables a los olfatos. Mientras se lleva recogiendo muchos años desperdicios y sobras de comidas y de otras cosas, de cientos o quizá de miles de familias, la percepción olfativa se vuelve condescendiente. E incluso llega un punto en el que los olfatos normales, que antes no podían soportar olores nauseabundos, ahora los soportan con normalidad.

Luis podía distinguir todas y cada una de las especias que su compañera empleaba para preparar sus platos. Era capaz de separar, de identificar y de nombrar todos los condimentos, mientras saboreaba los bocados que estaban sobre la mesa.

Su esposa y compañera bromeaba con este asunto.

____ ¡Lo has vuelto a lograr! ¿Estás seguro de que en otra vida no has sido perro?
____ No creo, pero uno se acostumbra a trabajar hasta con mierda.

Pero había algo a lo que su percepción no podía acostumbrarse: el olor de la Parca. Porque los olores a descomposición y putrefacción no suponían problema para él. A veces encontraba mascotas muertas (gatos, tortugas, perros...) en el interior de un contenedor o debajo o detrás y también había logrado acostumbrarse a semejante fragancia.

Pero ese olor a descomposición de un cuerpo humano era el único que le causaba náuseas, palidez en la cara, e incluso insomnio durante las noches.

Muchos años recogiendo infinidades de restos inmundos en las calles, muchos años trabajando para reconstruir lo poco que quedaba ya de humanidad, para empezar una nueva vida, para crear nuevas ilusiones…

Cuerpos sin vida, hacía mucho ya que habían dejado de impresionarle. Pero, por alguna razón, el olor de estos le atormentaba.

Llegaba a su casa con el olor de la muerte impregnado en su cara, aun los gruesos guantes, las máscaras antigás y las medidas de seguridad, para no terminar criando malvas como todos aquellos desgraciados.

Su intento por despegar este olor de su piel sólo encontraba frustraciones. Un frote neurótico del cepillo contra ésta había cavado profundas hendiduras en su piel, creándole ampollas de sangre y raspaduras, que le provocaban un ardiente dolor al rozar la ropa con ellas.

Su niña insistía en que él olía bien. Puede que el olor estuviese tan incrustado en él que fuese lo único que su olfato percibía, o que el olfato de su pequeña hija no acertase a distinguir el olor de la muerte entre los olores de los jabones o las cremas hidratantes que su padre usaba para intentar mermar las jaquecas producidas por la pestilencia.

Y es que uno nunca se podrá acostumbrar a un olor tan turbio: el olor de la muerte es el olor del final.

A las cinco de la mañana, la rutina se apropiaba de la mente de Luis. Tambaleante, se levantaba de la cama.

Entraba al cuarto de baño y miraba su pálida cara en el espejo. Su densa y bohemia melena negra, que le caía hasta los hombros, dejaba entrever algunas canas que no había visto poco tiempo atrás.

“Jo, estoy ya empezando a hacerme viejo” -se dijo para sí, y de unos cuantos tirones acababa con un ápice de vejez en su cabellera.

Se lavaba la cara haciendo un especial hincapié en las grandes legañas que le salían de los ojos.

La barba de tres días comenzaba a darle un aspecto desaliñado, pero a su esposa le gustaba él de todas formas. Le amaba con locura.

“Si no fuera porque le gusta a mi María me afeitaba ya”, pensaba mientras paseaba su mano por su cuadrada mandíbula.

Se metía al cubículo de la ducha y giraba la llave del agua caliente, mezclándola un poco con la fría. No estaba dispuesto a pasar frío aquel día, a pesar de su costumbre de darse una ducha fría, para espabilarse por las mañanas.

Salía de la ducha tras una nube de vapor.

Su mujer le esperaba despierta junto a la cama. Luis se acercaba a ella con la toalla a la cintura y la rodeaba con los brazos.

Cada día se preguntaba cómo había podido enamorar a una mujer así, tan guapa, tan servicial, tan trabajadora... ¡Y tan buena de cara y cuerpo!

Pasaba su mano por el rubio pelo de su amada esposa, mientras plantaba un beso apretado en los labios abiertos de ella.

____ Ya es hora de irme al curro, cariño –le decía él, camino de su dormitorio.
____ Espera un poco. Estoy preparándote café y tostadas. Cuando ya estés listo, ve a la cocina –le decía ella desde el pasillo.
____ Me tienes demasiado mimado.

Luis se ponía unos calzoncillos, una camiseta blanca de lana, un grueso chaleco y se enfundada en su amarillo y negro uniforme fluorescente de basurero.

A pesar de trabajar con desperdicios de horribles olores, su uniforme olía como la mejor ropa de domingo. Gracias a su esposa.

Una vez preparado para salir, se iba a la cocina, y ya allí se tomaba un café solo y dos tostadas con aceite y jamón serrano.

____ Yo regreso a la cama, amor. Qué tengas un buen día -le decía ella, a la vez que le plantaba un beso en los labios.

Luis adoraba a su mujer. Era la mujer que siempre había soñado.

Antes de salir de su casa, diariamente entraba al cuarto de su preciosa hijita, la cual dormía ajena como de costumbre a los movimientos matutinos de su padre. La niña se espabilaba dulcemente por un apretado beso en la frente de su padre.

____ Sigue durmiendo, cielo -decía él mientras le acariciaba la cara, cuya caricia, casi ni sentía la niña, que enseguida se quedaba medio dormida. Pero antes de volver a quedarse profundamente, balbuceaba palabras ininteligibles, algo así como: “adiós, papá, te quiero”.

Luis, con una sonrisa que no cabía en su cuerpo, cerraba lentamente la puerta del cuarto de la niña de sus ojos.

Acto seguido, entraba a la terraza y se enfundaba sus botas de goma. Ya listo, cogía las llaves de su utilitario que estaban donde siempre, en el cuenco con el escudo del Betis grabado, ubicado en un rincón del mueble-vitrina del salón.

Y salía a la calle. Era de noche todavía, y el frío húmedo de Sevilla le calaba hasta los huesos. Así que corría hacia su auto, y lo primero que hacía era arrancar el motor, y pocos segundos después ponía la calefacción a tope, y, con un suspiro de alivio, las cuatro ruedas empezaban a circular.

Antes de ir a la nave de reciclaje, tenía que recoger a su compañero, Pepe, un chico que siempre tenía una sonrisa en los labios y una capucha en la cabeza.

Pepe era distinto a él; delgado y bajo. Luis se preguntaba de dónde sacaría la fuerza para mover los contenedores de basura hasta el camión, porque lo hacía sin ningún esfuerzo.

____ ¿Cómo estamos esta mañana, Luis? -le saludaba el chaval.
____ Ya ves. Vamos a partirnos la espalda un rato -contestaba Luis.

Luego de recoger a Pepe, se iban al local de su empresa. Como cada mañana, Pepe sorprendía a Luis con alguna historia.

“Hay que ver todo lo que ha vivido este chico para sólo tener 20 años”, pensaba.

La vida de Pepe había sido dura; criado por una familia pobre en un barrio donde la droga, el alcohol y la delincuencia era la única actividad. Su modo de ser y su fuerte voluntad habían jugado un papel básico hasta formar el hombre que era ahora; de los pocos de su barrio incluso de su familia que se ganaba la vida honradamente.

Había logrado salir adelante, sacarse el título de bachiller y aunque no podía seguir estudiando por falta de recursos, conseguía un trabajo en Lipasam, la empresa de la limpieza del Ayuntamiento de Sevilla. Con piso propio, ya se valía por sí solo, a pesar de su corta edad.

El largo parloteo de Pepe terminaba al llegar la planta de reciclaje.

____ ¡Ea, ya estamos en el tajo! -decía con energía Pepe.

Luis estacionaba el coche en el parking para empleados, y caminando se dirigían los dos hacia el garaje donde estaban los camiones. Y allí, se encontraban con el resto de la tropa, con la que repartía los territorios de la ciudad.

Ese día les tocaba la zona desde El Paseo de Las Delicias, hasta final del Paseo de la Palmera, más los barrios de Heliópolis, Reina Mercedes y Pedro Salvador.

Pepe y Luis saludaban al conductor de lo que sería su transporte durante la jornada de aquel día, Paco, un tipo obeso y callado. Su cara estaba ornamentada merced a un denso bigote y una enorme papada. Al igual que Pepe, siempre llevaba gorra embutida en la cabeza. Las manchas de grasas que llevaba en el uniforme le daban un aire asquerosamente dejado.

____ ¡Chavales, subiros al camión que salimos! -dijo Paco limpiándose la boca con un sucio y roto pañuelo.

Los contenedores de basura, atestados hasta la tapa, brindaban dolores de espalda a los basureros que se ocupaban de arrastrarlos hasta el camión.

Paco, sentado en el asiento del conductor, sólo se ocupaba de poner en marcha los mandos tras la orden de uno de los dos basureros, por lo general Luis.

____ ¡Jo qué más quisiera yo estar sólo pisando pedales y comiendo comida basura! -dijo Pepe mientras le ponía el seguro a uno de los contenedores móviles.
____ Para eso hay que saber manejarlo, y un camión no un coche, que tampoco tú sabes conducir -se burlaba Luis de su colega.
____ Bueno, vale… Sigamos con lo nuestro.

Los dos basureros iban subidos en la parte de atrás del camión. Luis daba un golpe seco al lateral del camión y éste empezaba a circular.

Para variar, Pepe le contaba otra de sus numerosas historias a Luis, cuyo le miraba y soltaba alguna carcajada de vez en cuando. Esta vez era:

“¡Y entonces el Lolo saltaba por encima del coche, colgándose del cuello del Juan! ¡Menuda paliza estaba a punto de llevarse! ¡Pero el Juan era listo y se escabullía del enemigo!”.

El parloteo de Pepe se detenía tras el sonido de los pistones del camión. Los dos se bajaban y arrastraban otro de los contenedores hacia el camión.

____ ¡Coño cómo pesa este! -se quejaba Luis.

Con gran esfuerzo lo llevaban hasta los brazos mecánicos del camión, que cogían el contenedor y agitaban la carga en su interior.

Mientras Luis y Pepe hablaban, no se habían fijado en lo que había caído dentro del compactador. Un hombre chillaba mientras las mandíbulas metálicas trituraban el montón de basura que habían acumulado.

____ ¡Hostia! -exclamaba Pepe-. ¡¡Paco, Paco para eso!! –pero Paco no se enteraba.

Luis, con el asombro fijado en los ojos, se había quedado en blanco. Pepe se iba a la parte delantera del camión, echaba a un lado a Paco y abría, apresuradamente, las dos mandíbulas de acero del camión.

Entre Luis y Pepe cogían con cuidado al hombre, que gritaba de dolor, y lo extraían del contenedor. Los brazos y las piernas estaban destrozados, y numerosas heridas invadían todo el cuerpo.

Luis sacaba el móvil de su bolsillo.

____ Tranquilízate y respira. Ahora vendrá la ambulancia –trataba de serenar Pepe al hombre, mientras Luis llamaba al 061.

Paco, que no se había enterado de nada de lo sucedido, se bajaba del camión al ver que sus compañeros no habían terminado con la faena.

____ ¡Dios, ¿lo he atropellado yo?! -gritaba el obeso conductor.
____ ¡Calla coño, que estoy intentando calmarle! –le decía Pepe.
____ La ambulancia está ya en camino -decía Luis, con su móvil en la mano.

El aspecto de aquel hombre era grave. Las piernas estaban en carne viva, y también tenía profundas heridas en los brazos. No se explicaba cómo diablos había acabado dentro del compactador.

Luis podía ver unas cicatrices circulares por las cuatro extremidades.

El herido tenía toda la pinta de ser un yonqui. Empezaba a convulsionarse y escupía sangre, y los tres basureros se percataban de que estaba orinándose encima sangre. Movía el tórax bruscamente hacia arriba y abajo golpeándose la espina dorsal, el cuello y la cabeza contra el suelo en cada descenso.

____ ¡Sujétale bien, no vaya a tragarse su lengua! -gritaba Pepe, mientras se quitaba un guante y metía la mano en la boca del yonqui, intentando evitar que se ahogase con su propia lengua.

Y a esto que el 061 no llegaba...

Dejaba de convulsionarse, pero antes que Pepe pudiese sacarse la mano, cerraba la boca con fuerza, aprisionándole los dedos en su interior. Un fuerte grito de dolor escapaba de los labios de Pepe.

____ ¡Abridle la boca! -gritaba-. ¡Abridle ya la puta boca, hostia!

Los otros dos conseguían separar las mandíbulas al yonqui, y Pepe sacaba su mano. Los dientes le habían cercenado cuatro dedos hasta el hueso, que había impedido que se los arrancase.

____ ¡Coño, duele que te cagas! -decía Pepe mientras cogía un pañuelo sucio que le tendía Paco.

El herido había dejado de respirar cuando, al fin, llegaba el 061, acompañado de un coche de la policía, cuyos agentes tomaban testimonios a todos los presentes. Los dos policías no parecían muy sorprendidos con aquel hecho.

Los auxiliares del 061 metían el cuerpo en una bolsa para cadáveres tras comprobar que había muerto, y se lo llevaron al hospital, junto con Pepe, que ya empezaba a marearse por tanta pérdida de sangre.

____ ¿A qué hospital lo llevan? -preguntaba Luis.
____ Al Virgen del Rocío -contestaba el chófer del 061.

Paco y Luis se metían en la cabina del conductor y al unísono soltaban un profundo suspiro. Para ellos dos, esa jornada de trabajo había terminado.

Era muy temprano cuando Luis llegaba a su casa. Su esposa le recibía con sorpresa, ya que nunca llegaba de regreso tan pronto.

Le contaba a María, su esposa, todo lo ocurrido. Al poco, la niña se preparaba para acudir a su colegio.

____ ¿Y Pepe está bien? –le preguntaba preocupada María.
____ No lo sé, casi pierde cuatro dedos. No podíamos creer que hubiese un hombre dentro del contenedor –respondía, meditabundo-. Cuando lo sacamos, su estado era lamentable, hasta que empezó a temblar y entró en coma. Pepe intentaba evitar que se ahogase con su propia lengua y por eso lo de sus dedos.
____ ¡Madre mía…!
____ En fin, llamaré a su móvil. Quizá ya esté de vuelta en su casa.

