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SÓLO ESCRITOS NARRATIVOS

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Mensaje  achl Vie Ago 28, 2020 11:21 pm





A otra cosa mariposa


Los zurcidos que sostenían su corazón acababan por soltarse tras el último desengaño. Había soportado infidelidades, mentiras, triquiñuelas, carantoñas falsas y te quiero hipócritas, simplemente porque seguía enamorada de él.

Podría odiarle y repudiarle como si la vida le fuese en ello, pero esto no constaba en el cuaderno de su idiosincrasia. Y dado al profundo amor que aún sentía por él, se auto ilusionaba imaginándose que, a corto o a medio plazo, podría ser posible que cambiase, que sabía que en el fondo también la quería, pero una súbita reflexión, quizás Deífica, le hacía ver que de ninguna de las maneras estaba dispuesta a pasar de nuevo por otra tormentosa espiral.

Salía del ático que compartían y se sumergía en la marabunta, sin saber a dónde ir. No quería ver a nadie, ni tampoco tener que escuchar de amigas: “te lo dije, no te quería, nunca te ha querido, tienes que mandarlo ya a la mierda”. Una vorágine de pensamientos estaba a punto de explotar en su mente, vidriosa, empero, no podía evitar que un torrente de lágrimas corriese por sus mejillas, ni podía dejar de sentir un gran vacío que hasta le cortaba la respiración.

Sin saber cómo, se veía en el interior de un centro comercial de su ciudad, donde, entre otros comercios, había una librería. La Literatura se había convertido en una colega inseparable en sus largas y tristes noches en vela, capaz de aislarla de la amargura y de llevarla a algún lugar donde las personas creían en el amor. Se iba presurosa hacia el departamento de libros a que la informasen de lo que realmente necesitaba. En aquel departamento había miles de almas buscando lo mismo que ella. Con urgencia enfermiza necesitaba saber cuánto antes cómo digerir la ruptura, cómo sembrar un ápice de esperanza entre las cenizas. Absorta en los títulos, sentía una cierta calma, pero no menguaba su dolor.

De pronto, veía cómo una chica clavaba su mirada en ella. Le devolvía la mirada y la desconocida le enviaba una sonrisa, que por segundos la reconciliaba con la vida. Pero esa exigua calma tornaba a frustración al ver que de los ojos de aquella chica brotaba la lascivia, a la vez que le hacía gestos obscenos, tocándose los pechos y la entrepierna, sin pudor y a pocos metros de ella. Huía consternada de aquel lugar, pero sorprendentemente, o no tanto, dado a que ella era una mujer guapa con un buen cuerpo, iba siendo seguida por la otra, que lo más probable sería que era una desesperada lesbiana en busca de alguna presa femenina.

Instintivamente visualizó la imagen de su extinto esposo y también la de los pocos pero intensos momentos con él en intimidad, pensando en que era una mujer que sólo le gustaban los hombres y que ni remotamente le atraía la idea de pensar en un romance con alguna mujer. Sentía una ira incontrolable.

En un arrebato de entereza se enfrentó a la chica mirándola con ojos de rechazo; mirada que al menos servía para que la otra dejase de hacer obscenidades. Pero como parecía una pervertida y no cejaba en su afán de seducirla, se fue hacia ella y le propinó un fuerte gancho con el puño en la cara, el cual borraba de un plumazo toda lascivia.

____ ¡Y vete ya antes de que te rompa la cara entera! –gritaba, sin duda poseída por su condición de mujer femenina íntegra.

Sin oponer resistencia, limpiándose la sangre de la nariz y la boca y con el cuerpo encorvado, la desconocida corría avergonzada y salía de la librería, empezando ella a sentirse mejor. Pero no atinaba a poner en pie de dónde le había salido semejante valentía para enfrentarse con decisión a alguien, incluso con violencia. Se justificaba diciéndose para sí misma que había sido provocada de una manera tan cerda como inesperada.

De pronto tomaba una determinación. Tenía claro que no necesitaba ningún libro del departamento de ayuda para su caso.

Convencida, se encaminó con pasos firmes y decididos hacia la agencia de viajes, que también había en aquel centro comercial, y ya allí eligió un punto de destino, para empezar a escribir una nueva historia de su vida que en ese preciso momento acababa de comenzar.



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Mensaje  achl Vie Ago 28, 2020 11:26 pm



Aquellos ojos



Lo despertó el sonido de la lluvia. Las gotas golpeaban contra el cristal de la ventana de su dormitorio. Una suave luz que salía de su cuarto atravesaba el pasillo, entraba por la puerta entreabierta y posibilitaba ver parte del salón. Los restos de la noche anterior allí permanecían: una botella de Chivas medio vacía, y un paquete de Winston con apenas dos cigarrillos dormitaban en el rincón de las desganas. Se levantó. No quería pensar en lo que había ocurrido unas horas antes. Le costaba razonar con acierto, pero haciendo un esfuerzo conseguía recordar el motivo de lo que serían sus mayores desvelos en los próximos días: aquellos ojos…

La noche anterior se había desarrollado en la misma línea de lo previsible: el mismo bar, el mismo ambiente, entradas y salidas de personas. La ciudad, Sevilla, se hallaba tranquila, todo lo tranquila que puede estar una gran ciudad los fines de semana. El cielo, a pesar de estar completamente despejado, no daba lugar a la predicción de lo que iba a llegar más tarde.

La noche anterior en su bar de siempre, charlando, bebiendo y bebiendo, habían llegado todos a la conclusión de meses atrás: cambiar definitivamente del lugar de diversión. En ello estaba pensando el grupo de amigos. Y sin más hablar y de mutuo acuerdo cogían sus impermeables y salían a la calle, atravesando la densa oscuridad de la noche con caras alegres y con ganas de pasárselo bien.

Las risas y los chillidos se intensificaban por momentos, llegando incluso a provocar quejas airadas de algunos vecinos, que desde sus balcones o ventanas pedían más respeto hacia las horas de descanso.

Al llegar a un nuevo bar de copas, tiraban despreocupados las ropas sobre un sofá libre. Se sentaban en taburetes que rodeaban una mesa. El camarero preguntaba qué iban a beber. y, una vez anotado, servía lo pedido. Todo era igual a la semana anterior, y a la anterior. La monotonía tenía agobiados a todos los que formaban el grupo. Era por esto qué él abandonaba a veces las charlas con los amigos, para solo sumergirse en sus propios pensamientos durante unos minutos.

Finalizado el último trago, miró él el reloj y todos acordaban regresar a casa. Al salir de nuevo a la calle, veían que el cielo se hallaba encapotado, pero no le daban más importancia, porque, por el momento, no presentaba peligro de lluvia.

Todos cogían el mismo Metro para regresar. Las paradas iban llegando y el grupo se iba disolviendo entre risas y un “hasta mañana”. Cuando a él aún le quedaba una media hora para llegar a su destino, se incorporaba de su asiento y adoptaba una pose más acorde con la vecindad.

Una mirada general al vagón le hacía ver quien le acompañaba: algunos hombres con mochilas y con aspecto de ir a trabajar en la construcción; una señora con su pequeña hija, que hablaban de lo bien que se lo iban a pasar en casa de la abuela... Pero había algo más, algo que destacaba por encima de todo: aquellos ojos…

La noche había llegado a su fin. La oscuridad rodeaba todo lo que había afuera de su ventanilla del vagón. Había perdido la cuenta de las paradas que le quedaban. Y tampoco había megafonía aquella noche. Una chica, sentada al lado de su asiento, parecía igualmente confundida. La miraba y le preguntaba:

____ ¿Sabes por cuál parada vamos?

Cubierta la cara, que sólo se le veían unos ojos bellísimos, le respondía:

____ Ni idea.

Una risa aparecía en los labios de los dos y la charla empezaba a fluir. Se miraban mientras iban intercambiando anécdotas. Parecía que aquellos ojos atravesasen por completo el lado más sensible de él.

“Increíble; de pronto, la noche me sorprende con este regalo”-pensó.

Por sorpresa, estaba frente a los ojos más guapos que había visto nunca.

Los primeros rayos del sol empezaban a irrumpir a través de todas las ventanillas de su vagón. Quería preguntarle cosas a la ama de aquellos ojos, pero, al final, lo único que hacía era sonreír por sentirse tan afortunado.

Y con el sol parcialmente fuera, el nombre de las paradas se iba viendo a través del cristal de las ventanillas Sólo quedaba una parada para llegar a la suya. Al parecer, a ella aún la quedaba viaje para rato.

Pero el predecible destino había llegado: su parada, la parada del adiós. Sí, ese adiós que mata cuando no te quieres ir, porque te encuentras a gusto donde estás, pero que no tienes más remedio que marcharte.

____ Ésta es la mía -le dijo.

Un simple “quédate” habría bastado para seguir viajando hasta donde ella quisiese, le apeteciese o le obligase. Pero no. Sacaba del bolso un móvil, y con una mirada de esas que derriten, respondía:

____ Adiós, encantada.

El ruido de las puertas abriéndose y el trasiego de viajeros, provocaban la amarga realidad.

Despertó. No estaban aquellos ojos. Comenzó a mirar a todos lados, desesperado, rezando para que lo que allí había vivido y sentido no fuese lo que inevitablemente fue: el más descorazonador de sus sueños.

Se encendió un cigarrillo y bajó las persianas. Aquella mañana, la luz del exterior le hacía más daño de lo normal. Quería volver a la oscuridad, aquella oscuridad que le había presentado a… aquellos ojos.

“¡Esto es injusto!”, pensó, contrariado.

Pero no quería darse por vencido. Se metió en la cama, completamente vestido, a la vez que se decía para sí: “no te preocupes, ojos míos, que volveré a buscarte estés donde quiera que estés”.

Y, mientras tanto, aquellos ojazos no se habían bajado todavía de aquel bendito vagón del metro.



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Mensaje  achl Vie Ago 28, 2020 11:43 pm





Buscando Humanidad



Caminaba incansable aquel buen hombre por todo el mundo tratando de alcanzar un buen entendimiento y una buena comunicación entre todos los seres humanos, hasta que llegaba a un siniestro país y topaba con la cruel y severa oposición de un control: Control Robotizado, por lo que tenía que abandonar su cruzada, al menos por el momento, en aquel país.

La bondadosa figura del viajero, extremadamente fatigada, emergía por encima de las dunas, apoyándose en un largo y desgastado bastón, que se hundía en la arena a cada paso.

Ya estaba cerca, ya podía ver la enorme puerta a través de la calima, y esta vez no era un espejismo. No habían tañido, pues, las campanas de su muerte. No todavía, como llegase a pensar horas antes.

Dos guardianes veían su penosa llegada con estática indiferencia, sin despegar un músculo del soportal de piedra, donde descansaban sus espaldas. Cuando el viajero llegaba al umbral, dos gruesas y afiladas lanzas se cruzaban ante su cara, agotada visiblemente.

____ ¿Vienes a participar? –preguntaba la voz seca de uno de ellos.
____ Sí –mentía, pero lo hacía por encontrar lo que estaba buscando.

Las dos lanzas se apartaban y él entraba en la ciudad. Con el incontable paso del tiempo, esa pregunta había quedado reducida a una vacua fórmula protocolaria de recepción. Sin embargo, respuesta inadecuada en aquel lugar, significaba morir.

El trazado de la ciudad desde aquel montículo de la entrada no podía ser de mayor simplicidad y sentido pragmáticos: seis calles estrechas, constituidas por unas hileras discontinuas de varias casas bajas de un blanco cegador en paralelo y en torno a una avenida, en cuyo centro se erigía, a modo de plazoleta, una altísima estructura, tan extraña como discordante, con respecto a la estética del resto. Podría decirse que había surgido de las entrañas de un profundo infierno interior de otra época, olvidada o clavada allí por un desvarío de algún dios iracundo, del que nadie tenía jamás conocimiento. Pero, en todo caso, no era posible, ni siquiera imaginable, que semejante mole hubiese sido construida por seres humanos.

Durante unos minutos, el viajero quedaba fascinado ante la visión de la surrealista escena que había ante él, mientras los ciudadanos pasaban por su lado sin prestarle atención. Las orillas de aquella avenida, hasta donde le alcanzaba la vista, estaban rebosantes de tenderetes, en los que bullía un movimiento de gente diversa que se afanaba en la búsqueda de curiosos objetos y artilugios sorprendentes.

El viajero sufría un escalofrío que le hacía pararse. Se volvía para ver qué era lo que se lo había causado y entonces veía a un niño que tendía una esquelética mano de dedos quebradizos esperando la buena voluntad del viajero. Al observarlo, veía las honduras de sus hundidos ojos entre arrugas innaturales. Cientos de años parecían pesar sobre su anómala niñez.

El viajero sacaba del bolsillo una moneda de plata y se la daba, acompañada de una sonrisa. El niño la sopesaba con indisimulada expresión de extrañeza que al instante se tornaba en evidente desdén, y la arrojaba de vuelta a los pies del dador y, sin mediar palabra se daba la vuelta y se perdía entre la multitud, como si aquello no hubiese ocurrido nunca.

Al agacharse el viajero para recoger su altruista y repudiada fortuna, estupefacto veía que iguales arrugas que las del niño estaban también en otras caras.

Superada esta fuerte impresión inicial, el viajero se ponía de nuevo en marcha con renovada determinación. Nada podía hacerle olvidar el motivo que le había llevado allí: una búsqueda que empezaba desde aquel nefasto punto negro, en el que el desentendimiento y la incomunicación eran tan indolentes, que el presente estaba grabado con tinta negra en la memoria de todos los humanos de paz, con terribles pesadillas y sin ninguna posibilidad de apartarlas.

Se acercaba a uno de los tenderetes para ver lo que ofrecían, y veía sedas bordadas con hilos de platino, talismanes crípticos, bagatelas de confusa utilidad, puñales con incrustaciones rúnicas, deformes reliquias talladas en jade; piedras elaboradas con una técnica irrecuperable, collares traídos de algún lugar sagrado, e infinidades de artefactos únicos, cuyo valor resultaba difícil de tasar.

____ ¿Qué puedo ofrecerte, amigo viajero? –le preguntaba el amable tendero, con la invitación del entendimiento en su voz.
____ No creo que tengas lo que busco. El algo difícil de encontrar.
____ ¡Prueba! –respondía entusiasmado-. ¿Ya ves todo lo que tengo aquí? Tesoros que creen perdidos para siempre, artilugios encantados, que por su posesión irían al infierno reyes y príncipes; joyas sacadas de los infiernos abismales, que costaron la vida de héroes y heroínas, a los que aún cantan las leyendas. Y todo a tu alcance por unos precios ridículos. Los otros vendedores no pueden ofrecerte ni la mitad de la riqueza que estás contemplado. Pero, dime, ¿qué es exactamente lo que buscas?
____ Busco…  Humanidad… -titubeaba.

La perplejidad dominaba la expresión en la cara del vendedor, antes de recobrar su compostura de hombre sabedor de los secretos y los prodigios de la tierra.

____ Creo que no lo conocemos por el mismo nombre. ¿Podrías describirme cómo es su forma, sus dimensiones, alguna muesca distintiva de su ser, los materiales que orquestan sus complementos, el linaje del artesano que lo ideó? Te aseguro que lo tendrás en tu poder en dos días, si es que lo encuentro en la región.

El viajero guardaba silencio durante un fragmento de eternidad. Luego respondía:

____ Olvídalo, mercader. Valoro tu interés, aunque haya sido en vano. Me quedaré, empero, con ese colgante de ónice. Aquí tienes -le entregó una moneda de plata.

El mercader, escéptico, escrutaba la moneda por sus dos caras. Después de revisarla a fondo, se la devolvía cogiéndola entre las yemas del pulgar y el índice de su mano izquierda, como quien desecha una broma pesada. Se pasaba la palma de la mano por su larga y canosa barba, y le decía:

____No entiendo por qué querías pagarme con eso. Sólo soy un humilde mercader. El talento creador queda reservado a la genialidad de nuestros maestros artesanos.
____ ¿Quieres decirme con eso que esta moneda, una fortuna en cualquier parte del mundo, no tiene valor aquí?
____ Así es. ¿De qué puede servirme ese metal resplandeciente, si el don del arte me ha sido vedado? Debes ir primero al Control Robotizado, y así poder pagarme este magnífico colgante que has elegido –decía señalando un imponente edificio que se alzaba en el centro de la ciudad, y que se perdía entre las nubes bajas.
____ Iré allí y regresaré. Pero resérvamelo, no te deshagas de él.
____ ¡Descuida, amigo viajero! ¡Aquí estará cuando regreses!

La avenida principal era un hervidero de figuras avejentadas y escuálidas, dentro de sus túnicas todas ellas extravagantes. Un hervidero de miles de miradas perdidas en un horizonte inalcanzable, que visitaban un tenderete tras otro, sin mostrar ningún cansancio, y tampoco energía o al menos algo de interés, inalterablemente sumidas en sus acciones con un opresivo silencio, absoluto casi.

Cuidando de no tropezar con nadie ni nada, se encaminaba hacia el colosal edificio, cuya fachada estaba recubierta de un nauseabundo limo reptante, del que surgían pináculos horizontales dispuestos en un extraño orden. Antes de llegar al umbral de aquella monstruosidad arquitectónica, podía ver unos caracteres tipográficos que daban nombre al edificio Control Robotizado, que tenía pasillos larguísimos y una extensión sin fin. Desde dentro, merced a un extraño efecto visual, sus recias estructuras duplicaban las dimensiones exteriores, dándose la confusa impresión de poder albergar en su interior varias ciudades; algo lógicamente imposible. Además, era innegable la analogía entre la avenida, corazón de la vida civil, y los pasillos, en los que lucían los nativos sus autómatas actitudes, y sólo se detenían para entrar en algún cubículo de acero, simétricamente alineados a lo largo del pasillo principal. Llevado por la curiosidad, más que por su misión, decidía entrar en uno de ellos, eligiéndolo al azar.

Siéntese, y por favor sea conciso y concreto

En el centro del claustrofóbico cubículo flotaba un disco de aluminio. Se sentaba en él, y el mensaje en la pared cambiaba instantáneamente.

Indique la cuantía temporal deseada, por favor

Ante sí aparecía un panel numérico con un pequeño cajón abierto.

“¿Cuantía temporal?” “¿Qué significa eso?”, pensaba.

Tecleaba unos dígitos por teclear, y la pared se transmutaba de nuevo.

76 horas /37 Minutos /33 Segundos. ¿Es correcto?

Pulsaba el botón de correcto y automáticamente implosionó el interior del cubículo en una esfera de radiación blanca, que parecía borrar el universo entero.

Antes de que pudiese tomar consciencia de eso, la blancura se desvanecía, dejando intacto su entorno. De pronto, se sentía agotado, como si hubiese recorrido cientos de kilómetros sin detenerse bajo un sol de sentencia. Casi choca de bruces contra la pared al intentar ponerse en pie. Su tono muscular era igual que el de un niño, pero su energía era la de un anciano moribundo.

Gracias. Que tenga un buen día, si es que puede y le dejamos

El cajetín de aquel panel resonaba con un tintineo metálico. En su interior, brillaba un puñado de joyas cristalinas, de variado color y tamaño. Las cogía con delicadeza, como si no fuesen del todo reales y el mínimo movimiento brusco pudiese hacerlas desaparecer. Era entonces, justo en ese momento, cuando era impactado por una certeza: ‘lo que sostenía entre sus manos era su tiempo vital hecho materia’.

Desandar los pasos hasta el tenderete de aquel mercader no le era tarea fácil. Hasta le costaba respirar. Cada paso le suponía arrastrar los pies penosamente y sentía el inminente riesgo de la pérdida de consciencia planeando sobre su cabeza.

Los ciudadanos de aquel lugar eran gente encapotada, unas sombras difusas que se movían a su alrededor, esquivándole; como fantasmas vivientes a cámara lenta. Se esforzaba en llamar la atención del mercader para que le escuchase la pregunta que contenía su patético hilo de voz.

