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SÓLO ESCRITOS NARRATIVOS

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Mensaje  achl Lun Ene 23, 2023 4:19 pm



Murcianico

Pasaba yo por la misma calle de la ciudad de Murcia todos los días camino de mi oficina, y siempre lo veía recostado sobre la pared del llano de unas escaleras, arrebujado en una manta, con su botella de coñac que era la que lo ayudaba a sobrellevar el implacable rigor del crudo invierno, y completamente ajeno a los ajetreos de la calle.

Junto a él, su siempre fiel y cariñoso amigo: su servicial perro, y sus pocas pertenencias; un simple carrito con dos ruedas, en el que cargaba periódicos, cartones y chatarras, y que después vendía en su chatarrería habitual, y también una pequeña mochila verde.

Me resultaba difícil calcular su edad puesto que la barba le comía media cara, y no quería dejarme engañar por las arrugas que le surcaban parte de la frente, a causa de su pétrea vida a la intemperie.

Por allí lo llamaban Murcianico, según me dijo el dueño del bar, en el que yo desayunaba por casualidad una mañana de enero, cuando Murcianico entraba a recoger un montón de periódicos atados con una fina cuerda y todos ellos pasados de fechas, que le tenían reservado.

— ¿Un carajillo, amigo Murcianico? –le preguntó el dueño del bar.
— Antes el negocio que el ocio –respondió, rechazando la invitación.

Y salió del bar con pasos rápidos, para tratar de vencer el frío acumulado en su cuerpo por tantas noches sometido a las severas inclemencias del tiempo. Tenía trabajo, esto era algo evidente, y disciplina también.

No sé por qué desde ese día me hacía asiduo de ese bar. Y las apariciones esporádicas de Murcianico, en lugar de decrecer mi interés por conocerlo, subía. A toda invitación del amable dueño del bar, siempre soltaba una de sus ocurrentes máximas:

— Si ya dejé el fornicio, lo mismo hago con el vicio –le dijo a sovoz, para que solo él lo escuchase, aunque mi fino oído lo captase.

E inmediatamente después, empezó a salir con sus siempre apresurados pasos, pero topó conmigo y aprovechó ese pequeño incidente para pedirme por favor un cigarrillo.

Siempre me asombraba el empaque y la enjundia que caracterizaba a aquel peculiar personaje. Cara a cara los dos, pude ver grandes ojos vivaces, del color del castaño, y unos labios agrietados por el fuego del coñac.

Pero se fue el invierno y con él las ocasionales visitas de Murcianico al bar. Yo lo echaba en falta. Habría ampliado mi ruta manteniendo el método que pensaba que seguía: cada semana recogería sus periódicos y sus cartones, y con esta periodicidad aparecería por el bar y después con su carrito con las chatarras se iba hacia el comprador de sus, para él, valiosos productos.

La confianza que llegamos a tener el dueño de ese bar y yo me permitía preguntarle qué sabía él del pobre Murcianico, pero más por curiosidad que por otra cosa.

Desayuno tras desayuno, me contaba lo poco que sabía de Murcianico; una aciaga suerte concatenada a otras: una súbita viudez con rescoldos de un amor aún latente; sin hijos a su cargo; haber figurado en la lista de despido por el cierre de la empresa donde había trabajado durante 30 años; bien entrado en canas; un desahucio de su casa por no pagar la hipoteca por no tener recursos económicos, y un refugio en la bebida, la cual lo apartó definitivamente de su familia.

Informado y enterado de parte de la vida de, para mí, un buen hombre, salí consternado del bar, cavilando acerca de qué hubiera hecho yo de dárseme no todas sus luctuosas circunstancias, solo una de ellas. No quise pensar más en eso, y dejé de frecuentar ese céntrico bar. Solo fui una vez más, pero para despedirme del propietario del mismo.

Y me llegó la jubilación. Nueva vida y nuevas rutinas me hacían pasear por el Paseo del Malecón, disfrutando a tope de la siempre buena compañía de mi amada esposa.

Olvidada ya la oficina, olvidado también Murcianico. Hasta que caída una tarde de un día caluroso del mes de mayo, lo vi tumbado sobre un banco de dicho Parque. Me hubiese parecido de pésima educación pasar de largo, sin siquiera saludarlo, pero que mi esposa no se percatase de lo que iba a hacer. Seguramente que ya no se acordaría de mí. Pero no. Al verme soltó una de sus típicas ocurrencias, tras pedirme un cigarrillo:

— Es de buena condición, por lo que veo, disfrutar de la jubilación.

Le di el cigarrillo, ante la atónita mirada de mi esposa que no paraba de preguntarme de qué conocía yo a aquel mendigo, mirándolo de reojo. Me aproximé a él y le pregunté si había dejado de chatarrear. Y sonriendo me respondió:

— No señor, sigo aún con mi negocio, pero ahora estoy de vacaciones.

Después de despedirnos, con un fuerte abrazo incluido, miré a mi esposa, que rebullía inquieta por sacar de mis labios de qué conocía yo a Murcianico.

¡Mujeres, siempre curiosas!

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Antonio Chávez López
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Mensaje  achl Lun Ene 23, 2023 4:31 pm



Mi herida no para de sangrar

Después de pensar y de leer acerca de este asunto que me ocupa, llego a la radical conclusión de que todo lo trascendente tiene su origen en hechos banales. Es difícil, a veces imposible, recordar el principio, la causa primera de los fenómenos que nos marcan de por vida. Solamente podrían ser dos o tres los más importantes, y esto es una cosa irrefutable.

Recuerdo perfectamente bien cómo descubrí mi herida. Pero no creo que mi caso sea un caso singular, lo que pasa que no todas las personas se observan a sí mismas, con una frecuencia que debe ser obligada.

Una mañana cuando entré al cuarto de baño de casa, vi que en el espejo se reflejaba un rasguño, no mayor que una uña de un adulto, que de pronto había aparecido en mi pecho, más arriba del corazón. En un principio no le eché cuenta porque no recordaba cómo me la había hecho, y además por su perfecta posición vertical. Al otro día lo olvidé por completo.

Hasta que al cabo de una semana, una sensación molesta, que no llegaba a picor, me recordaba su presencia. Me sorprendía a mí mismo frotándome por encima de la camisa, como en un acto reflejo similar a ese que causan los insectos sobre la piel. Pero cuando me miré de nuevo al espejo, no podía ocultar que me quedé estupefacto; el rasguño se había extendido hasta la medida de un dedo índice de adulto, y la piel de su alrededor aparecía enrojecida. Desinfecté esa parte a conciencia, más sorprendido que preocupado, porque estaba pensando en una pregunta para la que no tenía una respuesta. “¿Cómo se ha alargado de esta forma sin que me haya dado cuenta de nada?”.

Lo cierto es que en esa etapa de mi vida tenía mucho trabajo; siempre estaba con decenas de pequeñas, y no tan pequeñas tareas pendientes, de toda índole. Por eso y porque yo soy poco dado a las hipocondrías, este caso quedó en un segundo plano, debido también a la acelerada rutina de días cargados de responsabilidades, días que parecían manojos misérrimos de horas conseguidas en la beneficencia, en lugar de días verdaderos.

La preocupación me llegó por sorpresa en mi oficina, y ocurrió al intentar bajar un archivador de una estantería; un perfecto círculo de sangre, pequeño pero evidente, crecía en la pechera de la camisa. Presuroso me fui hacia los aseos impulsado por la angustia; ya allí, me desabroché los botones de la camisa, e involuntariamente di un paso atrás. El rasguño era ahora una ranura en la carne de un horrendo color purpúreo. En su parte media, gotas de sangre manaban, deslizándose por la ranura hacia abajo. Me la limpié como buenamente pude y volví a mi trabajo, pero con la cabeza como si fuera una centrifugadora desrielada. Quedaba ya poco tiempo para salir de la oficina. Nadie me hizo ningún comentario sobre mi camisa mojada de agua y manchada de rojo.