Marcó el número y esperó varios tonos.

____ No lo coge. Quizás haya sido más grave de lo que parecía. Lleva tú a la niña al colegio. Yo estaré aquí para el almuerzo -dijo mientras se cambiaba de ropa.
____ ¿Y a dónde vas ahora?
____ Al hospital a ver cómo se encuentra Pepe -aclaró Luis mientras se abotonaba la camisa-. Nos vemos después.

Luego de despedirse con dos sonoros besos de las dos mujeres de su vida, se subía a su utilitario, que era un Renault Clío, y se fue hacia el hospital.

Habían pasado dos horas desde que se llevaron a Pepe en la ambulancia y pensaba que quizá tuviesen que amputarle algún dedo. “¡Vaya putada!”, se decía Luis.

Aparcaba un poco alejado del hospital, en el Paseo de la Palmera, ya que en aquel Centro hospitalario a todas horas era difícil encontrar un aparcamiento.

Salía del coche y se encaminaba hacia el hospital. Un atasco de personas iba en la misma dirección que él. A medida que iba acercándose iba encontrando más gente. Hasta que llegaba un momento en que estaba en medio de un barullo que miraba un accidente: un choque frontal entre dos coches.

Hacía caso omiso a aquello y se iba a la recepción de urgencias, pero pensando que dónde mejor para tener un accidente que a las puertas de un hospital.

____ Buenos días. Quisiera ver a José Montero Herrera.
____ Un segundo, por favor.

Tras teclear el nombre en su ordenador la recepcionista, una chica rubia y guapa, le indicaba dónde se encontraba Pepe.

____ Está sedado, no podrá hablar con él hasta que se despierte –le informaba una enfermera, una mujer madura, pero bien conservada.

“¿Lo han tenido que sedar?”, pensaba de nuevo, moviendo la cabeza.

____ ¿Señor?
____ Ah, perdone. Puedo esperar –y se dirigía a la sala de espera.

Al rato, llamaba a la puerta de la habitación que le había indicado la recepcionista y entraba. Había dos personas más en la misma habitación.

Al final de ésta, tras una cortina celeste, se hallaba la cama de su compañero Pepe. Y, efectivamente, sedado y con la mano vendada. Tenía el brazo morado, tirando a verdoso. “Quizá se le ha infectado la herida y la infección se ha extendido al brazo”. Pero como no entendía de esto, paraba de pensar. Hasta ese momento no se daba cuenta de que nunca le había visto sin gorra. Su pelo era fino, liso y negro.

Mientras tanto, se distraía leyendo una revista, esperando a que despertase, o a que apareciese un médico y le informase. Pero, de pronto, una respiración acelerada le apartaba de la lectura.

Pepe se había despertado. Respiraba frenéticamente y tenía los ojos en blanco. Una gruesa vena le surcaba el cuello y él se ponía rojo por momento.

Luis se levantaba y, nervioso, enroscaba la revista y corría hacia la puerta.

____ ¡Un médico, por favor! –y empecé a gritar desde el pasillo-. ¡Dónde coño están los médicos cuando se les necesita!

Una enfermera llegaba a su lado y le pedía que le explicase la causa de sus gritos.

Al darse la vuelta, vio la silueta de Pepe a través de la cortina que le protegía de las miradas de los otros enfermos de habitación. Se estaba levantando.

Corría junto a la enfermera y ésta llevaba la mirada hacia donde se hallaba. Cuando la cortina no entorpecía su vista lo veía. Estaba en pie, y el vendaje que antes cubría su mano había desaparecido. Más cerca podía ver la pinta que tenía la herida. La mano estaba completamente negra, chorreando de ella sangre densa y oscura.

La enfermera, que no lograba salir de su asombro, lo único que alcanzaba a decir, con un fino hilo de voz, era:

____ Vo… voy… a bus…car buscar… un mé…di…co… médico.

Pepe se giró hacia mi posición. Su mirada delataba que algo no iba bien.

Su mirada estaba entintada en sangre y llena de odio. Apretaba los puños con tanta fuerza que sangre brotaba de ellos. Su dentadura se empezaba a astillar, lanzando pequeñas fibras óseas, quizá debido a la enorme presión que ejercía la mandíbula sobre los dientes.

Una voz de sus adentros le decía a Luis… “¡Vete de aquí!”. La mirada de Pepe había desaparecido. Ahora sólo quedaba un semblante enajenado, a punto de estallar en un ataque colérico.

La enfermera volvía a hablar.

____ ¡No hay ningún médico para…! -era interrumpida tras un placaje de Pepe, que gritando arremetía contra ella.

Pepe forcejeaba con la enfermera en el suelo, ambos gritando, hasta que conseguía él morderle un brazo.

Un intenso grito de dolor brotaba de los labios de la enfermera.

____ ¡Pepe, suéltala! –gritaba Luis.

Luis cogía por las axilas a un enajenado Pepe y lo arrojaba a un lado.

La enfermera gritaba como una posesa, gateando de espalda y alejándose del que acababa de darle un bocado, pero se incorporaba y corría todo gas seguida por uno de los pacientes-enfermos que se había incorporado de su camilla ayudándose del soporte del suero, que también salía disparado.

En la sala sólo quedaban Luis y otro paciente: una anciana de 90 años, que apenas se mantenía en pie y que estaba viendo el espectáculo desde el principio.

Pepe se levantaba y se desenredaba de la cortina en que se había enredado. Miraba con ira a Luis, pero no arremetía contra él, se iba directo a por la anciana.

____ ¡Para ya! ¡Para ya, Pepe! –gritaba repetidamente un impotente Luis.

Pepe corría hasta la anciana, y de un gran salto se posaba en la camilla, y después le hundía los dientes en la yugular.

____ ¡¿Qué coño estás haciendo, puto chiflado?! -gritaba Luis.

La anciana no esperaba esto, simplemente cerraba los ojos con una expresión de sumisión que aparecía en su cara.

Luis, con todas sus fuerzas, separaba a Pepe de la pobre anciana. Al hacer esto, un largo tendón del cuello de la mujer daba un latigazo y quedaba colgando, mientras brotaba sangre de la brutal herida.

La anciana empezaba a temblar convulsivamente, a pocos segundos de después de separar Luis a su agresor.

Pepe intentaba zafarse. Buscaba por todos los medios morder a Luis, y éste lo único que hacía era darle un puñetazo que le hacía caer, y luego se echó a correr.

Cuando Luis iba saliendo de aquel cuarto aparecían de pronto cuatro celadores que se iban directos a por Pepe.

Uno de ellos miraba a la anciana mientras decía en voz baja: “¡hostia…!”.

Los cuatros forcejeaban con Pepe, hasta que uno de ellos lo cogía por las piernas y los otros tres conseguían inmovilizarle los brazos.

Estaban a punto de administrarle un sedante, y la anciana, que Luis había dado por muerta, se levantaba. Su cuello dejaba al descubierto la enorme herida de la que no dejaba de salir la sangre, arremetía contra el celador que mantenía inmovilizadas las piernas de Pepe, con tal rapidez y tal fuerza que Luis nunca hubiese creído posible en una mujer de tanta edad y además herida de muerte

Seguidamente, Luis cerraba la puerta tras sí, dejando a los celadores, a Pepe y a la anciana a su suerte.

El pánico, finalmente, se había apoderado de él. Todo había ocurrido muy rápido.

“¿Por qué habrá enloquecido así? ¿Cómo diablos se ha levantado la anciana? ¿Por qué una mujer tan mayor se ha vuelto igual de lunática que Pepe?”.

Esas tres las preguntas martirizaban la mente de Luis, mientras permanecía clavado en aquella puerta escuchando estrepitosos ruidos de fondo.

Pero Luis empezaba a caminar. No quería quedarse más tiempo allí. Sin mirar atrás, comenzaba a correr hacia el ascensor.

Apartaba a una enfermera de un empujón y se metía en el ascensor. Pulsaba varias veces el botón de la planta baja, hasta que la puerta se cerraba.

Estrujando con ambas manos la revista, que no había soltado en ningún momento, trataba de racionalizar lo ocurrido, mientras un frío sudor corría por su frente.

Al llegar a la planta baja, su pánico se incrementaba cuando miraba las caras de las personas. Algunas corrían, mientras las otras, ajenas a la razón por la que huían, se limitaban a mirar con aire escéptico en la dirección de la que venían.

Luis se asomaba desde el ascensor: dos médicos y tres enfermeras salían envueltos en sangre de una sala, y un tipo desnudo les aplacaba y mordía ferozmente a uno de ellos. Seguido de este, otros dos, desnudos también, salían de la misma sala.

Luis, horrorizado, reconocía en el acto a uno de ellos: ¡era el yonqui que Pepe y él habían extraído del contenedor!


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Mensaje  achl Jue Ago 27, 2020 9:49 pm



Posesión masculina hasta el final


Cuánto le amaba. Y sólo con pensar que había muerto por ella, que se ofreció de holocausto para salvarla. Qué blanca reluce su piel, qué bello aparece dormido. Sus duras facciones, suavizadas por las caricias de La Parca. El pelo lacio caía en un desordenado flequillo que le tapaba un ojo.

Qué pena. No quería perderlo, lo amaba mucho. La gente se iba yendo, pero ella se quedaba. Le preguntaban si se lo llevaban ya. “Una noche más, quiero estar con él un poco más”, pedía. “De acuerdo”, respondían.

Una luz de luna se filtraba por la vidriera. Se echaba a su lado, le cogía la fría mano. No sentía la calidez de siempre. Cerraba los ojos y se dejaba llevar por los recuerdos. Estaba serena; triste y sola, pero serena. Oscurecía. De pronto, creía sentir su mano apretando la suya. Sentía presión en el pecho y vacío en el alma. Quería gritar, pero su fonador ni caso. Cogida de la mano de su amado, quería salir de la vida.

Al día siguiente, dos féretros salían de la misma sala y del mismo tanatorio. En uno, una joven esposa, casi una niña, con una expresión de espanto, a pesar de que le habían cerrado los ojos. En el otro, un chico inmóvil, en la misma postura en la que se encontraba el día anterior.

Pero en la cara del chico se dibujaba una egoísta sonrisa.


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Mensaje  achl Jue Ago 27, 2020 9:56 pm



Rifle vengador


Con esposa y cuatro hijos con ella y amante y sin hijos con ella, Eloy era un individuo bien parecido: alto, moreno y de 43 años. Se encontraba en buena situación social y económica y era una persona segura de sí. Pero quince días atrás, su amante lo había dejado por otro hombre, y desde aquella ruptura se sentía furiosamente despechado y con los ánimos bajo mínimos.

Aquel día, las sienes y el cuello le dolían cada vez más. Tomaba el tercer Ibuprofeno con un sorbo de agua, y luego dejaba la botellita de plástico en la mesilla de noche de su dormitorio, junto a un cuadernillo de crucigramas, amarillento, y una cajita de madera con dos dados de marfil; en uno aparecía el 5, y en el otro el 4. Con agua fría se refrescaba la cara, los brazos, las sienes y las manos, y después apagaba la luz del cuarto de baño y se iba a la terraza.

El aire fresco le venía bien para reflexionar, y así concentrarse. Arriba, en la terraza del ático, había vivido Sara, su amante (el ático lo había comprado él para ella, pero luego de lo que había ocurrido, lo recuperó para sí). Sara era una mujer, guapa y de 38 años, alta, morena, seductora…, que había dejado a Eloy por otro hombre, cinco años más joven que él y con mucho más dinero que él.

Eloy bien podría pasarse horas y horas ajeno a todo sumido en la más honda de sus obsesiones: observar con unos prismáticos a la gente que pasaba por la calle, nueve plantas abajo.

Bajo la luz de las farolas de la calle veía pasar a una pareja cogida de las manos; él, vestido con vaqueros azules, camiseta verde y botines blancos iba jugueteando con ella, que vestía minifalda roja, camiseta negra y botines rojos. Seguro que vendrían de una reunión entre amigos donde habrían “empinado el codo” más de la cuenta, a juzgar por la pigmentación roja en sus rostros, y sus andares tambaleantes. Iban dándose golpes de cadera mientras caminaban. Y a cada minuto, se paraban y en la boca se besaban. Él le cogía los pechos y el culo, y ella entrecerraba los ojos, y así se enviaban mensajes, como de anticipo de lo que vendría más tarde...

Eloy seguía mirando a través del visor de alta definición de su rifle, y ahora su vista recaía en una anciana que paseaba con su perrito negro; lucía la mujer falda y blusa negras, a juego con zapatos de tacón bajo; de un riguroso luto. El perrito ladraba a un gato que se le ocurría cruzar cual relámpago entre ellos, lo que irritaba a Eloy, pero no tardaban en alejarse la señora y el perrito.

Aparecía una chica rubia haciendo footing, mallas ajustadas color azul, a juego con vaqueros que lucía y que realzaba su figura. A través del visor, veía unos turgentes y firmes senos, lo que le hacía pensar que haría gimnasia. Estupenda figura. Respiraba hondamente, hasta que el dedo índice de su mano izquierda (era zurdo) acariciaba el gatillo y… pum. Un sonido seco perforaba la noche.

Una bala calibre 22 entraba limpiamente entre las costillas, perforando el corazón con precisión cirujana. La chica avanzaba un metro, hasta que su cuerpo, sin vida, caía. Llegaba el servicio de urgencias, pero no podía hacer nada por su vida.

Mientras los efectivos de urgencia aguardaban a que llegase la policía, una morena, con blusa blanca, que iba hablando por móvil, se detenía y preguntaba algo. Eloy era incapaz de leer sus labios, pero daba igual. No hacía falta: el mismo sonido seco, el mismo impacto e iguales resultados.

Los médicos aquellos la recogían del suelo y la subían a la ambulancia, que corría a lo Fórmula Uno, rumbo hacia la urgencia del hospital más cercano.

