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SÓLO ESCRITOS NARRATIVOS

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Mensaje  achl Vie Feb 05, 2021 3:47 pm



El Borreguismo Humano


Los días transcurren como una procesión de borregos que se encamina a un triste redil. Un triste redil que mata definitivamente la poca libertad que tienen estos animales. Porque lo borregos no piensan, solo obedecen a los estímulos de comer y de reproducirse.

Los borregos son, a veces, como los humanos, que solo respondemos a estímulos básicos. Cuando la cultura se eleva en el pensamiento, no pensamos por nosotros mismos, no conocemos la libertad; compramos, vendemos, comemos, hacemos el amor… y celebramos un día más en la vida. También fumamos, pero solo como un remedio estúpido de medir el tiempo; decimos: "vamos a echar un cigarrito", y se pasa el tiempo mientras se consume y se convierte en ceniza. Los días son así, como los borregos, como los humanos que vivimos en el mismo redil, sin saber nunca en qué consiste nuestra libertad, y, si nos gusta, cómo conseguirla.

Inevitablemente estamos atrapados en un sistema, llamémosle capitalista, pero podría tener otro nombre (en esto último no me pronuncio, para así evitar las consecuencias de la suspicacia).

Hay seres humanos que a través de la Ciencia o la Literatura o del Arte o de la Medicina se evaden de este redil y se construyen sus propias leyes e invenciones. Pero, finalmente, todo es un espejismo.

La verdadera libertad, la única, tiene que venir cuando no existan sistemas o estructuras que nos sometan a todo, cuando los sistemas o las estructuras no sean excusas para quitarnos la libertad de ser lo que queramos ser. Y no quiero hablar de anarquía, que eso es otro sistema creado por el hombre para conseguir fines. Hablo de otro tipo de sistemas: el hombre en libertad no atado al trabajo, ni al matrimonio, ni a los hijos, ni a nada de nada; un náufrago de la sociedad imperante, un surcador de un mar sin norte y sin sur, sin nada que le imponga límites a la navegación. Que no haya ni un tuyo ni un mío, ni un dieciséis horas en el trabajo; que cada quien haga lo que quiera hacer y que sea creativo, que fabrique lo que necesite sus congéneres, que el comer sea gratis, porque en el mundo abunda todo lo necesario y más para dar de comer a todos los que lo habitan; que no haya nada para vender ni nada para comprar, que el que quiera una paella que se la haga o que colabore en hacerla, y así se la gane; que el puto dinero no sea un intermediario entre las cosas y el hombre, aunque esto es algo que pertenece al ámbito de la llamada utopía.

Si existiera una posibilidad de instalar la utopía, en el mundo aparecería la libertad humana, que es lo más hermoso por lo que se puede luchar.

Porque, aunque la utopía está definida como un sistema ideal, en el cual todos los individuos desarrollan sus existencias en unas condiciones perfectas: en realidad, es un sistema imposible de llevar a cabo. El adjetivo "utópico" se aplica, por tanto, a las reformas sociales y a las actuaciones que se presumen imposibles.

A pesar de esta científica definición de ínclitos humanistas, más cualificados que yo para definir el concepto ‘Utopía’, me aventuro a decir que utopía es el principio de un progreso, un marketing para crear un mundo mejor.

Si buena parte de la humanidad; no, rectifico, si toda la humanidad adulta se pusiese de acuerdo y eliminase los sistemas que nos asfixian, dejarían de ser los días como borregos, los humanos solo pensaríamos en el bien colectivo, y las únicas instituciones que admitiríamos como válidas serían: la libertad, el progreso y la cultura.



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Mensaje  achl Miér Feb 02, 2022 9:23 pm



Este relato de "La Llegada" es uno de los 20 que componen mi novela "Y Dios se detuvo en Cerro Hierro", los restantes los iré insertando en este mismo hilo de "Solo narrativos".



La Llegada

La curvilínea carretera, libre de vallas, corría entre altos páramos. De pronto, mi coche se deslizó desde el pavimento hasta el césped de la orilla, que las ovejas habían dejado liso como terciopelo. Paré el coche, me bajé y miré a mis alrededores.

La carretera cortaba pastos y brezales antes de sumergirse en el valle del fondo. Me hallaba en uno de los mejores lugares para contemplar las grandes llanuras, que se extendían a mis pies en una vista de ensueño: los fértiles campos, el ganado que pacía, el caudaloso río, bordeado de piedras, en una parte, y de nutrida arboleda en la otra. El pasto crecía entre las laderas hasta donde empezaban los brezales y la áspera hierba de los páramos, y solo estaban libres de él los acantilados, que ascendían sobre la colina y desaparecían entre las desnudas estribaciones que eran las que marcaban el comienzo del terreno silvestre En ese momento, me envolvía una brisa fresca pero agradable.

Después de residir veinte años en la ciudad de Huelva y de haber viajado por toda la Andalucía Occidental, hacía poco que había regresado a casa: la Sierra Norte de Sevilla. Durante mi circunnavegación, había pensado en ella y no había olvidado su belleza, pero pensar desde la lejanía no era suficiente para recordar las sensaciones de cercanía con la naturaleza. Y ahora estaba de nuevo en la región que vio nacer y crecer a mi padre: Cerro Hierro, San Nicolás del Puerto, Constantina, Cazalla de la Sierra… Entre el gentío y el aire rancio de las ciudades, costaba recordar un lugar sereno, un lugar en que cada bocanada de aire estuviese llena de un aroma fresco, un lugar en que solo se pudieran oír los susurros de Dios…

Ese día había tenido una mañana perturbadora. Dondequiera que iba, todo lo que veía me indicaba que estaba acercándose una etapa de cambios, y a mí no me gustaban demasiado los cambios. Mientras fumigaba uno de sus árboles con un nuevo y sofisticado aparato, José, viejo amigo, agricultor-granjero, me dijo: "todo lo quieren arreglar ahora con esto, Amor", señaló con la mano derecha el fumigador. Las palabras de José me obligaron a mirar el aparato con el que trabajaba y a percatarme de que eso mismo, o quizá más moderno, era lo que se iba a ver de ahora en adelante.

Sabía el significado del comentario de José. Tan solo un lustro antes habría visto un árbol y habría depositado un poco de Yil en su raíz. Todavía llevaba en el maletero del coche un recipiente para este tipo de trabajos: una botella con cuello alargado que permitía que el líquido corriera fácilmente. El Yil solía mezclarlo con agua para que cundiera más. Pero todo esto estaba desapareciendo ya, y el dicho de José traía el mensaje de que las cosas no iban a ser ya como antes.

Entonces estaba empezando una revolución en la agricultura y la veterinaria. Todo se había convertido ya en una ciencia, y los conceptos valorados durante generaciones iban quedando en el olvido, mientras en el mundo de la tecnología aparecían nuevos métodos que hacían desaparecer los viejos procedimientos. Habían ya indicios de que los pequeños agricultores o granjeros estaban abandonando sus campos.

Esos hombres, algunos con solo media hectárea, una vaca y unas pocas gallinas, todavía constituían el grueso de nuestra clientela. Pero ya empezaban a dudar si podían ganarse la vida con tan rácano patrimonio, y muchos habían vendido ya sus tierras a los terratenientes. Pero los modestos, obstinados en continuar haciendo lo que hacían, por la sencilla razón de que siempre había sido así, eran a los que valoraba: estoicos personajes, poseedores de la verdadera riqueza, que vivían con los valores del antaño y que hablaban y divulgaban el hoy tan en desuso dialecto andaluz, casi arrollados por la televisión.

Respiré profundamente, y antes de subirme de nuevo al coche miré hacia las colinas, cuyas cumbres atravesaban las nubes, hilera tras hilera, erguidas sobre la magnificencia de los valles, y empecé a sentirme mejor. Después de todo, la región no había cambiado en esto.

De pronto, me vino a la memoria un suceso que me ocurrió por estos pagos, antes de irme a Huelva: mientras conducía, en un momento de distracción atropellé a una pata y a sus crías, que atravesaban la carretera. Las crías murieron pero la madre quedó malherida. La cogí y la llevé al consultorio de Cazalla, pero allí no pudieron salvarle la vida. Tanto me impresionó que decidí estudiar Veterinaria, quizá aupado porque, aparte de que era mi vocación frustrada, tenía varias asignaturas comunes con mi carrera de Agrónomos, que apenas la acabé, ejercía exclusivamente de veterinario, con poca presencia en asuntos agrícolas. Algo en mi interior me obligaba a ayudar a los animales domésticos.

Eché una última ojeada y después conduje hasta el consultorio, que habíamos instalado mi socio Pérez y yo en San Nicolás, calle Real, número 19. El lugar se hallaba aparentemente igual, pero había sufrido cambios; todos mis hermanos se habían casado, y ninguno de ellos vivían en San Nicolás, y salvo Fredy, que tenía su casa encima del almacén de riego, ningún otro hermano seguía en la empresa que creó mi padre. Mi esposa, veterinaria también, y yo, con nuestro hijo vivíamos en una antigua casona a la entrada de San Nicolás, que habíamos comprado al poco tiempo de regresar de Huelva.

Cuando llegué abrí la puerta del coche, bajé y, a pocos pasos del consultorio, mi hermano casi me arrolla. Salió como una tromba. Me cogió del brazo y me dijo:

-Hola, Amor. Precisamente te estaba buscando. He tenido un pequeño accidente con mi coche; se rompió el cárter en estos infames caminos y ahora no tengo un medio de transporte para seguir con mi trabajo. Hasta dentro de quince días no estará reparado. ¡Y no sé qué hacer...!
-Todo menos la muerte tiene solución. Puedes usar el mío, o yo atenderé a tu clientela –respondí, tratando de tranquilizarlo.
-Gracias, pero a ti te va a hacer falta para tus visitas veterinarias. Y, además, esto va a ocurrir más veces. Y de ello quiero hablarte. Me gustaría conocer tu opinión sobre comprar un coche
-¿Otro? ¿Para qué si en unos días tendrás de nuevo el tuyo?
-Pero uno auxiliar. De hecho, ya lo hablé con Truyo, de Cazalla, para que me lo traiga. Y mira, ahí viene llegando –añadió, y se fue hacia la carretera.

Fredy casi siempre actuaba así. Pero, al fin y al cabo, la empresa de riegos era suya, solo estábamos negociando mi parte a cambio de algunos beneficios. Lo seguí, y allí estaba Truyo. Un Citroën Break taponaba la puerta de entrada al almacén. Y, Fredy, entusiasmado, se acercó al vendedor.

-Hola, Truyo. Dijiste tres mil duros, ¿no?

Empezó a caminar alrededor del coche, retirando escamas de óxido de la pintura y repasando la carrocería. Era obvio que había pasado sus mejores días, pero la apariencia no era lo más importante si el motor funcionaba.

-Funciona bien, ¿no? –le preguntó a Truyo.
-Claro. El motor está recién reparado; la batería es nueva y aún queda mucho dibujo en los neumáticos.

Fredy empujó suavemente con el pie el parachoques delantero, y los muelles rechinaban.

-¿Y qué me dices de los frenos? Eso es vital, porque como sabes nos movemos por caminos peligrosos, y este coche llevará siempre un mínimo de doscientos kilos de carga.
-Perfectamente –contestó.
-Siendo así, no te importará que demos una vuelta en las calles del pueblo.
-Todas las vueltas que quieras, Fredy.