Cuando llegué a casa, de nuevo tuve que afrontar, ahora desde un prisma lastimero y absurdo, las relaciones con mi mujer. Estábamos atravesando una de nuestras fases de distanciamiento; en los últimos días no nos hablábamos: encontronazos, discrepancias, chillidos, insultos, faltas de respeto… conformaban el meollo de nuestra crisis, la cual se había enrevesado y casi solidificado de tal manera que no había por donde cogerla. Y a todo esto llego yo con mi camisa manchada de sangre por una herida que no dejaba de crecer, pero que no tenía un motivo claro.

—Mira cómo me he puesto la camisa –me atreví a decirle a mi esposa.
—Yo la veo bien –dijo tras un leve vistazo, casi sin mirarla.

Volvíamos de nuevo a las trincheras. Un día más.

-¡¿Y esto también lo ves bien?! -grité, a la vez que mostraba el sangrante tajo púrpura.
—¡Oye, a mí no me chilles! –reaccionó con ira-. ¡Si has tenido un mal día lo pagas con otra! ¡ ¿Te enteras?! ¡Eres un hombre insoportable! –y, sin más, se encaminó hacia la puerta de salida a la calle, cogió su bolso, dio un portazo y salió. ¿Quizás a su trabajo?, pienso que no, porque era demasiado temprano. Pero ni ella me dijo a donde iba, ni yo le pregunté. Total, para qué…

La realidad es que me quedé solo en la casa, desorientado, en pie, sin saber qué hacer; pero, eso sí, como un patético Cristo mirándose una línea de sangre que rodeaba desde el esternón hasta el ombligo.

Volví a curarme, pero al ver la herida más de cerca no pude evitar un repentino escalofrío. Era una herida salvaje, que no se parecía en nada que antes hubiese visto, como si la carne se hubiese abierto hacia afuera; ni cortada, ni quemada, abierta. Y en todo este tiempo atrás, no había dejado de sangrar; de hecho, sangraba más todavía.

Pero para una mayor extrañeza, no me sentía débil ni mareado, lo que hubiese sido normal por tanta pérdida imparable de sangre. En un segundo transformé la blancura del lavabo en una siniestra carnicería. Mi anatomía se activó con mil alarmas. Presioné la herida con las vendas que encontré, y después salí de casa corriendo e invadido por el pánico, y al mismo tiempo calculando mentalmente cuánto tardaría en llegar a urgencias, e intentando adivinar la cantidad de sangre que una persona puede perder antes de caer desplomada, muerta.

Pero no fue una buena idea echar a correr, porque mi corazón empezó a bombear con fuerza, y la sangre se disparaba como un cañón del infierno al exterior. Las vendas pasaron a ser un asqueroso amasijo sanguinolento que chorreaba al compás de mi carrera desesperada.

—¡Socorro, socorro! ¡Ayúdenme, por favor! –gritaba tan alto como podía-. ¡Estoy desangrándome…!

Pero la gente, en lugar de acercarse para prestar auxilio a alguien en riesgo de muerte, se apartaba. ¿Qué era lo que temía de un hombre herido? ¿Cómo se supone que uno debe pedir ayuda cuando está a punto de morir sin sobresaltar a nadie?

Mientras corría, se me iban saltando las lágrimas, de puro miedo, de impotencia. La sangre manaba sin control, como un río innatural. Nadie en la Tierra ha albergado tal cantidad de sangre en su cuerpo. Algún transeúnte se había parado, pero solo para mirarme, a mí, no al caudal aterrador que iba vertiendo, encharcando todo a mi paso cual horror imposible escapado de un inframundo. ¡Me miraba a mí, como si yo fuese un pobre loco! Nunca antes había sentido tan palmariamente la profunda soledad en la que nos encontramos en momentos así.

Me paré a recobrar un poco de aliento frente a la puerta de mi ambulatorio, con las manos sobre las rodillas, mientras que de mi pecho seguía manando un inagotable manantial de sangre. Jadeando entré al edificio, casi sin fuerzas ya.

—Un médico, por favor –me escuché decir.

Ahora me atendieron urgente, llevándome sin pérdida de tiempo a una consulta médica. Creo que sería por mi aspecto de desesperación por entrar con el pecho al descubierto y un caminar tambaleante, y no por lo horrible de mi herida, a la que nadie hacía el más mínimo movimiento por impedir un masivo desangramiento. Solo las vendas, empapadas, que seguían apretando, se interponían entre la sangre y el exterior.

Tras sentarnos en su consulta, el médico me habló:

—Dígame, señor. ¿Qué le ocurre?

“¿Han perdido todos la cabeza o la estoy perdiendo yo?”, pensé.

—¿Usted tampoco ve este chorro de sangre que brota de mi herida? –le dije al médico, mientras las paredes me daban vueltas-. ¿Es que no está viendo cómo estoy poniendo todo? ¿O es que me están tomando el pelo? ¡Haga usted algo, por favor! –ya no podía más.

Durante largos segundos, aquel médico me escrutaba con ojos analíticos. Eran ojos que habían visto a cientos de pacientes, a lo largo de los años de su vida profesional.

Después de esa extensa observación, me dijo con rotunda determinación:

—Usted no tiene ninguna herida en el pecho, señor.
—¡¿Qué?! –no podía creer la ofensa que estaba escuchando.

Sin pensar, cogí toda la bola de vendas y la estampé con todas mis fuerzas contra la mesa, haciendo un tremendo ruido el impacto húmedo, que salpicó toda su consulta y a nosotros, y más aún al médico. Mi mano izquierda ocupó el lugar de las vendas, pero la sangre seguía escapándose entre mis dedos.

El médico no se esperaba mi grosera e insolente reacción. Creo que, gracias a su profesionalidad, tardó poco en recuperarse de la impresión.

Con voz pausada, tranquilizadora, me propuso una oferta:

—Si usted me lo permite, le daré una prueba irrefutable de que no tiene ninguna herida y de que, por supuesto, no estamos aquí para divertirnos a su costa. Si después de esta prueba sigue pensando lo mismo, no tendré más remedio que reconocer esa enorme herida que no deja de sangrar y que por lo tanto debía haberle matado hace unas cuantas horas.
—De acuerdo, doctor.

De pronto tuve la sensación de que todo esto era una vuelta de tuerca más en esta confabulación, en esta broma inhumana, pero decidí seguirle el juego, y tal vez así, de él consiguiese ayuda.

—¿Cuál es esa prueba, doctor?

Abrió las puertas de un armario vitrina para guardar el instrumental que tenía en las manos. En la cara interior del armario, cada una de las puertas estaba revestida de una lámina de espejo.

Mi propia imagen me impactaba de lleno. Estaba demacrado, mostraba un aspecto francamente horrible, veía mis manos, una sobre la otra, haciendo presión; las costillas se me marcaban en la piel. Pero no había herida y ni gota de sangre por ninguna parte. Y mientras observaba, atónito, aquel reflejo, seguía sintiendo un fluir de sangre entre los dedos. Sangre que no aparecía en el espejo.

—¿Me cree usted ahora? –me preguntó, sonriendo débilmente.
— No hay sangre... –musité.
—Claro, hombre. Tranquilícese, su vida no corre peligro.

La evidencia irrefutable que mostraba la imagen del espejo, contradecía con la sensación que me transmitían las manos, los antebrazos y el resto del cuerpo, que eran bañados por la sangre que seguía manando.

Eché la vista abajo, y la sangre seguía ahí, tan roja ella. En modo alternativo me miraba el cuerpo y el espejo, mis manos y el espejo, mi apelmazado pantalón y el espejo, repetidas veces, y los resultados persistían. Estaba percibiendo dos realidades contradictorias a la vez.