De nuevo daba en el blanco. Y esta vez, doble presa. Con una serenidad insultante, entraba al salón y de él pasaba otra vez a su dormitorio; y ya allí, limpiaba el fusil y el silenciador, ambos de última generación, los enfundaba en sus fundas de seda roja sangre, y, finalmente, los guardaba en una caja fuerte empotrada en hormigón y con clave digitalizada, que estaba oculta en su amplio y lujoso dormitorio.

E inmediatamente después...

Cogía de nuevo la cajita de madera en la que estaban los dos dados, los sacaba y, ceremoniosamente, los volvía a tirar sobre la mesilla de noche. Y ahora salían dos seis, seis dobles en las reglas del juego. Turno para una pelirroja.



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Mensaje  achl Jue Ago 27, 2020 10:08 pm



Terror y muertes en cadena en el bosque


El frío empezaba a asolar el bosque. El sol se ocultaba y teñía de rojo sangre las nubes. Parecería que el cielo se hubiese incendiado con las llamas del infierno. El silencio hablaba y el frío iba a más por segundo. La noche iba cayendo, y la ropa estaba pegajosa por el sudor, la sangre y el vómito empezaba a emitir un olor nauseabundo e insoportable.

Aquel joven seguía tan perdido como antes; deambulando sin fuerza por el bosque, sin rumbo, ni dirección, sin saber cómo llegó hasta allí, perdido en la nada, y con un loco asesino suelto que le buscaba y que, con total probabilidad, se conociese todos aquellos parajes mejor que él. Y aquel cuerpo muerto en el coche, horrible imagen que no se le iba a borrar de la cabeza en su vida. Increíble podría ser que una carne humana no se distinguiese de esas otras carnes que se compran en las carnicerías, o en los supermercados.

Si después de aquella horrible visión sobrevivía a todo aquello, se haría vegetariano. Sólo con recordarlo le hacía sentir una náusea. La violencia de las mutilaciones, las carnes desperdigadas, las desfiguraciones de los rostros y los pedazos que faltaban, sólo Dios sabría qué es lo que harían con ellos. Enseguida empezarían los llantos no bien comenzaran a recordarlo.

A lo lejos escuchó un ruido de motor de un vehículo. ¿Sería el asesino que cogido el coche y tirado el cuerpo? Ese vehículo, a mucha velocidad, se iba acercando. Por un momento no sabía qué hacer, si pararlo o pedirle ayuda o huir. Sin detenerse en las dudas, decidió esconderse. Finalmente, aquel vehículo hizo su aparición al final del camino donde él se encontraba, y se aproximaba velozmente, derrapando al coger una curva sobre las gravas y las arenas del camino.

Estando ya el vehículo a unos doscientos metros de la posición del joven, vio que no era el mismo que el que había visto con anterioridad. Además, este provenía de una dirección contraria de la que había dejado el otro.

Inquieto y tambaleante salió de su escondite y levantó los brazos con idea de llamar su atención. Sus piernas flaqueaban y se movían perdiendo el equilibrio, como un borracho. De pronto, los faros del vehículo iluminaron sus temblorosas piernas y su ropa mugrienta de sangre y vómito.

Se puso en mitad del camino, pero el vehículo no aminoró la marcha; de hecho, aceleró. Trató de esquivarlo saltando a un lado, pero ya era tarde y fue lanzado por encima del capó. Con un enorme crujido cayó sobre la tierra y, quedando a oscuras y terriblemente dolorido, aulló hasta casi romperse las cuerdas vocales.

La angustia era indescriptible. Sus piernas le ardían. Un dolor punzante le subía por la columna. Al retorcerse del dolor, éste se intensificó. A pesar del frío, comenzó a sudar, tanteando en la oscuridad sus piernas. Se clavó algo en los dedos, a la vez que el dolor le dio otra punzada. Iba a vomitar de nuevo y a desmayarse, pero trató de reponerse. El sudor le empapaba. El fémur de una pierna, partido en dos, había pinchado el dedo y sólo unida por una fina piel. Al partirse el fémur, se abrió paso entre los músculos y los tejidos con su filo hasta salir por la piel.

Quien conducía aquel vehículo era una mujer, cuya estaba en un estado de histeria. Lloraba desconsolada mientras sujetaba el volante y pisaba el acelerador. Reía entre sus lágrimas, pero sus risas se convertían en gritos de angustia y terror. Una niña pequeña, de unos cuatro o cinco años, que iba en los asientos de atrás, se despertó asustada.

____ ¿Qué ha sido ese ruido, mami?
____ Nada, cariño -trató de disimular.
____ Vuelve a dormirte, cariño -añadió.
____ ¿Qué te pasa, mami?
____ Nada, hijita. Todo está bien, todo está bien...
____ No, no está bien. A ti te pasa algo, mami.
____ ¡No me pasa nada! –se enfureció.
____ ¿Por qué entonces estás llorando, mami?
____ ¡No es nada, mi vida!
____ ¿Es quizás por mí?
____ ¡Por favor, cállate y duérmete ya!

Pero como vio que la niña no quedó conforme con sus explicaciones, se giró y, muy alterada, le dijo a la pequeña.

____ ¡Deja a mami conducir!

En ese momento se oyó un estruendo y el vehículo se detuvo en seco. La mujer pegó un tirón a su cinturón de seguridad, y la niña... bueno, estaba tumbada sin cinturón en el asiento trasero y acababa de incorporarse al ser despertada en el instante que su madre atropelló a aquel joven. Voló milésimas de segundo entre los asientos de la parte delantera. Cuando la mujer separó la cabeza del airbag, vio a su hija, inerte e incrustada en la luna del coche.

Aterrorizada y angustiada, preguntaba repetido con un hilito de voz...

____ ¿Susanita? ¿Susanita?

La niña movió débilmente su brazo y sus dedos, sin contestar. Su madre no estaba segura de si la había oído o era un acto reflejo de los últimos impulsos nerviosos del cerebro que acababa de estrellarse contra el cristal del coche. El suave cabello rubio de la niña se tornaba ahora caoba. La sangre manaba bajo su cuerpo retorcido, con la cabeza arqueada y la espalda quebrada.

No. no la había escuchado, y mejor así porque ya no quedaba consciencia ni vida en aquel pequeño cuerpo.

La madre empezó a reír a carcajadas cual loca. ¿A cuántas personas había matado en cuestión de minutos?

Desde que se desvió de la autopista, un río de vidas se llevó por delante. Algunas de ellas en defensa propia. ¿Pero y la de su pobre hija de tan sólo cinco añitos?

Se bajó del coche en medio de la oscuridad y vio que había chocado con un coche, en cuyo interior había el cadáver ensangrentado de un hombre. Lloraba y reía, y gritaba histérica, todo a la vez, mientras miraba entre el humo del hundido capó el cuerpo de su pequeña, sobre el salpicadero inmóvil, y la sangre y la sustancia gris empezaba a gotear.

El humo salía y salía. El depósito del combustible se había destrozado. Un reguero corría por la arena bajo el coche. La mujer lo vio y, riendo con el rímel corriéndole por las mejillas, cogió su bolso del suelo del asiento del copiloto. Al hacerlo, movió el cuerpo de la niña, que cayó hacia atrás al resbalar y dejando un rastro de sangre y sesos que brillaban relucientes bajo la luz del interior del coche.

Seguía riendo y llorando mientras, y temblando encendía un cigarrillo en el asiento del conductor y le daba varias chupadas seguidas. Luego bajó la mano izquierda con el cigarrillo en la misma y lo soltó, cayendo justo en el reguero de combustible. Y... ¡horror!

No hace falta meterse en detalles de lo que ocurrió poco después.

Aquel joven agonizante había perdido el conocimiento cuando le sobresaltó una llamarada inmensa y un rugido que resonó estruendosamente en todo el bosque.

Una bola de fuego se alzó en el aire por encima de los árboles, y un humo negro y tóxico empezó a formar una columna hacia las estrellas, cuando el fuego disminuía. Había sido una enorme explosión.

Aquella oleada de muerte irracional no cesaba, y aquel joven iba a terminar muerto también si no conseguía pronto ayuda médica. El frío era intenso y empeoraba el dolor de las heridas. La sangre estaba caliente; tenía un gusto enfermizo en tocar su sangre que al menos le hacía más soportable la helada. Le castañeaban los dientes y le dolían mucho las piernas. Con cada tiritón, se movía la herida y el dolor volvía más intenso y punzante, produciéndole un estremecimiento que le estaba causaba todavía más dolor.

Lo mejor era aguantar el dolor y mantenerse lo más quieto posible. Pero aquello era una tortura. Le era imposible permanecer quieto. Imposible ignorar las heridas. Le resultaba imposible calmarse.

Pensaba que iba a desfallecer de un instante a otro. También sentía un calor intenso en los muslos y la cintura, pero el líquido y el sólido que le proporcionaba ese calor no era sangre, sino orín y excremento, que no había podido evitar que se les saliese. Al menos, aunque repugnantes, le daban algo de calor.

Las estrellas brillaban poco en la negra noche. Sólo la luna iluminaba con una luz plateada todos los alrededores, y la blancura del terreno se llenaba de miles y miles de puntitos brillantes de hielo y escarcha. Y como hielo, el líquido del que estaba bañado el joven, también se empezó a congelar en su cuerpo.

Sin posibilidad de salvación por falta de auxilio y de ayuda médica, su vida poco a poco se iba apagando, consciente hasta el final.



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Mensaje  achl Jue Ago 27, 2020 10:21 pm



Vil Garrote el del Generalísimo


"Los amigos se pueden elegir, los familiares no".

Esas ocho palabras tomaban consistencia en la mente de Germán el día en el que fallecía su último abuelo.

A sus 30 años, había sufrido el zarpazo de luctuosas situaciones; ya le era conocido llorar finados próximos. Su padre dejaba la vida un año atrás, moría en un trágico accidente de tráfico en que había siete interfectos. Conducía beodo un camión de alto tonelaje y arrolló a un monovolumen que llevaba a un matrimonio y sus cinco hijos, posiblemente a algún destino veraniego. Todos ellos morían en el acto.

Año luego, su hermano moría reo de una sobredosis de éxtasis. Fenecía en el suelo de una sospechosa discoteca. El día que lo velaban, aún lucía magulladuras en la cara, resultado inequívoco de los golpes con los puños.

Todos sus familiares iban muriendo en años venideros. Caían como moscas tíos, tías, primos, hermanos. Un familiar tras otro moría cada año, desde el primero al décimo: su abuelo Anselmo.

El aciago anciano, a punto de cumplir los 90, víctima era de un accidente casero, facilitado por la desidia que suponía vivir solo, sin compañía. Se resbaló bajando las escaleras que daban a la alacena de su rústica casa rodando por los veinte peldaños de madera, fracturándose costillas y un omóplato, que era el causante de la muerte, cuando una astilla ósea le perforaba el pulmón derecho. Cuentan que los aullidos de dolor fueron escuchados en todo el pueblo durante minutos. Cuando el primer vecino llegaba, Anselmo Gil empezaba a criar malvas.

El tanatorio del pueblo sevillano de Peñaflor parecía haberse convertido en la tasca del pueblo. Un grupo de familias hablaba alegremente frente al cristal que separaba el ataúd con el cuerpo en completo rigor mortis.

Pequeños grupúsculos se hallaban esparcidos en aquella antigua sala, con el mismo granito pulido que la funeraria utilizaba en las lápidas de su clientela. Nadie lloraba allí. Pareciese que todos ansiaban el momento de enterrar al vejestorio y empezar a discutir el reparto de la jugosa herencia.

Cuando Germán presentaba sus respetos a su abuelo, expuesto en aquella mortaja blanquecina, un griterío provenía de la calle.

____ ¡¡Hijos de puta...!! ¡¡Hijo de puta el muerto...!!

Aquel insulto reverberaba en las graníticas paredes, abofeteando con su sonoridad a todos los presentes que, oprobiosos, salían a la puerta exterior.

Se sorprendía Germán, como todos, al descubrir que aquel improperio era lanzado por una anciana de unos ochenta y ocho o noventa años.

____ ¡¡Hijos de la gran puta, me cago en vuestros putos muertos y en todos ustedes cuando reventéis!! -profería la nonagenaria, amenazando a los más cercanos a ella con un báculo de roble y una cruz como filacteria.
____ ¡Oiga, ¿qué coño le pasa? -preguntaba uno de los presentes, hijo del occiso.
____ ¡¡Hijo de Satanás!! ¿Crees que puedo olvidar que ese cabrón mató a mi marido por un real? –gritaba mientras su dentadura se las veía canutas para mantenerse en su sitio.
____ ¡Era su trabajo! ¡Váyase antes de que la eche a palos, bruja! -decía otro familiar alzando el puño y haciendo gesto ignominioso con éste.

Pero ella volvía a la carga con su afilada lengua, a la vez que la gente regresaba a la sala del tanatorio, pero dos valientes seguían enfrentándose a la iracunda fémina.

Finalmente, se alejaba y se perdía entre las calles angostas y empedradas.

Germán pensaba, intrigado. “Cómo que era su trabajo”.

____ Tía Lola. ¿Qué es eso de que era su trabajo? ¿Quién era esa mujer?
____ ¿No lo sabías? Tu abuelo era verdugo -decía Lola, con su mirada soslayada y arrogante de siempre.
____ ¿Qué?
____ Ocupaba un puesto de verdugos durante veinte largos años. Y esa anciana era la esposa del primer ajusticiado por tu abuelo, que también era de este pueblo.

Un bofetón sentimental le azotaba como una patada en los huevos.

“¿Mi abuelo verdugo en la etapa del dictador?” Ahí es nada, pensaba.

____ ¿Qué hacía exactamente mi abuelo? –le volvía a preguntar a tía Lola, mientras miraba de reojo la expresión risueña que exhibía el cadáver en la caja.
____ Para que lo entiendas, él era el que giraba la manivela en el Garrote Vil –la tía le explicaba, simulando girar una manivela.
____ Suficiente, gracias -finalizaba Germán, intentando no ser descortés.

Una nausea a poco le causa un profundo vómito, mientras volvía la mirada hacia el cuerpo de su predecesor paterno.

Un río de recuerdos gratos era evaporado por el fuego que le originaba pensar en la crueldad del Garrote Vil, y en la imagen risueña de su querido abuelo activando aquel mezquino instrumento.