Truyo era un hombre que frisaba en los sesenta y cinco y alardeaba de tranquilidad.

Siguiendo las indicaciones de Fredy, Truyo se sentó en el asiento del lado del conductor, mientras él lo hacía en el del lado del volante.

-¡Ven con nosotros, Amor! –gritó.

Me apresuré y me senté en el asiento de detrás.
El coche despegó bruscamente. Escuchamos un rugido del motor y un rechinar de la carrocería. Aun su tranquilidad, Truyo no pudo evitar que el cuello de su camisa asomara un centímetro por encima de la chaqueta mientras salíamos a todo gas calle Real abajo. El cuello recuperó su lugar, apenas el coche disminuyó la velocidad e hizo un giro a la izquierda, con doble curva. Pero reapareció no bien el coche empezó a recorrer velozmente algunas calles estrechas. Llegamos a un tramo recto, largo y enladrillado, perpendicular a la calle Real, y el coche se lanzó como un rayo sobre él, pero al final del mismo se paró un poco para tomar una pronunciada curva.

-Es importante probar los frenos –dijo Fredy, y después el auto se precipitó de nuevo hacia adelante.

Pues sí, era verdad que estaba haciendo una prueba exhaustiva. El rugido del motor se convirtió en alarido, y el cruce del Ayuntamiento se acercaba con alarmante rapidez. Entonces frenó, y el coche se fue hacia la derecha, como un cangrejo, y enfiló, como lanzado por una catapulta, hacia la plaza de abastos. Truyo llevaba la cabeza contra el techo, y ya se veía toda la parte trasera de su camisa. Cuando el coche paró de nuevo, empezó a sudar y a deslizarse en su asiento. Pero en ningún momento se le vio un gesto de queja o contrariedad.

Después de bajarnos del coche, Fredy se tocó la barbilla. No le había disgustado el brío del motor, pero…

-Tira a la derecha cuando se frena. ¿Tienes uno más aparente, aunque valga un poco más? –le dijo a Truyo.

El bueno de Truyo no respondió. Se estaba recuperando. Tenía las gafas torcidas y la cara pálida.

-Tengo uno que te va a interesar. De hecho, creo que es el indicado para ti –respondió, al cabo de unos instantes.
-¡Bien! –exclamó Fredy, a la vez que se frotó las manos-. ¿Lo puedes traer esta tarde? –añadió, preguntándole.
Esta tarde no puedo, Alfredo. Voy a Sevilla –le cambió el tratamiento; quizás por el susto-. Pero te lo traerá mi hijo. Pasado mañana me pasaré de nuevo a verte. Seguro que llegamos a un acuerdo en el precio –agregó.

Nos despedimos, no sin antes mi hermano recordarle a Truyo que quedaba esperando después de almorzar.

Mientras entrábamos en la oficina, Fredy me rodeó el hombro con el brazo y me dijo:

-Este es un paso más para nuestro negocio. Ya no tendremos problemas cuando se nos averíe un coche, siempre habrá uno que lo sustituya. De todas formas –sonrió, y añadió-: disfruto mucho tratándose de coches.

Era verdad. Habían aparecido cosas nuevas, pero la región no había experimentado cambios. Y tampoco mi hermano. Seguía siendo un loco de los coches.

Pero mis relaciones profesionales con mi hermano eran excelentes. Y si no, después de todo, era de mi sangre. Acordamos que él seguiría dirigiendo la empresa de riegos, y yo le echaría una mano en casos especiales, recibiendo una comisión por ello, además de os gastos de gestión, pero siempre que mis obligaciones veterinarias me lo permitiesen.


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Mensaje  achl Miér Feb 02, 2022 9:28 pm



Este relato de "Julio" es uno de los 20 que componen mi novela "Y Dios se detuvo en Cerro Hierro", los restantes los iré insertando en este mismo hilo de "Solo narrativos".


Julio

-¡Hola, hola! ¡¿Hay alguien ahí?!
-¡Hola, hola! –repitió detrás de mí una voz infantil.

Me giré y vi a mi hijo, que ya contaba 8 años. A veces me acompañaba en mis visitas a las granjas desde que regresamos de Huelva. En realidad se sentía un hombre de campo.

Ésos gritos eran habituales en mí. Cuando llegaba a una granja era difícil encontrar a su propietario esperando; podía estar subido en un tractor, a mucha distancia, o en algún otro lugar atareado con su trabajo, y por eso confiaba en esos gritos. A mi hijo le gustaba semejante práctica y así también aprovechaba la oportunidad para ejercitar los pulmones. Lo veía caminar pavoneándose, y repitiendo los gritos, una y otra vez, a la vez que hacía ruido con sus botas, que le había comprado en una fábrica de calzados de Valverde del Camino, en la provincia de Huelva.

Esas botas representaban su orgullo, "el reconocimiento de su estatus como ayudante de su padre". Mientras venía conmigo, su reacción era la alegría de un niño que puede observar plantaciones diferentes, animales diversos, especialmente las crías; y el placer al ver gatitos sobre una paca de heno o una camada de perritos en un pesebre. Pero él siempre entraba en acción. El contenido del maletero de mi coche le era tan familiar como su caja de juguetes. Le divertía facilitarme listas de precios, o algún Tratado de cultivos, un paquete de abono, o mi maletín de veterinaria. Siempre se adelantaba a mis pensamientos y corría, diligentemente, hacia el coche para traer lo que creía idóneo en cada momento. Sabía seguir las conversaciones.

Dado a mis dos profesiones y a que me movía en las mismas rutas, a veces atendía a algún agricultor, si Fredy se hallaba ocupado. Era rara la finca en la que no había un animal que no necesitase de un veterinario, a la vez que aprovechaba para facilitar presupuesto de complementos agrícolas: abonos, fumigaciones; o información o venta de riego, motores, bombas o maquinaria agrícola.

Pero lo que más le gustaba a Julio era acompañarme en las visitas nocturnas, si su madre le permitía acostarse más tarde. Se sentía feliz mientras íbamos en el coche en la oscuridad a través de los campos, o cuando sostenía en la mano una linterna para enfocar las ubres heridas de alguna vaca, mientras yo le aplicaba algún punto de sutura, o cuando alumbraba alguna plantación, destrozada por un temporal u otras circunstancias.

Los granjeros y los agricultores eran cariñosos con él. Y hasta los más huraños solían decirme, no bien bajábamos del auto: "doctor Amor, ya veo que ha traído con usted a su pequeño gran aprendiz".

Pero esos hombres tenían una cosa que Julio quería: un par de botas claveteadas. Sentía admiración por ellos; los veía como valientes, que pasaban la vida en el campo, trabajando, sin temor, entre el ganado. Se asombraba cuando veía que portaban en la espalda pesados sacos, o arrastrando largos e incómodos plásticos de protección de los cultivos. Pero lo que ansiaba mi hijo era esas botas, fuertes y firmes. Para él simbolizaban el carácter de los hombres que las calzaban.

Las cosas llegaron a su auge un día en que íbamos hablando en el auto durante el camino a una granja. Más bien, él llevaba la charla mediante una serie de preguntas que iba fluyendo sin interrupción, siguiendo una practicada fórmula.

-Papá, ¿cuál es el tren más rápido, el Exprés o el Talgo?
-Bueno. Verás… Yo diría que el Talgo.

Penetrando en aguas más profundas, la siguiente pregunta era:

-¿Qué es más rápido, un helicóptero o un coche de carreras?
-Ésa es una pregunta difícil, hijo. Quizá el coche de carreras. pero no estoy seguro.

De pronto, cambiaba de táctica.

-El hombre que vimos en la granja que visitamos ayer es muy alto, ¿verdad, papá?
-Sí -respondí, en un principio un poco confundido.
-¿Más alto que el portero de un equipo de fútbol?

Ya entrábamos en su juego favorito. Conocía al hombre más alto, y sabía cómo iban a acabar la cosa, pero seguía jugando mi parte.

-Tal vez.
-¿Más alto que el portero del Betis? No el de antes, sino el que ha fichado este año, ese gigantón melenudo.
-Asi, así... –contesté, para su satisfacción.

Me miraba y, astuto, estaba preparándose para jugar sus últimas cartas de triunfo.

-¿Más alto que el hombre de la luz que viene a nuestra casa?

La brutal estatura del empleado de la Compañía de Electricidad, que venía a inspeccionar los contadores de la zona, siempre había impresionado a mi hijo.

-Creo que es más alto el hombre de la granja.
-Ah, pero… -su boca se torcía, en un gesto de astucia-. ¿Es más alto que el vecino de la casa junto a la nuestra?

Éste era su gran golpe final. Nadie era más alto que García que, desde sus dos metros y veinte centímetros, miraba hacia abajo a todos los que hablaban con él.

-Admito que el hombre de la granja es más bajo que García -me encogí de hombros, aceptando mi derrota y haciéndoselo ver a mi hijo.

Sonrió triunfal, y se puso tan contento que metió en la charla un asunto que tenía en mente desde algún tiempo atrás.

-Papá, ¿y yo puedo tener unas botas como las que vimos a ese hombre de la granja?
-¡Pero si ya tienes unas y además están casi nuevas! –respondí, señalando las Valverde que su madre le ponía cada vez que me acompañaba a las granjas.

Echó una mirada desvaída a sus pies, antes de replicar.

-Pero yo quiero unas como esas…

Me sentí atrapado. No sabía qué responder.

-No te enfades, hijo. Los niños no necesitan esa clase de botas. Pero, quizá... cuando seas más mayor...
-No, yo las quiero ahora. A mi amigo Curro se las ha comprado su padre –me miró, con cara persuasiva.

Pensé que era un capricho pasajero. Pero mi hijo, tozudo como él solo se mantenía firme en su campaña de convencimiento, reforzándola con una mirada de enojo cada vez que su madre le ponía las Valverde. Su actitud obstinada enviaba el mensaje de que las Valverde no eran para un hombre como él. Hablamos sobre ello su madre y yo esa misma noche, luego de que se acostase el niño.

-¿Habrán botas de esas de su número? –le pregunté.
-No sé –respondió-. Pero las buscaré. Y por tierra, mar y aire, si fuera necesario. ¡Con tal de no oírle…! –añadió.

Pasados algunos días, mi esposa regresaba de Sevilla con una expresión de triunfo y las botas camperas más pequeñas que había visto nunca. Yo no paraba de reír. Eran diminutas, pero perfectas, con sus suelas claveteadas, sus laterales acolchados alrededor de los tobillos, y su hilera de agujeros con ganchos para los cordones.

Pero Julio no se reía cuando las vio. En cuanto se las puso, cambió de actitud. Por naturaleza, su cuerpo era fuerte y gallardo pero al verlo caminar en las granjas, podía decirse que era el amo del lugar. Pisaba con fuerza y se mantenía erguido, dando más autoridad, si cabía, a esos gritos de: "¡hola, hola...!".

De ninguna de las maneras era lo que llaman "un niño malo", pero tenía dentro ese pequeño diablo, que pienso deben tener todos los críos. Gustaba de darse tono y yo le apoyaba, pero nunca se aprovechaba de mi permisividad en alguna situación comprometida. Salvo en una ocasión...