—¿Co…có...mo... es… po...si...ble…? –tartamudeé-. ¿Qué me está ocurriendo, doctor?
—No se preocupe más. Dígame, ¿cómo se ve en el espejo?
—Sin sangre por ningún lado.
—Bien, eso es lo más importante. Yo también lo veo así.
—Pero sigo sangrando. Es lo que siento, es lo que veo ahora mismo, apenas dejo de mirarme al espejo.
—¿Puedo preguntarle si consume drogas?
—Nunca, ni siquiera fumo, ni bebo alcohol.
—Vamos a ver, señor… ¿En estos últimos meses está viviendo usted una fase de su vida especialmente estresante?
—Sí, doctor, eso sí.

El charco bajo mi silla se extendía a una velocidad inexorable.

—Ya… Entiendo…
—¿Cómo es posible ver y sentir en forma permanente algo que no existe? –mi voz temblaba. Estaba muerto de miedo.
—Verá usted, señor, el cerebro no es un órgano infalible. A veces yerra. La mente puede sufrir un muy amplio abanico de trastornos de gravedad y sin posibilidad de tratamientos. Comprendo que esta alucinación que le aqueja es, además de particularmente elaborada, angustiosa en extremo. Pero no tiene que preocuparse. Hay casos con peor pronóstico que el suyo. Usted debe saber que de ser real su hemorragia, sería mortal de necesidad, ¿verdad?

—Eh… sí, claro.
—Y usted ve en el espejo que se trata de un error subjetivo en la percepción de su cuerpo. ¿No es así?
—Aún me cuesta creerlo, pero sí, así es, doctor.
—Por eso le digo que no tiene de qué preocuparse. La elaboración podría haber sido catastrófica de seguir viendo la herida también en la imagen del espejo.
—¿Cree usted que algún día dejaré de ver todo esto? –me volví a mirar, asqueado, en el espejo.
—Seguro. Pero tiene que darse tiempo, tener paciencia por nítida que sea su percepción. Tiene que acostumbrarse, quitarle importancia hasta que desaparezca. Esto es más normal de lo que la gente piensa. Se trata de una reacción psicosomática, causada por un estrés y puede adoptar muchas formas: ceguera, parálisis, tartamudeo… En su caso se ha manifestado así, pero podría haber sido de cualquier otro modo. Un estrés puede llegar a ser terriblemente dañino.
-Es increíble -susurré, mientras el suelo se alfombraba de rojo.
—Ahora lo pasaré con un colega –dijo levantándose del sillón-. El doctor López. Es bueno en su trabajo, y no lo digo porque sea mi amigo –sonrió amable-. Siga al pie de la letra las indicaciones que él le dé, y ya verá como pronto todo esto quedará en un susto.
—Gracias –le tendí la mano, pero sabía que lo ponía en el compromiso de ensuciarse con el apretón, como de hecho ocurrió. Pero eso parecía no importarle.
—Venga, le acompaño -sus pasos chapoteaban en el suelo.
—Disculpe, doctor. ¿Podría prestarme una bata suya para cubrirme? -me sentía indefenso y estúpido-. Mañana se la traeré. Limpia, por supuesto.
—Claro, hombre, y así de paso me cuenta usted que tal le ha ido con mi colega.
—Gracias por todo, doctor.

Me llevó hasta la consulta de su amigo López, que era médico-psicólogo. Él entró antes para conversar en privado con él, y poco después me hizo pasar.

—Cuídese –se despidió al pasar junto a mí con una palmadita en el pecho, dejando su huella de sangre en la reluciente bata que me había facilitado.

Pasaron meses y muchas cosas desde aquel aciago día, que no debió existir. Meses de terapia, fármacos, cambios vitales… Me divorcié, me despidieron del trabajo, y además tratamientos variados. Aseguro que he puesto mi mayor empeño en este trabajo: curarme. Empero, el médico de mi consultorio se equivocó. La herida no ha dejado de sangrar en ningún momento desde el día que se abrió. En todo este tiempo, sin duda, he crecido como persona. En esto sí que puedo decir que todos los terapeutas me han ayudado grandemente, que no en devolverme a mi estado de conciencia anterior.

Puede uno llegar a acostumbrarse a ensangrentar todo a su alrededor, siempre que la gente que te rodea actúe sin prestarte atención. Dicen que a todas las personas, en algún momento de su vida, le toca padecer una herida que transforma todo lo que llega después. Dicen que la cuchilla que la abre puede ser un hecho pequeño, un pensamiento inconsciente, residuos de un sueño, y que desde entonces dejamos de ser quienes estábamos destinados a ser.

Esta mi herida es interna, aunque puede que sea yo una extraña excepción de una regla inexistente, y es el cuerpo el que se encarga de que seamos ignorantes a la hemorragia, fagocitando la sangre de nuestra identidad originaria, la cual malvive moribunda junto a nosotros, hasta que dejamos de vivir. Un lamento sempiterno y sin consuelo. Solo cuando el cuerpo falla o la sangre es mucha, llega a nuestra consciencia en forma de tristeza, pero sin causas aparentes.

Creo firmemente en esa teoría, pero no por su sentido poético, y tampoco por una afinidad con mis creencias, sino por la experiencia trascendente que viví; visión que no volvía a repetirse, como única oportunidad que se me otorgaba para ver la realidad, más allá de mis sentidos, y que fue así:

Estaba los primeros meses de mi tratamiento, una tarde del mes de junio. Caminaba por la calle enseñando de nuevo a mi mente a pensar y a dirigir la atención hacia ideas y hechos diferentes a mi perpetuo y constante derramamiento de sangre. Como si un velo, que solamente yo veía transparente, hubiese caído encima de mis ojos.

Ante mí, descubrí un mundo superpuesto, el que conocía y moraba. Al igual que mi herida siempre había estado ahí, aunque no lo percibiese, me quedé paralizado frente a la gran revelación. En pocos segundos mis fosas nasales se convertían de una vaharada de hedor a un plasma sanguíneo, como cobre quemado; las ventanas de los edificios lloraban un fino manto de un líquido viscoso rojo, que fluctuaba a la luz del Sol; de sus balcones, cornisas, tejados o de todo a la vez, como en los días de tormentas, chorreaba sangre con estrépito, transformando las calles en ríos espesos. Y excepto los niños, los adultos que yo alcanzaba con la vista sangraban profusamente.

Algunos, como mi caso, desde una herida en el pecho; otros, desde la mitad de la frente, bañándose desde el pelo a los pies en una siniestra ablución. Las mamás empujaban los cochecitos de sus bebés como si fueran unas mártires lapidadas, los autobuses circulaban como depósitos rodantes de sangre, cuyo nivel máximo se podía ver en los cristales de las ventanillas, y cuando llegaban a alguna parada se liberaban de pasajeros, como una suerte de menstruación aberrante; salpicaban los vehículos a los transeúntes, sin que ninguno protestase por ello; las alcantarillas vomitaban un exceso inasumible, aviones cruzaban el cielo con su estela blanca y fina nube rojiza adherida al fuselaje.

La imaginación no puede construir por sí misma esa oscura grandiosidad de lo que vi. Imposible. Y allí, en la mitad de un escenario infernal e inconcebible en otros tiempos, me sentía, por primera vez desde que esta pesadilla mía dio comienzo, acompañado. Hasta ese momento sabía que era un miembro de la sociedad, pero no era hasta ese momento que me sentía irrevocablemente dentro de ella. Tras estas imágenes, el velo retornó a mi visión. Ya no volví a ver nunca más a mi ciudad sangrar.