____ ¿Cuánto me pides por el colgante?
____ ¡Ay, viajero, no sabes cuánto lo siento! –le decía, puesto en jarra-. Acabo de venderlo hace cinco minutos -añadía.
____ ¡Me prometiste reservarlo hasta que volviese! -le recordó, contrariado.
____ No creo que esas palabras saliesen de mis labios. Además, su precio te hubiese sido prohibitivo. Pero, no te preocupes, tienes aquí colgantes casi idénticos al que te gustaba por unos precios sensiblemente inferiores.

Clavaba la mirada en el vendedor, y cogía al azar uno de los colgantes.

____ ¿Cuánto por éste? –preguntaba con deliberada frialdad.
____ ¡Oh, ese tesoro! Por ser para ti, te lo dejo en 37 Horas y 11 Minutos, sólo por ser tú quién eres. Una ganga, resignado viajero.
____ Vale –y ponía todas las joyas obtenidas en el Control Robotizado.
____ Buena elección. Permíteme que te ponga esta bonita joya de orfebrería –decía mientras se la colgaba al cuello-. Pero me has dado más de lo debido –seleccionaba algunas de las joyas y le devolvía las restantes.

El viajero recogió las joyas sobrantes y salió corriendo, sin pronunciar más palabras.
Era por casualidad al volver la vista que viese que el mercader, engullía vorazmente las joyas que acababan de darle como pago del colgante.

El viajero estaba deseando irse de aquel siniestro país, al que sus pasos nómadas le habían llevado, sin previo acuerdo consigo mismo.

Fatal casualidad o intrincada causalidad, quién lo sabe, cuando sus ojos veían a una persona disímil a los mercaderes. En una esquina de la calle paralela, un anciano, totalmente desnudo, cuidaba de una singular fuente de la que manaba un líquido cristalino que podría ser agua. Se acercaba a ella, ante los curiosos ojos del anciano, de boca con dientes desiguales y podridos. Bebía hasta saciarse de aquel chorro de agua fresca.

____ ¿Cuánto te debo por el agua, buen hombre?

Tardaba en responder. Al fin lo hacía con voz grave, pero risueña:

____ ¿Por qué habría de cobrarte por algo que es de todos?

Sorprendido, el viajero miraba con detenimiento al pronunciador de esas palabras a la vez que volvía a guardar sus joyas. Había algo disímil en su mirada: un distintivo brillo. Malicia tal vez, inteligencia tal vez, sabiduría tal vez...

____ Tú no eres como el resto de tus conciudadanos.
____ ¿Qué te hace pensar eso, extranjero?
____ Para empezar, no llevas ropa, mientras los otros se ocultan bajo ella, como si se avergonzasen de sí mismos.
____ Bueno, aún son jóvenes. Yo aprendí a separar lo esencial de lo superfluo.
____ Y, sin embargo, ellos parecen más viejos que tú.
____ Pero no toda la culpa es de ellos. Son víctimas de las circunstancias, y éstas son que en este lugar no hay nada obvio que hacer, salvo lo que hacen. Pero para todo lo demás está el Control Robotizado –señalaba con la mano.

Entornaba los ojos al pronunciar el nombre, como si su visión le cegase o quizá por comprobar que aún seguía allí, clavado en el corazón de la tierra.

____ ¿Qué puedes decirme de ese edificio? Nunca he visto nada igual a tan enorme engendro en mi largo peregrinar por el mundo.
____ No mucho, nómada. Ya estaba aquí cuando yo llegué, y podría jurar que antes de que llegase la ciudad. Quizás nació con el sol o quizás haya sido un regalo de las estrellas.
____ ¿Qué quieres decir con eso? Las estrellas no hacen regalos. Hasta los hombres están olvidando esta costumbre de reconocimientos. Además, ¿qué clase de regalos busca la desgracia del halagado?
____ Pareces ciego para haber viajado tanto. ¿Acaso no has andado bajo el abismal espectáculo de la danza de las estrellas? ¿Acaso crees que toda esa inmensidad ha podido ser construida por una simple finalidad estética? Si una estrella puede caer, sin más testamento que su estela, ¿cuánto horror no desechará la inconmensurable oscuridad que la rodea?

El viajero meditaba un momento. Las palabras de aquel anciano sugerían ideas lunáticas, improbables, lo que no impedían que un tiritar de inquietud le recorriese los recovecos de su cuerpo y su alma por igual. Miraba con renovada curiosidad al anciano, antes de responder:

____ Hay algo diferenciador en ti que no he captado con claridad; algo marcado por algún contraste radical, con respecto a quienes te rodean con sus presencias, casi aparentes. Pienso que mi búsqueda ha concluido con esta charla contigo, pero no quedaré seguro de ello hasta que el tiempo no desgaste las máscaras. ¿Por qué no dejas este lugar y me acompañas de vuelta a donde me esperan con fe? –y con esta pregunta acababa.
____ ¿Y qué es lo que buscas con tanta fe que piensas haber hallado en mi persona? –preguntaba el anciano, entre divertido e intrigado.
____ Humanidad.

Una incrédula risa se dibujaba en la cara del viejo. Con un estremecimiento reflejo de la boca daba paso a una risotada primero, y a carcajada incontrolable después, atronando los oídos del pasmado viajero que no entendía el motivo de tan absurda reacción.

La carcajada crecía, impulsada por un espasmo convulso de un cuerpo marchito. El viajero, asustado, le miró con los ojos muy abiertos en una circunferencia perfecta entre las arrugas de la piel tostada. Reveladores se clavaban en los suyos, aunque los de él ya habían huidos.

____¡Estás loco, nómada! ¡Buscas lo que no existe, lo que nunca existió! ¡Jajajaja! ¡Te han engañado! ¡Te han engañado como a un niño! ¡Jajajaja! ¡Tú sí que estás solo y perdido en el mundo, jajajajajajajajaja!

El viajero corría esquiando, pero chocando con un bosque de túnicas fantasmales vacías, sin dejar de mirar con horror al viejo, que bailaba en círculo cual marioneta. Y corría despavorido porque el miedo se había desencadenado en su interior por causas conocidas o desconocidas.

____ ¡¡Corre, corre, pobre loco!! -el anciano gritaba con más fuerza

Empero, no era la voz de la auto conservación lo que instaba a sus pies.

____ ¡¡Corre y busca lo que jamás encontrarás!! –escuchaba esas palabras.

Un nuevo instinto acababa de entrar en juego. Seguía escuchando en la mitad del silencio y las quemaduras de los ojos. Un instinto despierto por el tono sobrenatural en el que volaban las palabras del anciano.

____ ¡¡¡Nunca hubo humanidad, idiota!!! –gritaba fuertemente al aire con todas las fuerzas que podían expeler sus gastados pulmones.

Pero cuando el viajero conseguía, por fin, llegar el desierto y con esto liberarse de la cuadrícula tras la espantada travesía del dolor, caía en un torrente de lágrimas que no recordaba con anterioridad.

Hasta el silencio audible del desierto le llegaba, no las frases, o las palabras, o las sílabas, que articulaba aquel anciano en sus terribles voces, sino el tono que había sobrecogido al viajero.

El mismo tono con el que, con voz desesperante pero compasiva, se expresa palmariamente a diario el universo entero.




   
                           
                                         


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Mensaje  achl Vie Ago 28, 2020 11:53 pm



Cándida caridad



El espejo de su raquítico cuarto de baño le devolvía una imagen que no quería ver, pero que sin embargo no podía ignorar.

Frisando en los sesenta se veían ya esenciales entradas en lo que en el antaño fuese una profusa cabellera. La barba, prolijamente recortada, enmarcaba una cara que podía considerarse común, pero de ninguna de las maneras desagradable. Todo lo contrario, agradable a más no poder.

Pero no era su aspecto lo que él quería evitar ver, era lo que ese aspecto ocultaba. Sentía que había perdido una buena parte de su vida, la mayor parte, la parte más importante, y que el hecho de intentar algunos cambios a esas edades, no le daban los resultados apetecidos y esperados.

Había sido un hombre próspero en su juventud y en muchos años de su adultez, pero la mala gestión de su vida, con muchos impagados de varios de los clientes de su negocio, muchos gastos improcedentes y 'ciertas amistades no recomendables', casi acababan por derrotarle.

A veces la depresión le ganaba, pero siempre sonreía tratando de que su carácter fuese lo más cordial posible, incluso afectuoso. Sin embargo, por dentro su pena se extendía de una forma incontrolada.

Quería a su esposa, pero jamás se había adaptado a la vida de casado, y esto, día tras día iba creciendo hasta llegar a la ruptura, en la que sólo fue ella, ¡la muy zorra!, la única favorecida. Es decir, la puntilla para él.

Su formación académica acumulada encajaba a la perfección en el mundo actual de globalización, especialización y de ingeniería en todas las áreas, y sentía que era mucho lo que aún podía aportar, pero no lograba transmitirlo a ellos, a imaginarios empresarios.

Su estómago empezaba a hundirse por encima del cinturón, y las canas ganaban la guerra en cabeza y barba. Se estaba haciendo viejo con desmesurada rapidez.

Encendía ante el espejo el primer cigarrillo de la mañana, al que, sin duda, seguirían muchos más. El humo nuevo le obligaba a cerrar los ojos, y la imagen menguada en el espejo se hacía más soportable.

Interrumpía la rutina de su aseo para ir en busca de un café, pero el silencio de la cocina le golpeaba el pecho, oprimiendo lo que él creía que debía ser su corazón. Añoraba su hogar conyugal, surtido durante muchos años de todo, de lo superfluo y de lo normal; añoraba la ausencia de sus hijos, añoraba... añoraba… y no paraba de añorar...

Pero el fuerte pitido de la cafetera le arrastraba a la realidad, y en dos segundos su infame desayuno estaba listo. Era demasiado temprano aún, y el reloj no le impelía darse prisa. Un largo y tedioso día, con poco que hacer y un aburrimiento habitual, era lo que esperaba.

Sentado a la mesa de su inhóspita cocina, recordaba el sueño de esa noche. No era en él un magnate, ni un célebre artista ni tan siquiera un hombre soñador, como en otros; era, simplemente. un humilde limpiador de aseos públicos, vestido de mono blanco y guantes azules, que malvivía de lo que buenamente dejaban los usuarios en un cartón, posado en la base del lavabo. Era el único “ingreso” que obtenía, pero lo odiaba con toda alma.

Terminaba el café, y luego su aseo personal, con esa imagen mental de los guantes azules limpiando retretes. Un impecable traje gris marengo, una camisa azul y una corbata de seda, acompañado de unos zapatos de marca, todo esto del antaño, era lo que elegía para vestirse aquel día hasta llegar a su puesto de trabajo, que ya en él cambiaba por la indumentaria citada. Parado en el umbral de la puerta, echaba un último vistazo para asegurarse de que todo quedaba... bueno, en relativo orden, y sobre la marcha cogía el ascensor rumbo a la calle.

La misma gente borrega de cada día caminaba cabizbaja y sin rumbo fijo. Su calle estaba empapada por la intensa y permanente lluvia de la madrugada anterior, y todos los edificios parecían lavados y resplandecientes con los primeros rayos de un brillante sol de últimos de mayo.

Un aroma de calentitos, que salía de un café, casi le desmayan. Con pasos largos se apresuraba para llegar a la Puerta de Jerez. Como cada día, buscaba un relax en un añoso árbol, plantado en un jardín próximo, y sobre sus exageradas y superficiales raíces posaba su trasero.

Miraba a la gente pasar, indiferente, ignorándole, y el peso de sus penas hundía su cara entre las manos. Lágrimas discretas mojaban sus mejillas, y la desesperación le ganaba la primera batalla del día.

Pensaba ir a coger un periódico del día en el puesto de su amigo Pepe, para leer un poco, y se imaginaba una lectura de numerosos anuncios clasificados, que ofrecían trabajos para los que él estaba perfectamente cualificado. Resignado y triste, alzaba con relativa dificultad su enjuto cuerpo, con la idea de ir a cumplir con su cometido. Pero una sorpresa congelaba su tristeza.

Ante él, una preciosa niña, de unos tres añitos, le miraba extasiada con un original bizcocho firmemente aferrado a sus regordetas manos.

Enjugaba sus someras lágrimas, y a su vez la niña ladeaba su cabeza. En casi media lengua que sin embargo le era entendible, le decía:

____ No llores más. Toma -y tendía el bizcocho, que era con forma de barco.

Lo cogía sin pensar en lo que hacía, a la vez que le sonreía a la cría, que, dándose la vuelta, feliz, corría hacia donde se encontraba su madre, que no le quitaba ojo de encima y que la esperaba en la cola del tranvía, a poca distancia, emocionada por el bello gesto de su pequeña gran hija.

Más lágrimas pujaban por regar sus ojos, pero se negaba a que saliesen. Miraba el tan oportuno como inesperado obsequio, y el peculiar bizcocho terminaba de tres bocados en su estómago, dejando ver sólo el ancla del barco.

Una sonrisa iluminaba la plaza, y parte de la ciudad, por lo menos desde el Puente de San Telmo, hasta el Puente de Triana, recorriendo el Paseo de Colón y la Plaza de Toros de la Real Maestranza, por un lado, y por el otro, el Paseo de las Delicias y el Paseo de la Palmera, hasta el estadio Benito Villamarín, del Real Betis, club de fútbol señero de la ciudad de Sevilla.

Se levantaba raudo y miraba al sol por encima de la terraza del Hotel Alfonso XIII, y Sevilla parecía retribuir su sonrisa.

Empezaba a caminar a través del césped, recién cortado, de los Jardines de Cristina hacia la Avenida de la Constitución, pero a medio camino se detenía, daba un pequeño salto, juntando por detrás de su cuerpo los tacones de los zapatos, y con su característico optimismo, alzaba los brazos al cielo y saludaba efusivamente a su ciudad... ¡¡Buenos días, Sevilla!!



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Mensaje  achl Vie Ago 28, 2020 11:58 pm



Cobardía


El rectangular espejo con su luz fluorescente palpitando, le devolvía la imagen de un hombre triste, pálido y envejecido.

Estaba cansado. Tras toda la noche escribiendo, sentía que las piernas le flojeaban. Por primera y única vez sentía la necesidad de irse a la cama. Cerraba la puerta del cuarto de baño y caminaba a través del pasillo, tratando de no hacer ruido. Al pasar por delante del cuarto de los niños, entreabría la puerta y se asomaba. Una sonrisa aparecía en su cara. Esa era la típica sonrisa de un padre orgulloso de sus hijos.

Despacio cerraba la puerta, se iba al salón y se sentaba en el sofá. Los pensamientos bullían y rebullían en su mente, incontrolablemente, y sólo un nombre permanecía quieto: Jorge: Jorge en su juventud, Jorge el día que fue por primera vez a su casa, Jorge cuando se marchó, Jorge ayer y Jorge hoy...

Le había vuelto a ver después de veinte años sin recibir noticias suyas, sin saber si estaba casado o soltero, si trabajaba o estaba en el paro, sin siquiera saber si estaba vivo o muerto. Pero ahora, el pasado volvía cual fantasma, cual sombra que volvía para llevárselo. Pensando se daba cuenta de que el tiempo le hacía ver las cosas de un modo muy diferente.

Cuando tenía veinte años, la idea de casarse y de formar una familia le parecía lo ideal; aquello con lo que todo hombre sueña o por lo menos lo que él soñaba. Pero, ahora daría lo que fuese por no haberse casado. Sabía que no quería a su mujer, y, aun eso, se había casado con ella.

¿Por qué? Lo sabía, pero aún hoy no se atrevía a decirlo. Muchas veces soñaba con gritarlo a los cuatro vientos, pero siempre había algo que le frenaba. Quizá eran sus adorados hijos, quizá la familia que ya había formado, o quizá fuese miedo. Miedo a sentirse rechazado, miedo a ser diferente, miedo al qué dirán...

La cabeza le iba a estallar. No podía seguir lamentándose por lo mismo tanta vida, tantas veces. Eran las tres de la madrugada y aún no había acabado.

Tenía que terminar la carta que había empezado antes de que su familia despertase. Se levantaba del sofá lo más rápido que sus ya endebles y casi atrofiados músculos le permitían, y entraba de nuevo a la cocina.

Todo seguía como lo había dejado antes de salir hacia el baño a refrescarse. El agua le había sentado bien. Ya no se sentía tan somnoliento. Se sentaba de nuevo frente a la carta y releía lo que ya había escrito:


Querido Jorge:

Sí, has leído bien, he dicho “querido”. Lo he dicho y no me arrepiento. Lo volvería a decir mil veces, porque eso es lo que siempre has sido para mí. Siempre he deseado estar contigo y cuando te vi ayer creía que me iba a desmayar. Quería correr y darte un beso, como aquel beso que me robaste hace veinte años. ¿Lo recuerdas? Tienes que recordarlo. Te juro que yo no lo he olvidado. No he besado a nadie más desde aquel día, no con el corazón. Mi boca se ha unido a veces a la de mi esposa, pero los besos de mi alma siempre han estado reservados para ti. No sabes cuánto he lamentado no haberme subido contigo a aquel autobús. Millones de veces maldije mi cobardía por haberte dejado ir. Es por esto, que ahora te voy a decir algo que siempre te quise decir, pero que nunca me atreví a decírtelo: “te quiero”.



¿Y cómo seguir a partir de este punto? Las últimas dos palabras lo decían todo; pero ¿estaba haciendo lo correcto?

Luchando consigo mismo pensaba que lo más correcto era envejecer junto a su esposa y sus hijos, pero, aun eso, barruntaba ya entregarse.



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Mensaje  achl Sáb Ago 29, 2020 12:05 am



El bostezo es un signo de aburrimiento


Estoy con dos amigos en una discoteca bebiendo Chivas. Hablan acalorados entre ellos sobre el Betis y el Sevilla. Mi vaso se está agotando. Bostezo mientras miro a la camarera masticar con su boca de tiburón un chicle. Sigo la trayectoria del chicle, hasta que cae al suelo, ella lo pisa y se le queda pegado a la suela del zapato, pero no hacen intento por quitárselo. Vuelvo a bostezar.

De pronto, siento un estallido en mi vejiga. Apuro mi Chivas y me voy al servicio de caballero, al fondo a la derecha. Regreso a la barra. Pido a la camarera con boca de tiburón otro Chivas. Le cuento un chiste, subidito de tono, y ella ríe a carcajadas, y después me da un beso húmedo en la boca con sus labios de tiburón. Miro a mis alrededores. Bostezo.

Bailando una gordita oscila sus carnes almohadilladas y fofas, topa con una bailona canija que cae al suelo con falda de sombrero. Un guaperas engominado muestra su dentadura blanca a una morenaza, a 20 centímetros de su boca. Bostezo. La morenaza tamborilea con las uñas la madera de la barra mirando con ojos cabrones a aquel engreído. Un pureta ebrio vomita dentro del vaso con cerveza de otro ebrio pureta. Los dos se miran y se ríen. Bostezo hasta crujir las mandíbulas.

Entran, alegres, tres chicas a la discoteca. Me llama la atención una de ellas. Miro cada palmo de su cara. Me chifla su boca, y fantaseo con devorarla. De pronto, siento un hormigueo de pie a cabeza. Apaciguo mi hormigueo con rápido trago. La faldita verde Betis ceñida que lleva, dibuja curvas peligrosas, de vértigo. Las tres se quedan en la barra junto a nosotros. El pelo de la chica que me gusta es pelirrojo. Se gira hacía mí, me mira a los ojos y me regala una insinuante sonrisa.


Ya no bostezo



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Mensaje  achl Sáb Ago 29, 2020 12:15 am





Esta imaginaria historia está basada en lo que ocurría en la España del dictador. Y digo imaginaria porque su texto ha salido de mi imaginación, pero sé y me consta que casos iguales a este se siguen dando en la actualidad.