Un domingo por la mañana, Lucas Pino, de Cerro Hierro, buen amigo, trajo al consultorio una mazorca de maíz podrida. Lo achacaba al abono. Y también traía a su perro pastor que decía que cojeaba. Detrás del sillón de mi escritorio, vi una nimia cabeza. Una vez convenido con Pino una visita a su finca, aproveché que fue a su auto a por el perro para preguntarle a mi hijo que por qué se había escondido, a lo que me respondió que se sentía tan culpable como yo del desastre del maíz: 'al fin y al cabo, también formo parte del equipo; incluso mis botas son como las de ellos'. Después, feliz por su explicación, salió hacia el jardín, donde había una enredadera, que yo mismo había trasplantado, meses atrás. Al salir tan precipitadamente tropezó con Pino, que entraba en ese momento con su perro sobre los brazos.

Cuando un perro cojea, no es fácil hallar la causa. Pero en este caso, tuve la suerte de dar con ella. Apenas oprimí la planta de una de las patas, el perro se quejó, incluso hasta agresivo, apareciendo unas gotas de suero sobre la negra superficie de la extremidad. Agudicé la vista en ese punto.

-Tiene algo clavado aquí –señalé y miré a Pino-. Diría que es una espina. Tendré que aplicarle anestesia, abrir en esta zona, y después extraer la espina –añadí.

Mientras preparaba la aguja, me pareció ver una pequeña pierna a un lado de la ventana. "No, no puede ser Julio intentando trepar en la enredadera, es peligroso y se lo he dicho expresamente", pensé. Las ramas de la enredadera formaban un arco sobre los dos locales, el del consultorio y el de riego, y aunque era de igual grosor que la pierna de un hombre, en su parte más baja, adelgazaba en su parte más alta. "No, no puede ser", trataba de convencerme de que me encontraba enajenado y, sobreponiéndome, continué con mi trabajo. Cogí el bisturí.

-Mantén quieta y en alto la pata herida -le dije a Pino.

Preocupado por su perro, Pino oprimía los labios mientras yo me preparaba para cortar.

Para un cirujano, este es un momento de extrema concentración. Con el bisturí hice un leve corte en la pata. Estaba atento, pero sustrajo mi atención una sombra en la ventana. Levanté la cabeza: "¡es Julio, trepando en la enredadera!", me dije. Pero nada podía hacer en ese momento, salvo una rápida mirada de vez en cuando.

Profundicé en el corte y miré; no veía nada, pero no quería agrandar más la herida. Empero, tenía que hacer una incisión en forma de cruz para examinar más adentro. Haciendo el primer corte estaba, cuando de reojo, pude ver dos pequeños pies suspendidos en la parte superior de la ventana, detalle que también vio Pino. Traté de no desconcentrarme, pero los pies se movían y golpeaban sobre el cristal. Era obvio que lo que estaba ocurriendo fuera no ayudaba a lo que estaba ocurriendo dentro. Las piernas desaparecieron, lo que significaba que el dueño de esas extremidades se encontraba ascendiendo hacia otras zonas más peligrosas.

Traté de no emplearme en nada que no fuese mi tarea, así que continué profundizando en la herida, limpiándola a intervalos con algodones. Vi algo. Cogí las pinzas y, en ese momento volvió a aparecer la cabeza de Julio, y ahora al revés, pendiendo de una rama. Por cortesía a Pino y porque al perro no podía dejarlo en esas condiciones, había estado procurando no pensar en lo que ocurría en el jardín. Pero era demasiado. Pedí a Pino que usase todas sus fuerzas en sujetar al perro y yo di unos pasos hacia la ventana y golpeé el cristal. Mi furia debió asustar al escalador, porque desapareció enseguida. Pero pasados unos instantes, se pudo oír el sonido amortiguado de unos pasos que ascendían. Eso no era tranquilizador, pero me obligué a continuar con mi trabajo.

-Lo siento, Pino -me disculpé, apenas volví a su lado-. Ya estoy aquí de nuevo –agregué.

Pino me brindó una sonrisa mientras yo metía de nuevo las pinzas en la herida. Entonces noté algo duro, apreté, tiré hacia arriba, y poco a poco saqué la cabeza brillante y puntiaguda de una espina. Disfruté de ese momento porque es uno de los pequeños logros que alegran la vida de un veterinario.

Pero mientras cambiaba una sonrisa con Pino, que ya acariciaba a su perro, se podía oír claramente el ruido de algo que se rompía y, a continuación, un prolongado grito de terror.

Poco después, vimos a través de la ventana pasar velozmente a un niño, que iba cayendo con sonido sordo hacia el mullido césped del jardín. Salí disparado.

Justo en el momento en que llegué, Julio acababa de aterrizar en el frondoso césped. Al ver que sonreía, nervioso, me sentí demasiado aliviado como para enfadarme.

-¿Te has hecho daño? –esto fue lo primero que le pregunté.

Negó con la cabeza. Quizá ocultaba el dolor por temor a una regañina. Lo puse en pie y lo examiné entero. Aparentemente estaba bien.

-Eres un travieso -le dije, y añadí-: vete a mi escritorio y coge un papel y un lápiz y escribe los títulos de las coplas que más te gustan –y, no bien le dije eso, regresé a mis obligaciones.
-¿Está bien el chico? –me preguntó Pino, con voz preocupada.
-Creo que sí. Lo he examinado y no vi nada. Mil disculpas por haber salido tan intempestivamente –agregué.
-No tienes por qué –respondió, a la vez que me puso la mano sobre el hombro, añadiendo-: también tengo hijos. "Para ser padre es necesario tener nervios de acero y paciencia sin límite" –esta frase se quedó grabada en mi interior.

Esa misma tarde, mientras tomaba café en el consultorio, vi a mi hijo embadurnando con mantequilla una rebanada. A Dios gracias no se había hecho daño, pero tenía que llamarle la atención por la travesura que había cometido.

-Julio –empecé-, lo que hiciste está muy mal. Ya te había advertido que no te subieras en la enredadera.

Canturreaba, a la vez que mordía la rebanada. Me miró, impávido. Por su gesto deduje que no estaba tomando en serio mis palabras. Volví a la carga.

-Si vuelves a comportarte así, no te llevaré más conmigo a las granjas. Tendré que buscar un niño que me ayude. De hecho, ya tengo a la vista uno de la Granja Escuela.

Busqué entonces una reacción en aquella personita, que con el paso del tiempo se iba a convertir en un veterinario o en un ingeniero agrónomo, mejor de lo que su padre podía ser nunca. Lo miré.

-¡¿Otro niño?! -preguntó, como angustiado.
-Así es. No puedo tener en mi trabajo uno tan travieso como tú. Llamaré enseguida a la granja escuela.

Entonces, soltó la rebanada sobre el plato. En un principio parecía aceptar con resignación la solución que propuse. Pero, de pronto, perdió su aparente ecuanimidad; se levantó de la silla, se puso delante de mí y me miró con los ojos muy abiertos y expresivos y me preguntó, con una extraña vibración en la voz, lo más parecido a un llanto:

-¿Y ese niño va a utilizar mis botas nuevas? De pronto, creyó haber perdido su rango como ayudante de su padre. El mundo entero se le vino encima al pequeño Julio.



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Mensaje  achl Miér Feb 02, 2022 9:32 pm



Este relato de "La Cesárea" es uno de los 20 que componen mi novela "Y Dios se detuvo en Cerro Hierro", los restantes los iré insertando en este mismo hilo de "Solo narrativos".


La Cesárea

-¿No fue mi antiguo profesor de Química quién dijo eso?
-Está usted errado, doctor jefe. Eso consta como legado, y lo dejó el catedrático de Biología que examinaba a los alumnos del cuarto curso, en su época –respondió Javier.

No quise discutir con él. Siempre sabía lo que decía. De hecho, era uno de sus principales atractivos.

Me gustaba tener en el consultorio a estudiantes de veterinaria haciendo prácticas. Me ayudaban, abrían nuevas puertas de la ciencia de la veterinaria y me acompañaban en las guardias. A cambio de eso, adquirían de mí valiosos conocimientos para el lado práctico de su formación profesional.

Pero con el transcurrir del tiempo me iba dando cuenta de que aprendía de ellos tanto o más que ellos de mí. La ciencia de la veterinaria había experimentado avances espectaculares. Aparecía un nuevo campo, el de las pequeñas especies, y ya se hacían operaciones quirúrgicas a los animales de granja. Los estudiantes de entonces contaban con la ventaja de comprobar cómo se aplicaban las nuevas técnicas en la universidad, dotada con modernos y sofisticados quirófanos.

Javier cursaba su último año y era, sin duda una fuente de sabiduría, en la que yo bebía ávidamente. Pero además de nuestra profesión, compartíamos pasión por la Literatura. Cuando no estábamos hablando de asuntos veterinarios, canalizábamos la charla hacia la Literatura, y el ser compañero de viaje de Javier hacía que se acortaran los caminos hacia las granjas.

Javier era un muchacho sociable, con una personalidad que iba más allá de los veintidós años que tenía y que se salvaba de la pomposidad gracias a su humor. Un individuo de peso. Y esta impresión la reforzaba una distinguida perilla, que había decidido dejarse, además del hecho de fumar en pipa.

En uno de los viajes que hicimos juntos, decidí tocar el asunto de las nuevas operaciones.

-¿Es verdad que están practicando cesáreas en vacas en los quirófanos de la universidad?

Javier encendió ceremonioso una cerilla y la acercó a la pipa.

-Son operaciones tan comunes como hacer pan, doctor jefe. Es un procedimiento rutinario.

Sus palabras habrían tenido más peso si el Javier hubiera podido expeler una voluta de humo tras ellas, pero había apretado tanto el tabaco que, a pesar de aspirar con tanta fuerza que sus mejillas se hundían y sus ojos se abrían desmesuradamente, no pudo sacar una sola bocanada.

-Qué suerte tienes. Si supieras el tiempo que me he pasado sobre el suelo del establo, ayudando a una vaca para que pueda parir y esforzándome para que el ternero saque la testa… Solamente lo cojo de las patas y tiro de él, pero si yo tuviese tus conocimientos, me hubiese ahorrado problemas con una operación así. Pero, ¿qué clase de trabajo es ése?

-Fácil, doctor jefe. Solo con estudiar el asunto, se soluciona.

El precoz estudiante me miró y sonrió. Pasado un momento, volvió a apretar el tabaco y a encender la pipa; pero, de pronto lanzó una exclamación de dolor: se había quemado con una cerilla. Finalmente, añadió, con voz ahogada:

-Du...ran co...mo una ho...ra y no exi...ge de un gran esfuer...zo –y con la lengua se humedeció el dedo dañado.
-Suena bien. Pero el procedimiento sería más fácil si pudiera verlo. Y tú sí habrás tenido oportunidad fe ello.
-Así es, doctor jefe -seguía enfático-. Pero muchas vacas no necesitan una operación así. Importante para usted sería ver un caso, y así yo que anotaría en mi cuaderno de notas datos complementarios –respondió-. Ah, si se le presenta una ocasión, cuente conmigo -se apresuró en añadir.

Asentí. El cuaderno de notas de Javier era como un libro que contenía toda clase de materia útil, meticulosamente ordenada y con los títulos en tinta roja. De la misma manera de hacer las cosas nos hallábamos los dos. Los profesores que impartían clases acostumbraban a pedir los apuntes a su alumnado, y los de Javier merecían algún punto extra en los exámenes.