Aquel amable médico de mi ambulatorio, que indudablemente tenía sus propias teorías, se equivocó con mi caso (hasta la gente más docta yerra). Mi herida no ha desaparecido con los años, ni mi sangre ha dejado nunca de verter. Y mi visión no era un trastorno de la percepción o de los sentidos, sino un don, un don único y desconocido y solamente concedido por el don de la Naturaleza (o un Don de Dios, según los creyentes como lo soy yo). Y de cuyo don ignoro su propósito final, como también ignoro el mensaje último que contiene, pero sé que voy a dar las gracias al cielo todos los días por haber sido un privilegiado por ver lo que el resto de la humanidad por sí misma jamás podrá llegar a ver.

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Antonio Chávez López
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Mensaje  achl Vie Feb 03, 2023 9:56 am



Un fin de semana con su abuelo paterno

Cuando aquel domingo, caída la tarde, fue la madre con su automóvil a recoger a su hijo Javier, de 15 años, a la estación del ferrocarril, estaba ya más que preparada para las quejas y los malos modos del muchacho, y en especial para el portazo que daría a la puerta del coche después de entrar en él; y todo eso solo era por enviarlo un fin de semana con su padre (el abuelo paterno de chaval) a su casa en el campo, en cuya casa no había Internet.

Pero, "sorprendentemente", nada de eso ocurrió.

El adolescente, primero miró y besó a su madre y enseguida se subió al coche, dejó su zurrón con toda su ropa en el asiento trasero, cerró su puerta civilizadamente y se sentó en el lado del copiloto y se puso el cinturón de seguridad, tranquilo y callado.

- ¿No me vas a contar cómo te lo has pasado? -le pregunto la madre, una vez en marcha el vehículo.

- Bien -respondió.

- ¿Solo bien?

- ¡Bien, mamá!

- En ese caso te habrás dado cuenta de que no tener Internet no es el fin del mundo.

- ¡No empieces ya, mamá!

- ¿Puedo preguntarte qué te ha hecho cambiar de parecer?

- Pues... pues... verás… que yo sentía que mi pobre abuelo sufría mucho cuando yo me quejaba de que allí no había Internet. Además, con tres años más que yo, tenía que dejar sola a su esposa, mi abuela, que estaba embarazada de ti, para acudir a su trabajo doce horas diarias como peón de albañil. Como teníamos mucho tiempo para conversar, me contó las numerosas calamidades que habían pasado. A diferencia de mi vida, la suya no ha debido ser fácil.

A la madre se le saltaron las lágrimas, emocionada e impresionada por las bonitas palabras de su hijo mayor. Detuvo el coche en el arcén y después se quedó mirándolo fijamente durante algunos segundos, pero con una gran expresión de orgullo.

- ¡¿Por qué me miras así?!
- Por nada, hijo, no te enfades, solo que veo que este fin de semana con tu abuelo no te ha sentado tan mal. Pensando, creo que te enviaré todo el verano con él.

- ¡Ay, no, mamá, que no tiene Internet!

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Antonio Chávez López
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Mensaje  achl Miér Feb 08, 2023 3:28 pm



Despojos humanos

Cuando recobré el conocimiento, me hallaba tumbado sobre una moqueta de un color rojo, y rodeado por todos lados de pedazos de carne ensangrentados.

Todo estaba impregnado de sangre, pero de sangre humana, y dondequiera que llevaba la mirada veía cuerpos mutilados.
Aquel tren estaba estancado en lo que parecía un lúgubre túnel, o el mismísimo infierno. La negrura que veía a través de la ventanilla de mi vagón y el absoluto silencio, me sobrecogían sobremanera. Aquel tren era una tumba sobre raíles. Y en mis adentros, algunas preguntas sin respuestas:

“¿Qué ha ocurrido?”.
“¿Por qué el tren está parado?”.
“¿Quién ha matado tan cruelmente a estas personas?”.

Y, sobre todo, la que más me inquietaba y me tenía en vilo:

“¿Por qué me da la preocupante y macabra sensación de que yo soy el único superviviente de esta masacre?”.

Una vez que, asustado, llegué a la salida del túnel, fui bañado por una luz que en mi larga caminata no había visto; una Luna llena en un Cielo estrellado en una noche con buena de temperatura.

Me sentía aliviado, y pronto empecé a darme respuestas a mis preguntas, sobre todo cuando vi que se agrandaba mi cuerpo, adquiriendo un pelaje grueso que quemaba como fuego mi piel; cuando aullé en manera instintiva, cuando mi mente no era capaz de asimilar tanta atrocidad junta, cuando dudaba si existía o era una ficción, cuando no era capaz de recordar nada, ni siquiera si tenía familia o estaba solo en este mundo, cuando me pellizcaba para cerciorarme de que lo que estaba viendo era real, y cuando, con mucha ansia y más desespero, quería volver a comer la deliciosa carne humana.

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Evil or Very Mad

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Mensaje  achl Miér Feb 08, 2023 3:31 pm



Aborto provocado

Por su cuenta y riego se encaminó hacia el hospital de beneficencia de su ciudad. Estaba asustada, muy asustada, expuso en la recepción su caso y enseguida la enviaron al departamento de ginecología, sentada en una silla de ruedas, impulsada por una de las enfermeras, precisamente la menos humanitaria de la plantilla de enfermeras.

—¿Qué es lo que te ocurre, guapa muchachita?

Ese fue el amable saludo de unos de los ginecólogos.

—Mire, doctor, usted sabe que este es uno de los riesgos de ser mujer: un hombre puede hacer al amor todas las veces que le dé la gana, pero con un preservativo no le ocurre nada, pero nosotras, las mujeres, podemos quedar embarazadas; pensé que la píldora arreglaría este problema, pero, según una expresa analítica que me han hecho hace más de un mes, pagada con mis pocos ahorros y con un dinero prestado por una buena amiga y mintiendo de que era huérfana en la vida, no puedo tomarlas.

Le dijo la pobre chiquilla, de tan solo 16 años, al ginecólogo de turno, el cual hacía una seña a la enfermera.

—Pero sí tenemos algo que puedes tomar.

Escribió unas letras en su bloc de recetas y después añadió:

—Esto te ayudará a tranquilizarte. Es muy importante para tu estado que en estos momentos estés lo más relajada posible.

—¿Puedo acudir ya, ahora mismo, a mi trabajo?. Es que necesito trabajar para poder ayudar en la casa de mis padres.

—No. Tienes que esperar unos días más, porque puedes tener perdidas abundantes. La enfermera te llevará ahora a una sala compartida con otras chicas y yo te veré mañana por la mañana y de nuevo te inspeccionaré.

La enfermera cogió, de malas ganas, el papel escrito y sobre la marcha comenzó a empujar la silla. Transpusieron la puerta de vaivén y, a través de un largo pasillo, llegaron al ascensor; pulsó un botón y a la vez le dijo a la paciente:

—En realidad, no ha sido tan horrible, ¿verdad, niña caliente?

La muchacha miró con rabia a la enfermera, pero, educadamente, aunque rotunda, le respondió:

—¿No le parece a usted demasiado horrible ya el hecho de que por temor a mis padres y por las penurias económicas haya dado mi consentimiento para que maten a mi bebé?.

En cada mejilla de la adolescente apareció un reguero de lágrimas, que, una vez dentro del ascensor, se sumaban a más lágrimas de la grosera e imprudente enfermera, y eso que era madre.

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Antonio Chávez López
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Mensaje  achl Miér Feb 08, 2023 3:34 pm



Falso éxito con las mujeres

Lágrimas se unían al dolor. Por su mente pasaba una interrogación: “¿Cuántas mujeres han pasado por mi vida?”. Su cuenta mental no le daba menos de quinientas, y, sin embargo, una profunda soledad y una insólita tristeza se apoderaban de él.

Y más auto interrogaciones:

“¿Qué me ocurre?”.

“¿Qué es lo que me falta?”.