Aquella silla era usada en España, y en algún país de América del Sur para ajusticiar a los condenados a muerte. Aquel collar, aquel tornillo con la cabeza abultada que destrozaba vértebras produciendo un sonido característico y macabro, era activado por su abuelo, en su pueblo y en otros de la provincia sevillana.

¿A cuánta gente habría matado por un real, como decía aquella resentida anciana? Imaginaba, sin temor a equivocarse, que no era poca.

Seguía observando el cadáver con una repugnancia comedida, pero con todos los matices que ofrecían sus recuerdos infantiles. Se detenía en la sonrisa que mostraba su extinto abuelo.

De repente, algo le aterraba.

El pavor era tal, que gotas de orín fluían sin control, humedeciéndole los pantalones.

Cuando poco después comprendía lo que acababa de presenciar, dictaminaba que tenía que tomar un poco de fresco. Una vez fuera, mientras encendía un cigarrillo con mano temblorosa, intentaba dar una respuesta a lo que acababa de ocurrir.

Trataba de aclararse si todo lo acaecido era producto de su enajenada imaginación, o era tan real como los exabruptos de aquella desencajada anciana.

Pareciese que el amortajado le había guiñado un ojo. El iris vidrioso que se escondía tras el párpado muerto, le miraba unos segundos, aunque años para él.

Caminaba Calle Arriba para entrar en uno de los bares del pueblo, y allí tomarse un pelotazo. Intentaba convencerse qué todo lo ocurrido no era más que el resultado del cansancio y el estrés, provocado, en gran medida, por el largo viaje en su coche desde Berlín, donde trabajaba como delineante.

Mientras empujaba la puerta de un bar, un rugido mecánico le detenía en seco, en el justo momento de apartar con una mano las cortinillas de plástico que impedía la entrada a las moscas y a otros dípteros indeseables.

El sonido provenía de Calle Abajo, creciendo cada segundo que pasaba. Momentos después, divisaba un tractor a todo gas, rumbo al tanatorio.

La sorpresa se tornaba en temor, al ver que la conductora era aquella desahogada anciana.

Aquel tractor iba ensamblado a una pequeña cisterna que, por su aspecto, delataba que llevaba gasolina. Y un reflejo solar mostraba también que el líquido del interior brotaba azulado por decenas de agujeros.

Germán se echaba las manos a la cabeza.

El tractor entraba impetuoso en el tanatorio, destrozando la vidriera exterior, como si King Kong rompiese un juguete de papel.

Los alaridos se escuchaban durante pocos segundos, y daban paso a un torrente de explosiones, para finalizar sucumbiendo a la oscuridad más absoluta que Germán no había vivido nunca.

Cuando la negrura desaparecía, un blanco infinito le rodeaba en derredor.

Tras caminar, desorientado, unos minutos en aquella espesa neblina, topaba contra un objeto de madera.

Palpando, descubría que era una silla. Se sentaba en ella. Estaba cansado.

Por instinto, apoyaba la cabeza en el respaldo. Por sorpresa, un chasquido metálico le ponía un collar en el cuello. No se podía mover.

Crujidos de engranajes le hacían girar la cabeza. Y allí veía a su abuelo, que giraba una manivela. Mostraba unos ojos vidriosos y una sonrisa tenebrosa.

Germán cerraba los ojos y gritaba.

Cuando los volvía a abrir, el blanco le cegaba, pero ahora era por el color reflejado por la viveza de los fluorescentes de un hospital sevillano.


.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.


Una máquina cercana a su cama empezaba a pitar, que precedía a una inundación de médicos, periodistas y curiosos que en ese momento rondaban por la UCI.

____ ¿Cómo se encuentra usted? -le preguntaba un hombre con bata verde.
____ Confuso -podía contestar Germán-. ¿Qué ha pasado?, preguntaba.
____ Ha sobrevivido a la matanza del tractor de Peñaflor. Una anciana hizo estallar trescientos litros de gasolina mezclados con amonal.

Pero Germán dejaba de oír. Giraba la cabeza hacia un compartimento de al lado, oculto por un biombo azul. Un rugido metálico era lo que llamaba su atención; un susurro pidiendo ayuda era lo que le hacía reaccionar. Se levantaba de la cama, bañado por los lampos de decenas de flashes fotográficos.

Sólo él parecería oír una demanda de auxilio y también un traqueteo mecánico que le resultaba familiar.

Los presentes le seguían con la mirada. Germán apartaba el biombo y gritaba.

Donde los otros sólo veían un nimio espacio diáfano, él veía la silla del Garrote Vil con un cadáver con el cuello bermejizo y empapado en sangre. El cadáver era él, y el verdugo de ojos rubicundos y vidriosos era… ¡su abuelo Anselmo!

Los anonadados espectadores no entendían los gritos, y tampoco el motivo por el que Germán blandía un bisturí, que había cogido de una mesa. Cuando intentaba ensartar al verdugo, la imagen desaparecía y la sala volvía a quedar diáfana.

Detrás de él, podían oírse murmullos. Se giraba. Aterrado, veía que centenas de ojos vidriosos lo miraban. Furibundo, atacaba con objeto de defenderse.

Su mano se agitaba frenéticamente. El bisturí salpicaba las paredes de sangre, de trozos de músculo y de fluidos oculares.

Proseguía, hasta que alguien le reducía golpeándole la cabeza con un extintor.


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Despertaba. Una bata blanca era su única compañía en un candoroso cuarto del Centro Psiquiátrico Penitenciario.

Sin entender dónde estaba, se incorporaba y se iba hacia la puerta. Se asomaba por una ventanilla enrejada. Un grupo de personas parecía mostrar atención al interior de otras estancias iguales en un interminable pasillo.

Germán golpeaba la puerta.

La gente del exterior se giraba. Entonces, Germán veía en ella los ojos vidriosos que tanto le asustaban. Gritaba mientras se acercaban a él.

Vencido por el miedo, chillaba y metía con una fuerza sobrehumana sus pulgares en sus cuencas oculares. La sangre corría en sus mejillas y lo último que oía antes de morir desangrado, era la cerradura electrónica de una puerta moviendo los goznes.



A los verdugos se les reconoce siempre: tienen la cara del miedo


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Mensaje  achl Jue Ago 27, 2020 10:42 pm



Ajustes de cuentas por encargo

[b]Eran las 12 Horas PM y tranquilo aguardaba mi objetivo. Según mis cálculos, no debían demorarse en llegar al “Hotel Rincón del Amor”, que más que un hotel era un despropósito de cuartos guarros y empleados groseros, que no dudaban en despreciarte con sus punzantes miradas y sus gestos despectivos. Este hotel había cumplido los 50 años de construcción, como reflejaban sus paredes cuarteadas y amarillentas. El precio del alquiler por noche de un cuarto era asequible para todo bolsillo, y básicamente eran usados para follar parejas de novios y algunas casadas a espaldas de sus maridos. O, como en este caso, para esconderse por algún delito cometido ¡Qué ilusos los que se escondían! Siempre era este hotel el primer sitio de caza y captura de persona a asesinar. Protegida se sentía en este antro del infierno, hasta que aparecía yo de improviso y los encañonabas con mi pistola y… ¡pum! Se le acababa de un golpe la protección para siempre.

Volvía a mirar el reloj en la pared y removía mi Chivas sin hielo. Odiaba las escenas previas a la acción, en las que había que portarse como un buen chico y aguardar hasta el momento más discreto para “ajustar cuentas”. Así me lo ordenaba mi jefe:

____ ¡No me jodas Pepe! ¡Acaba ya de una puta vez con esas escorias, cuando estén en su cuarto, cuando caminen solos por la calle, cuando no haya nadie mirando la escena que te obligue a matarle! ¡Parece que no te enteras o no quieres enterarte, pero métete en tu coco que somos una empresa de asesinos, si no mostramos nivel, nunca evolucionaremos!
____ ¡Mata primero a la mujer, y que él vea cómo sufre, y luego mátalo a él! ¡Mata a todo lo que se menee en ese cuarto, joder! –añadía.

Esta pareja no debía representar problema, porque no iría armada, y mucho menos tomaría precauciones.

No sabía qué era que motivaba a mi jefe el haberme encargado este trabajo: quizá deudas, quizá rencor, quizá cuernos, quizá odio, quizá venganza. Cualquier motivo sería. Pero tampoco me importaba. Me había acostumbrado a no detectar síntomas de cargo de conciencia. Al inicio, cuando hacía mis primeros pinitos en este, ¿por qué no decirlo?, asesino oficio, había veces que tragaba saliva a la vez que pensaba: “Pepe, ¿qué estás haciendo?”. Pero, la fuerza de la costumbre acababa por acallar ese molesto grito de tus adentros, y apretar el gatillo se había convertido en pura rutina para mí, como un camarero servir una cerveza, o un panadero vender pan o un mecánico reparar un coche.

No me hacían esperar más tiempo del previsto. Estaba apurando mi tercer Chivas cuando aparecían por la puerta de entrada del cutre hotel. Tengo que confesar que esperaba hallarlos asustados, sospechando de todo, hasta de las horrorosas flores del vestíbulo.

Pero, despreocupados avanzaban riéndose y cogidos de la mano, balanceándolas cuales adolescentes. Ella reía a boca llena carcajadas, y su negra melena ondeaba al aire majestuosamente. Sus ojos negros eran guapos, su rostro angulado y sus labios esmeradamente pintados con carmín rojo. Lucía vestido negro, elegante y a su vez sencillo, pero ceñido, y su culo respingón causaba en mi entrepierna un cosquilleo. Caminaba con paso firme apoyada en largas piernas y zapatos negros de tacón de aguja. Sin imaginarlo, iba a convertirse en la víctima más atractiva que había pasado por mi macabra agenda.

Él, más bajo que ella, tenía pelo moreno, a su vez reía cómplice, acompañando con su risa pegadiza las carcajadas de su reina. Sus ojos eran grandes, las cejas pobladas y estilizadas, que ofrecían la disparidad de que era inevitable no mirarle. Seguía con esfuerzo el caminar ligero de su espectacular mujer, casi arrastrando los pies. Vestía vaqueros y polo azul, que marcaba bíceps. Intentaba dar sentido a que personas de buen nivel económico se alojasen en un sitio tercermundista, pudiendo hospedarse en algún lujoso y protegido Meliá, por ejemplo, y sobre todo el porqué de que reían tanto, si él sabía lo que de un momento a otro podía pasarle. Hacían buena pareja, pero de eso pasaba. La pasta que recibía de mi jefe por este servicio hacía mejor pareja conmigo que cualquier otra cosa.

Saludaban amables y risueños al recepcionista, pero éste ni los miraba, sólo les daba la llave de su cuarto, 213. Llamaba al ascensor y mientras se besaban en la boca. Ya abajo el sube y baja, entraban y subían. Decidí darles un cuarto de hora más para un último polvo. Las curvas de su jaca lo merecían. Pedí otro Chivas Al camarero de la barra, que lo veía con ganas de conversar:

____ Parece que va a llover –me decía mientras iba llenando el vaso.
____ Sí –contestaba, lacónico, a la vez que me encendía un cigarrillo.
____ ¿Matando penas?
____ ¡¿Cómo?! –había oído su pregunta, pero quería darle el tono representativo de que empezaba a tocarme los huevos.
____ Preguntaba que si está matando pena con otro Chivas -matizaba intentando buscar charla-. No recuerdo haberle visto antes por aquí y he supuesto que tantos Chivas y el venir a este sitio, tenía algo que ver con matar penas.
____ ¡Mira camarero metomentodo, bebo porque me sale de los cojones y no tengo ninguna pena! ¡¿Entendido?!
____ Disculpe –ponía cara seria-. Ya me extrañaba a mí. Se ve palmariamente que no es usted de esa clase de borrachos que van llorando por las esquinas –añadía, distanciándose por dentro de la barra.

El camarero esperaba más hilo de parloteo, pero como me veía el careto, se ponía a fregar vidrios. Y no quería seguir hablando con él. Por tanto, me sumergía de nuevo en el plan que tenía entre manos, y con dos tragos más, acababa el vaso. Dejaba dinero de sobra en la barra, para no pedir la cuenta, y me fui hacia el ascensor.

____ ¡Señor, se deja su cambio! -gritó desde la barra aquel chismoso.
____ Bote -respondía.
____ ¡Pero si sobran casi 16 euros! -exclamaba, cargado de razón.

Me giré enfurecido, pero controlándome. Era evidente que empezaba a tocarme los huevos: no podía evitar apretar los nudillos y los dientes y tener ganas de mandarle al... Pero no. Le respondí:

____ Quédatelos como propina o invita a una botella al novio de tu mujer. ¡Pero deja ya de joderme! –abrí un poco la chaqueta, para que viese colgando una pistola.

Dejaba escapar eso en un tono relajado, pero contundente. El camarero me miraba con cautela, y volvía a sus asuntos. No soy persona de palabrerío y más cuando uno quiere sacar algo a la fuerza. Decidí no coger el ascensor. Me iba relajando mientras iba subiendo las escaleras, hasta la segunda planta, directo al cuarto 213.

Ya en la planta y antes de acceder al pasillo, me ponía mis guantes negros de cuero y revisaba el cargador de mi pistola; 6 balas calibre 44. “Perfecto, no creo que esto me lleve más de 3 balas”. Pero no descartaba que tuviesen guardaespaldas, aunque un buen disparo a la cabeza me quitaba de tiroteos estúpidos y de gastar más de 6.

Yo y las balas, las balas y yo. Era una obsesión. Me gustaba saber la cantidad exacta de munición que necesitaba en cada caso. Una vez utilicé 14, pero todo estaba calculado; cinco escoltas, cinco jefecillos de pacotilla, y dos putas, además de una tía que era la chófer, y un gorila. Todos recibían su píldora vía craneal, empezando por el gorila, que tras una demostración de acrobacias y de movimientos de karateka, no tenía más huevos que gemir, no bien desenfundaba mi arma y lo encañonaba. Luego, disparaba a la chófer y, parapetándome en el sofá, aguantaba una ráfaga de tiros, pero recargaba 2 balas, y dos caídos más en combate. Mis últimas 2 eran relajadas, pues los supervivientes, las putas, corrían. Dos blancos en movimiento en recta trayectoria, ¡pum, pum!, y tías al suelo Aquello era un buen trabajo y poco riesgo. Esto de hoy, no pasa de una reunión de jubiladas para tomar té con pastas.