Una vez que llegamos a Cerro Hierro, dejé al joven en su casa, y después conduje hasta la mía. Ya en ella, a esa hora solía tomar un café solo, al que acudía en mis noches de trabajo.


-sigue-



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Estaba acabando mi taza, cuando se levantó mi esposa y se fue hacia la mesita donde se hallaba el teléfono, al oír el timbre del aparato. Y después de escuchar durante algunos segundo lo que le decían, me miró y me dijo:

-Amor, es el señor Rojo, de Cazalla, dice que sus pastos de Sudán, que le aconsejaste sembrar, se están secando, a pesar de regarlos a diario. Y agrega que ha llamado al consultorio, pues una de sus vacas está tratando de parir desde la madrugada pasada. ¿Qué le respondo?
-¡Vaya! Y yo que pensaba que el resto de la tarde lo teníamos para nosotros... -puse la taza sobre la mesa y después le dije a mi mujer-:
-Dile que dé a la vaca una dosis de Aproll, para que descanse, y que yo salgo enseguida hacia su granja.

Sentí contrariedad, pero Javier se alegraría por lo que acababa de decirme de que quería acompañarme, y así él anotar más datos en su cuaderno de notas. Miré a mi mujer:

-Por favor, telefonea a Fredy y comunícales que iré yo para ambos casos y que me llevo a Javier conmigo. Llama también a Javier y dile que en diez minutos pasaré por su casa para recogerle. Gracias, guapa –agregué.

Sin embargo, cual rayo, Javier había sido ya avisado por Fredy, y ya se hallaba listo con su maletín de veterinario. Debía estar contento por lo hablado en esa misma tarde. Por sorpresa, iba a ampliar sus valiosos apuntes. Seguro que no imaginaba que la oportunidad que pedía se iba a presentar tan pronto.

Y era cierto. El joven estaba de un humor excelente cuando pasé por él, camino de la granja del señor Rojo.

-Leía un libro de poesías cuando llamaron a la puerta –dijo Javier-. La poesía tiene cosas que se dan en la vida. Verbigracia: ahora, que estoy a punto de volver vivir un acontecimiento único, leo: "siempre hay esperanzas de eternas primaveras en el corazón humano".

Pero yo no me sentía tan poético como Javier. Uno nunca sabía qué iba a encontrar en estos casos. En poco menos de un cuarto de hora llegamos a nuestro destino.

Traspasamos la cancela de entrada de "Toril", que así se llamaba la granja, y conduje hasta el interior. El señor Rojo -por primera vez, que recuerde, había un dueño esperando- me dijo que era mucho el dinero invertido en las herbáceas. Y me lo hizo saber luego de la "larga" espera desde que acabó de hablar con mi mujer. En vista de lo cual, enseguida nos pusimos en movimiento. La vaca pasó a un segundo plano, pues estaba atendida por un experto vaquero.

Nos fuimos hacia la pradera, y ya allí, pude ver que, en efecto, estaban secándose las partes extremas, adquiriendo el típico color marrón de la hierba en proceso de putrefacción. Pregunté al señor Rojo si alguien había manipulado los mecanismos del panel, porque lo que estaba viendo era extraño. El equipo de riego funcionaba bien. Algo bajo de presión, pero bien..

-Nadie que yo sepa –respondió-. Pero ayer, caída la tarde, vi una bandada de pájaros que salía y entraba de la casa máquina -añadió.

Nos fuimos hacia la casa máquina, situada a unos cien metros de la plantación.

-¡Pues creo que esos pájaros han hecho de las suyas! -grité, porque sabía que le fallaba la audición
-¿Qué quiere decir?
-¡Que con sus picos o patas han toqueteado el mando de longitud del riego y es por eso que se han acortado los diámetros del mismo! –maticé, en voz alta.
-¿Mando? ¿Diámetros? -se acercó más todavía a mí.
-¡Sí, esos pájaros han provocado que no llegue agua a esas partes! –respondí y añadí-: ¡para evitar que esto vuelva a ocurrir, porque como recordará este riego es antiguo y el automatismo se instaló sobre lo que ya estaba, en la tuberías secundarias colocaremos cuatro bocas de riego con aspersores auxiliares! ¡Pero éstos tienen que activarlo manualmente, para no hurgar más en el panel! ¡Avisaré a Fredy para que vengan a hacerle la instalación lo más pronto posible! ¡Después, con más tiempo, revisaremos los automatismos! -amplié, hablándole próximo al oído.
-¿Quiere decir que esas partes no han recibido agua? –se hizo cargo al fin, contrariado.
-¡Así es! ¡Compare la hierba del centro con la de los extremos y verá la diferencia! ¡Introdúzcase en esos caminos interiores y verá que en las partes centrales no hay pasto seco y está alta la hierba! –concluí, casi extasiado de tanto gritar.


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El señor Rojo quedó conforme con mis explicaciones, lo que no hizo falta revisar más. Y tampoco era necesario; lo delataba la altura de la plantación, por lo que dimos ese asunto por zanjado, solo a la espera de la nueva instalación. Seguidamente nos fuimos hacia los establos, para ver qué estaba pasando con la parturienta vaca.

En un pesebre, rodillas en tierra, vimos al vaquero atendiendo a la vaca, en su casi expirado letargo. Era una res pequeña, de grandes ubres. Nos miraba desde su lecho. Colgaba del techo un cartón con un nombre pintado con tiza: "Lechona".

_¡No es muy grande! -de nuevo grité cerca de su oído.
-Ya, y además de eso, siempre ha tenido problemas –respondió, y agregó-: su primer parto fue muy difícil, aun pariendo un ternero pequeño Pero dio buena y abundante leche después de parir.

Yo miraba a la vaca y la vaca me miraba a mí mientras me quitaba la camisa y me lavaba los brazos en una pila cercana. "No me gusta nada esa pelvis tan estrecha", pensé y rezaba para que el ternero no fuera demasiado grande.

-¿Es su primer parto? –me preguntó, súbitamente, el señor Rojo, un poco asustado.

No respondí a su pregunta, y él tampoco insistió. Entonces empujé con el pie en los cuartos traseros del animal, a la vez que le gritaba para que se levantase. Pero no parecía con intención de hacer ningún esfuerzo más.

-No, no se va a mover –dijo, de pronto, el señor Rojo-. Ha estado quejándose toda la noche –añadió.

Tampoco me gustaba cómo sonaban sus muges. Siempre se espera algo no muy bueno cuando una vaca puja tanto tiempo, sin resultado positivo. Parecía cansada. La testa le colgaba, y tenía los párpados caídos, signo inequívoco de agotamiento. Presentía un parto difícil. Pero si la vaca no quería levantarse, tenía que bajar yo.

Con el torso semi desnudo sobre el duro suelo pensé irónico que las baldosas no se ablandan con el paso de los años. Sin embargo, cuando deslicé la mano sobre la abertura pélvica, me olvidé de mi incomodidad. Era muy estrecha. Más adentro toqué algo que me heló la sangre: dos enormes patas y un hocico. Al retirar la mano, la superficie áspera de la lengua del becerro me rozó la palma. Me senté sobre los talones, como pensando, y después alcé con fuerza la voz.

-¡Señor Rojo, no se asuste, pero ahí adentro hay una especie de elefante, y no hay suficiente espacio para que salga!
-¿No puede cortarlo en pedazos? –contestó, harto ya de toda la noche.
-¡No, eso no! ¡Está vivo! ¡Sería un crimen!
-Solo es un superviviente –dijo de nuevo-. Pero, aunque no es grande, es buena lechera. Y, la verdad, doctor, no quisiera enviarla al carnicero.

Y tampoco yo. Solo la idea me dolía. En un momento de decisión le hablé a Javier, que, aunque era novato en la profesión, sabía por él mismo que en su libro anotaba todo lo referente a esta clase de operaciones. Le dije, enfático.

-¡Ésta es una ocasión propicia, Javier! Lo más acertado es hacer una cesárea. Me alegro que estés conmigo.

Me encontraba en tal estado de emoción y excitación que casi no me di cuenta de un parpadeo de preocupación en los ojos de Javier, a la vez que un temblor en sus manos.

Me levanté pesadamente, pensando en cómo iba a decirle al señor Rojo lo que íbamos a hacer.


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-¡Señor Rojo! -lo cogí del brazo y le hablé al oído-. ¡Hay que hacer una cesárea a la vaca! Una abertura en el vientre y sacar el becerro! ¡Así de simple! ¡¿Qué me dice?!
-¿Cesárea? ¿Cómo esas que les hacen a las mujeres?
-¡Más o menos! ¡Ya veo que lo ha entendido bien!
-Es extraño -alzó las cejas-. No sabía yo que se podía hacer esas cosas a un animal, sobre todo a una vaca.
-¡Ahora sí se puede! –dije, solemne-. ¡La ciencia ha avanzado mucho en la última década! ¡Aquí tenemos a Javier, un futuro veterinario, que puede corroborar lo que acabo de decirle!
-No sé, no sé.. -se pasó la mano por la barbilla y añadió-: quizá la vaca muera si se le hace un agujero tan grande. Quizá es mejor que la mande al carnicero. Seguro que me dará por ella unos cuantos billetes. ¿No cree?

Sentí que se me escapaba, pero seguí hablándole con persuasión. El señor Rojo parecía difícil de convencer. Seguro que mi esposa, veterinaria también, lo hubiese logrado enseguida. Volví a la carga.

-¡Pero no es muy grande y está flacucha! ¡No le darán mucho dinero como carne! ¡Y con un poco de suerte, podremos sacar el becerro vivo!

De pronto, me percaté de que estaba yendo en contra de uno de mis preceptos: el de no decir nunca a un granjero lo que debía hacer con sus animales. Pero estaba atrapado en una especie de locura incontrolada. El señor Rojo me miró y también miró a la vaca y, sin cambiar de expresión, asintió con la cabeza. Después me dijo:

-De acuerdo. ¿Qué es lo que necesita?
-¡Un cubo con agua caliente, jabón verde, toallas y dos guantes de granjero...! –respondí, presuroso y nervioso-. ¡Y también
-seguía entusiasmado e impaciente-, si me lo permite, llevaré el instrumental a la cocina de la granja para hervirlo!

Cuando el granjero salió del establo para traer todo lo que le había pedido, di unas palmaditas en el hombro a Javier, como de complicidad. Le dije:

-Todo perfecto, muchacho. Mucha luz, un becerro vivo que tenemos que sacar del vientre de su madre, y, toda vez que el señor Rojo es sordo, podré pedirte cuantas instrucciones necesite durante la operación, sin que nos escuche. ¡Manos a la obra, Javier, no perdamos más tiempo!

Javier no respondió. Le pedí que ordenase todo y que pusiese mucha paja alrededor de la vaca, mientras yo iba un momento al caserío a hervir el instrumental.

Al poco, las jeringas, el material de sutura, el bisturí, las tijeras, los anestésicos, algún antibiótico y un paquete de algodón estaban perfectamente alineados en una toalla extendida sobre una paca de heno. Evidentemente, sabía lo que hacía, aun siendo la primera vez que iba a colaborar in situ en un parto de una vaca. Después, añadió antiséptico al agua, y me miró, esperando mi conformidad.