Esas dos preguntas no podían acallar el grito, venido a dolor, a cada momento.

Y seguían las auto preguntas:

“¿Qué tienen la mujer que todavía no he sabido ver?”.

“¿Por qué no he podido retener en la efímera posesión de un cuerpo la sublime sensación de la plenitud?”.

“¿Por qué este enorme vacío en mis adentros, que, como un abismo, va mermando progresivamente mi vida?”.

Sus crueles preguntas lo torturaban. Sabía que utilizaba a las mujeres solo para el placer, pero tardíamente comprendía que era él el que había sido utilizado. Miserablemente utilizado, quizás por su dinero o quizás por haber sido tratado como un semental, al que después de cumplir con sus cometidos, había derivado en un buey, con destino al matadero y terminando sus días solo y olvidado.

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Mensaje  achl Miér Feb 08, 2023 3:38 pm



¡Hablan y hablan, pero no saben lo que hablan!

Una de mis mejores amigas, Piluca, me dijo una vez: “Vanesa, tú eres una tía muy temperamental, tienes demasiada pasión para nuestra época, porque al final, solo consigues cabrearte contigo misma”.

Y una compañera de mi trabajo, Alejandra, amiga también de Piluca, me confesó que buena parte de la plantilla femenina de mi empresa comenta sobre mí que, en otro siglo, podía haber sido un puntal de la iglesia: una Santa Ángela de la Cruz o una Santa Teresa de Calcuta. ¡Joé, tiene gracias! Si hubiese dicho una Barbarroja española, seguro que hubiese estado más cerca de la verdad.

Pero yo, ni caso y siempre a lo mío, y lo mío es que me siento con mejores predisposiciones para ser bandida que santa. Y lo digo abiertamente, sin reticencias, porque quedan ya bastante lejanas las vanidades peyorativas de los veinte años y a estas alturas me resulta desalentador llegar a conclusiones tan poco halagüeñas.

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Mensaje  achl Miér Feb 08, 2023 3:44 pm



La miseria viajaba en aquel barco de vapor

Desde aquella España del dictador Franco, en la que tanto adultos como jóvenes, de ambos sexos, forzosamente se veían obligados a emigrar, para buscarse la vida, no se había vuelto a ver tanta emigración como la que estamos sufriendo en la España social-comunista de hoy, transcurridas más de dos décadas del siglo XXI

Y esta historia es la historia de un muchacho de18 años, de oficio pescador en un pueblo costero de la provincia de Huelva en la etapa franquista.

La miseria viajaba en aquel barco de vapor

Se sentía empujado a irse, como tantos otros. Hacía tiempo que sabía que llegaría el día en el que perdería de vista, por lo menos durante algunos años, las calles de su pueblo; que llegaría el momento en el que pasear por su playa, le iba a dar la sensación de que podía ser la última vez.

Comenzaba a aferrarse a los recuerdos, antes que perderlos, a grabar en su memoria cada olor, sabor, objeto... Caminaba por las calles de su pueblo rozando las paredes de las fachadas de las casas con las yemas de los dedos. Se embadurnaba las piernas y los brazos con la arena de la playa, y se lavaba la cara con el agua clara del mar. No quería perderse nada. Sentía en las miradas de sus vecinos el calor de un “hasta luego”, y la camaradería, que solamente quien ha vivido tamaña pesadilla de generaciones anteriores, es capaz de sentir y transmitir.

Hacía años que el pueblo había cerrado. Primero, la fábrica de sal soldaba su puerta, impregnando de dolor los puestos de trabajo. La pesca no era ya rentable, y se acababan definitivamente las composturas de las nasas y las redes. Habían dejados escapar tantas cosas que, cuando venían a darse cuenta, se les había escurrido el futuro entre las manos.

Y comenzaban los funerales en vida, las familias rotas, las falacias de los políticos, los orfanatos, el llanto desesperado de un pueblo que vivía su única esperanza disuelta en el humo del barco de vapor que cruzaba el océano y que diseminaba su semilla por medio mundo.

Se resistía el chaval, aferrado al olor del pan casero, a las empanadillas de su madre, a los remiendos en las redes y al zumo de su limonero, hasta que el destino le dejaba un recado en forma de nudo en el estómago y sabañones en el corazón.

Aparecían goteras en el tejado de su casa, que acababan por inundarlo todo, y el hambre no entendía de proyectos ni de tiempos mejores. Así que un buen día, o un mal día (según se mire), después de muchos otros días sentado frente al mar mirando cómo las olas se iban llevando su vida, se subía a un cascajoso carromato y en menos de diez minutos se hallaba en el puerto del pueblo, que, aun próximo, le parecía extranjero, preguntando el precio de un pasaje hacia la ilusión.

De regreso en su casa esperaba hasta después de que acabase la infame cena para informar a la familia de su decisión. No se producían escenas, ni gritos, ni gestos. Solo un suave tic-tac de un viejo reloj de cuerda, que había en el pasillo, era el único que distorsionaba el silencio.

Su madre, llorando a mares, sacaba de un destartalado aparador una maleta grande de cartón y la ponía encima de la mesa del comedor. Como buenamente podía, se secaba las lágrimas en la manga de su ajado chaleco, que después se quitaba y lo metía en la maleta.

El terrible miedo al olvido de un hijo, debe ser el mayor de los horrores que puede sufrir una madre.

Solo faltaba un día. No hubiese podido estar más tiempo con esta sensación. Miraba, emocionado, un horroroso cuadro, que colgaba de una de las paredes del comedor, que nunca le había gustado.

Sabía que ya nadie miraría igual a los suyos, predominando la pena por encima de todo. El tendero metía dos patatas más en el saco, y el lechero tres botellas de leche, como compartiendo el duelo. Nunca había tenido muchas cosas, pero, cuando las metió en la maleta, su cuarto compartido con tres de sus hermanos le parecía un descampado.

La mañana antes de partir, su padre lo despertó al amanecer. Su padre no había pronunciado palabra desde la noticia, quizá avergonzado por no haberse ido él en su momento. Cogían el único cerdito que tenían en el patio, y se fueron al matadero a venderlo, y así obtener dinero para pagar el pasaje.

Los vecinos lo miraban con el respeto que merecen los intrépidos y con el reconocimiento de la dignidad hecha viaje. Solo cambiaban miradas.

Ya en la puerta del matadero, el padre ponía la mano sobre el hombro de su hijo y, apesadumbrado y luchando contra las lágrimas, le dijo:

—Hijo, no olvides escribirnos. Buscaremos a alguien que nos lea tus cartas. Alguien encontraremos.

El muchacho pasaba toda la tarde en la playa, intentando mentalmente llevarse cada mirada, cada sonrisa, cada gesto de su madre, su padre, sus hermanos más pequeños, cada arruga de su abuela...

No podía dormir en toda la noche, y eso que le esperaba un larguísimo viaje hacinado en un pestoso y lúgubre camarote.
Solo su padre lo iba a acompañar a coger el barco. Se despedía con besos y con abrazos del resto de su familia, y después echaba un último vistazo a su desnutrida vivienda. Cogía su maleta y empezaba a bajar la cuesta hasta la plaza, en la que iba a salir un carro, con dos ruedas y tirado por una mula, que los llevaría hasta, ese día, desierto puerto.

El barco era descomunal. Nunca había visto uno igual. La cola que aguardaba para el embarque, era un cúmulo de gestos, escalofríos y de miradas perdidas. Más de uno de los que se iban no tenían a nadie que les despidiese, pero, en lugar de acogerse a sus familias, se aferraban al cielo, empujando con fuerza los pies hacia abajo, como queriendo echar raíces, como tratando de vivir del agua que caía a cántaros.