Llegué a la puerta del 213, tras un trayecto sigiloso y la pistola desenfundada. No había rastro de vigilantes, pero sí mucho drogadicto y puterío. Me daban ganas de abrir el cuarto y acribillar al gilipollas de los quejidos o al viejo que jadeaba en plena lid carnal, pero eso no me daba dinero y me haría gastar balas innecesarias.

Centré los ojos en la puerta y me di dos segundos para concentrarme. ‘Ya’, me dije, con disciplina, y apretando los dientes pateé con ira la cerradura que, sin resistencia, saltó por los aires. Y allí estaba la pareja, en la cama viendo porno en la tele, en pelotas y fumando droga. Mayúscula fue la sorpresa; ella se abrazó aterrorizada a la almohada, él se limitó a temblar y a tragar saliva. No dudé, con el brazo extendido disparé a la rodilla izquierda de la mujer, que gritaba de tal modo que era notorio el dolor esgrimido. Su rodilla estaba destrozada, y era anormal que saliese corriendo. Pero por si acaso, ¡pum! a la su otra rodilla. Doble bala doble agonía. Me acerqué a la cama, y, apuntando al hombre, golpeé con toda la saña que mi maldad permitía el rostro de la mujer.

____ ¡Ni se te ocurra moverte, o te taladro el culo, cabrón! -grité al hombre, que no paraba de gemir.
____ ¿Por qué a nosotros? -decía entre lágrimas aquel puto llorón.

____ Bien sabes tú por qué. Y deja de llorar, que me estás jodiendo. Calla y goza del espectáculo -y de nuevo golpeé a la mujer, rompiéndole el tabique nasal y haciendo que de su boca saliese despedido un buen chorro de sangre hacia la pared.

La golpeé hasta que me empezaban a doler los nudillos, aunque evitando en todo momento dejarla inconsciente. Debía sufrir. Eran órdenes. Y él, sufrir viéndola sufrir. En dos minutos, habría terminado. El plan estaba estudiado al dedillo: disparar a él inesperadamente, torturar a la mujer, matar a la mujer y acabar con él, incluyendo a algún intruso. Dos minutos, y no más de 6 balas.

Luego saldría por la ventana hacia la escalera de incendios, bajaría, me mezclaría con gente y me bebería un Chivas en un bar. Todo previsto. No más de 6 balas para dos y más alguna sorpresa. Regresé al mundo real destrozando la mandíbula de la mujer de un fortísimo golpe. La cogí del pelo y la arrastré hasta el minibar. Abrí la puerta y le metí su cabeza en el mismo. Miré sonriéndome a su mujer, cogí carrerilla, y como si balón de fútbol fuese pateé con fuerza su cabeza. El golpe fue bestial, y él no pudo evitar gimotear, cual nena; ella, o lo que quedaba de su cuerpo empezó a moverse (como muñeco colgado en el retrovisor de un coche) convulsivamente, y tras algunos segundos se quedó inmóvil. La puerta de la nevera acabó bollada, y alrededor un río de sangre aparecía. Hasta ahora estaba cumpliendo mi tarea a la perfección. Sólo quedaba el final, él, "la nena llorona".

____ Parece que tu putita y yo hemos roto el hielo -le dije, disfrutando del momento y soltando una risa que provocó en mi llorón amiguito una meada de terror.
____ ¡La has matado! ¡Ella no tenía culpa de nada y Sánchez lo sabe! -contestó.
____ ¡Vaya! Parece que el ver a tu putita tiesa te ha ayudado a recordar en nombre de quien vengo a matarte por encargo. ¡Te reíste de él, le tomaste el pelo, y esto es lo que te has provocado tú solito! –le dije, amartillando mi pistola.
____ ¡Espera, espera! ¡No me mates! Te lo puedo explicar...

Demasiada charlita y demasiada lagrimita. No quise evitarlo y disparé a los huevos, los mismos que no había usado nunca. Me hubiese gustado un enfrentamiento con él, un cuerpo a cuerpo o con una pistola cada uno. Le habría matado igualmente, pero al menos le hubiese dado una oportunidad a un monigote melodramático, que daba asco. Sus cojones sobraban. Aullaba con tanta fuerza que sentía las mías estremecerse, como en solidaridad. Llevaba una de sus manos a su destrozado aparato reproductor y no paraba de aullar.

____ Este es tu fin por encargo expreso del señor Sánchez. Espero hayas disfrutado del ritual y que te pudras en los infiernos, cabrón -le dije en un tono ceremonial.

Sus aullidos me invitaron a ser un poco más original, y en vez del clásico disparo entre cejas, le reventé de un golpe la mandíbula, y cuando levantó su cara, toda ensangrentada, le disparé en la boca. Parecía un aspersor esparciendo sangre. En breve espacio de tiempo, pasó a convertirse en masa inerte. Había cumplido mi tarea, sin casi mancharme. Ya me limpiaría los restos rojos cuando llegase a mi auto. Resoplé y me relajé. Asesinar me convertía en un depravado. A veces, no controlaba mi cuerpo, pero era él el que ejecutaba las maldades con la mayor de las crueldades.

Empezaba a volver a mi serenidad, cuando un leve rechinar de puerta en mi flanco derecho voló por los aires mi tranquilidad. Sin dudar desenfundé la pistola y apunté al hueco entre la puerta y el marco de ella.

Dispararía a lo primero que asomase, sin excepción. El tiempo que pasó era eterno y la tensión se podía cortar con un cútter. ¿Quién estaría allí? ¿Un matón? ¿Alguna mujer? ¿Un gato? ¿Un fantasma? ¿O incluso Sánchez, para ver mi trabajo? Lejos de mi fantasía, oí unos sollozos, pero diferente a los gimoteos de un cobarde o de alguna putita amedrantada. En ese momento me sentía inseguro.

____ ¿Quién coño anda por ahí? ¡Sal quien seas o te vuelo la tapa de los sesos! -dije en un tono que no daba lugar a mucha reflexión.

Quebrado ese momento de tensión, una cabecita, a metro y veinte centímetros del suelo, asomó. ¡Era un niño! Temblaba, con convulsiones. Sus ojos estaban enrojecidos y sus labios apretados, con pecas y pelo revuelto, y por su carita inocente abundantes lágrimas corrían. Me miraba nervioso. No sabía reaccionar y no tenía huevos de disparar; el blanco más fácil y el más difícil con el que me había enfrentado en mi puto empleo de sicario. Bajé la pistola y, sin saber cómo, de mis palabras brotaba un tono piadoso.

____ Sal de ahí y deja de llorar. No soporto ver a un niño llorar.
____ No quiero morir. Mamá me decía siempre que aún tengo muchas cosas que hacer en esta vida y que para esto tengo que cuidarme, porque si no, no seguiré viviendo. Y no quiero morir -dijo el niño, entre nervioso y limpiándose la nariz con la palma de la mano.
____ ¿Se puede saber quién eres? No puede ser que estés aquí. ¿Qué diablos hacías ahí metido?
____ Mamá dijo que hoy dormíamos aquí y que mañana nos iríamos con mi nuevo papá a la playa, los tres, y que si quería irme con ellos tenía que esconderme en este cuarto de baño y que oyese lo que oyese, que no saliese para nada -contestó con tanta naturalidad que me parecía haberle preguntado una estupidez- ¿Mamá está muerta? -alzó la mirada, compungido.

Si me hubieran cortado la cabeza en ese momento, me habría dolido menos que la triste pregunta de aquel crío. Puse mis ojos en blanco y sentí mi cabeza dar vueltas. “Y si es un niño, mátalo y vete de allí; le vas a ahorrar sufrir si le pegas un tiro y todos muertos”. Recordé las palabras de mi jefe, anteponiendo la lógica al sentimiento. Alcé el brazo y con la pistola apunté a unos ojos de mirada inocente y temblorosa. ¿Temblorosa? ¡Mi pulso sí que temblaba como la gelatina! No el niño, que aguantaba cual campeón, pero esperaba algo que provocase disparar. Si lloraba dispararía, porque le ordené que no lo hiciese, pero nada, no lloraba el mamón. Apretaba el gatillo e intentaba darme confianza para así poder mantener el pulso.

____ ¡Vete! -le dije, vencido por mi conciencia.
____ ¿No me va a matar, señor?
____ ¡No! ¡Pero vete ya!
____ Pero mamá me dijo muy claro que no me moviese de aquí hasta que ella no me lo dijese. ¿Mi mamá está muerta?
____ ¡¡Te repito que te vayas!! -grité con todas mis fuerzas.

Me miró, aterrorizado, y salió huyendo. Y yo, en pie, vencido por mi conciencia, vencido por un niño de apenas seis años. Había fracasado. El plan incluía matarlos a todos, y el niño seguía vivo aún. Si Sánchez se enteraba de mi error, el mismo me mataría.

Con una lágrima en cada ojo, enfundé de nuevo el arma, me abroché la gabardina, me ajusté la mascota y salí por la ventana, rumbo a la calle, rumbo a un bar cualquiera, sin nombre, a beberme cinco Chivas seguidos, y a pensar en cuántas balas iba a necesitar para mi nuevo trabajo: sobrevivir.
[/b]


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Mensaje  achl Jue Ago 27, 2020 10:48 pm



La casa de enfrente de mi casa

En la oscuridad de la noche, caminaba tranquila y sola por las estrechas calles que llevaban a mi casa. Acababa de salir de la academia, y aún me quedaba veinte minutos para llegar, y a todo esto que no empezase a llover, porque el cielo se estaba encapotando más por momento.

Enfrente de mi casa había una casa antigua y medio destruida. Por todas partes decían que en su interior se podían escuchar lamentos durante las noches. Yo nunca me había creído esa historia, pero de niña siempre me había invadido la curiosidad, y esa noche estaba con ganas de llegar enseguida a mi calle para comprobarlo.

Me fumaba un cigarrillo mientras subía las empinadas cuestas, tratando que nadie me viese, porque si mi madre se enterase que con tan sólo quince años había entrado en el vicio de fumar, una buena regañina me esperaba. Pero un minuto antes de llegar, apagué el cigarrillo, y, para que mi madre no me oliese a tabaco, me metí en la boca un chicle de menta, saboreándolo para despistar.

De pronto algo en mi interior me hacía parar frente a la casa antes citada. “¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Es que me voy a creer esos cuentos? Sólo lo dicen para asustar”, me dije. Pero pensé en mi amigo Tomás, que fue quien me contó la historia de una mujer asesinada allí, cuando un cristal rompiéndose me sacó del trance. Miré las ventanas de la casa y… ¡una sombra las recorría velozmente! “Vale, Eva, estás imaginándote cosas”, de nuevo me dije.

Me fui corriendo a casa, con el corazón en un puño. Tenía miedo, pero me justificaba con que Tomás me había gastado una broma de pésimo gusto. Pálida y más blanca que la leche me vio mi madre nada más entrar.

____ Eva, hija, ¿estás bien? -me preguntó, extrañada.
____ Eh… ¿Cómo…? Sí, mamá, sólo que un gato me asustó.
____ ¿Un gato?
____ Sí, un gato que salió corriendo de la casa de enfrente.

Mi madre empalideció. Parecía más asustada que yo.

____ ¡No te pares delante de esa casa nunca más, me oyes! –me dijo.
____ ¿Por qué? –le pregunté, empezando a sentir más curiosidad que miedo.
____ ¡Porque te lo digo yo! ¡Y punto!

Tras gritarme, entró a la cocina y cerró la puerta de un portazo. Me fui a mi cuarto para hacer los deberes. Conecté los cascos al portátil, lo encendí y puse mi música favorita. “Un poco de rock me vendrá bien para concentrarme en mi tarea”, me dije.

Me sabía todos los compases de este rock y los tarareaba a la vez que escribía. Pero esa noche le noté algo raro. De fondo se oía un gemido. Puse otro y lo mismo. “¿Qué está pasando?”. Me entró miedo, por lo que decidí meterme en la cama. Era tarde y seguro que el cansancio me estaba jugando una mala pasada. Horrible pesadilla se apoderó de mí durante la noche. Parecía real...

Estaba en pie, inmóvil frente a la casa antigua. Pero, de pronto, mis pies empezaban a caminar solos hacia el interior. Los gemidos que había oído en el rock se oían en mi pesadilla; era una mujer. Sin saber cómo ni por qué estaba quieta en medio del salón. Para estar la casa en ruina, el salón estaba en perfecto estado. Un ruido de detrás hizo girarme; no había nadie...

Seguí explorando. Hallé un cuarto de matrimonio y un cuarto de un niño. Parecía una casa normal. Los lamentos no venían de ningún lugar de allí. Bajé hasta el sótano. No parecía haber nada raro, hasta que vi algo en el mismo sitio que estaba; algo horrible había pasado. Tres baldosas que se movían lo ocultaban. ¡Ocultaban un cadáver!

Intenté despertar, pero el sueño no quería. ¡Mamá! intenté gritar, pero no tenía voz. Mi boca sólo emitía un susurro apenas audible. Empecé a correr en la casa buscando una salida, pero entrase donde fuese acababa siempre en el sótano de vuelta. “¿Qué ocurre aquí?”, me dije, al borde del llanto.

Nunca había pasado tanto miedo, hasta ahora. De quien fuesen aquellos huesos, no lo había matado un animal ni un humano. Un ente horrible era el culpable, con los ojos rojos como fuego y calvicie en todo el cuerpo, lo hacían repugnante. Su descomunal altura y sus afilados dientes no dejaban ver buenas intenciones. Traté de correr y gritar, pero aquel monstruo no tardaba en darme caza y matarme.

Y actualmente, a más de cinco años de aquel desagradable y horripilante episodio, aún sigue en mis adentros mi horrible pesadilla.



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Mensaje  achl Jue Ago 27, 2020 11:08 pm



Decidió irse con él


El tiempo se detiene en el momento en el que la vida deja de surgir, en el momento en el que los sueños dejan de existir, en el momento en el que ni siquiera tú mismo crees que tienes que seguir viviendo.