Mientras el señor Rojo miraba pasmado todo aquel arsenal, le dije, siempre cerca de su oído.

_¡Señor Rojo, entre Javier y yo haremos que la vaca se vuelva para que usted pueda sujetarle la testa hacia abajo! ¡Procure estar atento, por favor!

Empujamos la vaca, que cayó sobre un lado, sin poner resistencia. Entonces le di un pequeño codazo a Javier y le pregunté:

-¿Dónde hago el corte?

Poli se aclaró la garganta, dos veces antes de responder, pero, al fin, contestó:

-Bueno, verá… Más o menos… aquí -señaló un punto.
-Alrededor del rumen, pero un poco más bajo, ¿no?


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Asintió con la cabeza.

Corté el pelaje de la vaca en una franja de unos cuarenta centímetros. Necesitaba una buena abertura para sacar el becerro. Insensibilicé toda la zona con anestesia y seguidamente empecé a cortar con decisión. Por debajo del peritoneo tropecé con una masa de un tejido protuberante, de un color rosáceo y blanco. Presioné en ese sitio y enseguida sentí algo duro dentro. ¿Acaso el becerro?

-¿Esto es el rumen o el útero? –susurré-. Está muy abajo para ser uno de los estómagos, así que supongo será el útero.
-Está usted en lo cierto, doctor jefe. Es el útero –dijo Javier, que, aun mi susurro, me había oído.
-Bien –sonreí aliviado, a la vez que hice un corte profundo, del que brotó grana cantidad de heno, a medio digerir, seguida de gases y de un líquido marrón oscuro maloliente. Perdí hasta el aliento.
-¡Este es el rumen! ¡Mira toda esa maleza! –gruñí, mientras un reguero de porquería salía del primer estómago e inundaba la cavidad abdominal.
-¿A qué juegas, muchacho? –Javier quería ser invisible-. ¡Conste que no te culpo de tu error, pero debes pagar por él!
-¡Enhebra enseguida una aguja! –mi tono era enérgico, casi desagradable.

Con mano temblorosa me alargó una aguja con hilo de sutura. Sin hablar y con la boca reseca, comencé a cerrar el corte que yo había hecho en el órgano equivocado. Entre los dos, nos entregamos a limpiar el contenido del primer estómago, que se había extendido e invadía algunas partes que estaban más allá de mi alcance. Utilizamos grandes apósitos, impregnados en antiséptico. La contaminación era masiva. El señor Rojo sudaba, y pude ver que ya comenzaba a dudar de mí, de Javier, de la vaca, y de todo....

Cuando limpiamos, lo mejor y más rápidamente que pudimos las partes afectadas, miré a Javier con desconsideración y sin tener en cuenta que habían más personas en el establo.

-¡Y yo que pensaba que tú sabías todo lo relacionado con esta clase de operaciones!
-Ya se hacen muchas intervenciones de este tipo. Y creía que no habría ningún problema –parecía asustado.
-¿En cuántas operaciones de cesáreas has estado presente? -lo fulminé con la mirada.
-Bueno… verá usted, doctor jefe. Realmente en una y como clase de prácticas.
-¡¿Solo en una y como práctica?! ¡Creía que eras un experto! De todas formas, aunque no hayas estado en ninguna deberías saber algo. Y lo digo por tus apuntes.
-El caso es que… me encontraba en la parte más retirada de la sala de clases.
-Ahora es cuando empiezo a comprender todo. Y no podías ver bien, ¿verdad? –sonreí, con ironía.
-Así es -agachó la cabeza, como avergonzado.
-¡Eres un mentiroso y un vanidoso¡ -grité ¡Mira que engañarme con tus conocimientos! ¡¿Te das cuenta que hemos podido matar a esta pobre vaca?! ¡Con toda esa contaminación es probable que se produzca una peritonitis y muera! ¡Lo único que nos queda es la remota esperanza de salvar al becerro! -haciendo esfuerzo me calmé-. Pero sigamos trabajando y a ver qué pasa. Empléate a fondo. A pesar de tu total ignorancia en este asunto, cuatro ojos son siempre mejor que dos.

A excepción de mi ataque de ira, el resto del diálogo transcurrió tranquilo. Mientras, el señor Rojo seguía largando miradas inquisitivas; le brindé miradas tranquilizadoras y regresé a lo mío. Metí de nuevo el brazo en lo que ahora sabía que era el rumen y toqué un órgano suave y resistente que contenía un bulto con la dureza e inmovilidad de un saco de carbón. Seguí explorando, y de pronto rocé el inconfundible contorno de una pata empujando con fuerza. Esa era una parte del becerro. De acuerdo. ¿Pero cómo sacarlo entero? No sabía qué hacer.

Entonces saqué el brazo del interior de la vaca, y le pregunté de nuevo a Javier, con voz normal, pero si dejar la ironía.

-Desde tu 2inmejorable2 lugar en el aula, ¿viste lo que hacían después de la cesárea?
-¿Después? -se humedeció los labios, y añadió-: se supone que hay que sacar el útero y ponerlo al nivel de la herida.
-¡Ni King Kong puede con este útero! ¡Inténtalo tú y verás el chasco que te vas a llevar! –respondí, otra vez furioso.

Javier, al igual que yo, tenía el torso descubierto. Pero empapada de sudor estaba su cara. Sin convicción alguna, metió el brazo. Pero enseguida lo sacó y asintió, ruborizado.


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-Tiene usted razón, doctor jefe. Ni se mueve.
-Solo hay algo que podemos hacer –seguí hablando, calmado ya-. Voy a hacer una incisión en el útero mientras tú sujeta las patas delanteras de la vaca.

No me era agradable estar hurgando en la oscuridad de lo desconocido, con mi brazo metido hasta el hombro en el interior de una vaca. Me hallaba aterrado, podía cortar en algún órgano vital. Pero lo que primero corté fue mis propios dedos, hasta aviármelas para hacer un corte a través del bulto que formaba la pata. En un instante, había llegado, ya me hallaba en algo seguro…

Con sumo cuidado y no menos miedo aumenté el corte, centímetro a centímetro. Apenas cogí la pata e intenté tirar de ella, pedí con el máximo fervor que la abertura fuese de un tamaño suficiente para permitir el paso del becerro. Esto era crucial. Pero enseguida pude darme cuenta de que iba a necesitar de una fuerza tremenda para sacarlo a la luz.

Cuando se hacía una cesárea a una vaca, había que asegurarse de elegir un ayudante fuerte y robusto entre los estudiantes. Y ese día tenía a Javier, que estaba a falta de las fuerzas necesarias para esta clase de trabajos.

-¡Vamos, ayúdame! –le dije, gritando.

Con los dientes apretados y jadeando por tanto esfuerzo, tiramos hacia arriba hasta que por fin pude sujetar la pata. Pero incluso en ese momento, en que cada uno jalaba de una pata, no se movía el becerro. Conforme nos echábamos hacia atrás, con los últimos vestigios de nuestras fuerzas, tuve una de esos pensamientos que a veces abrigan los miembros de nuestra digna profesión: deseé con toda mi alma no haber empezado este horrible trabajo.

Pero el "patilargo" iba saliendo gradualmente. Primero apareció el rabo, poco después el costillar, de un tamaño increíble, y finalmente, con precipitación, los hombros y la testa. Javier y yo caímos al suelo, y el becerro, tan grande cómo habíamos imaginado, empezó a rodar sobre mi pecho, resoplando y sacudiendo la testa.

-¡Qué tipo tan grande! -exclamó el granjero
-¡Sí! -grité-. ¡El más grande que he visto! ¡No hubiera salido de forma natural! –añadí, extasiado.

Pero ya fuera el becerro, toda mi atención se centraba en la vaca. "¿Dónde está el útero?", me pregunté. Había desaparecido. De nuevo empecé una búsqueda frenética dentro del animal. Luego de retirar la placenta, mis manos tocaban lo que parecía el borde rasgado de un corte. Saqué todo lo más que pude del órgano a la luz, y vi que la abertura original había aumentado a un grado tal que había una larga rasgadura que se unía al cuello del útero.

-¡Suturas! -extendí la mano, y Javier me dio una aguja con hilo-. ¡Sujeta los labios de la herida! –empecé a coser.

Actué rápidamente hasta donde se perdía la rasgadura. Pero el resto fue un verdadero martirio. Javier sujetaba, con gesto de cansancio, mientras yo metía la aguja a ciegas en el tejido.


-sigue y termina en página siguiente-

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Pero, fatalmente, apareció una nueva complicación. El becerro se había puesto en pie y topaba con todo a su paso. Siempre me había maravillado la rapidez con que se incorporan los animales recién nacidos, pero ese día era una molestia. El becerro buscaba las ubres de su madre con ese instinto de alimentarse que no se puede explicar, empujaba el costado de la vaca con el morro, se tambaleaba y caía en la herida del vientre de su madre, con los consiguientes dolores de del animal, que lo pagaba pateando todo.

-¡Juraría que quiere meterse de nuevo! –dijo, de pronto, el señor Rojo, que seguía atento todas las peripecias-. ¡Es un tipo corajudo! -añadió.

Corajudo se interpretaba como vigoroso en esta bendita tierra, y nunca era mejor dicha la palabra. Mientras trabajaba, tenía que empujar con el hombro el hocico húmedo del becerro, pero apenas acababa, lo tenía nuevamente encima esparciendo grandes cantidades de partículas de paja en la herida abierta.

-¡Miren esto! –dije, repartiendo la voz entre los presentes-. Como si no tuviese ya bastante con este desorden… -agregué.

El señor Rojo -en su caso, por mis gestos- y el vaquero, asintieron con comprensión. Pero Javier, no. Su sudor se unía a la sangre que salpicaba del becerro, corriendo por su cara como un río de vino tinto, al tiempo que sujetaba la herida invisible.

Al cabo de algunos minutos, que me parecieron una eternidad, llegué lo más lejos que pude en la herida uterina, limpié la suciedad del abdomen y lo cubrí todo con desinfectantes. Cosí las capas de los músculos y la piel y acabé. Nos pusimos en pie, como ancianos, y empezamos a lavarnos, no sin antes mirarnos y sonreírnos.

El granjero abandonó su posición, junto a la testa¡a de la vaca, y después miró la hilera de puntos.

-Nunca debí desconfiar de ustedes. Buen trabajo, doctor jeje y ayudante Poli –dijo-. ¡Y un hermoso becerro! -concluyó.

Y era verdad: un hermoso becerro. El recién venido al mundo era una belleza. Se tambaleaba sobre sus inestables patas, y sus ojos grandes se abrían, llenos de curiosidad.

Pero ese buen trabajo escondía algo que ni siquiera me atrevía a pensar. Mi insatisfacción se centraba mirando a la vaca. No tenía esperanza de vida. Aun ello, en un gesto de profesionalidad, le di al señor Rojo una bolsa de Sulfatiazol, para que se la administrara a "Lechona" cada ocho horas durante una semana. Después le dije a Javier que abandonásemos aquel lugar lo antes posible.

De regreso, conduje en total silencio. A poca distancia de la granja, después de una curva, detuve el coche en un camino y dejé caer la cabeza sobre el volante. Estaba realmente cansado.