.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.o.



El capataz y su señorito  


Parado al lado de la puerta de la cocina, con el sombrero de paja cogido con las dos manos, los bajos de los pantalones de pana metidos en los calcetines, y una camisa de pana de cuadros plagada de manchas y arrugas, Eduardo Montero González, el capataz de aquella impresionante hacienda, esperaba.

Las seis mujeres del servicio doméstico murmuraban, cómplices, desprecios hacia el dueño de la hacienda, que, aun pronunciados en susurros, Eduardo los escuchaba perfectamente.

Los diversos olores en aquella enorme y lujosamente equipada cocina alborotaban completamente el sistema digestivo de Eduardo, y los continuados e incontrolables rugidos de sus tripas recrudecían los insultos de sus compañeras, que se afanaban entre platos, cubiertos, ollas y fogones.

Eduardo cargaba el peso de su largo pero delgado cuerpo en cada pie, a la vez que mantenía baja la cabeza, y fija la vista en el verde de la solería de cerámica del suelo de la cocina, como pensando. Sabrá Dios en qué, pero lo más probable sería en su más que endeble economía.

A eso de las doce de la mañana, el señorito llegaba a la cocina con pasos decididos y seguros desde el interior de aquel suntuoso caserón, precedido por el aroma del afamado y costoso perfume, Esencia de Loewe y, luego de sentarse en un robusto taburete de caoba, situado frente a una vitro-cerámica de doce placas, fríamente, despectivamente casi, hablaba a su capataz, Eduardo, sin siquiera darle los buenos días, pero ni a él ni a ninguna de las mujeres del servicio.

____ Eduardo, espero por tu bien que estén ya regados los maizales, los frutales, los algodones, las papas y los trigales.

Eduardo apenas si movía los ojos para mirar a su patrón:

____ Todo regado, Don Manuel.

Una taza porcelana “Cartuja-Sevilla”, con el mejor café colombiano, una jarrita con leche templada, un azucarero con azúcar (todo a juego), dos tostadas de pan de pueblo, un envase mantequilla margarina, seis tarritos de mermelada de variados sabores, y un zumo natural de naranja, de su propia cosecha, dispuestos frente al señorito estaban ya.

____ Eduardo, lava con mucho esmero los veinte potros jóvenes. Poda el césped de los tres jardines, y también friega con “Zotal a Fondo” los suelos de las tres cuadras
-y ajustándose el cinturón, miró hacia las mujeres:

____ ¡Qué una de vosotras avive el fuego de la chimenea! ¡Tú misma Pepa, que me estoy congelando vivo, joder!

Los dos interpelados superpusieron sus voces, casi al unísono:  

____ Sí, Don Manuel.

Eduardo sentía el golpe del aroma del café como una bofetada, y rezaba para su interior, para que su estómago no le traicionase sonoramente.

____ Eduardo, esta tarde traerán el nuevo “Mercedes” de la señora, que lo metan en un garaje aparte. ¡Y mucho ojo con que alguno de ustedes se vaya de la lengua! Es una sorpresa. Regalo de aniversario.

Don Manuel seguía hablando, dando órdenes, pero Eduardo no le escuchaba ya; el hambre lo tenía trastornado y sus pensamientos volaban hasta su mísera casa; sabía que su Josefa estaría con las manos en el agua helada, lavando las costosas prendas de sus patrones, luego de haber llevado a sus tres hijos a la escuela. Muy temprano había desayunado Eduardo con sus hijos y con su mujer, Josefa: un vaso de leche y un trozo de pan, antes de salir de nuevo para seguir trabajando.

Como si hubiese leído los pensamientos de su capataz, la voz del señorito le llegaba en forma iracunda:

____ ¡Pero muévete, joder, que parece que te flaquean las fuerzas, como si muerto de hambre estuvieses! ¡Y sabes bien que me cuestas mucho dinero! ¡Dieciséis años pagándote un magnífico sueldo!

Y resulta que el pobre Eduardo estaba levantado desde las cinco de la mañana, sin desayunar, porque le gustaba hacerlo con sus hijos, y precisamente desde la cinco y cuarto hasta las nueve menos cuarto había estado enfrascado en todas esas labores en la hacienda

“Dieciséis”, pensó Eduardo. Parecía ayer que “el Tot” le contase lo de la boda de la señorita, ahora la señora. Su amigo, “el Tot”, le había dejado el trabajo de herencia, dos meses antes de morir.

____Así que os quiero a todos muy activos. Tú, Eduardo, te ocuparás de las luces del jardín y las de las terrazas. De las de la carpa se encargarán los organizadores. Serán cuatrocientos invitados. El menú será este: gazpacho, filetes de ternera y de cerdo, pescados variados, como comida principal. Como entremeses y entradas: 4 jamones ibéricos 5 bellotas de 9 kilos cada uno, 15 cañas de lomo ibéricas de 2 kilos cada una. Como mariscos: 400 docenas de ostras, y además gambas, cigalas langostinos, percebes, centollos… Y de postre helados variados, cremas, flanes y fruta del tiempo. Toda la comida será preparada, cocinada, suministrada y servida por el restaurante “El Burladero”, con veinte camareros uniformados del servicio a domicilio del mismo restaurante.

“¡Jo, cuánto comen cuatrocientas personas”, pensó Eduardo.

____Bueno, Eduardo, ya sabes, pon todo en funcionamiento. ¡Y sin fallos!
____Ah, casi se me olvida. Ahí te dejé tu sueldo de este mes. Te aumenté 25 pesetas por… la verdad es que no sé por qué -se apresuró en añadir.

____ ¡Muchísimas gracias, Don Manuel!

Eduardo salió sonriendo de la cocina, a la vez que pensando...



“¡Qué contenta se va a poner mi Josefa!”



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Mensaje  achl Sáb Ago 29, 2020 12:21 am



El reflejo de mi conciencia


¿Qué sabes tú de amor? ¿Qué sabes tú de caricias? ¿Qué sabes tú de abrazos? ¿Qué sabes tú de la ruta hacia sus labios? ¿Qué sabes tú de una respiración agitada en un loco anhelo? ¿Sabes tú algo de esto, niña? ¿Sabes tú, niña, qué significa que te devoren con una mirada en una intimidad tan pequeña y saturada que no sabes cómo salir ni quieres salir de ella? ¿Se te han nublado a ti, niña, los sentidos entre sus brazos? ¿Has jadeado tú, niña, sedienta de más y más? ¿Me puedes decir qué sabes tú de todo esto, niña? Me preguntaba una y otra vez, acongojado, mi reflejo, sin compasión hacia un alma de virgen rota.

Caída, olvidada, tirada sobre mi cama; pequeña, aún sin florecer, no sabía nada. Era como un pajarillo trémulo, sin un lugar en la tierra. Ni en el cielo. Un calor extraño me subía por el cuerpo y se alojaba en mis mejillas rojas y virginales, pero no tenía desahogo. No había manera de deshacerme de su presencia, anhelante y oculta. No había manera de rescatarme de este calor frío e inútil. Y mi reflejo, cruel, seguía preguntándome.

Tenías que llegar tú. Y llegué. Y mi reflejo calló, amenazado. Sabía que ante tus ojos no eran sólo el olvido y la pasión. Él adivinó en tus labios un destino irremediable para los míos.

Se daba naturalmente como agua que fluía, sin que nos diésemos cuenta. El reflejo, mudo ante nosotros, y el calor en aumento. Entonces, dejaba las puertas cerradas porque, como siempre, estaba cuidándome mi flor, pero nunca dejaba que nadie lo notase, cual cofre podrido albergando monedas de oro. Por esto, dejaba las puertas cerradas y por esto le hablaba desde mi silencio. Tu piel sobre mi piel desnudas, que ardían, tus ojos sobre una luz visible, que despedían, verbigracia, mis muslos albos o mis febriles mejillas. Ignorabas cómo podías precipitar sobre mí tus labios ávidos de piel perfumada de niña-mujer. También yo quería, pero no podíamos hacer eso, nos decían cuando éramos niño. Me hallaba en los albores de mi adolescencia en plena virginidad enfrentándome a los tabúes que desde la pubertad deformaban nuestros deseos.

“¿Y qué sabes tú de amar?” seguía preguntándome tercamente mi reflejo. De nuevo había regresado a su cruel interrogatorio.

“Sé que para amar hay que ser libre y dueño de uno para regalarse a otro”, me dije para mi interior, muy valiente yo.

Y a la vez, tus labios se encontraban con la piel de mi cuello. Tus manos empezaban a recorrer con suavidad tu curvilínea figura de niña-mujer nunca tocada ni valorada ni usurpada. Ni tampoco amada.
No importaba lo que nos dijesen los demás, lo que nos inculcaban desde niños: la culpabilidad y el silencio, y la represión de uno mismo.

Nunca fuimos tan inocentes y esencialmente puros que cuando juntos y unidos y enredados entre las sábanas.

Quizás no sabía nada de amor, pero entre los jadeos de aquella noche... sabía amar más que nadie. Y también sabía lo que era ser amada.

Nunca fui más hermosa que entre tus abrazos, desnuda y carnal, que tú bajabas tu aliento y tu mirada, albergándome en el interior de tu cuerpo.

Desde aquella noche en que le planté cara a mi reflejo, nunca más volvió a interrogarme. Por fin conseguí silenciarlo.



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Mensaje  achl Sáb Ago 29, 2020 12:30 am




Enamorado despechado



El hacendado cliente de la prostituta llegó al piso, que él le había regalado, y pasó directamente al dormitorio principal. Supervisó la cama revuelta -como de haber habido en ella más de una persona acostada- y la vio dormida. Salió de allí y se fue al amplio salón, sacó un folio y una pluma de su portafolios, se sentó en un cómodo sillón y escribió esto que sigue a continuación…

Una noche más te encuentro sumergida en la serenidad de mis sábanas. Desnuda yaces en una guarida que mi pasión ha ido forjando. Un punto de encuentro para caminos divergentes. Una manera de acallar a la rutina y dar voz al placer. Ahí, mis pesares desaparecían hasta el momento en el que era consciente de que no volveré a verte. Hoy he llegado antes de lo acostumbrado y es por esto que la sorpresa se me ha adelantado en tu conquista.

Bruscamente me he puesto a tu lado y he visto cómo rincones de tu espectacular anatomía asoman para disfrute de mis ojos de tonalidades lascivas. El destello de la luz del salón hace brillar tus muslos, que la penumbra esconde tu fruto prohibido, mi único alimento. Tu manoseada espalda por tu chulo reposa curvada a la espera del frenesí de mis dedos. Aunque creo que te haces la dormida, no puedes borrar de tu cara la repulsa ansiedad de dejarte llevar por el más feroz de tus instintos, el que ahogaba mi angustia y desataba tu placer. Tu boca entreabierta confiaba en encender la yesca que envolvían mis entrañas, avivando el calor que, ferviente, se desplazaba por mis desatadas arterias. Aunque callada, tu actitud desafiante pide a chillidos morir arrollada por el tren que mi billetera puede impulsar; sí, ese tren que silba a la entrada y la salida de tu túnel, ese tren que espira negra niebla al llegar a tu estación.

A diferencia de otras noches, no enloquecí mientras me quitaba la ropa. Enjaulé al animal que quería devorarte y liberé a otro animal desconocido por ti, un animal cargado de ira. Quería conquistar los paraísos que aún desconocía del mapa de tu anatomía; surcarte sin que pudieses notar el balanceo de mis olas; encontrar reposo en tu vientre, enredarme entre el pelirrojo de tu pelo, escalar tus senos, sin temor a caerme; divisarte desde tus pezones, barrer tus muslos con mi saliva y luego saciar mi sed en tus labios, los de arriba y de abajo; perderme entre tus nalgas, bañarme en el agua que emana de tu poza, cubrir tus senos con los impulsos de mi lengua, hacer de tu ombligo mi nido, abrigarme con el fuego que mora en tu piel, vaciarme para desvanecer todos tus sentidos, desvivirme por exprimir, uno a uno, tus deseos, y desangrarme para que hacerte el amor fuese pura poesía.

Sé que lo habrías sentido. Sé que en algún momento ibas a saltar de tu sueño a mi delirio. Tu flor comenzaría a temblar con el vaivén de mi impetuoso pene. Tus ojos se nublarían al son de mis respiraciones aceleradas, una capa de sudor nos fundiría en uno. Los silencios se teñirían de dulces gemidos y de un relinchar de aquel viejo somier. La pared proyectaría una película de sombras, que pelearían enzarzadas en un vaivén salvaje. La explosión semántica no tardaría, pero seguirías pensando en que aquello no era del mundo real.

Empapado de placer y embriagado de una sublime sensación, alojaría mis huesos cerca de los tuyos, clavaría mi boca en la tuya y dejaría caer por ella un beso hondo que distraería a las agujas del reloj por un momento, que parecería infinito.


Cuando la prostituta se despertó, se levantó de la cama y después leyó lo que interpretó como un ataque de cuernos. Al final del mismo folio y con el mismo bolígrafo, escribió lo siguiente...

Me he puesto mi bata. En la mesilla he encontrado un cheque, que reza mi nombre con la firma de un hombre celoso y la suma de ¡10 míseros euros! como pago de no sé qué. Cabreada, he contemplado mi desnudez en el espejo grande del baño y he decidido que nunca más quiero verle. Mi interés por su dinero se ha convertido en odio. He cogido el cheque y lo he partido en mil pedazos.

A veces se hace necesario que los sueños de los ilusos despierten de su letargo, ya que nunca, o casi nunca, se hacen realidad.


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Mensaje  achl Sáb Ago 29, 2020 12:51 am



Forzado a emigrar


Desde la España del dictador en la que tanto adultos como jóvenes de ambos sexos forzosamente se veían obligados a emigrar, para buscarse la vida, no se había vuelto a ver tanta emigración como la que estamos viendo en la España de hoy, transcurridas ya casi dos décadas del siglo XXI.

_________________________________________________________

Y esta historia es la historia de un muchacho de18 años, de oficio pescador en un pueblo costero de la provincia de Huelva en la etapa franquista.


Se sentía empujado a irse, como tantos otros. Hacía tiempo que sabía que llegaría el día en el que perdería de vista, por lo menos durante un montón de años, aquellos paisajes; que llegaría el momento en el que pasear por su playa o por su pueblo, le iba a producir la sensación de que podía ser la última vez.

Comenzaba a aferrarse a los recuerdos antes de perderlos, a grabar en su memoria cada olor, cada objeto... Caminaba despacio por las calles de su pueblo, rozando las paredes de las fachadas de las casas con las yemas de los dedos. Se embadurnaba las piernas y los brazos con la arena de la playa, y se lavaba la cara con el agua clara del mar. No quería perderse nada. Sentía en las miradas de los vecinos el calor de un “hasta luego”, y la camaradería, que sólo los que han vivido semejante pesadilla desde generaciones anteriores, son capaces de sentir y transmitir.

Hacía años que el pueblo empezaba a cerrar. Primero, la fábrica de sal soldaba su puerta, llenando de dolor el puesto de trabajo de una decena de obreros. La pesca dejaba de ser rentable, y se acababan definitivamente las composturas de las nasas y las redes viejas. Habían dejados escapar tantas cosas que, cuando venían a darse cuenta, se les había escurrido el futuro entre las manos.

Y comenzaban los funerales en vida, las familias rotas, las falacias de los políticos, los orfanatos, los llantos constantes de un pueblo que vivía su única esperanza disuelta en el humo del barco de vapor que cruzaba el océano y que empezaba a diseminar su semilla por medio mundo.

Se resistía, aferrado al aroma de su pan casero, a las empanadillas de su madre, a los remiendos en las redes y a los zumos de su limonero, hasta que el destino le dejaba un contundente recado en forma de nudo en el estómago y sabañones en el alma y en el corazón.

Aparecían unas goteras en el tejado de su casa, que acababan por inundar todo, y el hambre no entendía de proyectos ni de tiempos mejores. Así que un día, después de tantos otros sentado frente al mar viendo cómo las olas se iban llevando su vida, se subía a un viejo carromato y en poco más de cinco minutos se encontraba en el puerto del pueblo que, a pesar de estar próximo le parecía extranjero, preguntando el precio de un pasaje hacia la ilusión.

De regreso en su casa, esperaba hasta después de que acabase la infame cena para informar a la familia de su meditada decisión. No se producían escenas, ni gritos, ni ningún gesto fuera de tono. Solamente el suave tic-tac del viejo reloj de cuerda que había en el pasillo, era el que distorsionaba el silencio.

Su madre dejaba caer lágrimas a mares, pero se levantaba y sacaba de un aparador destartalado una maleta grande de cartón, que luego ponía encima de la mesa del comedor. Como buenamente podía, se secaba las lágrimas en la manga de su ajado chaleco, el cual se quitaba y lo metía en la maleta.


El terrible miedo al olvido de un hijo debe de ser el mayor de los horrores que puede sufrir una madre


Sólo faltaban tres días. No, no hubiese podido estar más tiempo con esta sensación. Miraba, emocionado, un paupérrimo cuadro de frutas variadas que colgaba de una de las paredes del comedor y que nunca le había gustado.

Sabía que nadie miraría ya igual a los suyos. El tendero metía seis patatas más en el saco y el lechero lo llenaba hasta rebosar de botellas, compartiendo el duelo. Nunca había tenido muchas cosas, pero cuando las metía en aquella maleta de cartón, su cuarto, compartido con tres de sus hermanos, le parecía un descampado.

El día antes de partir, su padre le despertaba antes del amanecer. Su padre no había pronunciado palabra desde la noticia, quizá avergonzado por no haberse ido él en su día. Cogían el único cerdo, que estaba en el patio, y se fueron al matadero para venderlo, y así obtener algún dinero y con él pagar el pasaje.

Los vecinos y amigos lo miraban con el respeto que merecen los intrépidos, con el reconocimiento de la dignidad hecha viaje. Sólo cambiaban gestos. Y a la puerta del matadero, el adulto ponía una mano sobre el hombro del púber y, apesadumbrado y luchando contra las lágrimas, le dijo:

____ No olvides escribirnos, hijo. Ya buscaremos a alguien que nos lea tus cartas. Alguien habrá, seguro.

El muchacho se pasaba toda la tarde en la playa, con su mente intentando llevarse consigo cada mirada, cada sonrisa, cada gesto de su madre, su padre, sus hermanos más pequeños, cada arruga de su abuela...

No podía quedarse dormido en toda la noche, y eso que le esperaba un larguísimo viaje hacinado en un camarote.

Sólo su padre le iba a acompañar a coger el barco. Se despedía con besos y abrazos del resto de su familia, y luego echaba un último vistazo a la casa. Cogía su maleta y empezaba a bajar la cuesta hasta la plaza, desde donde iba a salir un carro con dos ruedas tirado por una mula que los llevaría hasta el puerto.

Aquel barco era enorme. Nunca había visto uno igual. La cola que aguardaba para embarcar era un cúmulo de gestos, escalofríos y miradas perdidas. Algunos de los que se iban no tenían quien le acompañase, pero en lugar de acogerse a su familia se aferraban al cielo empujando con fuerza los pies hacia abajo, como queriendo echar raíces, como queriendo vivir del agua que caía a cántaros.

El primer pitido del barco de vapor retumbaba en todo el pueblo, hasta perderse en el horizonte, y entonces los cuerpos comenzaban la procesión de las almas a través de la escalerilla del barco; pero no todos, alguno dejaba su alma en tierra.

Mientras el joven iba subiendo peldaños se giraba para mirar a su padre, quizás por última vez. Su madre llegaba presurosa hasta la barandilla y, sin poder contener por más tiempo su emoción, retorciéndose de dolor gritaba:

____ ¡¡Hijo, hijo mío, no nos olvides nunca!!

Pasaron seis meses antes que pudiese enviar la primera carta. Una eternidad para los que allí esperaban, una décima de segundo para los que el mundo empezaba a girar vertiginosamente.