“La vida sigue”.

Oía susurrar esas tres palabras a todo ser viviente que rondaba por mi lado aquella calurosa tarde de julio, en el momento en el que las palabras eran agujas que tejían con hilo de dolor mi nuevo y renaciente corazón. Y las palabras se las lleva el viento, hasta en la más inmensa de las calmas. Los susurros no sirven de freno para parar la caída y ni las lágrimas expresan el miedo a que no existas. Sólo oyes un desapacible silbido de vacío. La nada impregna de ira las heridas. Y mientras, pasan los días

Nací cuando le vi por primera vez. 20 primaveras contaban aquellos luceros, de los que pude gozar de su mirada, y toda una vida por delante en la que podría pasar a su lado. La ingenuidad y la inocencia eran las partes más apegadas a mí, las partes más importantes de todos mis latidos.

Era un chico feliz, sonriente, amable, respetuoso, educado y sobre todo satisfecho y agradecido a la vida. La miel nutría el color de sus ojos, y el sol se escondía entre las nubes mientras éstos parpadeaban. Su pelo era del color del castaño, chirriante de fuerza; y su sonrisa... ¡oh, su sonrisa era la alegría de mi vida, el móvil de mis sueños, el símil de lo perfecto! Pero su belleza no se guardaba en apariencias, sólo mostraba lo que su corazón escondía. Era grande, sincero, chispeante… Una de esas personas que con sólo su presencia pone color a la vida.

Le conocí casualmente en una de esas oportunidades que brinda la vida, en uno de esos trenes que no se pueden dejar escapar. Y el tiempo se detenía en el momento que le vi marchar, sabiendo que sería la última vez que lo hacía. Se teñía el cielo de gris, sin dejar rayo de sol a la vista; las nubes se alineaban en forma de corazón, y yo cerraba los ojos creyendo que si lo veía sería fantasía. Pero cuando los volvía a abrir, ya se había ido, y lo único que en aquellas alturas aún quedaba en el aire, era un abominable vacío, que desde aquel día protagoniza mis días. No dudaba en gritar su nombre, para romper el silencio, pero la respuesta era mi propio eco. Rodeada de personas estaba, y me sentía sola, como si él se hubiese llevado hasta el último resquicio de vida que me quedaba, y sólo tenía fuerzas para llorar.

Nunca me habían gustado las gafas de sol, pero me las ponía para ocultar mis ojos, ahogados en dolor. Y no podía pronunciar palabra alguna.

Salí de aquel lugar, sin vida y sin saber a dónde ir. Mis pies sólo utilizaban la inercia para llevar mi cuerpo. Y mi mente andaba perdida en un lugar de aquel cementerio, intentando buscar y hallar el alma que acababan de arrebatarle, o, en su defecto, encontrarme yo con su alma. Seguían rociando lágrimas mis enrojecidos ojos, y mi pobre estado de ánimo pedía a voces la máquina del tiempo para poder volver a dar marcha atrás.

La gente que junto a mí permanecía, callada estaba; sólo aprovechaba los cruces de miradas para enviarme un compungido lo siento. Sin hablar me llevaban hacia el coche e iniciamos el viaje de vuelta. Quería pensar que aquella tarde sólo habíamos ido al cine y acabábamos de volver de ver una película triste y de ahí caras largas, pero las imágenes no eran reales, no pertenecían al baúl de mis recuerdos, no estaban en el cajón de mis olvidos, no acababan de dibujar la última pincelada de mi realidad. No, no eran míos mis pensamientos, no los sentía como parte de mí, quería que todos mis pensamientos desapareciesen cual bandada de pájaros.

Quería que volviesen a ser las 9 de la mañana de aquel 3 de julio, que él mirase al frente y no dejase que el sueño, la música, o lo que le pudiese haber llevado hasta la muerte, le arrebatase la vida. No lograba distinguir nada en el ambiente, sólo era rea de la mayor de las tristezas.

____ Leticia, ¿estás bien? -y entonces desperté.

Miré hacia el sillón trasero del coche y vi a mis dos mejores amigas, que me miraban fijamente. Sólo podía asentir con la cabeza. Volvía a mirar al frente y lloré de nuevo. Una de ellas me cogió de los hombros, sin decirme nada. Tampoco había nada que decir. Le di las gracias por estar conmigo en ese momento. También quería gritar mi dolor, pero nada de esto podía hacer. Aún no valoraba lo que acababa de suceder, aún nada había medido, aún no había pensado nada, en cada parpadeo aparecía la imagen de él. Sólo oía su voz, sólo olía su olor. Y lo más triste era que sólo podía sentir su vacío. Llegamos a casa y directamente me fui a la terraza. Miré el cielo con la vista obnubilada y lancé con fuerza al aire un “te quiero” sonoro salido de lo más hondo de mi alma. Recordé en ese momento uno de los mensajes que me envió, en el que se despedía con un “te amo”.

Ahora, uno de los millones de estrellas es su nuevo hogar, y fui yo quien lo imaginé mirándole y dedicándole un adiós. Por bonita que mi mente pintase la situación, en mi corazón sólo retumbaba ese adiós. No podía dormirme en toda la noche. Caía rendida a las ocho la mañana. Dormía poco y la semana pasaba entre forzadas sonrisas. No estaba yo preparada para dejarle ir de mi vida. No me consolaban los consejos de los amigos. Me agarraba fuertemente a todas las esperanzas de que eso no era verdad, al menos para mí.

Todas las noches del verano me sentaba en la terraza y miraba mi estrella, que yo había marcado como nuestro punto de encuentro. Había cogido por norma que cuando más sola me sentía, me iba la terraza para sentirme más cerca de él. Y una de aquellas noches estaba más sola que nunca.

Para mi sorpresa, los sentimientos que salían de mi corazón comenzaban a instalarse como independientes luces detrás de mí y sólo un sentimiento, que brillaba más que todos juntos, diseñaba hacia nuestra estrella la ruta de la felicidad. Estaba a punto de dejar este mundo, en el que la felicidad era el único sentimiento que a mi vida no pertenecía para acabar con todos los sufrimientos. Pero cuando me levanté para dejarme llevar por esa ruta, miré hacia atrás para despedirme de la vida; pero, de pronto, me hallé con todos los sentimientos brillando en la silenciosa penumbra, y detrás de las luces cegadoras veía a mis padres, mis amigas y a toda la gente que me quería explicándome un mar de infinitos momentos que aún me quedaban por vivir. Por sus cerebros afloraban recuerdos recordándome que, aun todas aquellas luces, había una luz más intensa, el sentimiento más grande que existe: la vida.

Llevé mi cara hacia el amor de mi vida, recopilando de cada poro de mi piel hasta el último hilo de las fuerzas que me quedaban. A través de nuestra estrella le miré a los ojos por última vez en vida, le di mi corazón en carne viva, y siendo presa de una inmensa soledad, sólo pude gritar: ¡llévame contigo, mi amor!

Y su alma inmortal nos contaba su final…

E inmediatamente después, a pesar de que sus padres y sus amigos estaban pendientes de ella, pero sin que les diese tiempo a reaccionar para detenerla, se lanzó al vacío desde la terraza de su piso de la décima planta del edificio. La altura y la inercia de caída despedazaban contra el duro asfalto un precioso cuerpo, destrozado anímicamente, de tan sólo 19 años.



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Mensaje  achl Jue Ago 27, 2020 11:17 pm



Infortunio

Me llamo José Antonio y tengo14 años. Mi familia es pobre. Mis padres casi nunca están en mi casa. Se pasan los días enteros trabajando para poder mantenernos y darnos la mejor calidad de vida posible, pero nunca consiguen gran cosa. Yo soy un chiquillo sencillo, extrovertido y altruista. No puedo acudir al colegio, porque tengo que ocuparme de mi hermana pequeña, y además tengo que recoger cartones y chatarras y luego venderlos, y así conseguir algún dinero para comprar comida y ropa para los dos. Son ahora las diez de la noche y acabo de darle la cena a mi hermana, la he aseado y la he acostado, y ahora estoy sin poder dormir. En mi insomnio me ocupo en pensar en cómo poder ayudar a mis semejantes. Soy sociable y me gusta socializar. Pero todo ha cambiado radicalmente tras tres sucesos macabros seguidos que han sucedido en nuestro mísero hogar.

Mi padre murió de cáncer. Estamos tristes y mi madre más que ninguno, hasta el punto de que no lo soporta. Después de la muerte de mi padre, ella quedó inmersa en una angustia total, entrando en melancolía, de la cual no pudo salir, y pocos días después se suicidaba. Mi hermanita de 4 años me llamó llorando, diciéndome: ¡ven, mamá está muerta! No comprendía el porqué de todo esto, pero mi madre murió porque no aguantó no ver nunca más a mi padre. Pero sí sabía que tenía dos hijos y no le importó. Después de esta desdicha, me puse a meditar. No había quién trajese dinero a casa, así que tuve que trabajar en la calle. Empecé en una tienda como el chico de los recados. Era poco lo que ganaba, pero suficiente para mi hermana y yo, y para la escuela de ella.

La muerte de mi padre me dolió mucho, y con el suicidio de mi madre me hundí en una inmensa tristeza. No sabía qué hacer con mi vida, ya había perdido interés por vivir. Pero fui fuerte e hice una cosa que a mi madre no le ocurrió hacer: pensar en mi hermana.

Mi hermana era pequeña y echaba en falta a mi madre, aunque con mi ayuda poco a poco iba sobrellevando su ausencia.

Luego de un mes, mi hermana enfermó; se quejaba mucho, tenía fiebres extrañas, decía que le dolía el pecho, que se iba a caer, que le temblaban las piernas, estaba sin fuerzas. La llevé al hospital y la ingresaron. A los dos días, el médico diagnosticó que era un serio problema del corazón, que la iba a medicar y a esperar a que fuese mejorando. Sólo diez días más vivió.

Mi vida era pésima, un asco. No entendía por qué pasaba lo que pasaba. Sin duda, tenía la vida en contra. Era pobre, mi padre murió de cáncer, mi madre se suicidó y mi hermana enfermó hasta morir, además no tenía parientes con los que pudiese contar. Estaba solo en este mundo.

Mi hermana murió porque no hallaron un donante. Iba a visitarla a diario al hospital hasta que me informó su médico que se quedó dormida y nunca despertó. Estaba destrozado, no sabía, no entendía, no quería entender el porqué de estas cosas, el porqué de la vida tan miserable que tuve, que tengo, y que no sé si tendré…

Si hay un Dios que se apiada de las personas, este caso era la excepción. Todos los días rezaba por mi hermana para que mejorase su salud. Pero nada. Y fue entonces cuando deduje que Dios no existe, que es una creencia creada por el humano para su comodidad. Los seres humanos necesitan algo en qué sostenerse. Los milagros, las fortunas y las desgracias son parte de la vida.

Hay cosas inexplicables que la gente dice “decisión de Dios”. Pero no, no es así. La gente, al no saber, lo asocia con el supuesto Todopoderoso.

Cualquiera en mi situación hubiese terminado con su vida. Yo no, yo, con fuerza de voluntad salí adelante, sin ayuda de nadie. Me propuse estudiar Medicina. Este iba a ser mi gran reto, porque me auto culpé de la muerte de mi hermana, sencillamente porque no pude ayudarla. Pensé varias veces en cederle mi corazón para que ella pudiese seguir viviendo, pero fue mi indecisión la que no me dejó coger la decisión correcta, además de que esto es ilegal y ningún médico se comprometería a ello.

Comencé a ir a la biblioteca local, a estudiar todo lo referente a la Medicina. Estudié durante unos años. Había aprendido mucho pero no era feliz. No tenía derecho a la felicidad. Un día, algo peculiar sucedía. Vi una persecución policial, podía escuchar la sirena de las patrullas que estaban a cien metros de mí. Venían a gran velocidad. El conductor del auto que estaba siendo perseguido giró a la derecha. Yo estaba en la esquina. Me había quedado paralizado. Vi que el auto, derrapando, venía directo a mí, el chófer había perdido el control por tan alta velocidad. Pero cuando salí del estado en el que estaba, era tarde. Abrí los ojos con miedo, sorpresa, desesperación, angustia y más emociones. Vi en dos segundos toda mi vida pasar delante de mí. Vi lo feliz que había sido de niño, y vi el cambio radical cuando me volví altruista. Vi la muerte de mi padre y la de mi madre, y también la de mi hermana, y todo lo que pasó después hasta llegar a hoy. Lo único que pude decir fue “mi infortunio aún no ha acabado”, y, de pronto, el coche perseguido impactó contra mi cuerpo.



Periódico local - Sucesos

Ayer, un auto se estampó contra la pared de un edificio y entre éste y el muro había un chico que, con un libro en mano, iba a clase de Medicina y cuyo ideal era curar a las personas. Seguía todavía con vida, tenía los ojos lagrimosos, brotaba sangre de su boca y sus oídos.

Algunas personas se fueron acercando al lugar del siniestro y cuando vieron que seguía vivo, trataron de levantar el bloque de hormigón que estaba incrustado en su cuerpo, sin lograrlo. La policía capturó al ladrón y asesino.

Después de unos minutos, el accidentado estaba tumbado boca abajo en el suelo para no ahogase con su propia sangre. A duras penas, habló y se movió. La gente que estaba a su lado le decía que no hiciese esfuerzos, que la ambulancia estaba en camino. Pero el chico no hizo caso y siguió esforzándose para poder incorporarse. Con enorme dificultad, sacó una cartulina impresa de uno de sus bolsillos.

____ Un bolígrafo -pidió con voz débil comenzando a expectorar sangre. Una mujer que estaba cerca puso uno en su mano, y la victima marcó con una X un recuadro y garabateó su firma. Era la aceptación de donar sus órganos. Luego, volvió hablar, sin dejar de soltar sangre a borbotones.
____ Si no puedo ayudar como médico, podré ayudar así -hacía referencia a lo que antes marcó con una X y firmó en una cartulina. Pocos segundos después, cerró sus ojos para siempre.

Y esta ha sido la última buena acción de un muchacho bueno, trabajador, sociable y generoso, a pesar de lo mucho y muy espantoso que le había tocado vivir antes de su extinta vida.