El primer pitido de la sirena del barco de vapor retumbaba en todo el pueblo, hasta perderse en el horizonte. Los cuerpos empezaban la procesión de las almas a través de la escalerilla del barco; no todos, algunos dejaban el alma en tierra.

Mientras el joven iba subiendo peldaños se iba girando para ver la cara de su padre, tal vez por última vez. De repente, su madre llegaba, muy fatigada, hasta la barandilla, y, sin poder contener más su dolor, retorciéndose de espinas interiores sangrantes, gritaba.

— ¡Hijo, hijo mío, no nos olvides nunca!

Pasaron tres meses antes de enviar la primera carta; una eternidad para los que esperaban, una décima de segundo para los que el mundo empezaba a girar vertiginosamente.

Al llegar a la otra orilla, se encontraba con un lugar donde infinidad de personas se apretujaban y se atropellaban esperando una oportunidad. Pedían cocineros, y más de cien aparecían; peones para la construcción, varios cientos. La competencia era tan feroz, día tras día, que, finalmente decidía subirse a un tren de mercancías antes que la vorágine lo devorase.

Y halló un empleo de pastor en una granja. No era gran cosa, pero le permitía seguir viviendo y enviar algo de dinero a casa, acompañado de una carta. Pero el paraíso no estaba tan bien asfaltado como en sueño había soñado, y antes de lo que cabía esperar por él mismo, se veía de nuevo deambulando por el interior de un lugar desconocido.

Comenzaba a enviar cartas con más frecuencia, queriendo convertir aquello en su manera de aferrarse a la cordura. En ellas hablaba de un mar que le traía el aroma de la cocina de su casa; su playa, de la que le llegaba flotando hojas de su limonero. Decía oír el repicar de la campana de la iglesia de su pueblo, retumbando en los paupérrimos adobes, y les preguntaba si la lluvia de aquella mañana de invierno caería, quizás, de una nube que ellos hubiesen visto primero.

Y entre carta y carta, veía, pasmado, las montañas más altas de las que nunca hubiese soñado que existían, y ríos con tanta anchura y largura que dudaba si no hubiese llegado a otro mar. Y entre párrafos de tinta seca y mendrugos de gloria, seguía luchando por sobrevivir.

Su familia contaba con la ayuda de una vecina. No habrían podido leer las cartas porque ninguno de ellos sabía escribir ni leer. En un lugar donde lo cotidiano era un lujo, no habían tenido tiempo de pararse en algo que no quitaba el hambre. Así que, apenas oían el timbrazo de la bicicleta del cartero, que subía la empinada cuesta luchando contra el empedrado, un familiar salía disparado en busca de la lectora, y, después, todos se ponían alrededor de ella a escuchar su relato. En cada carta descubrían un poco más de aquel lugar lejano del que habían oído hablar tantas veces.

Siempre hablaba de un mar, de sus olores y de lo cerca que en realidad estaba de ellos, como si de golpe una feroz resaca le dejase el día menos pensado al otro lado del charco. Era tan fuerte la sensación de cercanía, que nadie se atrevía a tocar su cama ni ocupar su sitio en la mesa por si regresaba de repente a llenar su hueco con su optimismo.

Cuando terminaba la lectura y la lectora salía de la casa, destapando el tarro de sensibilidad para no romper el hechizo del texto, la abuela la seguía y la abordaba en el camino, llevando consigo siete sobres en la mano, el de la carta de ese día y seis que había ido guardando de otras cartas anteriores. Ante la sorpresa de la lectora, la anciana le pedía que le leyese la procedencia de los matasellos. La abuela era la única de toda la familia que sabía que los relatos de las cartas eran puras mentiras, que el pobre muchacho no quería preocupar a su familia.

Matasellos tras matasellos confirmaban que donde su nieto se encontraba no había mar.

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Mensaje  achl Dom Feb 12, 2023 9:21 pm



Las heces de cabras

Eran días de tranquilidad en nuestro pueblo. Uno de aquellos días recordé los primeros meses de después de acabada la carrera de Veterinaria, cuando mi colega Paco, y su hermano Toni, ambos onubenses (a Toni aún le faltaba la tesis), y yo vivíamos bajo el mismo techo en Sevilla. La fonda sevillana para estudiantes era un buen lugar para residir.

- ¿Sabes algo, Alfonso? -recordé a Toni comentándome uno de aquellos días lejanos-. A veces me pregunto si habrá alguna otra casa en la que la preferencia de una dama por un caballero la haga demostrar con heces de cabras.
- Es curioso. También yo he pensado en eso mismo -respondí.

Acabamos de desayunar. Rosa, la ama de llaves de la fonda, ponía la correspondencia de cada uno al lado de su plato. Y en el lugar de Paco, dominando la escena como un emblema de triunfo, había una lata con heces de cabras, que la señorita Laura le había enviado. A pesar de su papel verde del envoltorio, sabíamos lo que contenía, ya que siempre utilizaba el mismo tipo de envase: una lata de Cacao, de 12 centímetros de ancho por 20 de alto; o las conseguía de las tiendas de ultramarinos de la comarca, o a ella le gustaba en demasía el Cacao. ¡Vayan ustedes a saber!

De lo que no cabía duda era del cariño que la señorita Laura sentía por sus cabras, como si estos animales dominasen su vida. Lo cual era muy extraño, porque cuidar de cabras era, como mínimo, una dedicación sorprendente para semejante belleza de mujer, que bien podría haber entrado, sin ningún esfuerzo, en el mundo de la cinematografía o en el de la televisión. Encantos intelectuales y, sobre todo, "físicos" no le faltaban.

Otra de las rarezas de la señorita Laura era que nunca había tenido una pareja. Cada vez que iba a su granja, a examinar a algunas de sus cabras, me sorprendía que una chica como ella pudiese mantener alejados a los hombres. Contaba 33 años de edad: alta, morena, ojos claros, cuerpo exageradamente silueteado, piernas torneadas; un auténtico palmito "10". Mientras veía el contorno de su agraciado rostro, me preguntaba si, quizás, era su mandíbula recia y firme lo que hacía que no se le acercaran pretendientes. Pero nada de eso, porque era una mujer con un buen carácter. Concluía que no quería emparejarse. Vivía permanentemente en su lujosa mansión, poseía fincas urbanas y rústicas, coches de lujo, alhajas, cuadros de célebres pintores..., y, por supuesto, mucho dinero. Aparentemente era feliz. ¿Se podía estar en mejor situación?

Pero con el transcurrir del tiempo descubrí que esas heces constituían una muestra de su afecto. Se tomaba en serio su oficio de ganadera y, por eso, quería que las heces de sus cabras se analizarán con regularidad en algún laboratorio, en busca de parásitos. Las muestras siempre iban dirigidas a Paco, y yo no había reparado en ello hasta que una tarde, después de que le hubiera causado alegría cuando le extraje una brizna de paja incrustada en un ojo a una de sus cabras, el conocido envase aparecía junto a mi plato: "Doctor Alfonso". El teclado de un Olivetty había escrito mi nombre en una etiqueta adhesiva.

Fue entonces cuando me daba cuenta de que eso era un gesto de aprobación. En la antigüedad, los caballeros feudales llevaban un guante sujeto a la silla de montar o un pañuelo en la punta de la lanza, como la muestra de la admiración que sus damas sentían por ellos. En el caso de la señorita Laura, eran las heces de cabras. Evidenciando con ello que gustaba de conservar algunas tradiciones.

Cuando era yo el que recibía la lata, la expresión de Paco mostraba un gesto de sorpresa o de contrariedad, y supongo que en la mía habría uno de vanidosa satisfacción.

Pero, en realidad, Paco tenía de qué preocuparse. Pasados algunos días, la lata aparecía de nuevo junto a mi plato. Después de todo, esto era lo más normal, porque si el verdadero atractivo masculino tenía que ver con esa situación, "no cabía duda de que yo le sacaba a él una evidente ventaja, Jajaja".