-Jamás pasé tanto apuro en un trabajo veterinario –le dije a Javier, de pronto. Y sin esperar respuesta, añadí-: con toda esa porquería dentro, una peritonitis es inevitable. Seguro que dejé algún agujero en el útero. Pero ya no tiene solución.
-Fue culpa mía –respondió Poli, en un tono ahogado.
-No lo fue. Se supone que soy un veterinario cualificado y lo único que hice fue cometer errores. Y no satisfecho, te humillé. Mi actitud fue detestable. Te debo una disculpa y el reconocimiento de tu dignidad ante el señor Rojo y su vaquero.
-En verdad yo… –dijo, como no esperando mi reacción.
-Además –lo interrumpí-, aprecio tu labor. Trabajaste duro, y no habría llegado a nada sin ti –hice una pausa-: pero ahora vamos a intentar relajarnos un poco. Te invito a una cerveza -añadí.

Amanecía. En el Bar Restaurante del pueblo había granjeros desayunando Nos dejamos caer en unas sillas del salón y nos sumergimos en nuestros propios pensamientos frente a dos jarras de cerveza. No cruzamos palabra. En realidad, no había nada qué decir. Todo lo habíamos dicho en "Toril", antes, durante y después del parto, con cesárea incluida, de "Lechona".

Javier rompió el silencio y me preguntó si había dicho en serio lo de que la vaca no iba a sobrevivir. Le dije que nunca más volveríamos a verla viva. Aunque sabía que él no se creía lo que le decía. Tenía fe ciega en mis posibilidades y se esforzaba en hacérmelo ver.

Caída la tarde, relajado en el consultorio, una morbosa curiosidad me hizo telefonear al señor Rojo.

_¡Doctor jefe! -contestó una voz alegre al otro lado del hilo-. ¡"Lechona" se puso en pie poco después de irse ustedes!

Pasaron segundos antes de que pudiera digerir lo que acababa de escuchar. Sacudí la cabeza. Le pregunté:

-¡¿No la ve incómoda o triste?!
-Nada de eso. Está alegre como un grillo. Se desayunó un pesebre lleno de alimento. Incluso le saqué unos litros de leche
–después oí, como un sueño dorado, la siguiente pregunta-. ¿Cuándo va a venir de nuevo para quitarle la costura?
-¿Costura…? ¡Ah, sí! ¡Dentro de diez días, aproximadamente, señor Javier! ¡Digo… señor Rojo!

Después de la angustia de la primera visita, me satisfacía tener a Javier a mi lado mientras retiraba los puntos de sutura a la vaca. No había hinchazón alrededor de la herida.

"Lechona" mascaba tranquilamente un bocado, mientras a Javier le cedí el mando de quitarle los hilos. Hablé con el granjero, delante de Poli y el vaquero. El señor Rojo le hizo saber a Javier que había valorado su trabajo y que no daba importancia a lo ocurrido. En un corral próximo, un becerro lanzaba coses al aire, alegre y feliz.

_¡¿Le ha visto usted algo raro después de la operación?! -no pude ni quise evitar esa pregunta.
-No -sonrió-. Nadie diría que pasó todo eso –añadió.


De esta forma, tan "original", llevé a cabo mi primera cesárea a una vaca. Varios años seguidos, "Lechona" tuvo otros partos de becerros hermosos sin ayuda y con normalidad. Un milagro que aún no llego a comprender, ni hay tratados veterinarios que lo aclaren. ¿Quizá porque la dilaté suficientemente? No lo sé. Y si era por eso, inconscientemente. Todo sea dicho.

Pero ninguno de los presentes nos percatamos de que sentíamos una alegría, tan grande como inesperada

-Bueno, "doctor" Javier –dije al joven, dos días después del parto-. Esta es la verdadera práctica de la veterinaria. Aparecen desagradables sobresaltos, pero también sorpresas agradables –lo miré, sonreí y añadí-: siempre oí hablar de la resistencia del peritoneo en los bovinos. Y es verdad.
-Todo salió bien –respondió, como pensando-. Pero no atino a describir mis sentimientos. Mi cabeza está llena de frases, como "mientras hay vida, hay esperanza".
-Desde luego –asentí.
-Aquí va otra, doctor Jefe: -añadió, de pronto-: "contra más dificultades para nacer, mayor apego por la vida".
-¡Espléndida! –respondí, pero quedé a la expectativa. Y añadí, con una pregunta:
-¿Es tuya esa frase? -una vez más lo puse a prueba.
-No señor, la leí en un libro de veterinaria. Creo que de autor anónimo -me miró de reojo, mostrando una sonrisa suspicaz.

Yo era el autor anónimo'. Javier, astuto, adivinó mis pensamientos, y después dedujo por mis gestos:

-Sé por qué calla, honorable doctor –me miró, circunspecto, y añadió-: sus padres han debido ser unas personas especiales. Diría que de ellos aprendió humildad, aunque no se hayan vanagloriado de ello. Gente como usted necesita la humanidad. Gracias, señor. Es usted una persona admirable.


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Mensaje  achl Miér Feb 02, 2022 9:35 pm



Este relato de "La Llegada" es uno de los 20 que componen mi novela "Y Dios se detuvo en Cerro Hierro", los restantes los iré insertando en este mismo hilo de "Solo narrativos".



La Llegada

La curvilínea carretera, libre de vallas, corría entre altos páramos. De pronto, mi coche se deslizó desde el pavimento hasta el césped de la orilla, que las ovejas habían dejado liso como terciopelo. Paré el coche, me bajé y miré a mis alrededores.

La carretera cortaba pastos y brezales antes de sumergirse en el valle del fondo. Me hallaba en uno de los mejores lugares para contemplar las grandes llanuras, que se extendían a mis pies en una vista de ensueño: los fértiles campos, el ganado que pacía, el caudaloso río, bordeado de piedras, en una parte, y de nutrida arboleda en la otra. El pasto crecía entre las laderas hasta donde empezaban los brezales y la áspera hierba de los páramos, y solo estaban libres de él los acantilados, que ascendían sobre la colina y desaparecían entre las desnudas estribaciones que eran las que marcaban el comienzo del terreno silvestre En ese momento, me envolvía una brisa fresca pero agradable.

Después de residir veinte años en la ciudad de Huelva y de haber viajado por toda la Andalucía Occidental, hacía poco que había regresado a casa: la Sierra Norte de Sevilla. Durante mi circunnavegación, había pensado en ella y no había olvidado su belleza, pero pensar desde la lejanía no era suficiente para recordar las sensaciones de cercanía con la naturaleza. Y ahora estaba de nuevo en la región que vio nacer y crecer a mi padre: Cerro Hierro, San Nicolás del Puerto, Constantina, Cazalla de la Sierra… Entre el gentío y el aire rancio de las ciudades, costaba recordar un lugar sereno, un lugar en que cada bocanada de aire estuviese llena de un aroma fresco, un lugar en que solo se pudieran oír los susurros de Dios…

Ese día había tenido una mañana perturbadora. Dondequiera que iba, todo lo que veía me indicaba que estaba acercándose una etapa de cambios, y a mí no me gustaban demasiado los cambios. Mientras fumigaba uno de sus árboles con un nuevo y sofisticado aparato, José, viejo amigo, agricultor-granjero, me dijo: "todo lo quieren arreglar ahora con esto, Amor", señaló con la mano derecha el fumigador. Las palabras de José me obligaron a mirar el aparato con el que trabajaba y a percatarme de que eso mismo, o quizá más moderno, era lo que se iba a ver de ahora en adelante.

Sabía el significado del comentario de José. Tan solo un lustro antes habría visto un árbol y habría depositado un poco de Yil en su raíz. Todavía llevaba en el maletero del coche un recipiente para este tipo de trabajos: una botella con cuello alargado que permitía que el líquido corriera fácilmente. El Yil solía mezclarlo con agua para que cundiera más. Pero todo esto estaba desapareciendo ya, y el dicho de José traía el mensaje de que las cosas no iban a ser ya como antes.

Entonces estaba empezando una revolución en la agricultura y la veterinaria. Todo se había convertido ya en una ciencia, y los conceptos valorados durante generaciones iban quedando en el olvido, mientras en el mundo de la tecnología aparecían nuevos métodos que hacían desaparecer los viejos procedimientos. Habían ya indicios de que los pequeños agricultores o granjeros estaban abandonando sus campos.

Esos hombres, algunos con solo media hectárea, una vaca y unas pocas gallinas, todavía constituían el grueso de nuestra clientela. Pero ya empezaban a dudar si podían ganarse la vida con tan rácano patrimonio, y muchos habían vendido ya sus tierras a los terratenientes. Pero los modestos, obstinados en continuar haciendo lo que hacían, por la sencilla razón de que siempre había sido así, eran a los que valoraba: estoicos personajes, poseedores de la verdadera riqueza, que vivían con los valores del antaño y que hablaban y divulgaban el hoy tan en desuso dialecto andaluz, casi arrollados por la televisión.

Respiré profundamente, y antes de subirme de nuevo al coche miré hacia las colinas, cuyas cumbres atravesaban las nubes, hilera tras hilera, erguidas sobre la magnificencia de los valles, y empecé a sentirme mejor. Después de todo, la región no había cambiado en esto.

De pronto, me vino a la memoria un suceso que me ocurrió por estos pagos, antes de irme a Huelva: mientras conducía, en un momento de distracción atropellé a una pata y a sus crías, que atravesaban la carretera. Las crías murieron pero la madre quedó malherida. La cogí y la llevé al consultorio de Cazalla, pero allí no pudieron salvarle la vida. Tanto me impresionó que decidí estudiar Veterinaria, quizá aupado porque, aparte de que era mi vocación frustrada, tenía varias asignaturas comunes con mi carrera de Agrónomos, que apenas la acabé, ejercía exclusivamente de veterinario, con poca presencia en asuntos agrícolas. Algo en mi interior me obligaba a ayudar a los animales domésticos.

Eché una última ojeada y después conduje hasta el consultorio, que habíamos instalado mi socio Pérez y yo en San Nicolás, calle Real, número 19. El lugar se hallaba aparentemente igual, pero había sufrido cambios; todos mis hermanos se habían casado, y ninguno de ellos vivían en San Nicolás, y salvo Fredy, que tenía su casa encima del almacén de riego, ningún otro hermano seguía en la empresa que creó mi padre. Mi esposa, veterinaria también, y yo, con nuestro hijo vivíamos en una antigua casona a la entrada de San Nicolás, que habíamos comprado al poco tiempo de regresar de Huelva.

Cuando llegué abrí la puerta del coche, bajé y, a pocos pasos del consultorio, mi hermano casi me arrolla. Salió como una tromba. Me cogió del brazo y me dijo:

-Hola, Amor. Precisamente te estaba buscando. He tenido un pequeño accidente con mi coche; se rompió el cárter en estos infames caminos y ahora no tengo un medio de transporte para seguir con mi trabajo. Hasta dentro de quince días no estará reparado. ¡Y no sé qué hacer...!
-Todo menos la muerte tiene solución. Puedes usar el mío, o yo atenderé a tu clientela –respondí, tratando de tranquilizarlo.
-Gracias, pero a ti te va a hacer falta para tus visitas veterinarias. Y, además, esto va a ocurrir más veces. Y de ello quiero hablarte. Me gustaría conocer tu opinión sobre comprar un coche
-¿Otro? ¿Para qué si en unos días tendrás de nuevo el tuyo?
-Pero uno auxiliar. De hecho, ya lo hablé con Truyo, de Cazalla, para que me lo traiga. Y mira, ahí viene llegando –añadió, y se fue hacia la carretera.