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Mensaje  achl Jue Ago 27, 2020 11:42 pm



La Parca apareció de ultratumbas


Se había acostumbrado y se lo imponía como norma vivir en soledad diaria y continua. Su vida era un alejamiento progresivo y continuado de la compañía de los demás, y del ruido de la ciudad, cuando sus padres, su única familia, a la que se prestaba para diaria compañía, murieron.

Sus 30 años se vieron libres de lo que para él representaba un penoso trabajo. Libre por fin de una obligada compañía podía hacer lo que quería: huir de aquellas calles, llenas siempre de gente, de coches y ruidos. Se trasladó a vivir a un núcleo de casas unifamiliares, recién edificado en una ladera de una montaña, donde, con el dinero de la venta de la casa de sus padres, se compró una de las casas apartadas de las demás, que estaba como las otras en la suave pendiente montañosa y rodeada de un jardín, además de un silencio denso y reconfortante.

Desde su porche podía ver en total amplitud la ciudad que, a lo lejos, se agazapaba bajo la densa capa de humo, con el infinito horizonte del mar al fondo y con lejana aparición de la tapia del cementerio. Un lugar al que acudía, ahora más a menudo que nunca. En él hallaba la paz que necesitaba cuando caía la noche, cuando se encontraba en los mejores momentos de su vida.

Desde que vivía en su nueva casa, rodeado de vecinos alejados y desconocidos que nunca veía y quizá porque su trabajo nocturno le había viciado algo del cuerpo, acostumbraba a salir a pasear las noches, cuando sabía que no podía encontrarse con nadie. Y era feliz yéndose por entre los árboles y las malezas desiertas, en medio de la noche entre un enorme silencio con pasos crujientes que, involuntariamente, sobresaltaba a confiados animalillos del bosque o alguna pareja 'resbaladiza,' que, creyéndole una aparición o un espectro del más allá, huía despavorida, sin que él tuviera el deseo de molestar a nadie y nada. Nunca se lo había preguntado para sí, pero… ¿sería una extraña enfermedad lo que tenía?

Jamás le preocupaba su manera de ser y de vivir, había sido siempre así y le gustaba como era, una sombra silenciosa anónimamente alejada de los demás, e ignorante a más no poder de toda relación humana. La sola presencia de un ser vivo, aunque un animal irracional, le inquietaba. Mientras tanto, pasaban días y años y cada vez se alejaba más y perdía más sus relaciones con las vidas de los otros. Durante el día, no conseguía la tranquilidad plena que tanto necesitaba, se encerraba en sus cuatro paredes, deseando que llegasen las sombras de la noche, para que, cuando se asomasen por la puerta, hiciera el tiempo que hiciese, perderse caminando en la oscuridad y vagar cual sombra andante.

Todas sus comidas las pedía por encargo, tratando por todos los medios de no ver a nadie ni relacionarse con nadie. Su paz interior, su ilusión por seguir viviendo, la encontraba en las solitarias y oscuras calles y en los recovecos y rincones aislados de la montaña, y fue cuando en aquel tiempo cuando comenzó a frecuentar más el cementerio, un placer mórbido, innato, que lo animaba. Lo descubrió en el entierro de los restos de un antiguo compañero del trabajo.

Aquella mañana llovía torrencialmente, y aun eso, como era costumbre en él se fue caminando bajo su amplio paraguas hasta el cementerio. Llegó allí temprano, era invierno y tardaba el alba. Las puertas de aquel tétrico recinto, al encontrase éste en obras, estaban desmontadas y caídas sobre el suelo. No obstante, entró y se dedicó a pasear de un lado a otro por las callejas vacías con las paredes llenas de nichos y tumbas, esforzándose en lento paseo en la semi oscuridad de la tormentosa noche en ver y leer los nombres y las dedicatorias a los difuntos.

Desde aquel día se acostumbró a tamaña macabra distracción, y cada madrugada encontraba la manera de entrar allí, y pasear una y otra vez por aquel silencio y aquella paz que tanto le reconfortaba.

Y fue en una de aquellas negras madrugadas cuando la conoció. Tranquilamente sentada estaba ella en las escalinatas de la subida a las terrazas superiores, a las que rodeaba un pequeño jardín. En su silueta negra de impermeable brillante y distante destacaba como un punto de luz en la noche una pequeña brasa de un cigarrillo. El amante de la noche se fue acercando, movido por la curiosidad que le despertaba la presencia de una mujer allí y a horas intempestivas y él, que no conocía el miedo ni sabía de apariciones ni de leyendas que se deducen de los cementerios para asegurarse de si la visión era real o una macabra alucinación, se acercó más todavía.

Lo primero que vio en ella al aproximarse fue una de sus manos, cuidada y fina, de dedos largos y elegantes. Fumaba, y el humo que se espesaba por la humedad del aire, se enroscaba en su abundante cabellera negra, que le caía ornando una cara serena y ausente de intranquilidad o de miedo.

Había dejado ya de llover y los millones de estrellas de un cielo limpio, se dejaban ver en el firmamento.

____ Buenas noches -saludó.
____ ¿Espera a alguien? ¿Le ocurre algo? -añadió.

La joven, que aparentaba veintitantos, parecía no sorprenderse, ni por la llegada del hombre ni por aquellas palabras que resonaron fuertes en el tétrico silencio y que hicieron un eco entre las lápidas de las tumbas cercanas.

La joven ni siquiera se movió para mirarle, sólo se limitó a recibirle con la indiferente mirada de unos ojos negros profundos y hermosos, como la noche que les rodeaba, pero ausentes de sentimientos, mientras que el hombre que acababa de llegar y de estar junto a ella iba recordando sus tristes experiencias sexuales con putas carentes de sentimiento y sólo movidas por el dinero. Nunca había conocido en profundidad a una chica. Su extraña manera de vida le había alejado de todas las mujeres, pero ahora tenía a su lado una que era realmente hermosa y que parecía compartir con él sus extravagantes distracciones.

Como si la actitud silenciosa y serena de ella le invitase a sentarse, así lo hizo y comenzaron una amigable charla que duró unas cuantas horas, justo hasta que las primeras luces del alba aparecían en la lejanía. Ella fue la primera que se levantó con intención de despedirse.

____ ¿Volveré a verte por aquí? -preguntó él.
____ Por supuesto -respondió ella.

Moviendo la boca para decir esto, labios gruesos y sensuales enseñando al hacerlo, una vez más mostró su blanca dentadura de dientes blancos y alineados.

____ En estos días tengo tanto trabajo que incluso me hace quedar aquí durante las noches para no tener que madrugar tanto -dijo ella.

Era verdad. Las luces en las oficinas cercanas que estaban al otro lado del jardín permanecían encendidas. Entonces, cuando se incorporó pudo ver lo alta y esbelta que era y cómo se movía en la noche con movimientos felinos.

____ Hasta mañana entonces. ¿Estará por aquí? -dijo él.
____ Seguro. No te quepa la menor duda -contestó ella.

Esperó a que ella entrase en su puesto de trabajo, apagase la luz y saliese, para, sin decir nada, acompañarla hasta la salida. Allí se separaban. Ella desaparecía en la oscuridad nocturna, y él se quedó mirando cómo se difuminaba, hasta desaparecer majestuosamente en la distancia.

El hombre amante de la noche se había enamorado, y ya desde aquella noche no dejó nunca más de pensar en su enamorada.

Enigmática, misteriosa, segura de sí, valiente, era lo que esperaba encontrar en una mujer, y la recién conocida parecía tener esas cualidades. Sentía que pertenecía a aquella mujer desde el mismo momento en que la conoció. Que él le pertenecía, se consideraba suyo. Aquella era, sin duda, la mujer de su vida.

Las horas les fueron eternas hasta la noche siguiente. Ahora esperaba la oscuridad como una ansiedad acuciante, como si en ello le fuese el resto de su vida. Por esto que de nuevo una esbelta figura se recortaba en la difusa claridad del blanco del mármol de las escalinatas. El corazón le dio un vuelco. Hablaron, pero los ojos del él estaban más pendientes de la enigmática mujer, como si no le importase nada más en la vida que aquellos oscuros y misteriosos ojos.

Hasta que, sin decir palabra, en un gesto voluntario, le cogió la mano y la estrechó con vehemencia.

La sintió fría, desagradable, pero al hombre no parecía importarle. Ella, mientras, sin inmutarse, le miraba desde la distancia y la frialdad de siempre, como desde lejos, desde otro lugar. Entonces, ella lo abrazaba, se pegaba a él con una fuerza extraña, impropia en mujer, y le pasaba los brazos como tentáculos por los hombros. Antes de que sus labios se juntaran, el hombre de la noche sentía que se perdía en él algo que no sabía entender. Muy fuerte empezaba a latir su corazón, y un rayo de luna, reflejado en la cara de su amor, le hacía removerse del espanto.

Ella estaba desfigurándose por momento, descomponiéndose a su vista. Su melena, antes abundante, se convertía en un pelo hirsuto y descolorido. Aquel hermoso cuerpo escapaba de sus brazos y desaparecía como por magia su volumen de carne prieta. Su corazón enloquecía, sus latidos eran punzadas de dolor que iban en aumento, le herían la garganta. Ella reía a carcajadas, con voz siniestra como de ultratumbas, que parecía venir del más allá

____ ¡jajaja! ¡Me buscabas! ¡Por eso he venido para llevarte conmigo, jajaja!

De pronto, la mano delicada de ella, que ahora era una garra de acero, penetraba como una saeta en su pecho y le aferraba el corazón con tal fuerza que él moría de dolor y asfixia. Moría, pero antes de caer al suelo, muerto, aún podía ver la macabra realidad del amor que había creído encontrar.

La mujer, ya no era sino un esqueleto descarnado, una calavera pelada de piel, con las cuencas de sus ojos negras. y un agujero en una boca sin dientes. Había conocido a la Parca. Su amor era la Parca. La Parca que una noche venía a buscarlo, que se alegraba con su nueva conquista, riéndose, burlándose del mortal, cuyos ecos aún resonaba en sus oídos como una macabra cantinela, cuando por fin perdía el mundo de vista.

Un infarto, uno más de los muchos que matan a diario a miles de personas.

Esa misma frase, igual, calcada, era la que dijo el médico forense después de haber levantado el cadáver del hombre de la noche.


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Mensaje  achl Jue Ago 27, 2020 11:49 pm



La Parca me llevó consigo

Era la última noche de nuestras vacaciones, y decidimos acabar con nuestras existencias del alcohol que llevábamos en la autocaravana. Yo no podía beber mucho, pues apenas emprendiésemos la marcha de regreso a casa, sería la primera en conducir.

Así que sólo me tomé un chupito Chivas. Y los otros, vencidos por el alcohol, caían en una semiinconsciencia. Me salía hacia afuera a despedirme del lugar.

Mi mirada se perdía entre las estrellas y la materia negra. El aire puro de la montaña me despejaba tanto que era capaz de resolver tres cubos de Rubik a la vez. Estaba a gusto acompañada de la Madre Naturaleza, en la sólo era una más en su entorno perfecto.

¡Crrrrrrrt…! ¡Crrrrrrrt...!

____ ¿Qué ha sido eso? -inútil pregunta.

Hay cosas que nunca entenderé y esta era una de ellas. Si en ese momento alguien me hubiese respondido... un ataque al corazón sería la causa de mi muerte.

¿Qué ha sido eso? Nada, tranquila, Pepa, soy un lobo feroz que ha pisado una rama sin querer.

Mis propios pensamientos hacían quitarle hierro al tema. Me repuse y apunté con la linterna hacia la dirección de donde provenían los ruidos. Y logré atisbar una prenda de ropa, y al acercarme más a verificarla, descubría un surco que provenía desde la autocaravana y que finalizaba donde descansaba la chaqueta de chándal de Pepe (uno de mis compañeros). Sin duda, era el rastro de un objeto pesado que había sido arrastrado. Me agaché y cogí una muestra de tierra para ver si estaba fría o caliente, incluso la olí. Y acto seguido me reí. Sin duda, vi demasiados episodios de KunFu en mi niñez. Mi humor siempre me había servido para superar las situaciones difíciles de mi vida.

¡Cronch...! ¡Cronch...!

¿Ruidos de bisagra oxidada de puerta y portazo? ¿Y en medio de la montaña? La situación me superaba, así que salí disparada hacía la autocaravana, como una mujer bala de un circo. Al llegar empecé a abrir la puerta. Imposible. Cerrada estaba con llave.

____ ¡Eh, chicos, abridme, por favor!

Nada. Habían bebido demasiado y no tenía yo ninguna esperanza de despertarlos. Así que intenté saltar por la ventana. ¡Mientras lo hacía quedé atónita! ¡Todos los chicos se habían evaporado!

____ ¡Como esto sea una broma, cabrones...! ¡Juro que os mato!

Pero mi interior me decía que algo horrible estaba pasando.

Me armé de valor y seguí el rastro que minuto antes había descubierto. Justo donde encontré la chaqueta. Así que rastreé la zona y di con una anilla metálica que sobresalía unos centímetros del suelo. Tiré de ella y se abrió una trampilla, a la que seguidamente una luz se encendía, dando paso a un largo pasillo. Caminé por él unos metros, pero cuando vi que las paredes estaban salpicadas de un rojo sangre, el miedo me superó y salí de nuevo corriendo hacía la caravana. Me metí como pude a través de la ventana; como no tenía llave, sólo me quedaba esperar a que se hiciese de día y así poder pedir ayuda.

No pasó más de un segundo y mi propia respiración me aterraba, cuando alguien empezó a golpear fuerte el techo. El pánico me dominaba de tal manera que mis cuerdas vocales se hallaban bloqueadas; no podía pedir auxilio. Mi corazón no aguantaría más esta situación, así que como mejor pude volví a salir.

La última escena que mis ojos vieron fue a un hombre con barba larga, con cara de psicópata, y con las tres cabezas degolladas de mis compañeros, colgando de sus manos y siendo golpeadas una y otra vez contra el techo del vehículo.