Al llegar se encontraba con un lugar donde infinidad de personas se apretujaban, esperando una oportunidad. Pedían cocineros, y más de cien aparecían. ¿Peones para la construcción? Varios cientos. La competencia era tan feroz que, finalmente, decidía coger un tren de mercancías antes que la vorágine le devorase.

Y encontraba un trabajo de cuidador de animales en una granja. No era gran cosa, pero le permitía vivir y, más pronto que tarde, enviar un poco de dinero a su casa, acompañado de una carta. Pero el paraíso no estaba tan bien asfaltado como en sueño había soñado, y antes de lo que cabía esperar por él mismo, se veía de nuevo deambulando por el interior de un lugar desconocido.

Empezaba a enviar cartas con más frecuencia, como queriendo convertir aquello en su forma de aferrarse a la cordura. En ellas hablaba de un mar que le traía el olor de la cocina de casa; de una playa a la que le llegaba flotando hojas de un limonero. Decía escuchar el repicar de las campanas de la iglesia retumbando en las míseras casas y les preguntaba si la lluvia de aquella mañana de mayo caería, acaso, de una nube que ellos hubiesen visto primero.

Y entre carta y carta, veía las montañas más altas de las que nunca hubiese pensado que existían, y ríos con tal anchura que dudaba si no hubiese llegado a otro mar. Y entre párrafos de tinta seca y mendrugos de gloria seguía luchando por sobrevivir.

Su familia contaba con la ayuda de una vecina. No hubiesen podido leer las cartas, porque ninguno de ellos sabía leer ni escribir. En un lugar donde todo lo cotidiano era un lujo, no habían tenido tiempo de pararse en algo que no quitaba el hambre. Así que, apenas escuchaban el timbre de la bicicleta del cartero, que subía la cuesta luchando contra los empedrados, uno salía disparado en busca de la lectora y todos se ponían alrededor de ella a escuchar su relato. Cada carta descubría un poco más de aquel lugar tan lejano del que habían oído hablar tantas veces.

Siempre hablaba de un mar, de su olor y de lo cerca que en realidad estaba de ellos, como si de golpe una feroz resaca le pudiese dejar el día menos pensado en el otro lado del charco. Era tan fuerte la sensación, que nadie se atrevía a tocar su cuarto ni ocupar su lugar en la mesa por si volvía en cualquier momento a llenar su sitio con su optimismo.

Cuando terminaba la lectura y la lectora se iba a su casa, destapando el tarro de su sensibilidad para no deshacer el hechizo del texto, la abuela se levantaba y, sigilosa, la abordaba en el camino, llevando consigo siete sobres en la mano, el de aquel día y seis anteriores que había ido guardando. Ante la sorpresa de la lectora, la anciana le pedía por favor que le leyese la procedencia de todos los matasellos. La abuela era la única de todos que adivinaba que los relatos de las cartas eran pura mentira, que el pobre muchacho no quería preocupar a su familia.

Matasellos tras matasellos confirmaban claramente que donde su queridísimo nieto adolescente se encontraba no había mar.



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Mensaje  achl Sáb Ago 29, 2020 12:59 am



La tolerancia es tan necesaria como el comer

Corría por aquel pasillo angustiada. Los números en las puertas se le iban agolpando. Hasta que, por fin, veía la placa: habitación 133. Se quedada parada unos segundos, sin aliento y mirando hacia arriba. Movía la cabeza para salir de su aturdimiento, ponía una mano trémula sobre el picaporte, cogía aire y la abría despacio, como si se fuese a romper.

Y allí adentro estaba su hijo encamado, y a su lado su médico repasando su historial clínico. Se asustaba al verle con goteros y cables que entraban y salían en el cuerpo, con la cabeza vendada y con un brazo y una pierna, enyesados, pero el chico no la vio porque en ese momento tenía la cabeza girada hacía la ventana.

____Buenas… tardes… doctor…, soy… So… Sonia, la… la madre de Hugo –decía, con voz nerviosa y ojos llorosos.
____ Hola, Sonia. Y yo soy Antonio, el médico de Hugo. ¿Te importaría si salimos al pasillo un momento y así dejamos a Hugo descansar?

Hugo sonreía a la vez que una lágrima nublaba cada ojo, mientras madre y médico salían de la habitación, cerrando él tras sí la puerta.

____ ¡¿Có... có... cómo está mi hijo?! –preguntaba y se sacaba un pañuelo de su bolso, con un movimiento asombrosamente nervioso.
____ Dentro de la gravedad, estable. Pero se recuperará con la debida rehabilitación –miraba de nuevo su historial, parpadeaba dos veces y tragaba saliva otras dos-. El brazo derecho fracturado, la pierna izquierda fracturada, dos costillas fracturadas, y el ojo izquierdo ulcerado, pero no hay peligro de pérdida.
____ ¿Có... cómo fue…? –preguntó nerviosa cerrando fuertemente los ojos, apoyándose en la pared.
____ Un chico de su mismo instituto, de un curso superior, le golpeó todas las veces que le vino en ganas con un patín de plástico duro.

La puerta se volvía abrir de nuevo. Hugo no sabía si había pasado un minuto o una hora. Abría despacio el ojo bueno y miraba a su madre, ya junto a la cama, sonreía entre lágrimas.

____ Hola, mamá.
____ Hola hijo –le cogía la mano– ¿Cómo estás? ¿Qué pasó? –preguntaba, sin dejar de mantenerse lo más serena posible.
____ Es... estaba -empezaba a decir Hugo, a partes iguales de duda, rabia y dolor. Se mordía con fuerza los labios y proseguía– despidiéndome de Luis en la puerta de su casa. Llevaríamos cinco minutos o así, entre abrazos y risas y… le besé. Luego abría él la puerta del portal y subía la escalera hacia el ascensor, y mientras se iba cerrando nos íbamos despidiendo con un beso al aire -hacia una pausa para tomar aire–. Me giré y lo último que recuerdo es que uno decía: “¡Eh, tú, maricón, te vas a enterar!”.

Sonia quedó paralizada. Lo único que podía hacer era seguir acariciando la mano de su hijo. Las palabras no le salían por más que lo intentaba.

____ ¿Recuerdas lo que me decías la primera vez que me insultaron por lo que soy, por como soy, cuando tenía nueve años? ¿Y la segunda…? ¿Y la tercera…? ¿Y luego del primer puñetazo…?

Asentía bajando la cabeza. No podía sino no soltarle la mano y mirarle con dulzura.

____ Me decías que con el paso del tiempo todo pasaría, que la gente se convertiría en tolerante, que se acostumbraría. ¿Tolerante? Y la sensación que tengo es que me siento como un pasajero de tren, al que no quise subir; no compré el billete, y siento que no me dejarán bajar. Pienso que por día a este viaje le quedan menos paradas. Cada vez más insultos, desprecios, golpes… Tengo 14 años, mamá, y la sensación de que un reloj con cuenta atrás pende sobre mi cabeza –y empezó a llorar.
____ No digas eso –respondía, tierna- Puede que no te guste el viaje. No podemos a veces elegir el trayecto ni el destino, pero podemos elegir con quien hacerlo. Un día llegará que ese tren se quede sin combustible y sin el impulso que es el desdén y el odio irracionales. Poco a poco lo estamos logrando. Aférrate a tus sueños, a tu fe y a lo que más quieras. Porque de eso se trata la vida, hijo mío.


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Mensaje  achl Sáb Ago 29, 2020 5:20 pm



Lo que el destino escribe, escrito queda


En la ciudad de Sevilla, en una de las dos entradas finales a Sierpes (céntrica calle peatonal), un indigente dibujaba al óleo y trataba de vender sus lienzos a los transeúntes que se detenían a ver su arte.

En las ventanas y los balcones de todos los pisos florecían los primeros azahares que daban olor, color y vida a esta típica calle sevillana. La primavera aparecía dando su primer saludo, y Sevilla se lo agradecía saliendo a recibirla.

Uno de los protagonistas de esta historia, Luis, también salía a recibirla, confiando en que le trajese algo más que un buen tiempo y un olor a azahar.

Luis era feliz desde hacía meses: tenía novia y se sentía importante por cómo llevaba sus estudios, y también por ser el portero de su equipo de fútbol juvenil, el Betis. En el curso escolar anterior, acabó bachiller y en el siguiente, superada la Selectividad, empezaría la carrera de Ingeniero Agrónomo.

Pero la vida, que demasiadas veces se obstina en castigar cuando mejor está uno o al menos recuperándose, le dio un golpe bajo que no lo supo encajar: su chica lo abandonó. A pesar de este fatal revés, estaba decidido buscar una mujer con quien compartir el resto de sus días.

Desde Plaza del Duque llegó hasta Sierpes, encontrándose con el pintor. Se paró y miró largamente un lienzo con la cara de una mujer en primer plano, y una borrosa imagen de un hombre en el fondo. Después de recrearse en el lienzo, se fue rumbo a la Plaza Nueva.

Por el otro extremo de Sierpes, avanzaba Lis; una chica pelirroja y linda de cara, que, siendo ésta el espejo del alma, se podría decir que su interior era más lindo. Llevaba gafas y era entradita en carnes. También había acabado su bachiller e iba a iniciar la carrera de Medicina y Puericultura.

Lis nunca había tenido relaciones con ningún chico, excepto esos idilios platónicos con compañeros de su colegio, que nunca llegaban a nada. Era una chica tímida, reservada; quizá porque vivió sin el cariño de un padre, que se divorció de su madre y despareció; quizás porque en su colegio era objeto de mofas por su constitución gordita, por parte de los otros alumnos; quizás por el color de su cabello, quizás por su miopía, que la obligaba a llevar gafas; o quizás por una mezcla de todo.

Cuarenta y dos pasos después para Luis, que tenía una mayor zancada, y cincuenta y seis para Lis, se vieron frente a frente. Y fue justo en ese momento que se miraron, y en un minuto vivieron toda una vida.

Él imaginó invitándola a helado en la heladería “la Campana”, allí los había variados, con nata y caramelo líquido acompañados de barquillo, que comerían sin hablar, con los ojos se entenderían y abrirían sus corazones como nunca lo habrían hecho.
Ella se imaginó ambos tumbados en el césped del “Parque de María Luisa”, en que sus labios se buscaron con los ojos cerrados y el corazón abierto intentando hallar el calor que los dos buscaban.
Ella imaginó enseñándole cómo manejar un bisturí, sin conseguirlo.
Él imaginó cenando con ella, con velas y violín de fondo.
Ella imaginó su “primera vez”, con los gemidos como única música de fondo.
Él imaginó pidiendo la venia a la madre de ella para ennoviarse.
Ella imaginó un finde con él en “Rota”, tomando el sol y bañándose.
Él imaginó una puesta de sol con ella, mirando los infinitos matices multicolores.
Ella imaginó viviendo juntos, compartiendo todo con él.
Él imaginó trabajando como Agrónomo en una empresa con productos agrícolas.
Ella imaginó a él de rodillas en un lugar idílico entregándole un anillo.
Ella imaginó un vestido largo blanco y sus ojos humedecidos por la emoción.
Ella, siendo ya médica, imaginó pariendo a su primer hijo.
Él imaginó llorando de alegría por el nacimiento de su primer hijo.
Ella imaginó a los tres juntos, observando los primeros pasos del bebé.
Él imaginó el bautizo de su primer hijo, borrachera incluida.
Ella imaginó la llegada a la familia de un miembro más: una hija.
Él imaginó un inevitable cierre de su empresa, y ella a su lado apoyándole,
Ella imaginó besando a su hija, que dejaba el nido y se independizaba.
Él imaginó el debut de su hijo como portero juvenil del Betis, como antes él.
Ella imaginó viajando por España, siempre con él y sus dos cachorros.
Él imaginó la boda de su hija y su felicidad y su tristeza a la vez.
Él imaginó su primer nieto, al que hizo socio del Betis desde la cuna,
Ella imaginó paseando con él y con los nietos en el jardín de su casa.

Y el final de este encantador minuto, los dos imaginaron, abrazados y ancianos ya, esperando que Dios se los llevase juntos.

Pero nada de eso sucedió. Final de las imaginaciones y cada uno siguió su camino. Parecía auténtico el amor que sentían, pero sólo duró un minuto y en la cabeza de ellos. Realmente podía haber pasado, pero obraron cobardemente: Lis no se atrevió por timidez, y Luis no fue lo suficiente valiente para vencer sus miedos al pensar que de nuevo lo iban a abandonar.

Mientras Lis doblaba la esquina, miró atrás, al igual que Luis, que también miró; dos segundos más de propina que no supieron aprovechar y que quizá ahí, en esos dos segundos, habría estado de nuevo el principio de la felicidad de ambos.

Lis reinició su caminar. Pero, de repente, a mitad de Sierpes, alguien la paró: era el pintor, quien, con cara llena de bondad y agradable sonrisa en los labios, le regaló el lienzo que tenía sobre el caballete. Pero Lis no lo quiso aceptar, alegando que era su medio de ganarse la vida. El pintor insistía en su obsequio y la chica no tuvo más remedio que admitirlo.

Luego de agradecerle el detalle, miró el lienzo y se quedó sorprendida al ver que en primer plano estaba ella, con su melena pelirroja, e incluso sus gafas; y en el fondo, a punto de desaparecer en la esquina, había un espigado joven, cabizbajo, con la perspectiva en el dibujo de una de sus piernas iniciando a caminar...

____ ¡Pero si ese es el chico que se ha cruzado antes conmigo!, gritó Lis

El pintor, que era un buen hombre y que tenía dotes de adivino, había adivinado lo ocurrido entre Lis y Luis. Algo que le hacía recordar su propia historia de años atrás, y era por esto qué, antes de regalarle el lienzo a Lis, se aligeró a ponerle cara a la imagen borrosa del fondo. Lis, ilusionada, comenzó a correr con el lienzo en las manos, en busca desesperada de Luis. Y lo halló. Y ahora toca rebobinar las imaginaciones para convertirlas en realidades.



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Mensaje  achl Sáb Ago 29, 2020 5:31 pm



Me decidí a navegar



Me resulta realmente difícil encontrar un motivo, una razón para empezar a escribir esta mi historia. Sobre todo, porque me temo adelantar algunas anécdotas o delatar algunos serios sentimientos que tendrán que florecer de los próximos párrafos. Sin embargo, creo conveniente, e incluso necesario para mí y para la gente que me quiere, describir mis días antes de conocerle a él.

Hace un año que mi vida ha dado un vuelco importante. Para muchos, el 2013 ha sido un año de recortes, paros, despidos, fracasos, desilusiones, cierres... Algunos le echaban la culpa de todo a los mayas, porque era el primer año que no figuraban en su calendario. El apocalipsis personificado.

Nunca me he aferrado a ninguna creencia religiosa, pero algo, llamémosle divino, sucedía durante ese año, al menos a mí.

A mitad de año, me separaba del padre de mi hija. Al mes, nos mudábamos de piso, ella y yo. Ahora Eva no duerme ya en mi dormitorio; ya tiene el suyo. En el trabajo, estábamos viviendo unos cambios bruscos: transiciones de la dirección, reducciones del personal, divisiones de los equipos, triplicación de trabajo y con más exigencias. Y por encima de todo, mucho, muchísimo cabreo general.

En la universidad me faltaban tres meses para terminar mi carrera. Sólo me restaba cursar Literatura Infantil y Cultura, dos materias que rendiría en septiembre. Esto me mantenía ilusionada, porque, cuando la terminase, me entregaría a la docencia. Mi ilusión desde que era una mocosa.

También conocí a un buen chico, del que aprendí mucho. Aprendí a valorarme a mí misma, a valorar mis actividades, a valorar la importancia de estar bien conmigo y a defenderme de los juicios ajenos, que olímpicamente se permitían ciertas personas. Reafirmaba mi papel de madre, rearmaba el vínculo entre Eva y su padre, ponía en marcha la manera de relacionarme con mi familia, aunque la muerte de mi abuela obstaculizaba esto. Pero, al poco de morir, me presentaba como actriz de teatro, me desvinculaba de la empresa, en la que había trabajado desde los veintitrés años, y con la indemnización podía pagar mis deudas, arreglar y pintar mi piso e irme con Eva de vacaciones. Al regresar, empezaba a asistir a los actos públicos, y diez meses después contaba con una escuela cerca de mi barrio. ¡Por fin tantos años de estudio estaban dando sus frutos!

Aquel chico era un buen apoyo para el periodo de transición que iniciaba ese año y que duraba hasta el invierno del año siguiente. Pero, “no se puede vivir del amor”, y en abril se acabó, lo que me causó ansiedad. Estaba adaptada a que una relación acabase una vez desaparecido el amor, una vez que habíamos tirado demasiado de la cuerda como para darnos otra oportunidad, pero él veía necesaria la disolución. Nuestros puntos de vistas y los proyectos en común eran tan disímiles que veíamos prudente cortar por lo sano, y así evitar complicaciones.

Pero, aun nuestra mutua y pacífica determinación, la veía descabellada. Tal vez una decisión inmadura, cobarde. Pero ahora, a la distancia, sin duda era lo más acertado que podía haber hecho, porque, sin tiempo para pensar, no habría llegado a la vida que me había permitido conocerle a él.

Avanzada la separación, aceptábamos que no era viable una reconciliación, así que empezaba “mi caza de corazones”. Nunca había sido fervorosa de esas cazas, pero recordaba que ayer había aceptado en el Facebook a un amigo de un amigo. Hacía yo memoria hasta visualizar desde cuándo conocía a mi amigo: ¡ya! en una obra de teatro, en la que actuábamos los dos y que nuestro amigo también actuaba.

Realmente era un macho atractivo, de los que las mujeres nos giramos e incluso dos veces para verle. Demasiado atractivo. Figurita difícil de atrapar. Y ante tamaño reto, empecé a crear una estrategia. Lo primero que hice fue preguntar a su (nuestro) amigo cosas sobre él.

____ Mira, Carmela, a José no le gustan las chicas “lanzadas”.
____ Bueno es saber eso.
____ Para él se tiene que dar todo de una forma normal.
____ Bien. Tomo nota.
____ Es lento en sus decisiones.
____ Por eso no tengo ningún problema.
____ Y sobre todo y no olvides esto, no esperes que se enamore, porque está a años luz de querer estar en serio con alguna chica. Es más, hace mucho tiempo que no le veo con ninguna.

Para mí eso era increíble. ¿Cómo tío tan bello podía estar solo? Pero más allá de eso, basándome en su atractivo sexual, confiaba en la información que me había dado mi amigo, y era que a partir de esto armaba una minuciosa estrategia.

La primera fase era la observación virtual, que consistía en seguir su flujo diario en el Facebook, para tratar de conocerle un poco más. Conocer qué clase de música le gustaba, encontrarle sentido a las imágenes que compartía y hacer un cronológico repaso de sus fotos, para suponer lazos familiares o de amistad.

Y así hasta que me lanzaba con un “me gusta”, y al otro día figuraba en mis propias notificaciones que me había devuelto la gentileza, cliqueando algunas de las miles de cosas que yo subía al muro, con la esperanza de que mi nombre figurase en las noticias diarias. Pasaban semanas en que los me gusta iban y venían, pero no había ningún indicio claro de una comunicación real.

No sabía si mi criterio sobre la lentitud sería similar al de él, y por ello me mordía las uñas repensando cuál iba a ser el siguiente paso que denotase naturalidad.

Y así era cómo, carcomida por las ansias de saber más de él, entraba en el Google y escribía su nombre completo. Y ahí estaba su currículo, en Linkedin. Pero, sin darme cuenta, mi propio usuario estaba bloqueado, desconociendo por completo que esa página contaba con un servicio de notificaciones que avisan qué usuarios visitaban tu perfil. Así que, mientras yo feliz viendo sus últimos trabajos y fantaseando charlas, a él le llegaba un correo con mi nombre, apellidos y foto, comunicándole que había entrado en su perfil. Tendrían que haberme visto la cara al otro día, cuando en mi correo tenía la misma notificación. ¡Él también había entrado en mi perfil!