Fredy casi siempre actuaba así. Pero, al fin y al cabo, la empresa de riegos era suya, solo estábamos negociando mi parte a cambio de algunos beneficios. Lo seguí, y allí estaba Truyo. Un Citroën Break taponaba la puerta de entrada al almacén. Y, Fredy, entusiasmado, se acercó al vendedor.

-Hola, Truyo. Dijiste tres mil duros, ¿no?

Empezó a caminar alrededor del coche, retirando escamas de óxido de la pintura y repasando la carrocería. Era obvio que había pasado sus mejores días, pero la apariencia no era lo más importante si el motor funcionaba.

-Funciona bien, ¿no? –le preguntó a Truyo.
-Claro. El motor está recién reparado; la batería es nueva y aún queda mucho dibujo en los neumáticos.

Fredy empujó suavemente con el pie el parachoques delantero, y los muelles rechinaban.

-¿Y qué me dices de los frenos? Eso es vital, porque como sabes nos movemos por caminos peligrosos, y este coche llevará siempre un mínimo de doscientos kilos de carga.
-Perfectamente –contestó.
-Siendo así, no te importará que demos una vuelta en las calles del pueblo.
-Todas las vueltas que quieras, Fredy.

Truyo era un hombre que frisaba en los sesenta y cinco y alardeaba de tranquilidad.

Siguiendo las indicaciones de Fredy, Truyo se sentó en el asiento del lado del conductor, mientras él lo hacía en el del lado del volante.

-¡Ven con nosotros, Amor! –gritó.

Me apresuré y me senté en el asiento de detrás.
El coche despegó bruscamente. Escuchamos un rugido del motor y un rechinar de la carrocería. Aun su tranquilidad, Truyo no pudo evitar que el cuello de su camisa asomara un centímetro por encima de la chaqueta mientras salíamos a todo gas calle Real abajo. El cuello recuperó su lugar, apenas el coche disminuyó la velocidad e hizo un giro a la izquierda, con doble curva. Pero reapareció no bien el coche empezó a recorrer velozmente algunas calles estrechas. Llegamos a un tramo recto, largo y enladrillado, perpendicular a la calle Real, y el coche se lanzó como un rayo sobre él, pero al final del mismo se paró un poco para tomar una pronunciada curva.

-Es importante probar los frenos –dijo Fredy, y después el auto se precipitó de nuevo hacia adelante.

Pues sí, era verdad que estaba haciendo una prueba exhaustiva. El rugido del motor se convirtió en alarido, y el cruce del Ayuntamiento se acercaba con alarmante rapidez. Entonces frenó, y el coche se fue hacia la derecha, como un cangrejo, y enfiló, como lanzado por una catapulta, hacia la plaza de abastos. Truyo llevaba la cabeza contra el techo, y ya se veía toda la parte trasera de su camisa. Cuando el coche paró de nuevo, empezó a sudar y a deslizarse en su asiento. Pero en ningún momento se le vio un gesto de queja o contrariedad.

Después de bajarnos del coche, Fredy se tocó la barbilla. No le había disgustado el brío del motor, pero…

-Tira a la derecha cuando se frena. ¿Tienes uno más aparente, aunque valga un poco más? –le dijo a Truyo.

El bueno de Truyo no respondió. Se estaba recuperando. Tenía las gafas torcidas y la cara pálida.

-Tengo uno que te va a interesar. De hecho, creo que es el indicado para ti –respondió, al cabo de unos instantes.
-¡Bien! –exclamó Fredy, a la vez que se frotó las manos-. ¿Lo puedes traer esta tarde? –añadió, preguntándole.
Esta tarde no puedo, Alfredo. Voy a Sevilla –le cambió el tratamiento; quizás por el susto-. Pero te lo traerá mi hijo. Pasado mañana me pasaré de nuevo a verte. Seguro que llegamos a un acuerdo en el precio –agregó.

Nos despedimos, no sin antes mi hermano recordarle a Truyo que quedaba esperando después de almorzar.

Mientras entrábamos en la oficina, Fredy me rodeó el hombro con el brazo y me dijo:

-Este es un paso más para nuestro negocio. Ya no tendremos problemas cuando se nos averíe un coche, siempre habrá uno que lo sustituya. De todas formas –sonrió, y añadió-: disfruto mucho tratándose de coches.

Era verdad. Habían aparecido cosas nuevas, pero la región no había experimentado cambios. Y tampoco mi hermano. Seguía siendo un loco de los coches.

Pero mis relaciones profesionales con mi hermano eran excelentes. Y si no, después de todo, era de mi sangre. Acordamos que él seguiría dirigiendo la empresa de riegos, y yo le echaría una mano en casos especiales, recibiendo una comisión por ello, además de os gastos de gestión, pero siempre que mis obligaciones veterinarias me lo permitiesen.


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Mensaje  achl Mar Mar 01, 2022 12:53 pm



Julio

-¡Hola, hola! ¡¿Hay alguien ahí?!
-¡Hola, hola! –repitió detrás de mí una voz infantil.

Me giré y vi a mi hijo, que ya contaba 8 años. A veces me acompañaba en mis visitas a las granjas desde que regresamos de Huelva. En realidad se sentía un hombre de campo.

Ésos gritos eran habituales en mí. Cuando llegaba a una granja era difícil encontrar a su propietario esperando; podía estar subido en un tractor, a mucha distancia, o en algún otro lugar atareado con su trabajo, y por eso confiaba en esos gritos. A mi hijo le gustaba semejante práctica y así también aprovechaba la oportunidad para ejercitar los pulmones. Lo veía caminar pavoneándose, y repitiendo los gritos, una y otra vez, a la vez que hacía ruido con sus botas, que le había comprado en una fábrica de calzados de Valverde del Camino, en la provincia de Huelva.

Esas botas representaban su orgullo, "el reconocimiento de su estatus como ayudante de su padre". Mientras venía conmigo, su reacción era la alegría de un niño que puede observar plantaciones diferentes, animales diversos, especialmente las crías; y el placer al ver gatitos sobre una paca de heno o una camada de perritos en un pesebre. Pero él siempre entraba en acción. El contenido del maletero de mi coche le era tan familiar como su caja de juguetes. Le divertía facilitarme listas de precios, o algún Tratado de cultivos, un paquete de abono, o mi maletín de veterinaria. Siempre se adelantaba a mis pensamientos y corría, diligentemente, hacia el coche para traer lo que creía idóneo en cada momento. Sabía seguir las conversaciones.

Dado a mis dos profesiones y a que me movía en las mismas rutas, a veces atendía a algún agricultor, si Fredy se hallaba ocupado. Era rara la finca en la que no había un animal que no necesitase de un veterinario, a la vez que aprovechaba para facilitar presupuesto de complementos agrícolas: abonos, fumigaciones; o información o venta de riego, motores, bombas o maquinaria agrícola.

Pero lo que más le gustaba a Julio era acompañarme en las visitas nocturnas, si su madre le permitía acostarse más tarde. Se sentía feliz mientras íbamos en el coche en la oscuridad a través de los campos, o cuando sostenía en la mano una linterna para enfocar las ubres heridas de alguna vaca, mientras yo le aplicaba algún punto de sutura, o cuando alumbraba alguna plantación, destrozada por un temporal u otras circunstancias.

Los granjeros y los agricultores eran cariñosos con él. Y hasta los más huraños solían decirme, no bien bajábamos del auto: "doctor Amor, ya veo que ha traído con usted a su pequeño gran aprendiz".

Pero esos hombres tenían una cosa que Julio quería: un par de botas claveteadas. Sentía admiración por ellos; los veía como valientes, que pasaban la vida en el campo, trabajando, sin temor, entre el ganado. Se asombraba cuando veía que portaban en la espalda pesados sacos, o arrastrando largos e incómodos plásticos de protección de los cultivos. Pero lo que ansiaba mi hijo era esas botas, fuertes y firmes. Para él simbolizaban el carácter de los hombres que las calzaban.

Las cosas llegaron a su auge un día en que íbamos hablando en el auto durante el camino a una granja. Más bien, él llevaba la charla mediante una serie de preguntas que iba fluyendo sin interrupción, siguiendo una practicada fórmula.

-Papá, ¿cuál es el tren más rápido, el Exprés o el Talgo?
-Bueno. Verás… Yo diría que el Talgo.

Penetrando en aguas más profundas, la siguiente pregunta era:

-¿Qué es más rápido, un helicóptero o un coche de carreras?
-Ésa es una pregunta difícil, hijo. Quizá el coche de carreras. pero no estoy seguro.

De pronto, cambiaba de táctica.

-El hombre que vimos en la granja que visitamos ayer es muy alto, ¿verdad, papá?
-Sí -respondí, en un principio un poco confundido.
-¿Más alto que el portero de un equipo de fútbol?

Ya entrábamos en su juego favorito. Conocía al hombre más alto, y sabía cómo iban a acabar la cosa, pero seguía jugando mi parte.

-Tal vez.
-¿Más alto que el portero del Betis? No el de antes, sino el que ha fichado este año, ese gigantón melenudo.
-Así, así... –contesté, para su satisfacción.

Me miraba y, astuto, estaba preparándose para jugar sus últimas cartas de triunfo.

-¿Más alto que el hombre de la luz que viene a nuestra casa?

La brutal estatura del empleado de la Compañía de Electricidad, que venía a inspeccionar los contadores de la zona, siempre había impresionado a mi hijo.

-Creo que es más alto el hombre de la granja.
-Ah, pero… -su boca se torcía, en un gesto de astucia-. ¿Es más alto que el vecino de la casa junto a la nuestra?

Éste era su gran golpe final. Nadie era más alto que García que, desde sus dos metros y veinte centímetros, miraba hacia abajo a todos los que hablaban con él.

-Admito que el hombre de la granja es más bajo que García -me encogí de hombros, aceptando mi derrota y haciéndoselo ver a mi hijo.

Sonrió triunfal, y se puso tan contento que metió en la charla un asunto que tenía en mente desde algún tiempo atrás.

-Papá, ¿y yo puedo tener unas botas como las que vimos a ese hombre de la granja?
-¡Pero si ya tienes unas y además están casi nuevas! –respondí, señalando las Valverde que su madre le ponía cada vez que me acompañaba a las granjas.

Echó una mirada desvaída a sus pies, antes de replicar.

-Pero yo quiero unas como esas…

Me sentí atrapado. No sabía qué responder.

-No te enfades, hijo. Los niños no necesitan esa clase de botas. Pero, quizá... cuando seas más mayor...
-No, yo las quiero ahora. A mi amigo Curro se las ha comprado su padre –me miró, con cara persuasiva.

Pensé que era un capricho pasajero. Pero mi hijo, tozudo como él solo se mantenía firme en su campaña de convencimiento, reforzándola con una mirada de enojo cada vez que su madre le ponía las Valverde. Su actitud obstinada enviaba el mensaje de que las Valverde no eran para un hombre como él. Hablamos sobre ello su madre y yo esa misma noche, luego de que se acostase el niño.