Toni perseguía a las chicas, con dedicación y no menos éxito. Paco no tenía motivo de quejas, en este sentido. "Pero yo estaba en una muy escala superior: las volvía locas; no tenía que perseguirlas, ellas me perseguían". Cuando Paco, Toni y yo nos conocimos, en Huelva, pude comprobar que eso que se decía acerca del atractivo de un hombre con cara angulosa, era verdad. Si a ello se le unía "mis encantos naturales, jaja, y mi acusada personalidad", era inevitable que la susodicha lata apareciera siempre junto a mi plato.

Y así ocurría durante algún tiempo, sin importar el hecho de que tanto Paco como yo, acompañados de Toni, íbamos a inspeccionar las cabras de la señorita Laura. Nuestras visitas eran frecuentes, ya que la espectacular ganadera avisaba al más mínimo asomo de malestar en alguna de sus cabras.

Empero, una mañana en que oí su voz al teléfono, me percaté de que esa vez no era para algo tan trivial. Su voz sonaba a nerviosa y llorosa. Llamaba desde su mansión, ubicada en "Granja Rupestre", a diez kilómetros de nuestro pueblo, y, por ende, de nuestro consultorio.

- ¡Doctor Alfonso, Tina se enganchó el lomo en un clavo que le ha causado una herida profunda! ¿Puede venir a examinarla, por favor? De ser afirmativo, no se retrase.
- ¿Tina? ¿Quién es Ti…? –me interrumpí.
- Serénese. Dejaré lo que estoy haciendo e iré de inmediato –no volví preguntarle nada más, imaginándome que se trataba del nombre de una de sus cabras.

Sentía una satisfacción que me recorría todo el cuerpo. Este era un trabajo de sutura, y a mí me gustaba esta clase de trabajos; eran fáciles e impresionaban a los clientes. Me desenvolvía mejor en este campo que en el del diagnóstico. Por eso, mientras, en este caso, la señorita Laura, me preguntaba sobre las enfermedades de las cabras, me ponía en un serio aprieto. En la facultad no nos habían enseñado gran cosa sobre las cabras y, aunque había leído algo sobre ellas, no me consideraba un experto. En realidad, tenía pocas nociones sobre la vida y las costumbres de estos rumiantes trepadores.

Iba saliendo ya, cuando Toni emergía de la profundidad del sillón, en el que se pasaba buena parte de la mañana. Se estiró, bostezó y se incorporó. Parecía muy interesado en la llamada telefónica:

- ¿Era, por casualidad, la señorita Laura? ¿Alguna cosa sobre las cabras? Te acompañaré. Esta mañana me apetece salir.
- ¡Vamos entonces! –sonreí, mirándolo. Pero, para mí, Toni era siempre una buena compañía.

La ganadera nos recibió desprendiendo un embriagador perfume y conscientemente embutida en un sedoso mono beige, que en nada disminuía su atractivo; al contrario, tenía tal color y tal ciñe, que parecía su propia piel. En verdad, era una mujer con un cuerpo imponente.

- Agradecida por venir tan pronto, doctor Alfonso, señor Toni. Síganme, por favor -y comenzó a caminar con un contoneo natural, pero que a mí me parecía excitante, e incluso añadiría que mareante.

Ir detrás de tamaño escaparate era un premio y un peligro para la vista. De hecho, mientras cruzábamos el cobertizo, Toni, hipnotizado con lo que estaba viendo, tropezó y cayó al suelo. La figura que nos precedía se giró, preguntó qué había ocurrido, y, sonriendo, sin recibir respuesta y sin dar mayor importancia al asunto, apresuró el paso hacia los establos, que se hallaban al fondo.

- ¡Véanla, ahí está mi pobre Tina! –nos dijo, cuando llegamos. Se cubrió la cara con la mano, y añadió-: ¡no puedo mirarla, me causa pena, llanto y miedo!

Tina era un bello ejemplar de la raza ibérica, pero su belleza estaba deteriorada por una herida en forma de 'V' que le había desgarrado la piel a la altura del hombro, dejando a la vista los músculos hasta el hueso. Causaba impresión, pero la herida era superficial, por lo que podía cerrarla con relativa facilidad, y a la vez que me esponjaría frente a su dueña. Ya me veía yo insertando por última vez la aguja, señalando la invisible herida y diciendo: "ya acabé; ¿la ve usted mejor?", mientras la señorita Laura, más tranquila, me miraba embelesada. Pero, por el momento, solo veía una mujer triste, entrelazando los dedos, al tiempo que me preguntaba:

- ¿Cree usted que puede salvármela, doctor Alfonso.

- Por supuesto -asentí-. Necesita de un laborioso trabajo de sutura, pero estoy seguro de que lo aguantará. Estos ibéricos son fuertes y resistentes.
- ¡Gracias, muchas gracias! Traeré ahora mismo un poco de agua caliente –respondió, a la vez que empezaba a caminar hacia la vivienda. Y, de nuevo, su saleroso contoneo salía a escena.

En unos cuantos minutos, ya estaba listo para la intervención. Toni sujetaba la testa de la cabra mientras yo le desinfectaba la herida. Empecé a coser. La señorita Laura, que había regresado con el agua, me facilitaba las tijeras para ir cortando cada punto. Todo empezó de lo más normal, pero la herida era grande, por lo que llevaría tiempo en cerrarla. Traté de buscar un tema de conversación, con la idea de que la clienta se evadiera un poco. Pero, súbitamente, Toni intervino. Al parecer, había pensado lo mismo que yo.

- ¡Bello animal la cabra! -exclamó, dando una sublime importancia a su dicho.
- ¡Ay, sí! –la señorita Laura suspiraba, regalándole a Toni una luminosa sonrisa-. Estoy de acuerdo con usted.
- En realidad, es el animal doméstico más arcaico –y seguía Toni-. Las pinturas rupestres nos muestran que la cabra ha sido parte de la vida del hombre desde un tiempo inmemorial. Este es un pensamiento fascinante -concluyó, por el momento…

Desde mi posición en cuclillas, miraba sorprendido a Toni. En mis conversaciones con él, había descubierto muchas cosas interesantes, pero las cabras no estaban incluidas en ese lote…

- Tienen un buen metabolismo –añadía Toni, de pronto-. Comen lo que otros animales ni siquiera miran, y de estos alimentos producen buena y abundante leche.
- Desde luego -asintió la mujer, agradándole la conversación, a la vez que interesada en el tema elegido por el estudiante de la carrera de Veterinaria.
- Y tienen mucho carácter. Son duras en todos los climas, además de tener un estómago temerario por ingerir impunemente plantas venenosas que podrían matar a otros animales.
- Sí, son asombrosas –la señorita Laura lo miraba, extasiada, y estiraba el brazo sin siquiera mirarme y me daba mecánicamente las tijeras

Contrariado y enfadado, sentía la imperiosa necesidad de que tenía que intervenir en la conversación.

- Las cabras son animales extremosos… -empecé a decir.
- Pero, ¿sabe qué? -Toni, astuto, volvía a la carga-. Lo que más gusta de ellas es su naturaleza afectiva. Es por eso que personas como usted les coja cariño.
- Es verdad –afirmó, convencida de lo que estaba escuchando-. Ya veo que es usted un buen entendido en cabras, señor Toni.

Toni extendió una de sus manos y comenzó a "coquetear" con el heno del pesebre.