Desesperación sentía en aquel momento. Era como si estuviese jugando al ajedrez y en una pésima jugada hubiese dejado desprotegido al rey. Me sentía tonta, torpe e inútil. Sin embargo, mi vagina se animaba y le escribía.

Sabía que podría haberle dicho cosas bonitas, pero no podía formularlas con tanta presión. ¿Y con su respuesta qué querría decir? La leía y releía y no hallaba el dato concreto que me confirmase que yo le gustaba. ¿Y si era una respuesta de cortesía? Por suerte, esa misma noche empezaba a hablarme por el chat del Facebook. Justo en esa noche había venido a casa nuestro amigo común, y mientras él jugaba con Eva, yo respondía a sus mensajes. No podía disimular mi felicidad, pero no bien mi amigo se percataba de mi expresión de júbilo, me decía: '¡Carmela, Carmela, no te vayas a enamorar!'.

Pasaban los días y nuestras charlas eran casi permanentes. Nos saludábamos por las mañanas, y si él no estaba conectado por las tardes, le dejaba algo y así permanecía abierta la puerta del intercambio.

En esa época yo participaba en un programa de radio, y le ofrecía pasarle un tema de la banda, a la que él pertenecía como trompetista. Aceptaba, y al minuto tenía su respuesta. No importaba el mucho trabajo que tuviésemos cada uno en el día, pues siempre hallábamos un hueco para hablar, aunque poco. Y digo poco cuando en realidad podía pasar una hora en la que nos dedicábamos a… eso, a hablar. Incluso recuerdo un sábado por la mañana, temprano para ser sábado, que me despertaba mi gata. Encendía mi ordenador por instinto. Y él estaba ahí. Se había levantado al amanecer para estudiar.

Sorprendidos por la casualidad de ambos madrugar, empezábamos nuevas charlas. Intentaba por todos los medios hacerle partícipe de mi vida, contándole el itinerario de actividades que me había propuesto para ese sábado. Con el deseo de que no se desconectase, incluso le pasaba algunas noticias del periódico del día.

Obviamente, esperaba que algunos de mis tiempos libres coincidiesen con los de él, pero frente a cualquier indicio que dejase vislumbrar un encuentro entre ambos, de él sólo recibía evasivas. Así que me limitaba a encarar la charla con otras temáticas, algo que en ese momento veía fútiles: vídeos, familia, amigos, aficiones, eran lo que completaba nuestro incontable listado de comentarios.

De esta forma nos íbamos conociendo desde otro lado más personal, y poco a poco se iba abriendo. Un día me contaba que había hecho un curso sobre la fabricación de la cerveza, pero como yo nunca he probado una cerveza, jejeje, aprovechaba y le decía:

____ Algún día me explicarás de qué va ese curso, y así me lo aplico yo.
____ ¿Sola?
____ Sola.

Era lo primero que había pensado, y no me gustaba, pero me salía “sola”.

____ ¿Eres tú de esos que beben cerveza a cualquier hora del día?
____ Debo admitir que sí. Si me desvelo en la madrugada, me bebo una lata.
____ Mejor, así hay más versatilidad horaria para implantar la cerveza a las cuatro de la mañana.
____ ¡La verdad es que sí! Lo tendré muy en cuenta por si me toca trasnochar alguna vez con una cerveza en la mano.
____ La cerveza es vida para mí. Y me encanta hablar con cerveza o sin cerveza, “¡de lo que sea!” -le daba un cierto énfasis a… “de lo que sea”.
____ ¿Hasta quedarte sin voz? ¡Eres muy graciosa!
____ No eso no. Trato de cuidar mi voz, como actriz y como docente. Pero yo puedo hablar infinitamente, sin que se perjudique mi voz…
____ Uf, ya tengo el primer desafío. Responderte hasta que te canses.
____ Ojo con eso que acabas de decir, porque cuando me canse de hablar, voy a querer llenar mi ocio de otra manera...

“Tirarme a la chimenea, en pelotas vivas y en pleno julio, era poco en comparación con la calentura sexual que sentía a medida que avanzaba la conversación”.

A cada instante volvía a mi mente las palabras de mi amigo: “no le gustan las chicas lanzadas”. Y ahí…, ahí sentía un retorcijón en el estómago que me indicaba que a lo mejor no le podía gustar mi forma lanzada de ser y que acabase por perder interés por mí. Pero el que se plantease un desafío en el que me incluía, me llevaba a sentir la sensación de que estaba haciéndome un huequito en su vida, aunque en el tema pasatiempos. Pero una vez más, para no variar, aparecía su puta evasiva frente a mi propuesta “casi indecente”:

____ ¿Tienes tú problemas con los vacíos?
____ Un poco. Estoy en terapia para eso, jejeje.
____ Todo tiene un por qué. Mira, sólo por ser un sábado a las 8 de la mañana, voy a hacerte la pregunta del siglo. Ahí va: ¿crees en el amor?
____ Creo.
____ ¿Y qué es lo que no puedes llenar con semejante inmensidad?
____ Nada, eso es cierto. La cuestión es saber dejar amor en todas las cosas que uno hace, para así llenarte. Y no sólo en las personas o en los vínculos.
____ En un supuesto baremo del 0 al 10… ¿cuántas veces te has sentido frustrado esta semana?
____ 2. Pocas en realidad. Me siento bien con lo que hago y con lo que tengo.
____ Ese “2” puede causarte un vacío. La idea es estar en armonía. Así es el amor.
____ El amor es el equilibrio al que todos aspiramos, por momentos más tangibles y por otros más utópicos.

Intercambiábamos ideas que dejábamos a propósito en forma inconclusa, creando así un interés por continuar, mediante “esa cerveza de por medio”.

Pero de todo lo que no sea lo óptimo se cansa uno.

Y precisamente por esto anterior, a los tres meses y nueve días de estar chateando, conseguí su número de móvil, y yo le di el mío.

Estaba claro que se podía domar a la fiera. Pero había en mí un gran fallo, y era que mis tremendas ganas, casi enfermizas, por saber todo de él, me estaban superando. Hasta que un día, sin mutuo acuerdo, llegamos un punto en que no nos llenaba el chat del Facebook…

Y a raíz de aquel día echamos mano de nuestros móviles (yo, Manolita la primera en llamar), convirtiéndose nuestras frecuentes conversaciones en “más sabrosas, más profundas”, lo que nos daba pie a pedirnos que queríamos conocernos en persona. Y nos conocimos, y nos gustamos, tanto en el trato como en el físico. Y también nos enamoramos, y… Para ya, Carmela. A partir de aquí, que se lo curre un poco la imaginación de cada cual. Venga, gracias por leerme.



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Mensaje  achl Sáb Ago 29, 2020 5:36 pm



Me fui de mi casa



Y para llegar hasta donde me encuentro no hay caminos para gente como tú. Me desvié en dos cruces, y por otros dos pasé despistando al destino. A veces caminé en círculo; y otras veces me di media vuelta a la mitad del trayecto. Me hace feliz comprobar que aquí hay muchas señales, que esta primorosa gente ha puesto. Se ve y se respira paz por todos lados. Las señales de tráfico se han tornado por personas solidarias, como yo. Por estos pagos, el buen rollo, la solidaridad y la amistad es el único idioma.

He atravesado puertas que antes fueron abiertas. Otras, las he tenido que abrir yo; unas más fáciles que otras, pero todas con cerraduras sencillas, que, si se quedan atascadas, busco a mis alrededores, que seguro que hallo a alguien que soluciona el problema. En ninguna de ellas, que recuerde, hay ausencia de amor, y en todas triunfa la humildad, como un escudo. Los tramos que ya recorrí, campo a través, sin seguir rutas ni marcas son entrañables, pero si encuentras algo mejor en el nuevo mundo que te has pintado y construido, avísame; o mejor no me avises, no quiero volver por allí nunca más.

He estado transitando las nostalgias, haciéndome habitual en algunas de ellas. Aquí no encontré ninguna malicia. A lo lejos siguen los recuerdos. Lo que me queda por descubrir parece cupido, pero no tengo ánimos ni disposición para ello. Quizá con alguna mujer que sea una guía experta en estos menesteres, podría planteármelo. Mientras seguiré contemporizando. Encontré aquí un buen clima, cálido y sereno, y además un trabajo. En mis días libres puedo pasear, leer, escribir, pensar... Observo, complacido, que aquí todo el mundo es feliz, casi con nada.

Si te soy sincero, la verdad es que no me apañé mal del todo en mi tiempo contigo, tal vez por suerte. Sé que a veces la he cagado, pero siempre he salido bien parado, aunque a costa de mi sangre. De algunos errores míos me he ido desembarazando más pronto que tarde, otros siguen aún pendientes. Pero el más importante me lo corregí demasiado tarde: tú.

Tomo nota de que, en cada curva, cada cruce, cada puerto que dé paso a un nuevo amor, tengo que pararme y girar la cabeza. La vista es diferente al mirar hacia atrás. Conocer el sendero en los dos sentidos, me ayudará a encontrar el camino de mi tranquilidad. Por desconocimiento, no hice eso y para cuando fui ya consciente, mi casa quedaba ya lejos. Pero pensé “total, ya me da lo mismo, sólo iba a ser capaz de volver al sitio de donde partí”. Seguro que ha sido un acierto que, desde luego, pesa más que todos mis aciertos juntos.

Esto último me sirve de una estúpida excusa para justificarme de por qué no quiero volver a casa. La realidad es que olvidé el camino de regreso y ya no me preocupo en averiguarlo. Aunque, obviamente, hay igual distancia de aquí a allí, que de allí a aquí, pero por mi parte no me planteo esta utopía.

Es cierto que nunca he querido reconocer que de orgullo estoy bien despachado. Y esto, según se mire, es bueno o malo, una lanza de doble filo pues supone un peso extra para por si acaso un día tomo la decisión de plantearme volver a mi antigua vida, pero desastrosa vida...

El hecho de enviarte esta misiva puede significar que sigo acordándome de ti. Pero nada más lejos de la realidad. Sólo te la envié, empujado por mi ego, que inquieto y deseoso estaba por demostrarte el valor de mi iniciativa, que en ti, ni en la etapa de novios, nunca eran tenidas en cuenta ni apreciadas siquiera.


¿Y mi ciudad qué tal? ¿Cómo le va sin mí?

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Mensaje  achl Sáb Ago 29, 2020 5:43 pm



Mi adorable gorda

Arrastraban con viveza la diligencia, bajo un sol de sentencia, cuatro exhaustos caballos tras un largo viaje por parajes áridos y pedregosos, con el deseo de cruzar cuanto antes el infierno. El sol parecía regurgitar sobre la tierra; cada piedra era una brasa que formaba parte de la parrilla que irradiaba fuego, con lo que nada podría sobrevivir, salvo un moribundo burro, que al pasar por su lado nos sorprendía con un fuerte mugido, como en demanda de un poco de agua

En el interior del carromato la temperatura era la idónea para cocción de alimentos, y yo, rendido ante mi segura muerte, agonizaba en un estado febril recostado en mi asiento. El sudor corría por mi cuerpo como un río. Mi cabeza hervía como cacerola, y por mis orejas salían los vapores de la ebullición. (Temía no volver a verte nunca más).

Sentada frente a mí, una mujer gorda vestía vistosas prendas y un sombrero negro. Inconvenientemente sufría un problema gástrico, y en todo el trayecto no dejaba de ofrecer disculpas por las ruidosas ventosidades que se escapaban, según ella por el incómodo viaje. Su talante jocoso no podía negar su turbación, sin dar lugar a la profusión de risas, que se alternaban con unas tóxicas emisiones, favoreciéndose en mutuo desarrollo. Pensé no sería verdad la exagerada tempestad de truenos, y creía estar sufriendo alucinaciones y pesadillas oníricas debido a la fiebre. (El recuerdo de tus jadeos me inyectaba el deseo de seguir viviendo).

El insidioso traqueteo que agitaba la diligencia en el trayecto, se volvía trepidante al descender la loma, que, en su altura, permitía divisar, en la lejanía, el poblado al que nos dirigíamos. Al llegar el llano, en segundos se desató un oleaje de pulverulenta sequedad, arremolinándose contra la diligencia y zarandeándola como a barco mar bravo, que nos sometía a cerrar las ventanillas. El relinche de los caballos anticipaba una desaforada carrera, y a galope tendido surcamos una lluvia de arena a ritmo de caballo desbocado, fustigado por el cochero, al que vimos disparar sucesivas veces con su rifle. Pensé que se había vuelto loco. A los caballos azuzaba desquiciado y vociferando blasfemias. (Recordaba a tu hermano domando a su yegua).

Ni el ritmo de aquella locomotora, ni el estado eufórico del cochero permitían a la precaución que evitase los exabruptos del terreno, produciéndose unos traqueteos descompasados, por momento vertiginosos, que alzaba por el aire a la diligencia en un vuelo rasante rumbo al infierno. Los tremendos pedruscos que había originaban saltos a la diligencia, haciéndonos rebotar en los asientos y propiciando que en uno de ellos se catapultase la gorda contra mí, llevándome el mayor susto de mi vida y un manotazo en el rostro, con el que me tenía sangrando la nariz el resto del viaje. Aplastado, cual cucaracha sentía un descoyuntar en mis huesos y un apretar en mis órganos en una exhalación fatal de mi aliento, entonando un gemido moribundo. (Te pensaba llorando sobre mi tumba, y me estremecía tu añoranza).

Disipada la tormenta, maltrecho y resentido me arrastré con el resto de mis fuerzas y me asomé a la ventanilla, y con espanto podía ver que esos espeluznantes alaridos provenían de una jauría de indios en actitud belicosa, que, cabalgando frenéticos, nos perseguían al galope. Un indio, de horrible catadura, se asomó por la ventanilla con cuchillo entre los dientes y pintado hasta las orejas cual demonio de pesadilla, y con cresta de pelo cepillo parecía poseído por espíritu maléfico. Convulsionándose como cola de lagartija rompía el cristal con la cabeza y metía la mano para acceder a la manilla, pero pronto la recogía para taparse la nariz, tras entrarle dos acusadas arcadas. Mareado colgando de la diligencia y cogiéndose con la mano quedó. Aun su trance me miraba con perpleja expresión, como si viese un monstruo. Cayó y se alejó rodando en el pedregal. Quedé petrificado y sometido a un agarrotamiento y en un estado de polaridad que percibía un erizamiento en mi piel. La gorda reía, lo que consideré inadecuado para un momento de máxima tensión.

Indios jubilosos nos rodeaban por todos lados, coreando un desgañitado ulular a la vez que lanzaban un enjambre de flechas contra la diligencia. El cochero le tiraba un cartucho de dinamita, causándole la muerte a cuatro de nuestros perseguidores. Pero una explosión sobre nuestras cabezas dejaba el cielo descubierto, y podíamos ver cómo brotaba sangre del cuerpo sin cabeza del cochero, Saltaron a la diligencia dos indios enfurecidos, hallando firme resistencia de la gorda, que a manotazos cual avispa iba dándoles tan terrible castigo que espantados huían.

Cuando aquel calvario, por fin, terminó, abracé y besé a la gorda, y desde aquel justo momento mi corazón era preso de sus deseos.



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Mensaje  achl Sáb Ago 29, 2020 6:17 pm



Mi herida no para de sangrar


Después de pensar y de leer de pasada algunas cosas al respecto, llego a la conclusión de que todo lo trascendente en nuestra vida tiene su origen en hechos banales. Es difícil, a veces imposible, recordar el principio, la causa primera de los fenómenos que nos van a marcar de por vida. Sólo podrían ser tres o cuatro los más importantes de verdad, y esto es irrefutable.

En mi caso, sin embargo, recuerdo perfectamente cómo descubrí el principio de mi herida. Y no creo que mi caso sea un caso singular. Lo que pasa es que no todas las personas se observan y se estudian a sí mismas.

Ahí va mi historia….

Un día, una vez que entré al cuarto de baño de casa, vi que en el espejo se reflejaba un pequeño rasguño, no mayor que una uña, que de pronto me había aparecido en el pecho, un poco más arriba del corazón. En principio no le eché cuenta porque no recordaba cómo me lo había hecho y además por su perfecta posición vertical. Al día siguiente lo olvidé por completo.

Hasta que, al cabo de una semana, una sensación molesta, que no llegaba al picor, me recordaba su presencia. Me sorprendía a mí mismo frotándome por encima de la camisa, como si fuese un acto reflejo similar al que provocan los insectos sobre la piel. Pero cuando me miré de nuevo al espejo, no podía ocultar que quedé estupefacto por lo que veía: el rasguño se había extendido hasta la longitud de un dedo índice, y la piel de su alrededor aparecía enrojecida. Desinfecté esa parte a conciencia, más sorprendido que inquieto, pues pensaba en una pregunta para la que no tenía una respuesta. “¿Cómo se ha alargado de esta forma sin que me haya dado cuenta?”.

Lo cierto y verdad es que en este periodo de mi vida tenía mucho trabajo, siempre estaba con decenas de pequeñas, y no tan pequeñas tareas pendientes, de toda índole. Por esto, y porque soy poco dado a las hipocondrías, creo que este extraño suceso quedó en un segundo plano debido la acelerada rutina de los días cargados de responsabilidad, días que parecían misérrimos manojos de horas conseguidos en la beneficencia, en lugar de días auténticos.

La preocupación me vino por sorpresa en la oficina, y fue al bajar un archivador de una estantería. Un perfecto círculo de sangre, pequeño pero evidente, crecía en la pechera de la camisa. Corrí al aseo impulsado por la angustia. Ya en él, desabroché los botones de la camisa. Involuntariamente di un paso atrás. El rasguño era ahora una ranura en la carne de un horrendo tono purpúreo. En su parte media, gotas de sangre manaban deslizándose por la ranura hacia abajo. Me limpié y me lavé como buenamente pude y volví a mi tarea, pero con la cabeza como una centrifugadora desrielada. Quedaba ya poco tiempo para salir. Nadie me hizo comentario sobre mi camisa mojada de agua y manchada de rojo.

Cuando llegué a casa, otra vez tuve que afrontar, ahora desde un prisma penoso y absurdo, mi relación con mi esposa. Estábamos atravesando una de nuestras fases de distanciamiento; los últimos veinticinco días no nos hablábamos, siempre encontronazos, discrepancias… que conformaban el quid de nuestra crisis, que se había enrevesado y solidificado de tal manera que no había por donde cogerla, y a esto que llego yo con mi camisa manchada de sangre por una herida que no dejaba de crecer, pero que no tenía un motivo claro…

____ Mira cómo me he puesto la camisa –me atreví a decirle.
____ Yo la veo bien –dijo tras un leve vistazo.

Volvíamos a las trincheras. Un día más.

____ ¡¿Y esto también lo ves bien? –chillé, mostrándole el sangrante tajo púrpura.
____ ¡Oye, a mí no me grites, ¿vale?! –y reaccionó con ira-. ¡Si has tenido un mal día lo pagas con otra! ¡¿Te enteras?! ¡Eres insoportable! –y, sin más, dio un portazo y se fue. Suponía que a su trabajo.

Me quedé solo en mi casa, en pie, como un patético Cristo mirándose una línea de sangre que rodeaba desde el esternón hasta el ombligo.

Volví a curarme. Pero, esta vez, al verla más de cerca, no podía evitar un escalofrío. Era una herida salvaje, que no se parecía a nada que antes hubiese visto, como si la carne se hubiese abierto hacia afuera. Ni cortada, ni quemada, abierta. Y en todo el tiempo no había dejado de sangrar; de hecho, sangraba más.