Súbitamente, mi corazón se paró y caí desplomada


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Mensaje  achl Vie Ago 28, 2020 12:03 am



Letal al acecho


Bajo la negrura de la noche, casi invisible y con un aleteo silente, un búho se cernía contra un incauto roedor, demasiado grande para ser un ratón, demasiado pequeño para ser una rata.

____ ¡Parece una cobaya, papa! -gritó entusiasmado Curro.

Como cada verano, padre e hijo salían todas las noches, prismáticos en mano, para observar en una finca familiar los movimientos de los animales nocturnos. Pese a que el niño se veía a sí mismo “mayor por tener diez años”, seguía entusiasmándose como la primera noche.

____ No es una cobaya. ¿No ves la cola? Es una ardilla -dijo a la vez que aquel pobre animal profería chillidos lastimeros, preso de las garras afiladas del rapaz.

Curro miraba la escena con frialdad, y una entereza impropia en un niño. Sus ojos, azules intensos, se quedaban prendados de aquella orgía sangrienta que se estaba desarrollando frente a él. Sin pestañear y sin inmutarse siquiera.

Era la primera vez que el niño presenciaba una escena como esa. Era la primera vez que ambos veían en directo una lucha por la supervivencia en la Naturaleza.

____ ¿Sabes papa? Si naciera de nuevo me gustaría ser búho. Creo que es el malo perfecto: rápido, invisible y sigiloso, no deja huella y es eficaz.

Paco dio un respingo. No podía creer lo que estaba escuchando por boca de su hijo que no sólo disfrutaba con la carnicería que tenía ante él, sino que había descrito perfectamente el modus operandi de un asesino.

____ Así es, hijo, sigiloso –le dijo a la vez que un escalofrío recorría su espalda. Tragó saliva-. Será mejor que nos vayamos ya a la casa -añadió.

“Sigiloso”, repetía para sí dos veces más, yéndose hacia el viejo caserón, ubicado en el corazón de la finca, en medio de la arboleda.

Aún impactado por lo ocurrido ante sus ojos, Paco arropó al pequeño Curro y le dio su correspondiente beso de buenas noches.

____ Sigiloso -dijo Curro con expresión triunfal.
____ Muy bien -le premió su padre revolviéndole la mata de pelo rubio.

Tras asearse y ponerse su pijama de verano, Paco cerró la puerta de su cuarto, pero cuando las yemas de sus dedos no habían hecho más que rozar el pomo, notó una corriente de aire a su espalda, que le heló la sangre. Despacio y con su castigado corazón a doscientas pulsaciones comenzó a darse la vuelta.

____ Papá, ¿mamá volverá? -preguntó Curro con los ojos bañados en lágrimas.

Aliviado, Paco abrazó a su hijo y, mirándole a los ojos, le fue franco.

____ Mamá no va a volver, hijo. Está en el cielo con los abuelos, pero ya hablaremos de eso otro día -ahogó las lágrimas- ¿Quieres dormir esta noche conmigo?
____ Da igual. Es... es sólo que la echo de menos -dijo entre sollozos- Tengo que ir a hacer pis -concluyó, mientras se iba hacia el aseo.
____ También yo la echo de menos, hijo –respondió pesadamente, sin saber el poco tiempo que le quedaba para reunirse con su esposa.

Tras bajar a comprobar que la puerta de la calle estaba cerrada, volvía a su cuarto. Abrió la puerta y no le dio tiempo a reaccionar y ver lo que se abalanzó contra él.

Como fulminante rayo, una sombra lo atacó. Sobresaltado y desorientado, sintió un corte en el pómulo derecho, de donde empezó a manar un chorro de sangre tibia que le empapaba toda la cara.

Un intenso dolor en el pecho que le era familiar hacía acto de presencia, y que se agudizaba y le paralizaba el brazo izquierdo. No podía gritar. Caía fulminado.

Mientras exhalaba su último aliento y desesperadamente se agarraba a la vida que le quedaba, veía al búho, “sigilosamente” posado en la barandilla de la escalera.



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Mensaje  achl Vie Ago 28, 2020 12:13 am



Salsa Roja


____ ¡Muérete ya, cabrona!
____ ¡Muérete tú, hijo de puta!
____ ¡Vamos a morir los dos!
____ ¡Mejor tú sola!

El hacha caía certera sobre el cráneo dejando el filo bien ajustado en el hueso. Muy pronto, pequeños arroyuelos de sangre nacían de aquella herida recién estrenada, buscando la ruta más rápida hacia el suelo, surcando la tierra de estrías y arrugas que formaba la cara de la anciana. Pero la mujer no caía súbita, y a pesar del shock que suponía un ataque sorpresa, mantenía una lucha sobrehumana por no perder la consciencia. Sus piernas, desgastadas por tanta debilidad, se tambaleaban hacia delante, atravesando la cocina a pequeños trompicones para luego buscar el apoyo de la encimera.

A cada paso parecía que fuese a derrumbarse, pero conocida su indómita fortaleza, se iba zafando del desplome en un terrible slalom, mientras que su cabeza se movía de un lado a otro, espantando moscas con el mango de la herramienta en ristre.

Una mano trémula abría el cajón del menaje y se revolvía nerviosa entre tenedores, cuchillos y cucharas, oxidados. Al límite de su fuerza, asía fuerte un puntiagudo útil de trinchar carne y encaraba a su marido, que iba tras de ella, presto para rematarla con sus propias manos.

A la media vuelta, el filo atravesaba el pellejo de la garganta del viejo con facilidad, pero la anciana resbalaba en su propia sangre, tropezando hacia adelante. Al estar férreamente asida al cuchillo, mientras descolgaba su peso en el improvisado arma estiraba el hondo tajo hacia abajo abriéndole la garganta por completo.

Los dos cuerpos se precipitaban hacia el suelo, cual cámara lenta, doblando codos y rodillas lastimosamente, mientras las heridas desparramaban sangre por doquier, y aún tenían tiempo de dedicarse ‘piropos’ mirándose ferozmente a los ojos, e incluso con énfasis:

____ ¡Puta del demonio!
____ ¡Baboso, cabrón!
____ ¡Se acabó nuestra historia, zorra!
____ ¡Nunca debió empezar, maricón!

Su hija entraba a la casa con sus propias llaves, alertada por la falta de respuesta a sus repetidas llamadas de teléfono. Al entrar a la cocina, se daba de cara con aquel dantesco episodio que acababan de protagonizar sus padres. Se llevaba la mano a la boca y soltaba el bolso, descolgándolo en la manilla de la puerta.

Se iba al salón para despejar de su mente la macabra visión y daba improvisados rodeos alrededor de la mesa de centro intentando ordenar sus pensamientos. Tenía que planificar tranquilamente lo que iba a hacer a continuación.

Se iba a su cuarto y desnudaba su cuerpo del elegante vestido y los caros zapatos, para calzarse unas ajadas zapatillas y cubrirse con una bata de su madre. Mientras se mudaba iba musitando algo en voz baja, como hablando sola, echándose en cara a sí misma la responsabilidad de aquel macabro suceso.

Sacaba un juego de sábanas usadas y la extendía una sobre otra, sobrepuestas por encima del edredón. Se dirigía al baño portando toallas que las dejaba en la mesita para que estuviesen a mano. Retiraba la estera, y por último traía varias cosas del botiquín y del costurero de su progenitora.

Volvía a la cocina, donde los ancianos reposaban retorciéndose sobre una pequeña laguna escarlata. Con esfuerzo lograba levantar a su madre del suelo, para después arrastrarla como podía desde la cocina hasta el dormitorio, cuidando de no golpear el mango del hacha, sorteando los diferentes obstáculos. Una vez al pie de la cama soltaba el peso muerto sobre el colchón y resoplaba de alivio.

Extendía los brazos y las piernas de la anciana y enderezaba su cuello, calzándolo con dos toallas, mostrando al techo su desangrada cabeza y el mortífero estandarte clavado en su frente.

Aquel esfuerzo la obligaba a tomarse unos minutos de descanso, aprovechando el momento para encenderse un cigarrillo e irse a la nevera para saciar su sed, y para coger un bote de salsa de tomate frío. Se sentaba para fumar y apuntalaba su cara, apoyando el codo en la mesa y la palma en la mejilla. Permanecía así unos minutos, descansando mientras miraba a su padre, agonizando en el suelo.

“¿Por qué me hacéis esto?”, se dijo, y exhaló una bocanada de humo

Apagaba la colilla en el fregadero y se disponía a seguir con la penosa tarea. Cogía a su padre por debajo de las axilas, y lo iba arrastrando poco a poco, teniendo que hacer varias paradas.

Luego de un rato, el varón se hallaba tumbado sobre la cama, al lado de su mujer, permaneciendo derechos los dos y con los ojos vueltos en blanco. Su hija, exhausta, prendía otro cigarrillo, que quedaba colgado en la comisura del labio inferior en una pose poco femenina quedando pegado al grueso carmín que cubría sus labios. Otra salsa de tomate la ayudaría a reponerse del esfuerzo.

“¡Esta es la última vez! ¡¿Me oís?! ¡La última!”, se decía, ahora en voz alta.

Sus padres yacían sus desvanecimientos en el lecho conyugal. Pero si hija tenía que ocupar el resto de la noche en recomponer bien el luctuoso desaguisado; cogía con firmeza el hacha y lo sacaba con cuidado de la cabeza de su madre, pero estaba tan bien encajado que tenía que ayudarse con un zapato de su padre, usando su tacón como un improvisado martillo, y con repetidos golpes iba desencajando la asesina herramienta. Por fin, el arma salía de un empellón, llevándose consigo la peluca, y al tirar con tanta fuerza, casi se cae de espaldas.

“¡Joder! ¡La última vez! ¡Lo juro!”, ahora gritaba al aire.

La sangre de la herida mostraba un tono marrón, debido a que se había coagulado. Aun eso, el filo le servía de tapón y no llegaba a perder demasiados litros. Ahora, le tocaba el turno a su padre, que había sufrido un enorme desangrado y aún brotaba hemoglobina fresca por el manantial abierto en la garganta. Cogía agua oxigenada y limpiaba lo mejor que podía la piel alrededor de la herida. Luego, con aguja e hilo grueso y con paciencia, iba bordando la arteria carótida que estaba seccionada; y después los músculos de alrededor y la piel exterior. Cuando acabó pensó que era una chapuza de operación y que remendaba mal el descalabro, pero no tenía ganas de esmerarse más. El zurcido serviría de sobra para sus propósitos. Proseguía con su madre, una operación más delicada, habidas cuentas de que tenía prácticamente abierto el cráneo. Primero, saneaba de pelos la herida, puesto que el hachazo había seccionado la peluca e introducía pelos en su interior.

Con el cinturón de su padre ataba bien ceñido el perímetro de la cabeza para juntar las dos mitades del hueso antes de sellarlo con pegamento. Tras una espera y un nuevo cigarrillo, soltaba el cinturón y cosía la herida. El resultado no la preocupaba porque todo iría cubierto por una nueva mata artificial, pero le preocupaba la parte de los sesos que había sido sesgada y que acarrearía alguna secuela.

Antes del alba había fregado el suelo de la cocina dejándolo completamente limpio. En la lavadora estaban dando vueltas todas las prendas ensangrentadas, y el cubo de la ropa sucia esperaba sábanas y toallas su encuentro con el detergente para un segundo turno de colada A su padre lo había trasladado al sillón del salón, donde reposaba su consunción, tapado con manta tras haber sido lavado y mudado con ropa limpia. A su madre le había aportado las mismas atenciones, pero permanecía acostada en su cama, tapada con sábana. Se las había compuesto para remover las manchas, variando alternativamente la posición de la anciana.

La noche había sido agotadora, y el último cigarrillo tras la tarea más engorrosa, le sabía condenadamente bien. Ahora iría suministrándoles a sus padres un bote tras otro de salsa roja, hasta acabar las existencias. Al otro día se encargaría de rellenar de nuevo la despensa con remesa fresca, llena de vitaminas. Como hacía siempre.

Ya no tenía tiempo para regresar a su casa, así que descansaría en la de sus padres. Comprobaba que todas las persianas estaban cerradas y se tumbaba en el sofá. A oscuras pensaba en su error y en sus consecuencias, y concluía que sus acciones egoístas habían llegado demasiado lejos. No obstante, había decidido que se darían juntos otra oportunidad. A fin de cuentas, todo había sido promovido por el amor que les tenía. Les había pagado con la misma moneda. Sus padres le habían dado la vida, y ella les devolvía el favor regalándoles sus atenciones.

Pero sus ancianos padres dependían siempre de sus cuidados; no podrían valerse por sí mismos. Seguirían viviendo sus vidas austeras de sensaciones, enclaustrados en su casa, ignorantes de días, ajenos de noches, inconscientes de sus condiciones, ausentes de sus legados... E incluso desconocían que sus certificados de defunción reposaban en el registro civil hacía ya treinta años.

Pensaba que un matrimonio ejemplar, en todos los aspectos, capaz de soportarse, cobijado en el cariño hasta llegar a las bodas de oro, podría seguir eternamente su idílica historia, pero, por alguna razón, el cerebro no está preparado para soportar la omnipresencia de una misma persona más años de los debidos. La coexistencia marital se tornaba en martirio, y estos últimos cinco años habían sido un calvario de convivencia mutua. Simplemente no se soportaban. No había nada más que decirse y cada cual buscaba su liberación en el otro, reclamaban su derecho a quedar viudo como cualquiera, el poder echarse de menos, derramar una lágrima, pero sin llegar a ver la misma cara eterna de la otra persona, y menos sumidos en un encierro involuntario guardado bajo llave por su hija, condenados para siempre, de por vida, a encontrarse en cada rincón de la casa.

Ya no se hacían preguntas y tampoco cuestionaban las extrañas circunstancias de sus vidas. Sus cerebros funcionaban despacio, a impulsos primarios, reteniendo un odio, que más tarde o más temprano salía a la luz de una forma descarnada.

En los cinco últimos años se habían estrangulado, quemado, cortado, machacado, pero, incomprensiblemente, sus carnes se recuperaban de los daños, regados éstos abundantemente, con una deliciosa salsa roja que su hija, siempre complaciente, siempre servicial, y siempre amable se encargaba de administrarles cada noche.



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