- Ya veo que alimenta bien a sus cabras: cardos, ramas de arbustos, plantas fibrosas... Es obvio que sabe que prefieren esta clase de comidas. Y es por eso que están tan sanas.
- Muy amable de su parte, señor Toni -se ruborizó-. Pero también les doy concentrados, alternándolos con una alimentación natural.
- Cereales integrales y otros productos alimenticios similares, supongo –añadió, Toni, convertido ya en el verdadero protagonista del, para mí, demasiado largo diálogo.
- Siempre. Y esto es lo que los veterinarios recomendáis, ¿no?
- Así es. Eso les mantiene alto el pH, porque si el pH está bajo, pueden sufrir hipertrofia de las paredes intestinales o una inhibición de las bacterias que digieren la celulosa.

La señorita Laura miraba a Toni como a un profeta. Estaba realmente extasiada.

- ¿¡Me alarga las tijeras, por favor?! –gruñí.

Estaba empezando a sentir un calambre por la posición en la que me encontraba, y a la vez un disgusto por la creciente sensación de que la señorita Laura se estaba olvidando progresivamente de mí. Empero, seguía con mi trabajo. Pero una parte de mí estaba feliz por ver cómo la piel había cubierto la zona descubierta, y la otra escuchaba pasmada a Toni. "También yo estaba en el trayecto hacia el éxtasis".

Después de un largo espacio de tiempo, dedicado exclusivamente a mi trabajo, inserté el último punto y me levanté, pero con cierta dificultad, por haber estado tanto tiempo en posición de cuclillas.

- ¿La ve usted bien, señorita Laura? –le pregunté, sin causar el impacto que esperaba.

Y no había causado impacto porque la señorita Laura y Toni se encontraban enfrascados en una distendida conversación sobre los méritos relativos de las diferentes razas de cabras

"¡Sin duda, ya he llegado yo al éxtasis!" -me dije para mí

De pronto, la señorita Laura parecía que se percataba de que había terminado, pero no sabía cuándo ni cómo había acabado el trabajo Finalmente, me miró.

- Gracias, doctor Alfonso -dijo, distraída-, se ha esforzado usted tanto en su trabajo que ya finalizado es el momento de que ambos tomen un café u otra cosa que les apetezca.

Encima, pronunció la palabra "ambos".

Con nuestras tazas sobre la mesa del amplio y lujoso salón de la mansión, Toni hablaba incansable sobre la alimentación de las crías destetadas y las disímiles anestesias para quitarles los cuernos.

Súbitamente, la señorita Laura se volvía hacia mí. Seguía bajo el influjo de Toni, pero los convencionalismos sociales la "obligaban" a mi inclusión en la conversación:

- Doctor Alfonso, hay algo que me preocupa y me gustaría que me la aclare –hizo una pausa -: yo comparto pastos con la granja junto a la mía y mis cabras pacen con las ovejas de mi vecino. Ha llegado a mis oídos que sus ovejas padecen de Cocidiosis. ¿Hay alguna posibilidad de que mis cabras se contagien?

Di un prolongado sorbo a mi café, con la idea de que me diera tiempo a pensar algo...

- Pues… yo diría que… –empecé a decir, pero…
- No es probable -Toni volvía a intervenir-. La mayor parte de los cocidios que provocan la enfermedad es específico en los animales que lo portan. Distinto que alguna de sus cabras haya contraído la enfermedad por sí sola.
- Gracias, señor Toni.

Empero a la adelantada respuesta de Toni, la señorita Laura me miró y me habló de nuevo, como queriendo darme una última oportunidad, y me preguntó:

- ¿Y qué ocurre con los gusanos? ¿Pueden infectarse mis cabras con los gusanos de las ovejas?
- Bueno… –empezaba a brotar un sudor en mi frente.
- Por supuesto –saltó de nuevo Toni, entrando una vez más en escena. Y ya no sabía si era en mi ayuda o por lucro personal-: como iba a decir el doctor Alfonso, hay peligro de infección porque los gérmenes causantes son comunes en las dos especies. Tiene que desinfectar sus cabras con frecuencia. Si decide hacer eso, el doctor Alfonso puede facilitarle un programa específico.

Me hundí, más aún de lo que ya estaba, en mi sillón, y dejé que Toni siguiera hablando sobre lo que le diese la real gana, incluso hasta quedarse ronco o sin voz. Cuando, por fin, terminó, nos encaminamos juntos hacia el coche, no sin antes llevar mi mirada hacia la señorita Laura, reclamando su atención:

- ¡Regresaré en quince días, para retirar los puntos a Tina!

Tuve la sensación de que ésas últimas palabras mías fueron lo único que atendió, con relativa atención, la espectacularmente bien hecha señorita Laura.

Entramos al coche, y yo era el que iba a conducir. Y conduje, al menos dos kilómetros, casi volando. Después, detuve el coche en una vereda y miré con cara de asombro a mi acompañante.

- ¡¿Desde cuándo eres tú un experto en cabra?! –pregunté, con aspereza en la voz-. ¡¿Y de dónde has sacado esos tecnicismos que predicabas, y precisamente a la señorita Laura? –añadí, en el mismo tono.

Toni sonrió y se echó hacia atrás en su asiento. Finalmente, soltó una risotada.

- Lo siento, Alfonso –respondió, dejando de reírse-: como sabes, presento mi tesis este próximo lunes, y he oído decir que el catedrático la está orientando en las cabras. Llevo un mes preparándome, y anoche mismo terminé de estudiar todo lo que pillé a mano sobre ellas ¡Es increíble la oportunidad que he tenido de sacarlo a la luz tan pronto!
- Ya, ya, ya veo... ya veo... De ser así, me gustaría echarle un vistazo a lo que estudiaste. No me había dado cuenta de lo ignorante que soy.

A la mañana siguiente se originaba las interesantes secuelas de los hechos de la tarde anterior. Paco y yo entramos al comedor para desayunar, pero Paco se paró en seco y miró hacia nuestra mesa, y en ella estaba la lata de Cacao, pero ahora junto al plato de Toni: "el inventor de las cabras, el padre de las cabras, el mayor conocedor de cabras del mundo". Paco se acercó y leyó la etiqueta. También yo le eché un vistazo. No había duda: la nota junto a la lata de Cacao estaba dirigida a Toni, ¡pero en esta ocasión escrita de puño y letra por la señorita Laura!

Me quedé unos instantes desconcertado. Pero enseguida reaccioné, corroborando lo extrañas que son algunas mujeres, en cuanto a la apreciación del afecto.

Paco no dijo palabra, solo se fue hacia su lugar y se sentó. Yo lo seguí e hice lo mismo. Pasados unos pocos minutos, Toni se reunió con nosotros; miró la lata, leyó la etiqueta y empezó a desayunar. No hizo ademán de triunfo y fue en todo momento muy considerado con Paco y conmigo.

Empero a que ninguno de los tres pronunciamos palabra, un hecho innegable pesaba en el ambiente: "a Toni lo había convertido de repente la señorita Laura en el hombre fuerte del grupo".

Ello me llevó a pensar que para un profesional en la Veterinaria, y en la profesión que sea, es recomendable conocer parte de la idiosincrasia de su clientela, sin importar que sea hombre o mujer.

A la semana de la última visita que hicimos a "Granja Rupestre", la señorita Laura ordenó cerrarla y a la vez trasladar sus cabras a una nueva granja que había comprado más cerca de nuestro pueblo. ¿El nombre? Se lo pueden imaginar, sin esfuerzo: "Las Cabras de Toni".

Terminada su carrera, Toni fue a ejercerla a nuestro consultorio, y quizá por eso la ganadera compró allí una granja, próxima a nuestro pueblo. Yo desconocía su decisión, pero sí sabía que nuestro amigo y ya colega Toni era el único que a partir de entonces revisaba las cabras de la señorita Laura. Contaban, decían, comentaban las lenguas comidilla que entre ambos había surgido una relación más allá de lo profesional, aun la diferencia de edad: Laura, 33 años, y Tony, 24. Algo decía que Cupido había hecho otra de las suyas, gracias a su flecha y... ¡cómo no!, a las cabras.

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