Para mayor extrañeza, no me sentía en absoluto débil o mareado, algo que hubiese sido lo normal por esa pérdida imparable de sangre. En dos segundos transformé la blancura del lavabo en una siniestra carnicería. Mi cuerpo se activó con mil alarmas. Presioné la herida con cuantas vendas podía, y después salí de mi casa, corriendo e invadido por el pánico, y a la vez calculando mentalmente cuánto tardaría en llegar a urgencia intentando adivinar la cantidad de sangre que un hombre puede perder antes de caer muerto.

Pero, tal vez, no fue buena idea echar a correr. Mi corazón comenzó a bombear con fuerza, y la sangre se disparaba como un cañón del infierno al exterior. Las vendas pasaron a ser un asqueroso amasijo sanguinolento que chorreaba al compás de mi carrera desesperada.

____ ¡Socorro, socorro! ¡Ayúdenme, por favor! –gritaba tan alto como podía-. ¡Estoy desangrándome…!

Pero la gente, en lugar de acercarse a prestar auxilio a uno en riesgo de muerte, se apartaba. ¡Se apartaba! ¿Qué era lo que temían de un hombre herido? ¿Cómo se supone debe pedir ayuda uno que está muriéndose sin sobresaltar a nadie? Mientras corría se me iban saltando las lágrimas de puro miedo, de impotencia. La sangre manaba libre y sin freno, como un río innatural. Nadie en la tierra ha albergado jamás semejante cantidad de sangre en su cuerpo. Algunos transeúntes se habían detenido, pero sólo para mirarme, a mí, pero no al caudal aterrador que iba vertiendo por la calle, encharcando todo a mi paso, como un horror imposible escapado del inframundo. ¡Me miraban sólo a mí, como si yo fuese un pobre loco! Nunca antes había sentido tan claramente la profunda soledad en la que todos nos encontramos.

Me detuve a recobrar aliento, justo ante la puerta del ambulatorio, con las manos en las rodillas, mientras que de mi pecho seguía manando un río inagotable de sangre. Jadeando entré al edificio, casi sin fuerza ya:

____ Un médico, por favor –me escuché decir.

Ahora me atendieron urgentemente, llevándome sin pérdida de tiempo a una sala interior. Pienso que sería por mi aspecto de desesperación al entrar con el pecho al descubierto y con un caminar tambaleante, y no por lo horrible de mi herida, a la que nadie hacía el más mínimo gesto por impedir mi desangramiento masivo. Sólo las vendas empapadas, que continuaban apretando, se interponían entre la sangre y el exterior.

Tras sentarnos, el médico me habló:

___ Dígame, ¿qué le ocurre?

Todos habían perdido la cabeza. O la estaba perdiendo yo.

____ ¿Usted tampoco ve el río de sangre que brota de mi herida? –y las paredes me daban vueltas-. ¿Es que no está viendo cómo estoy poniendo todo? ¿O es que me están tomando usted el pelo? ¡Haga algo, por favor! –ya no podía más.

Durante largos segundos, el doctor me escrutaba con ojos analíticos. Eran unos ojos que ya habían observado a miles de pacientes, a lo largo de años.

Después de su extensa observación, me dijo con rotunda determinación:

____ Usted no tiene ninguna herida en el pecho, señor.
____ ¡¿Qué?! –no podía creer la ofensa que estaba oyendo.

Sin pensar, cogí la bola de vendas y la estampé con toda mi fuerza contra la mesa. Hizo un tremendo ruido de impacto húmedo, que salpicó toda la sala y a nosotros, y más al médico. Mi mano izquierda ocupó el lugar de las vendas, pero la sangre seguía escapándose entre mis dedos.
no
El médico no esperaba eso. Creo que, gracias a su profesionalidad, tardó en recuperarse de la impresión.

Con voz pausada, tranquilizadora, me hizo una oferta:

____ Si me lo permite, le daré una prueba irrefutable de que no tiene ninguna herida y de que, por supuesto, no estamos aquí para divertirnos a su costa. Si después de esta prueba sigue pensando igual, no tendré más remedio que reconocer esa enorme herida que no deja de sangrar y que por lo tanto debía de haberle matado hace varias horas.

____ De acuerdo, doctor.

De pronto tuve la sensación de que todo esto era una vuelta de tuerca más en esta confabulación, esta broma inhumana, pero decidí seguir el juego, y tal vez así, de él consiguiese ayuda.

____ ¿Cuál es esa prueba?

Abrió las puertas de un armario para guardar el instrumental que tenía tras sí. En su cara interior, cada una de las puertas estaba revestida por una lámina de espejo.

Mi propia imagen me impactaba de pleno. Estaba demacrado, mostraba un aspecto horrible. Veía mis manos, la una sobre la otra, haciendo presión, los huesos de las costillas se me marcaban en la piel. Pero no había herida y ni gota de sangre por ninguna parte. Y mientras veía atónito aquel reflejo, seguía sintiendo un fluir de la sangre entre los dedos. Sangre que no aparecía en el espejo.

____ ¿Me cree ahora? –me preguntó, sonriendo débilmente.
____ No se ve nada –musité.
____ Claro, hombre. Tranquilícese, su vida no corre peligro.

La evidencia irrefutable que mostraba la imagen del espejo contradecía la sensación que me transmitían mis manos, mis antebrazos y el resto de mi cuerpo, que eran bañados por la sangre que seguía manando.

Eché la vista abajo, y la sangre seguía ahí, tan roja ella. En modo alternativo miraba mi cuerpo y el espejo, mis manos y el espejo, mi apelmazado pantalón y el espejo, varias veces, y el resultado persistía. Percibía dos realidades contradictorias a la vez.

____ ¿Co…cómo es… posible… doctor? –tartamudeé-. ¿Qué me está ocurriendo?
____ No se preocupe más. Dígame, ¿cómo se ve en el espejo?
____ Limpio de sangre.
____ Bien, eso es lo más importante. Yo también le veo así.
____ Pero sigo sangrando. Es lo que siento, es lo que estoy viendo ahora mismo en cuando dejo de mirar el espejo. Todo sigue manchado de sangre…
____ ¿Puedo preguntarle si ha consumido drogas?
____ Ni siquiera fumo, ni bebo alcohol.
____ Vamos a ver, señor… Una pregunta necesaria que debo hacerle. ¿Considera usted que ahora está viviendo una fase de su vida especialmente estresante?
____ Así es.

El charco bajo mi silla se extendía a una velocidad inexorable.

____ Ya… Comprendo…
____ ¿Cómo es posible ver y sentir de una forma permanente lo que no existe? –mi voz temblaba. Estaba muerto de miedo.
____ Verá usted, el cerebro no es un órgano infalible. A veces yerra, la mente puede sufrir un amplio abanico de trastornos de gravedad y sin posibilidad de tratamiento. Comprendo que esta alucinación que le aqueja es, además de muy particularmente elaborada, angustiosa en extremo. Pero no tiene que preocuparse. Hay casos con peor pronóstico que el suyo. Usted sabrá que de ser real su hemorragia, sería mortal de necesidad, ¿no?
____ Eh… claro.
____ Y usted ve en el espejo que se trata de un error subjetivo en la percepción de su cuerpo. ¿No es así?
____ Aún me cuesta creerlo, pero sí, así es.
____ Por eso le digo que no tiene de qué preocuparse. La elaboración podría haber sido más mayor de seguir viendo la herida también en la imagen del espejo.
____ ¿Cree usted entonces que algún día dejaré de ver todo eso? –me volví a mirar, asqueado, en el espejo.
____ Seguro. Pero ahora debe darse tiempo, tener paciencia por muy nítida que sea su percepción. Debe acostumbrarse, y quitarle importancia hasta que desaparezca. Esto es más normal de lo que la gente cree. Se trata de una reacción psicosomática causada por un estrés y puede adoptar muchas formas: ceguera, parálisis, tartamudeo... En su caso se ha manifestado así, pero podría haber sido de cualquier otra manera. Un estrés puede llegar a ser terriblemente dañino.
____ Es increíble… -susurré, mientras el suelo se alfombraba de rojo.
____ Bien. Ahora le pasaré con un compañero –dijo levantándose de su sillón-. El doctor Santos, aquí al lado. Es bueno en su trabajo, y no lo digo porque sea amigo –sonrió amable-. Siga al pie de la letra las indicaciones que le dé, y ya verá como pronto todo esto quedará en un mal recuerdo.
____ Gracias –tendí la mano con cierta reserva, sabiendo que le ponía en la situación de ensuciársela con el apretón, como de hecho pasó. Pero parecía no importarle.
____ Venga, le acompaño -sus pasos chapoteaban en el suelo.
____ Disculpe doctor. ¿Podría prestarme una bata o algo para cubrirme? -me sentía indefenso- Mañana se la traeré. Impoluta, por supuesto.
____ Claro, hombre. Y así de paso me cuenta que tal le ha ido.
____ Gracias por todo, doctor.

Me llevó a la consulta de su amigo. Él entró antes para conversar en privado, y después me hizo pasar.

____ Cuídese –se despidió al pasar junto a mí con una palmadita en el hombro, dejando su huella de sangre en la reluciente bata que me había facilitado.

Pasaron muchos meses y muchas cosas desde aquel aciago día que nunca debió de existir. Meses de terapia, fármacos, cambios vitales. Me divorcié, me despidieron del trabajo y dos tratamientos variados. Aseguro que escasas veces he puesto tanto empeño en un trabajo: curarme. Empero, el doctor se equivocó. La herida no ha dejado de sangrar un solo instante desde el día que se abrió. En todo este tiempo, sin duda, he crecido como persona. En esto sí que puedo afirmar que mis terapeutas me han ayudado en gran medida, que no en devolverme a mi estado de conciencia anterior.

Puede uno llegar a acostumbrarse a ensangrentar todo a su alrededor, si los que le rodean actúan sin prestarle atención. Dicen qué a toda persona en algún momento de su vida, le toca sufrir una herida que transforma todo lo que llega después.

Cuentan que la cuchilla que la abre suele ser un hecho pequeño, un pensamiento inconsciente, el residuo de un sueño, un gesto de alguno, y que desde entonces dejamos de ser quienes estábamos destinados a ser. Esta herida es interna, aunque puede que sea yo una extraña excepción de una regla inexistente, y es el propio cuerpo el que se encarga de que seamos ignorantes a las hemorragias de esta herida, fagocitando la sangre oscura de nuestra identidad originaria, que vive moribunda junto a nosotros, hasta que morimos. Un lamento sempiterno y sin consuelo. Sólo cuando el cuerpo falla o la sangre es mucha, llega a nuestra consciencia en forma de tristeza, pero sin causa aparente.

Creo con firmeza en esa teoría, pero no por su sentido poético, ni por una afinidad con mis creencias, sino por la experiencia trascendente que viví; una visión que no volvía a repetirse, como única oportunidad que se me otorgaba para ver la realidad, más allá de mis sentidos, y que fue así:

Me encontraba en los primeros meses de mi tratamiento. Era una tarde del mes de junio. Andaba por las calles enseñando de nuevo a mi mente a pensar y a dirigir la atención hacia ideas y hechos distintos a mi perpetuo y constante derramamiento de sangre. Como si un velo que sólo yo veía transparente, hubiese caído encima de mis ojos.

Frente a mí, descubrí un mundo superpuesto, que ya conocía y moraba. Al igual que mi herida siempre había estado ahí, aunque no lo percibiese, quedé paralizado ante la revelación. En un segundo mis fosas nasales se saturaron con una fuerte vaharada de hedor a plasma sanguíneo, cual cobre quemado. Las ventanas de los edificios lloraban un fino manto de líquido rojo que fluctuaba a la luz del sol. De sus balcones, cornisas, tejados o de todo a la vez, como en días de tormenta, chorreaba la sangre con estrépito, convirtiendo las calles en ríos espesos. Y salvo los niños, los adultos que veía sangraban profusamente. Unos, como en mi caso, desde una herida en el pecho; otros, desde la mitad de la frente bañándose desde el pelo hasta los pies en una siniestra ablución. Las madres empujaban los cochecitos de sus bebés como mártires lapidadas. Los buses circulaban como depósitos rodantes de sangre, cuyo nivel máximo se podía ver en los cristales y al llegar a una parada se liberaban de pasajeros como una suerte de menstruación aberrante; salpicaban los coches a los transeúntes, sin que nadie protestase; las alcantarillas vomitaban un exceso inasumible, un avión cruzaba el cielo con su estela blanca y fina nube rojiza pegada al fuselaje.

La imaginación no puede construir por sí misma esa oscura grandiosidad de lo que vi. Imposible. Y allí, en la mitad de una escena infernal e inconcebible en otros tiempos, me sentía por primera vez, desde que empezó mi pesadilla, acompañado. Hasta ese momento sabía que era un miembro de la sociedad, pero no era hasta ahora que me sentía irrevocablemente dentro de la misma. Tras esta imagen, el velo retornó a mis ojos. No volví a ver nunca a mi ciudad sangrar.

Aquel médico, que indudablemente tenía sus propias teorías, se equivocó conmigo (a veces hasta los médicos más doctos yerran). Mi herida no ha desaparecido con el tiempo, ni mi sangre ha dejado nunca de verter. Y mi visión no era un trastorno de la percepción o de los sentidos, sino un don, un don único y desconocido y sólo concedido por el don de la Naturaleza (o de Dios, según creyentes como yo).

Y de cuyo don ignoro por su propósito final, como también ignoro el mensaje último que contiene, pero lo que sé es que voy a dar las gracias todos los días a Nuestro Señor por haberme permitido ver lo que el resto de la humanidad por sí misma jamás podrá llegar a ver y comprobar.



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Mensaje  achl Sáb Ago 29, 2020 6:35 pm




Mi imagen en el espejo


El bueno de mi padre me enseñó todo lo que yo sé, y en lo que más interés ponía era en meterme en la mollera una cosa muy importante, crucial, diría: “¡uno debe conocer siempre sus propios límites, quien los traspase, jamás podrá llegar a buen puerto!”. Y me lo decía reiteradamente y hasta con énfasis, como si le fuese la vida en ello, pero no siempre le hacía yo caso.

Reconozco noblemente que yo no soy un hombre deslumbrante. Digamos que sólo soy de un buen ver. Pero no vale la pena entrar en detalles. Simplemente, mi cuerpo no es para tirar cohetes.

Pero, eso sí, he aprendido a arreglármelas solo. Y no quiero más que esto, porque sé que no puedo llegar a más. No es que envidie al que vive del éxito o como quieran llamarlo. Sencillamente, no es lo mío. Quizás por esto nunca me he insinuado a una mujer con la picardía necesaria. Tuve una relación amorosa en mi juventud, pero a estas alturas de mi existencia, casi 50 años y todavía sin pareja, supongo que sólo necesito compañía.

Pero un día conocí una mujer, luego de montar mi tienda. Entró con un tipo rubio y me compró un gel. Me regaló una sonrisa, mientras recogía el cambio. Ahora sigue igual; siempre educada y risueña. Habla moviendo despacio los labios. Nunca me he enrollado con ninguna de mis clientas, a menos que insistan, que las hay. Volvió a visitarme hasta hacerse asidua. Es posible que le resuelva los pequeños olvidos de costumbre, porque nunca me compra gran cosa: carmín, siempre rojo; gel, pasta de dientes, rímel…, pero siempre me deja una sonrisa. En realidad, salgo ganando.

Ella dejó al rubio, y me percaté de que venía más por mi tienda y que me compraba más artículos. Un día le dije que tenía ojeras. “Ya ve usted…”, respondió. Pasado un mes, entró a mi tienda un tipo trajeado. Me preguntó cuánto costaba un clavel, que estaba en un jarrón de adorno para la tienda. Le respondí que no estaba en venta. Se volvió de espalda y miró hacia la calle, y entonces vi a ella en la acera, esperando. Conseguí que el tipo aceptase la flor como un regalo, por más que insistía en pagar. Luego vi su sonrisa cuando recibía la romántica flor de mano de su acompañante, amigo o lo que fuese, que a mí me pareció insulso y un afectado. ¡Qué bien conocía yo la sonrisa de aquella mujer!

Decidí averiguar dónde vivía. Me resultó tan fácil como visitar su barrio y hacer dos preguntas a una antigua clienta, ya jubilada, que me encontré en la calle principal. Una noche escribí unos versos en un folio, lo metí en un sobre y lo deposité en su buzón. Hago las cosas sin meditarlas, porque esta es la única forma de vencer mi inseguridad.

Al otro día, volvió por mi tienda. Quería un perfume sencillo. Siempre quería cosas sencillas. Le pregunté qué tal le iba, mientras empaquetaba el frasco. “¡Muy bien, ¿y a usted?!”, respondió, pero su cara decía otra cosa.

Volvía a visitarme más a menudo. Me pregunté para mi interior si habría leído mis pobres letras que seguía enviándole. Decidí dejar mi patética costumbre, cuando un día descubrí el color pálido de mi folio en sus manos mientras caminaba. Miraba de vez en cuando a todas partes. Lo guardaba en el bolso y seguía con un paso lento. Aquella tarde, mi habitual y fatal tranquilidad se vio turbada por esto. Nadie lee lo que nunca quiere leer, se lee porque gusta o no se lee. Y mi proverbial sensatez no quería sacar conclusiones. Quizás mis rimas no eran tan anodinas como pensaba, o quizás a ella les atraían. Qué más da. Lo importante era no dejar que aquella mujer se agigantase en mi corazón como una esperanza. “Sigue con tu vida Antonio”, me dije a mí mismo.

Un día entró a mi tienda con un aire misterioso. No recuerdo qué me pidió. La veía extraña. Le di lo que me había pedido y me preparé para admirar su sonrisa. Pero no hubo sonrisa. Sólo me miró y me dijo “¿Me respondería usted a una pregunta?”. Sobresaltado por la novedad, esperé su pregunta.

____ ¿Sabe, por casualidad, si hay algún poeta en nuestro barrio que acostumbra a distribuir gratuitamente sus obras? Supongo que aquí oirá usted de todo, máxime siendo su clientela mayoritariamente femenina.
____ Ni idea –respondí, nervioso, pero ella se percató de mi nerviosismo.
____ Es que recibo poemas de alguien que no conozco -añadió.
____ ¿Le molestan? -le pregunté, intrigado, e interesado también.
____ ¡Oh, no! ¡Al contrario! -y se despidió, olvidando de nuevo su sonrisa.

Ya en mi casa, repasé otros dos poemas míos antes de meterlos en el sobre. “No le molestan, al contrario”. Recorría el pasillo de mi casa dándole vuelta a sus palabras. Pero no estaba yo muy seguro de que mis poemas fuesen buenos. A punto de salir, para emprender la marcha hacia su casa, vi mi imagen en el espejo; un maduro con un papel colgando de la mano. Aparté la vista y dejé el sobre encima del mueble de la entrada. Nació dentro de mí algo parecido a la furia. Pero tenía que llevarle mis últimos poemas.

Antes de cerrar el sobre, añadí una línea al final, como postdata: “espero no haberla molestado; este será mi último envío”. Ella no entendería nada, y quizá era lo mejor. Cerré el sobre con sensación de asfixia y me miré al espejo antes de salir. “A veces me pregunto quién coño habrá diseñado esta estúpida sonrisa mía” dije al espejo; o sea, a mí mismo.

Pasada una semana, antes de cerrar, la vi en la acera de enfrente una lluviosa tarde. Andaba con tal lasitud que parecía enfermiza. Llevaba un paraguas color café, que hacía juego con su gabardina. Cerré la tienda y la seguí, sin saber por qué lo hacía. La luz exigua de las farolas filtraba una lluvia apacible. Caminé detrás ella por calles concurridas hasta llegar a una plaza. Entró a una cafetería de grandes ventanales y se sentó en una de las sillas de una de las mesas frente a la puerta. Me resguardé bajo el toldo de un bar de enfrente, a escasos metros de ella. El camarero apareció y le sirvió un café. Se quitó la gabardina y la extendió sobre la silla de al lado. Abrió su bolso y extrajo mis papeles. Se recostó sobre su silla y empezó a leer, a la vez que removía su café. Pero dejó la lectura y miró hacia fuera, puso la cucharilla en el plato y bebió un pequeño sorbo, llevó la taza a su lugar y después siguió leyendo.

Acabó con su café y se quedó mirando la calle con mis papeles en las manos. Decidí acercarme a ella con la misma sensación que debe sentir un recluta cuando ve a su general. Con gestos de satisfacción me miró cuando comencé a cruzar la calle. Pero, sin poderlo evitar, por el gentío y la lluvia, topé con el cristal de la cristalera. Miré los papeles y a ella, fija e intensamente. Asomó una mueca de alegría en su cara, y sus bellos y grandes ojos estaban abiertos de par en par, y asombrados también. Pero, de pronto, brillosos ojos cayeron dando tumbos, echando ella mano de su pañuelo para que la socorriese.

Sollocé una sonrisa, y el cristal del espejo me devolvió la imagen desvalida de un don nadie que quería ser poeta, pero a ella le gustan mis versos y, a juzgar por el brillo en sus luceros, también yo le gusto.



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Mensaje  achl Sáb Ago 29, 2020 6:51 pm



No existo


Todo comenzó esta misma mañana. Salía de la ducha cuando llamaron a la puerta de la casa. La abrí y vi a un hombrecillo de baja estatura, calvo y con un bigote fino, como esos que se dejan los fachas. Iba vestido con un impecable traje gris marengo de chaqueta cruzada, una camisa celeste y una corbata rosa de seda. Sostenía una carpeta en una de sus manos.

____ ¿Don Eusebio Miranda? -preguntó.
____ Yo mismo.
____ Soy inspector de FUSIÓN y vengo a dejarle una notificación.
____ ¿FUSIÓN? Nunca he oído hablar de ese nombre.
____ Es un organismo nuevo. Se trata de la fusión de los departamentos del Censo y de Hacienda. El gobierno los ha fusionado en uno solo para poder solucionar, por ejemplo, casos como el de usted.
____ No entiendo...
____ ¿Me permite pasar? Será más fácil para ambos si le entrego este comunicado y se lo leo tranquilamente sentados.
____ ¡Claro, pase, pase...!
____ ¿Qué ha querido decir con “casos como el mío”? –le pregunté, una vez que nos encontrábamos sentados en el sofá del salón.
____ Hemos comprobado que lleva usted muchos años sin pagar sus impuestos. El total acumulado, junto con los intereses fijados, se eleva a una suma que no podrá pagar. Y le digo esto con tanta seguridad porque lo hemos revisado. Aun vaciando su cuenta en el Banco y vendiendo sus propiedades, sólo cubre usted el cuarenta y seis por ciento del total.
____ ¿Y qué va a hacer FUSIÓN, enviarme a la cárcel?
____ No. Eso supondría que el Estado tendría que mantenerle. Y, francamente, ya nos ha costado usted demasiado dinero.
____ ¿Entonces...?
____ Simple, nos limitaremos a denegarle sus derechos como ciudadano. Usted ha sido borrado y eliminado del Censo y de todas las entidades con las que mantenga o haya mantenido toda clase de relaciones. Y todo esto con carácter retroactivo; es decir, oficialmente usted no existe ni ha existido nunca.
____ ¡Pero esto es grave! ¿No hay otra manera de solucionarlo?

El tipo aquel me dio un folio que sacó de su carpeta.

____ Tenga. Ese es un documento donde se le comunica la pérdida de sus derechos y las gestiones que debe hacer para recuperarlos.

Cogí el folio que me tendía, sin saber qué decir. Estaba anonadado por todo lo que me habían comunicado.

____ Y ahora, si me disculpa, tengo que irme ya, porque tengo que entregar otros documentos y el tiempo se me echa encima.

Le acompañé hasta la puerta de entrada y salida de mi casa y vi cómo desaparecía tras la puerta metálica del ascensor.

Luego de vestirme y calzarme, salí a la calle y entré a un bar a tomarme un whisky, y así empezar a digerir aquella extraña visita...


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Un tal Pepe Pérez estaba sentado en un taburete de detrás de la barra de un bar bebiendo cerveza, cuando un desconocido se sentó frente a él en una silla de una mesa, con un vaso en la mano; miró a Pérez y empezó a contarle su historia. Al principio, Pérez sentía fastidio porque no podía soportar a esos borrachos que se ponen a contar sus penas al primero que pillan, y por eso se mostraba indiferente, pero lo cierto es que la historia le estaba intrigando, y fue cuando el desconocido, al ver la expresión en su cara, se calló mirando cómo el hielo se iba derritiendo en su vaso. Pepe Pérez le preguntó:

¿Y qué hizo usted entonces?

El desconocido alzó la cabeza de golpe, como si acabase de despertar.

Que dejé el papel que me dio sobre la mesa del salón y me marché. Era tarde para acudir a mi trabajo. Pensé que lo leería con más calma al volver a casa. Pero no me imaginaba ni remotamente el grave error que estaba cometiendo.

Y lo primero que hice, antes de coger el autobús que me iba a llevar a la oficina, fue pasar por el cajero automático de mi Banco, para sacar dinero. Y allí, allí empezaron mis desventuras.

Una vez introducida la tarjeta y tecleada mi contraseña, aparecía un mensaje en la pantalla que comunicaba que mi tarjeta no era válida y que quedaba confiscada. Entonces, entré al Banco y me fui directamente a la caja. Lis, la guapa y amable cajera, me recibió con una sonrisa y me preguntó en qué podía servirme. Le dije lo que había pasado, y ella me pidió mi talonario de cheques.

No lo llevo encima. No sabía que lo iba a necesitar.

¿Me permite entonces su DNI?

Se lo di, y empezó a teclear en su ordenador.

Lo siento, señor Miranda, pero no consta en ningún lado que usted tenga cuenta en este Banco.

¡Eso no puede ser! -grité, confundido, contrariado- ¡Gestiono mis transacciones en este Banco desde hace cinco años o más! ¡Tú misma me ha atendido en numerosas ocasiones!

Lo lamento, señor, pero no recuerdo haberle visto en mi vida.

Por favor, Lis, dile al señor Marcos si puede atenderme, me calmé.

Marcos, el director de la sucursal, que conocía desde que ocupó su puesto, no sólo confirmó lo que me había dicho Lis, también me dijo no haberme visto jamás. Chillé, rogué. Inútil. Tuve que salir de allí, bajo admonición de llamar a la policía si persistía en mi actitud.

Al salir del Banco miré mi reloj. Era tardísimo. No llegaría a tiempo a la oficina. Eché mano de mi móvil para avisar que iba a llegar un poco más tarde, pero, tras marcar, una voz grabada decía que el número desde el que yo llamaba no constaba como registrado. Y en ese momento me acordé de lo que me dijo el inspector de FUSIÓN: “oficialmente, usted no existe ni ha existido nunca”.

“¡No sé por qué me están haciendo esto!”, grité al aire.

Subí al bus, pero cuando abrí mi cartera para sacar el bono vi que mi DNI no estaba. ¿Cómo? No puede ser, una cosa es que te hagan desaparecer administrativamente y otra cosa que hagan desaparecer algo físico. Recordé entonces que había sacado el DNI en el Banco, y por eso pensé que lo habría dejado olvidado allí, pero también pensé que estaba seguro de haberlo metido de nuevo en mi cartera.

Cuando bajé del bus, busqué una cabina y llamé al Banco. ¡Ni siquiera recordaba Lis que había estado allí! ¡Y eso que sólo había pasado media hora!

No sabía qué pensar ni qué hacer, pero mi sorpresa fue mayúscula cuando al entrar al edificio, donde estaba mi oficina, Dani, el portero, me espetó.

Disculpe, señor. ¿A dónde se dirige?
¿Y a dónde quieres que vaya, Dani? A Sampedro SA, por supuesto.
¿Tiene usted cita?
¡Por Dios, Dani! ¿Es que no me reconoces?
No recuerdo haberle visto nunca, señor.
¡Pero si llevo diez años trabajando en Sampedro SA y pasando todos los días frente a tu portería!
Lo siento, señor.
¡Esto es increíble!

Se repitió lo del Banco, y otra vez tuve que salir de allí, bajo la amenaza de Dani de llamar a la policía.

“¡La mano de FUSIÓN es larga y cruel”, grité al aire de nuevo.

“¡Claro! El folio que me dio el hombrecillo, seguro que en él me explicaba cómo salir de este embrollo”, me dije para mí.

Cuando llegué a la puerta de mi casa, vi, alucinado, que mi llave no encajaba en la cerradura. Frustrado, di varios puñetazos a la puerta, pero cuál no fue mi sorpresa cuando ésta se abrió y me encontré cara a cara con un tipo mal encarado.

¡¿Qué coño está pasando aquí?! ¡¿A qué vienen esos golpes?!
¿Quién es usted y que está haciendo en mi casa?, le dije yo.
¿Su casa?! ¡Esta es ¡MI CASA!, llevo viviendo aquí doce años!

Nueva amenaza con la policía me hacía salir de allí a todo carajo, pero no sin antes comprobar, loco ya, que no me había confundido de edificio. Debí andar sin rumbo fijo más de una hora y media. La cabeza me daba vueltas como una noria.

“¡¿Cómo lo hacen? ¡¿Cómo pueden borrar la existencia de alguien de esta forma?!” Chillé de nuevo.

Debía de haber algún indicio o constancia de mi existencia en alguna parte; debía haber alguien que me recordase.

“¡Carmen!”, pensé de pronto.

Busqué una cabina y llamé a Carmen, mi novia.

¿Sí?, escuché la voz de ella.
Carmen, soy Eusebio.
Hola, cariño.

“¡Me recuerda, me recuerda!”, dije apartando la boca del teléfono.

Carmen, necesito verte inmediatamente. ¿Estarás en casa?
Sí. ¿Pero qué te pasa? Te noto extraño...
Te lo contaré cuando llegue. No te preocupes. Estoy bien.
Vale, cariño. Te espero.

Colgué y salí pitando a casa de Carmen. Cuando llamé a su puerta, ella la abrió con la cadena de seguridad puesta.

¿Que desea?, preguntó, después de mirarme.

Eso me dijo mi novia. Se me cayó el alma a los pies.

¿Es que no me reconoces?
¿Debería?
¡Carmen, soy Eusebio, tu novio desde hace seis años!
Yo no tengo novio.
¡Pero Carmen…!

Espantado, confundido y cabreado salí de allí. Al pisar la calle vomité. Me hallaba mareado y todo me daba vueltas.

“¡¿Cómo me puede estar pasando esto?! ¡¿Es que nadie me recuerda?! ¡Tiene que haber alguien que... ¡Mamá!”, pensé.

Llamé a mi madre. En el acto reconocí su voz.

¿Diga?
Soy yo, mamá, Eusebio.
¿Quién?
Eusebio, tu hijo.
¿Qué es esto? ¿Alguna broma de esas que hacen por la tele?
No es ninguna broma, mamá... yo...
Oiga -me interrumpió- No tengo ni idea de quién es usted, pero no es mi hijo. Y de esto estoy segura porque yo no tengo hijos.

Y colgó. No recuerdo ya cuanto tiempo estuve inmóvil dentro de la cabina, incapaz de reaccionar, hasta que un hombre empezó a dar bastonazos al cristal de la cabina como exigiéndome que dejase libre el habitáculo.

He estado todo el día dando vueltas en la ciudad, caminando sin rumbo, sin prestar atención a nadie, con la mirada perdida. Hasta que he pasado por la puerta de una tienda de electrodomésticos que hay al lado de este bar.

____ ¿Y qué pasó entonces? -preguntó Pepe Pérez al desconocido, mientras éste se sumía de nuevo mirando el hielo de su vaso.
____ ¿Conoce usted esa tienda? -le dije de pronto.
____ La conozco.
____ Entonces sabrá que en el escaparate hay una enorme pantalla de televisión de plasma conectada a una cámara enfocada a la calle. De modo que cualquiera que pase por delante, se ve reflejado en ella.
____ Así es.
____ Pues bien, cuando he mirado la pantalla he podido ver la calle, los coches y los peatones que pasaban, los árboles, los edificios… ¡Todo! ¡Absolutamente todo! Salvo a mí. Yo no aparecía. Y ya no lo he podido resistir más. Así que he entrado a este bar dispuesto a coger la borrachera más grande de mi vida.
____ Historia increíble esta suya, que seguro debe tener una explicación razonable para todo lo que le está pasando.
____ ¿Usted cree? ¿Se le ocurre alguna?
____ En este momento no.
____ Ya.
____ Pero le diré lo que vamos a hacer. Ahora voy al baño. Esta es mi sexta cerveza y no puedo aguantar más. Cuando salga, pensaremos en ello.
____ Se lo agradezco muchísimo.

Usted se levantó y se fue rápidamente al servicio de caballeros. Estaría orinando un buen rato, pues seis cervezas dan para mucho. Cuando salió vio usted la mesa vacía y llamó al camarero.

____ Paco, ¿dónde se ha metido ese hombre que estaba hablando conmigo?
___ _Más te vale que no bebas más por hoy, Pepe.
____ ¿Por qué lo dices?
____ Porque has estado solo todo el tiempo.
____ ¿Qué? ¿Entonces de quién es ese vaso a medio acabar que hay en esa mesa?
____ No lo había visto. No sé de quien pueda ser.
____ Qué extraño. Bueno, olvídalo y tráeme otra cerveza.
____ ¿Seguro?
____ Seguro. Estoy bien. Habré pegado una cabezadita y lo he soñado.

Usted volvió a sentarse en el mismo taburete, y el camarero le servía otra cerveza y retiraba la jarra de la vacía y mi whisky sin acabar. Bebió un trago, frunció el entrecejo y dijo a media voz:

Qué extraño. Parece que las cervezas se me han subido a la cabeza. Por más que me esfuerzo, no consigo recordar qué era lo que estaba haciendo antes de entrar a los aseos de caballeros.



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Mensaje  achl Sáb Ago 29, 2020 10:08 pm



Osomadroño

Pasaba por la misma calle de Madrid cada día camino de la oficina, y siempre lo veía recostado contra la pared en el llano de una escalera, arrebujado en una manta y con su botella de coñac, que le ayudaba a sobrellevar el rigor del crudo invierno; ajeno al ajetreo de la calle. Pegado junto a él, su fiel amigo, su perro, y sus pocas pertenencias; una pequeña mochila verde y un carrito de dos ruedas neumáticas en el que cargaba periódicos viejos, cartones y chatarra, y que caída la tarde vendía en su chatarrería habitual.

Me era difícil calcular su edad, porque la barba le comía la cara, y no quería dejarme engañar por las arrugas, que le surcaban la frente por su pétrea vida a la intemperie. Le llamaban Osomadroño, según me indicó aquel camarero del bar en el que desayunaba por casualidad una fría mañana de enero, cuando él entró a recoger un montón de periódicos, pasados de fechas que le tenían reservado.

____ ¿Un carajillo, Osomadroño? –le preguntó el camarero.
____ Antes el negocio que el ocio –respondió, rechazando la invitación.

Y salió del bar con pasos rápidos para tratar de vencer el frío acumulado en el cuerpo por las noches sometido a las severas inclemencias del tiempo. Le gustaba trabajar, esto era evidente, y disciplina también tenía.

No sé aún por qué desde ese día me hice asiduo de aquel bar. Y las apariciones esporádicas de Osomadroño, en lugar de bajar mi interés por conocerle, subían. A toda invitación del camarero o de quien fuese, siempre soltaba una ocurrente máxima:

____ Si ya dejé los fornicios, lo mismo hago con los vicios –dijo a sovoz al camarero para que sólo le oyese él, aunque mi oído lo captase.

E inmediatamente después, empezó a salir con su siempre apresurado paso, pero topó conmigo y aprovechó para pedirme por favor un cigarrillo. Me asombraba el empaque y la enjundia que caracterizaba a semejante personaje. Cara a cara, podía verle unos ojos marrones vivaces, y unos gruesos labios agrietados por el fuego del coñac.

Pero se fue el invierno y con él aquellas ocasionales visitas de Osodadroño al bar. Le echaba en falta. Habría ampliado la ruta manteniendo el método que seguía: por semana recogería periódicos y cartones, y con esta periodicidad aparecería por el bar y después con su carrito con chatarras se iba hacia su comprador.

La confianza que llegué a tener con el camarero me permitió preguntarle qué sabía de Osomadroño, pero más por curiosidad que por otra cosa.

Desayuno tras desayuno me iba contando lo que él sabía de Osomadroño: una aciaga suerte concatenada a otra: una súbita viudez con rescoldos de un amor todavía latente; sin hijos a su cargo; figurar en una lista de despido al quebrar la empresa en la que había trabajado durante más de treinta años, bien entrado en canas; un desahucio por no pagar la hipoteca de su casa al no tener recursos económicos, y un refugio en la bebida, cuya le apartó de su familia.

Enterado de parte de la vida de aquel, para mí, buen hombre, salí consternado del bar, cavilando qué hubiese hecho yo de habérseme dado, no todas sus circunstancias, sólo una de ellas. Pero no quise pensar más en eso, y dejé de frecuentar aquel bar.

Y me jubilé. Nueva vida y nuevas rutinas me hacían pasear por “El Retiro”, disfrutando de la compañía de mi querida esposa.

Olvidada la oficina, olvidado también Osomadroño. Hasta que a primera hora de una tarde le vi tumbado en un banco de “El Retiro”. Me pareció de pésima educación pasar de largo sin saludarle. Seguro que no se acordaría de mí. Pero no. Al verme, soltó una de sus típicas ocurrencias, tras pedirme por favor un cigarrillo:

____ Es de buena condición, por lo que veo, gozar de la jubilación.

Le di el cigarrillo ante la atónita mirada de mi esposa, que me preguntó quién era. Me aproximé a Osomadroño y le pregunté si había dejado de chatarrear.

____ No señor, sigo con mi negocio, pero ahora estoy de ocio de vacaciones.

Luego de despedirnos con un apretón de manos y abrazo, hablé con mi esposa, que rebullía inquieta por sacar de mis labios de qué conocía yo a aquel mendigo. ¡Mujeres, siempre curiosas!



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Mensaje  achl Sáb Ago 29, 2020 10:13 pm



¿Qué está pasando con el mundo?



Pocos después de que me diesen la Primera Hostia, y de esto hace ya la tira, me daba cuenta de quién era el dueño del mundo: S.A.R. El Dinero; constructor y destructor, decisorio e irrisorio, malo y bueno. Y a mí me gustaría, ¡sí, me gustaría muchísimo! que se le diese una oportunidad al Romanticismo. Peor no nos iría. Convencido estoy de ello. Pero no, al Romanticismo ni agua, ni calva. Qué pena, y qué pena porque vamos condenándonos aceleradamente a la condenación. Cada vez estamos más en guardia, más a la defensiva. Y así nos va: renqueantes, cortos de caletre, sin oxígeno casi, al límite del límite, mal, muy mal, fatal, mortal de necesidad… y lo peor de todo es que no se vislumbra cambio.

Con los años hemos ido construyendo, quizá ingenuamente, o deliberadamente tal vez, un muro como aquél alemán, el que ya cayó. Pero este nuevo nuestro es más impertérrito, de acero y cáustica, infranqueable e inaccesible a toda concordia.

Hace mucho tiempo que no vamos de ley, que pasamos los unos de los otros, que no hablamos, sólo preguntamos y respondemos con monosílabos por pura fórmula. Y no todos. Y no siempre. Y regreso a lo mismo, a El Dinero, el enemigo universal número uno. Y por culpa del Satanás Dinero nos trabamos, nos hachamos, física y moralmente, incluso nos matamos. ¡Y qué progreso sería que no fuese así!

No hay que ser inteligente para saber que no hay nada mejor en la vida que la vida misma, pero no siempre valoramos esto. Los palos que vamos recibiendo en el difícil caminar nos van trastornando, hasta el extremo de odiar la vida. Craso error. Y esto nos pasa por no ubicar nuestros propios avatares en su sitio justo. Arrestos (ovarios y huevos) en la sabiduría para llevar a cabo lo que se debe hacer en cada momento, no está a tiro de los suficientes de la lista Forbes, como tampoco está el amor, y sólo amando y amándonos los unos a los otros es cómo únicamente podríamos disfrutar de una buena convivencia, en usufructo común.

Pasa que somos indolentes, y esta indolencia se ha vuelto tan compulsiva que evita que nos entreguemos a la gimnasia espiritual. Y, claro, luego pasa lo que pasa, que olímpicamente le endosamos el marrón al azar, pero éste, carámbano es, y para la humanidad un hielo así es letal. Pero si buena parte de… Rectifico, si la humanidad entera, sin excepción, obrase por y con amor, cabría esperar un milagro del Dios Imponente, Señor de los ejércitos y Juez inflexible: milagro contagio le podríamos llamar, como un bálsamo divino. Consecuentemente, el mundo iría a más justo, más bondadoso, más humanitario. ¿Utopía? Es posible, pero se me antoja que utopía es el principio de un progreso, el marketing de un futuro mejor.

¿Se imaginan un mundo sin guerras, sin egoístas o falsas ambiciones, sin maldades, sin enemistades, por contra, con mucho amor, mucha paz, mucha concordia…, y todo lo bueno que El Dador puso al alcance del hombre, que nadie ignora, pero que insensatos somos y desidiosos habemos?

No obstante, hay quienes pagan con su vida el haber hecho el bien por el bien. Por contra, quienes son el mal en persona, que además se creen que el desiderátum de sus “heroicidades” está en su pernicioso récord, y a más peyorativos en contra, más pus para proseguir, ufanos y afanosos, con sus crueldades. Impunemente actúan, amparados en el coercitivo de presunción de inocencia. Son la ESCORIA (Estiércol-Saña-Cáncer-Odio-Ralea-Impudicia-Asco) de la sociedad.

Conseguir un mundo mejor nos obliga, necesariamente, a ser generosos con los demás. Dar gustosamente todo con tal de alcanzar este fin, que, sin duda, es el mayor jubileo que jamás podría soñar el más humanitario de los humanos.



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Mensaje  achl Sáb Ago 29, 2020 10:24 pm



¿Quién estaba más loco de los dos?


López llegó al cementerio de su ciudad. Visitaba a diario a su esposa y cuidaba de su tumba. Pero ese día, mirando la tumba con indignación, vio un movimiento de tierra y se percataba de que el ataúd no estaba allí.

____ Se lo llevó un chico joven -le informó el sepulturero.
____ ¡¿Por qué y para qué?! –preguntó. Indignado.

Sin esperar respuesta, perdió los nervios y cogió del cuello al sepulturero, de quien logró le dijese la dirección del muchacho. Ya informado, dijo a media voz:

____ Nadie sabe el valor sagrado de un amor hasta que no lo pierde.

Raudo se fue hacia la dirección indicada. Al llegar, tocó el timbre y abrió la puerta un joven portando en la mano un tratado de psiquiatría. Se estaba preparando su examen final. No dijo nada, pero López, airado, le preguntó:

____ ¡¿Dónde está mi esposa?!

El joven sabía a quién se refería. Lo llevó a su cuarto, y ya allí, López posó los ojos en un esqueleto que sobresalía de un rincón. Al lado había una mesa en la que encima había dos libros y un cuaderno. López se arrodilló ante al esqueleto y dijo:

____ Amor, si elegiste este lugar para tu eternidad, yo lo respeto, pero déjame que venga a visitarte todos los días.

El joven, que era estudiante de Medicina, no se oponía, y cada día aseaba su cuarto para las visitas de López. Los días en que fue visitado el esqueleto eran vividos con intensidad por los dos. Pero intensidad era un sentimiento fútil para López.

Y llegó el día siguiente...

____ Amor, te traje tu vestido de novia y tu peluca pelirroja. Yo te los voy a poner. Lo vas a lucir como aquel maravilloso día.

Y ceremonioso y con cuidado le puso el vestido y la peluca al cadáver.

____ ¿Ves? Estás muy guapa, amor.

Y llegó el tercer día...

López llevaba en la mano un vaso con leche caliente con Cola Cao.

____ Amor. A ti te gustaba tu desayuno. Yo te lo doy. No pude traerte tus galletas favoritas porque no las había de nata, como te gustan a ti.

Y le dio la dulce bebida, sin ver que se filtraba por las costillas, goteando en libros y cuaderno del estudiante y manchando el esqueleto

Y llegó el cuarto día...

____ Amor. Te traje tu carmín, y tu espejito para que te mires. Yo te maquillo.

Pero el joven se enojó al ver manchas marrones en “su” esqueleto.

Día a día pasaba el tiempo con igual rutina de un amor delirante, hasta que al joven le llegó la hora de entregar su tesis, basada en las impresiones recibidas de López, en la que incluía el delirio del viudo. Resultado final: un sobresaliente alto, un 10.

Antes de los preparativos de la fiesta de la graduación, el director de la sección de psicología le preguntó al estudiante:

____ ¿Quién te va a entregar el título?
____ El esqueleto que tengo en mi mi cuarto –respondió.

Esa tarde internaron a López en un manicomio, y el rector de la facultad lamentó haber entregado el título de Psiquiatría a un enfermo mental, al que al otro día lo ingresaron también, pero en otro manicomio, por si las moscas…



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Mensaje  achl Sáb Ago 29, 2020 10:29 pm



Soñar, todavía es de balde


Salía a la calle, como cada día, con un deseo, obsesión casi: “el famélico afán de hacer el bien, de regalar paz e infundir amor e ilusión a cambio de nada”.

Y siempre coincidía con personas dóciles trajinando en sus tráfagos cotidianos. Nos estrechábamos las manos, nos saludábamos, nos abrazábamos y nos deleitábamos en todas las cosas (más en las pequeñas, que obligan a forzar la imaginación).

Me daba igual mujeres que hombres, adultos o jóvenes; blanco, negro o amarillo el color, llena o vacía la cartera, agraciado o feo el físico, alta o baja la estatura, surtido o vacío el almacén intelectual… porque como sentíamos que todos nadábamos en aguas del mismo temple, nos entendíamos y permutábamos éxitos y certidumbres. Y este rasgo (Deífico se podría decir), nos llevaba a querernos mutuamente.

¡Cuánta emoción sentía todos los días! Pero si en mi dedicación con alma y corazón aparecía algún abúlico insensible, y me tildaba de loco, me enorgullecía mi locura.

Siempre encontraba sensibilidades acusadas y oráculos coherentes, sin chácharas, provistas de ahínco y desparpajo para darse altruistamente a los demás, y entonces nos aferrábamos a ese hábitat y nos explayábamos a la carta en él.

Nunca encontraba hipocresía. No la había. Todo ese río humano estaba troquelado con el mismo cincel: el de la concordia, el de los corazones en fiesta, el cincel del amor. Y nuestros sutiles cruces de miradas y nuestras consistentes conversaciones nos brindaban comprensión, nos saciaban el alma. Eran ojos y labios bondadosos, cero egoístas y cero bon vivant.

Pero, de pronto, uno de esos días se interponía en mi ruta un dios falso, mismamente el diablo en persona, que desbarataba mis ideales, barría mis misivas, arruinaba mis nobles causas, y por más que intentaba apartarlo de mi vía pastoral, inútil, no lo conseguía. Y olía mal, y no precisamente a mierda; el pus y el odio que desprendía eran insoportables, más que todas las acciones malas juntas.

Entonces, hábilmente, ahondaba en su podredumbre, y miren por dónde aparecía el dinero; ¡Oh, Don Dinero!, El Poderoso Caballero, a decir del poeta, al que oso a enmendarle la plana, y digo: “hijo de puta y fullero es el judas dinero, que envilece, primero, condiciona y mata, segundo y tercero y por último transmuta en carroñero a todo el que sin pero lo vitoree y lo enmarque como el mayor logro terrero”.

Pero yo seguía insistiendo, hasta que la realidad me sacaba de mi sueño, venido a pesadilla. Y ahora, ¿qué será de la calle? Porque, inmediatamente después de sacar los pies de la cama, triste, trémulo y furioso, mi vocación se tornaba en desidia y en temor, y ya no quedaba hilo en el ovillo para proseguir hilando una fraternidad que prospere frente al poderío de un dios tan iracundo. Y desde entonces, me flagelaba mi impotencia; el dique de mis deseos se rompía por copiosas lágrimas, y mi cabeza se llenaba de un sin fin de ácidos recuerdos.

Y aunque mis querencias permanecían intactas, no tenía arma para derrocar a tan ladino incitador: “Don Dinero (disintiendo nuevamente de Don Francisco Gómez de Quevedo y Villegas), en gastoso convierte al austero, al calmoso en pendenciero y al manso en fiero”.

¿Y no sería más justo y verdadero que en modo severo colmase de yero al universo entero con tesón y esmero y que todos, pobres, ricos, parados, tarados y punteros renazcamos cuales Fénix duradero, sin aceros, sin guerras, sin miserias, sin envidias, sin malicias, sin odios, sin rencores, sin iras y sin egoísmos en un mundo auténticamente sincero?



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Mensaje  achl Sáb Ago 29, 2020 10:33 pm



Trenes iban y venían



Te reconocí enseguida viendo pasar trenes. Tú estabas al otro lado de mi andén, justo enfrente de mí. Sólo nos separaba la vía 26. Aquella noche pasaban muchos trenes delante de nosotros y cuando alguno de ellos se paraba cerraba los ojos con la ilusión de que al abrirlos siguieras allí, mirándome, y tal vez pensando en cómo hacer desaparecer el libro que tenía entre mis manos.

Contigo tu anhelo y sobre mis espaldas, cientos de kilómetros para llegar hasta ti. Arribaba mi tren, pero se iba sin ti…

Mi brazo sobre tu hombro, y la sombra de tu anhelo sobre mi cabeza. Me alegraba, pero también me entristecía.

De la mano cogidos paseamos a las afueras de la estación, contándonos las últimas novedades de nuestras vidas.

A nuestro alrededor, el tiempo marcado por el sonido de las ruedas de las maletas, anuncios de nuevos destinos y un libro olvidado en un banco.

Caminando campo a través perdimos de vista la estación y la noche te sorprendió sin chaqueta mirando el sol anaranjado y violeta, y mi mano buscando por dentro de tu bragueta.

Regresamos a la estación. El libro había desaparecido. Me subí a tu tren y, sentados juntos en un asiento corrido del vagón de la esperanza, decidimos empezar a escribir un nuevo libro.



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Mensaje  achl Sáb Ago 29, 2020 10:37 pm



Tres vampiros y sus tres vampiras

Cuenta la historia que, desde tiempo inmemorial, los vampiros y los licántropos son enemigos mortales, y en los enfrentamientos de los unos contra los otros, siempre habían ganado los licántropos. Pero todo cambia en esta vida.

Me llamo Antón y soy vampiro. Desde que nací como vampiro, se me ha entrenado para seguir las órdenes de los altos mandos del aquelarre jefe, y sobre todo me han entrenado para matar a nuestros enemigos acérrimos: los licántropos.

Ahora tengo 10.236 años, y sigo con el mismo trabajo: matando a todo ser que para el aquelarre sea un peligro. Permanentemente cambio de país porque en toda mi vida he aunado muchos enemigos que harían un banquete si me viesen muerto. Vivimos en la misma casa mis dos hermanos, Pepe y Fran y yo, con nuestras esposas vampiras.

Pepe es magnífico manejando el arco y las flechas; tiene buena vista y una puntería impecable. A Fran le gustan más las artes mágicas, los conjuros, los sellos… El único problema de los dos es que son perezosos, y, al final, todo el trabajo duro y no tan duro termino haciéndolo yo solo.

Soy bueno con la espada. Me gusta más la lucha cuerpo a cuerpo que los ataques a distancia. Tengo agilidad y velocidad de relámpago, dos grandes habilidades que me ayudan en mis trabajos de ataques.

Una tarde de otoño nos llegó una misión a ejecutar en el sur del territorio en el que entonces vivíamos. 150 demonios del tipo H, como los cataloga el aquelarre jefe, estaban produciendo estragos en un pueblo pacífico, por lo que nuestro trabajo era eliminarlos a todos.

____ ¡Nada mejor que una misión así antes de cenar! -exclamó Pepe.
____ ¿No tienes otra frase más original? ¡Siempre dices lo mismo, dependiendo de la hora y del día que sea la misión! -repliqué yo, enérgico.
____ Uno que yo conozco se levantó hoy con mal pie -dijo Fran, sonriéndose.

Cuando llegamos al sitio de atacar nos escondimos para analizar la situación. Todo se hallaba en la mayor de las ruinas. 150 demonios H habían incendiado casi todas las casas y había muchos heridos. Afortunadamente, ninguno grave.

Hablé con mis dos hermanos:

____ Concentrarse en lo que vamos a hacer. Pepe, busca un terreno alto. Y tú, Fran, me cubrirás, pero antes pon barreras para sellar toda la zona. No quiero que nadie pueda entrar o salir mientras permanezcamos en este infierno. Yo me encargaré de lo demás –les dije, trazando mi plan.
____ ¿Desde cuándo eres tú el líder? -me reprochó Fran.
____ ¿Tienes tú un plan mejor? ¿Quieres ser tú el líder? -le pregunté.
____ No. Seguiremos tus instrucciones.
____ De acuerdo. Cuando todo acabe, nos iremos a casa -nos separamos.

Entré al pueblo y esperé a que Fran sellase todo el lugar. Luego, esperé a que Pepe se posicionase. Eché un último vistazo y desenvainé mi espada. Sin más espera, corrí hacia donde estaban los 150 H matándolos uno a uno. No era trabajo fácil, porque medían casi tres metros y eran fuertes y resistentes.

Luego que con mi espada matase a los 150 H, entre los tres nos ocupamos en curar a los heridos, y más tarde no entregamos a reconstruir las casas destruidas. Y sin pizca de derrota y comprobando que todo quedaba en perfecto orden, nos fuimos hacia nuestra casa, dictante 90 km de donde estábamos, pues nuestras esposas nos esperaban ansiosas para... bueno para “eso”. Y llegamos, y antes que nada cenamos 10 filetes de ternera con patatas cada uno, 5 lenguados fritos con guarnición cada uno, acompañado de dos litros de zumo natural de naranja y tres bollos cada uno y, finalmente, las despampanantes y explosivas anatomías de nuestras ardientes mujeres, sí que consiguieron derrotarnos completamente.



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Mensaje  achl Sáb Ago 29, 2020 10:45 pm



Toda una vida de lucha y trabajo



Y ahí sigue él, infatigable siempre, asido con una mano a una muleta como única forma de mantener en pie su desgastada figura, mientras con la otra trabaja en su recoleto huerto a golpe de azadón su fatigada tierra; vieja colega silenciosa y ya protestona, que aún mañana dará hermosos y brillantes frutos rojos y verdes, y siempre con la misma cantinela incumplida de que éste será el último año.

Ahí va él, erguido, con su viejo sombrero de desbaratado entramado que, cuando se lo quita, deja ver palmariamente una pronunciada calvicie y canas esparcidas, que el sol, al que no renuncia por innegociable compañero, abrillanta.

Su piel, tostada y gruesa, delata la manera de vida de este nonagenario, seguido siempre a donde quiera que va por su perro, que parece haber envejecido con él y que sólo le ladra a los foráneos si su amo no está presente. Y dos gatos perezosos que andan como silentes visitantes, cuando los desperdicios de las comidas hacen su aparición, y de la mano de su siempre enamorada, inseparable e incondicional compañera de viaje, de día y de noche.

Se ha puesto junto a la lumbre de la chimenea, hecha por él mismo no recuerda cuántos años. Los pedazos de brasas de los deshidratados troncos entrecruzados les proporcionan un agradable calor a sus ya desgastados huesos, aliviándole las dolamas artríticas. Aun sus intensos dolores, pensando está siempre el abuelo en que mañana debe volver a su huerto, donde ya empiezan a asomar incipientes brotes de delicias que decorarán su mesa, y también le esperan sus impertérritos animales, completamente ajenos al sufrimiento corpóreo de él; y ellos, ávidos de sus cariñosas y mimosas palabras.

Ahí está él, reposando cual veterano caballero de guerra. Él es el mismo que un día, siendo todavía un púber, decidía que quería conocer de cerca las sensaciones de la guerra; vivir in situ los peligros y la angustia que deben causar los estruendos de las bombas y los silbidos de las balas al estrellarse contra algún parapeto en el que uno ha de resguardar su integridad.

Parece que fue ayer cuando, con tan sólo 17 años, junto con sus hermanos y con su angustiada madre, comunicó a sus padres durante la cena, alrededor de la mesa redonda, huérfana de manjares, que iba a alistarse a la División Azul. No pretendía defender ninguna ideología, ni patria por la que morir, sólo quería defenderse a sí mismo y a la vez descubrirse en la peor de las circunstancias. Tenía un espíritu aventurero, y la contienda de mediados del siglo XX era la panacea perfecta para luchar, sin rencores de por medio.
Como soldado derrotado, denostado, y ultrajado a su paso por los pueblos que festejaban la caída del orgulloso pueblo tudesco, terminó en un severo campo de concentración en Berna (Suiza), y allí, en tierra neutral, pasó el último año de una aventura que le forjaría para siempre en un luchador infatigable.
Cuando lo soltaron, fue acogido por un matrimonio chocolatero suizo, que azuzó el físico del joven español, con la cara curtida por miles de sufrimientos.

El amor de una guapa patinadora helvética no se hacía esperar, atraída, sin duda, por el aura de heroicidad del atractivo y espigado hispano. Pero no, él no se dejó seducir, él le era fiel a una chiquilla ignota, regordeta y de pómulos rosados, que el destino le guardaba en su pueblo natal.

Un delicioso aroma a frituras proveniente de la cocina, le rescataba de esas viejas reminiscencias. Le parecía que sólo había pasado un día o así de tan dramática experiencia, que daría paso a una vida llena de penurias y dificultades, que un día le llevaba, que ni en sueño lo había soñado, a prestar sus reconocidos saberes a tierras germánicas, dejando atribulados a su esposa y a sus dos vástagos de corta edad, con el único objetivo, incrustado en su mente, de poder ofrecer a su familia un hogar digno, construido a golpe de lucha y trabajo.
Ahí está él, tranquilo, exponiendo las palmas de sus enormes manazas, esculpidas con el esfuerzo al calor de la hoguera, que alivia la gelidez de noches invernales, repasando, complacido, una vida llena de alegrías y de sinsabores por la que han pasado los nacimientos de sus hijos, la muerte de sus padres y su boda con una muchacha rústica, de cara rosácea, muy amada por él y con la que ha compartido toda una vida.

¡A cenar!

Con ese clarín de su esposa despierta de su abstracción de muchos recuerdos de una vida intensa, donde el ocio y la desgana eran palabras prohibidas. Tiene 90 años, pero rulando está siempre en su mollera que ni un solo día puede dejar de ir a su tesoro, su huerto. No se puede permitir el lujo de no atender sus tomates y sus pimientos, ni tampoco los bancos de hortalizas, que todo eso pide agua, bajo la amenaza de putrefacción.

Finalmente, todos esos relucientes y tersos frutos de su huerta lucirán, espléndidos y victoriosos, en el centro de la mesa del comedor de su humilde casa, que, sin duda, simbolizan el tesón de un hombre hecho a sí mismo.



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