-¿Habrán botas de esas de su número? –le pregunté.
-No sé –respondió-. Pero las buscaré. Y por tierra, mar y aire, si fuera necesario. ¡Con tal de no oírle…! –añadió.

Pasados algunos días, mi esposa regresaba de Sevilla con una expresión de triunfo y las botas camperas más pequeñas que había visto nunca. Yo no paraba de reír. Eran diminutas, pero perfectas, con sus suelas claveteadas, sus laterales acolchados alrededor de los tobillos, y su hilera de agujeros con ganchos para los cordones.

Pero Julio no se reía cuando las vio. En cuanto se las puso, cambió de actitud. Por naturaleza, su cuerpo era fuerte y gallardo pero al verlo caminar en las granjas, podía decirse que era el amo del lugar. Pisaba con fuerza y se mantenía erguido, dando más autoridad, si cabía, a esos gritos de: "¡hola, hola...!".

De ninguna de las maneras era lo que llaman "un niño malo", pero tenía dentro ese pequeño diablo, que pienso deben tener todos los críos. Gustaba de darse tono y yo le apoyaba, pero nunca se aprovechaba de mi permisividad en alguna situación comprometida. Salvo en una ocasión...

Un domingo por la mañana, Lucas Pino, de Cerro Hierro, buen amigo, trajo al consultorio una mazorca de maíz podrida. Lo achacaba al abono. Y también traía a su perro pastor que decía que cojeaba. Detrás del sillón de mi escritorio, vi una nimia cabeza. Una vez convenido con Pino una visita a su finca, aproveché que fue a su auto a por el perro para preguntarle a mi hijo que por qué se había escondido, a lo que me respondió que se sentía tan culpable como yo del desastre del maíz: 'al fin y al cabo, también formo parte del equipo; incluso mis botas son como las de ellos'. Después, feliz por su explicación, salió hacia el jardín, donde había una enredadera, que yo mismo había trasplantado, meses atrás. Al salir tan precipitadamente tropezó con Pino, que entraba en ese momento con su perro sobre los brazos.

Cuando un perro cojea, no es fácil hallar la causa. Pero en este caso, tuve la suerte de dar con ella. Apenas oprimí la planta de una de las patas, el perro se quejó, incluso hasta agresivo, apareciendo unas gotas de suero sobre la negra superficie de la extremidad. Agudicé la vista en ese punto.

-Tiene algo clavado aquí –señalé y miré a Pino-. Diría que es una espina. Tendré que aplicarle anestesia, abrir en esta zona, y después extraer la espina –añadí.

Mientras preparaba la aguja, me pareció ver una pequeña pierna a un lado de la ventana. "No, no puede ser Julio intentando trepar en la enredadera, es peligroso y se lo he dicho expresamente", pensé. Las ramas de la enredadera formaban un arco sobre los dos locales, el del consultorio y el de riego, y aunque era de igual grosor que la pierna de un hombre, en su parte más baja, adelgazaba en su parte más alta. "No, no puede ser", trataba de convencerme de que me encontraba enajenado y, sobreponiéndome, continué con mi trabajo. Cogí el bisturí.

-Mantén quieta y en alto la pata herida -le dije a Pino.

Preocupado por su perro, Pino oprimía los labios mientras yo me preparaba para cortar.

Para un cirujano, este es un momento de extrema concentración. Con el bisturí hice un leve corte en la pata. Estaba atento, pero sustrajo mi atención una sombra en la ventana. Levanté la cabeza: "¡es Julio, trepando en la enredadera!", me dije. Pero nada podía hacer en ese momento, salvo una rápida mirada de vez en cuando.

Profundicé en el corte y miré; no veía nada, pero no quería agrandar más la herida. Empero, tenía que hacer una incisión en forma de cruz para examinar más adentro. Haciendo el primer corte estaba, cuando de reojo, pude ver dos pequeños pies suspendidos en la parte superior de la ventana, detalle que también vio Pino. Traté de no desconcentrarme, pero los pies se movían y golpeaban sobre el cristal. Era obvio que lo que estaba ocurriendo fuera no ayudaba a lo que estaba ocurriendo dentro. Las piernas desaparecieron, lo que significaba que el dueño de esas extremidades se encontraba ascendiendo hacia otras zonas más peligrosas.

Traté de no emplearme en nada que no fuese mi tarea, así que continué profundizando en la herida, limpiándola a intervalos con algodones. Vi algo. Cogí las pinzas y, en ese momento volvió a aparecer la cabeza de Julio, y ahora al revés, pendiendo de una rama. Por cortesía a Pino y porque al perro no podía dejarlo en esas condiciones, había estado procurando no pensar en lo que ocurría en el jardín. Pero era demasiado. Pedí a Pino que usase todas sus fuerzas en sujetar al perro y yo di unos pasos hacia la ventana y golpeé el cristal. Mi furia debió asustar al escalador, porque desapareció enseguida. Pero pasados unos instantes, se pudo oír el sonido amortiguado de unos pasos que ascendían. Eso no era tranquilizador, pero me obligué a continuar con mi trabajo.

-Lo siento, Pino -me disculpé, apenas volví a su lado-. Ya estoy aquí de nuevo –agregué.

Pino me brindó una sonrisa mientras yo metía de nuevo las pinzas en la herida. Entonces noté algo duro, apreté, tiré hacia arriba, y poco a poco saqué la cabeza brillante y puntiaguda de una espina. Disfruté de ese momento porque es uno de los pequeños logros que alegran la vida de un veterinario.

Pero mientras cambiaba una sonrisa con Pino, que ya acariciaba a su perro, se podía oír claramente el ruido de algo que se rompía y, a continuación, un prolongado grito de terror.

Poco después, vimos a través de la ventana pasar velozmente a un niño, que iba cayendo con sonido sordo hacia el mullido césped del jardín. Salí disparado.

Justo en el momento en que llegué, Julio acababa de aterrizar en el frondoso césped. Al ver que sonreía, nervioso, me sentí demasiado aliviado como para enfadarme.

-¿Te has hecho daño? –esto fue lo primero que le pregunté.

Negó con la cabeza. Quizá ocultaba el dolor por temor a una regañina. Lo puse en pie y lo examiné entero. Aparentemente estaba bien.

-Eres un travieso -le dije, y añadí-: vete a mi escritorio y coge un papel y un lápiz y escribe los títulos de las coplas que más te gustan –y, no bien le dije eso, regresé a mis obligaciones.
-¿Está bien el chico? –me preguntó Pino, con voz preocupada.
-Creo que sí. Lo he examinado y no vi nada. Mil disculpas por haber salido tan intempestivamente –agregué.
-No tienes por qué –respondió, a la vez que me puso la mano sobre el hombro, añadiendo-: también tengo hijos. "Para ser padre es necesario tener nervios de acero y paciencia sin límite" –esta frase se quedó grabada en mi interior.

Esa misma tarde, mientras tomaba café en el consultorio, vi a mi hijo embadurnando con mantequilla una rebanada. A Dios gracias no se había hecho daño, pero tenía que llamarle la atención por la travesura que había cometido.

-Julio –empecé-, lo que hiciste está muy mal. Ya te había advertido que no te subieras en la enredadera.

Canturreaba, a la vez que mordía la rebanada. Me miró, impávido. Por su gesto deduje que no estaba tomando en serio mis palabras. Volví a la carga.

-Si vuelves a comportarte así, no te llevaré más conmigo a las granjas. Tendré que buscar un niño que me ayude. De hecho, ya tengo a la vista uno de la Granja Escuela.

Busqué entonces una reacción en aquella personita, que con el paso del tiempo se iba a convertir en un veterinario o en un ingeniero agrónomo, mejor de lo que su padre podía ser nunca. Lo miré.

-¡¿Otro niño?! -preguntó, como angustiado.
-Así es. No puedo tener en mi trabajo uno tan travieso como tú. Llamaré enseguida a la granja escuela.

Entonces, soltó la rebanada sobre el plato. En un principio parecía aceptar con resignación la solución que propuse. Pero, de pronto, perdió su aparente ecuanimidad; se levantó de la silla, se puso delante de mí y me miró con los ojos muy abiertos y expresivos y me preguntó, con una extraña vibración en la voz, lo más parecido a un llanto:

-¿Y ese niño va a utilizar mis botas nuevas? De pronto, creyó haber perdido su rango como ayudante de su padre. El mundo entero se le vino encima al pequeño Julio.


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Antonio Chávez López
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Mensaje  achl Mar Mar 01, 2022 12:58 pm



La Asafétida

"No existe la tranquilidad para un veterinario rural", pensaba mientras conducía.

Eran las seis de la tarde de un domingo de invierno, y en la carretera estaba yo, yendo a Cerro Hierro para tratar de curar a un perro. Según me dijo mi hijo, que fue quien había recogido el mensaje del "urgente" aviso, el perro llevaba enfermo toda la semana.

Mientras salía de San Nicolás, con los últimos rayos de sol, las calles estaban desiertas, y las casas presentaban ese aspecto confortable que evoca imágenes de sillón, de pipa, de chimeneas encendidas. Miraba las luces titilando, y podía imaginarme a los granjeros dormitando con las piernas extendidas.

Mi auto no se cruzó con ningún otro vehículo, y la carretera se iba haciendo cada vez más negra. Nadie circulaba por aquel lugar. Excepto un servidor, el doctor Amor.

Llegué a la zona de la estación de la Renfe de Cerro Hierro y vi ante mí una fila de casas nuevas, con la fachada en piedra de un color amarronado.

Me bajé del coche y de pronto me sentí atrapado en una depresiva conmiseración: "Emilia, casa 3, 2ª fila, paralela a la vía del ferrocarril; la única casa sin chimenea". Había escrito mi hijo en una hoja del bloc que teníamos al lado del teléfono sobre la mesita.

Mientras abría la cancela y cruzaba el jardín, llevaba la cabeza ocupada en lo que iba a decir. No tenía por qué ser grosero, solo intentaría explicar mi postura de que a los veterinarios también nos gustaba descansar los domingos y que aunque no nos importaba viajar para atender alguna urgencia, cuestionábamos una visita a un perro que había estado enfermo toda la semana. Era fácil de comprender que podían haber avisado el lunes o el martes.

Tenía ya listo mi improvisado discurso, cuando abrió la puerta una mujer de una estatura media y de unos cincuenta años. Parecía preocupada.

-Buenas noches. Soy el veterinario. Emilia, supongo –saludé con los labios apretados.
-¡Oh, usted! -sonrió-. No hemos sido presentados, pero suelo verlo en San Nicolás con su hijo o con el doctor Pérez. ¡Pero no se quede ahí fuera! ¡Pase, pase, por favor!

La puerta tenía acceso directo a un pequeño salón, poco iluminado. De una ojeada vi el mobiliario, un poco anticuado, y una cortina que aislaba la parte del fondo. Emilia se hizo a un lado. En una cama de un dormitorio próximo yacía un hombre esquelético, con los ojos hundidos.

-Es mi esposo, Emilio –se apresuró en decir Emilia. El hombre, serio, levantó una mano huesuda-. Y aquí está su paciente, nuestro querido Frankfurt –siguió, señalando un dachshund que estaba echado a un lado de la cama de su esposo.

-¿Frankfurt?

Sí, pensamos que era el nombre más apropiado para un "perro salchicha alemán" –sonrió de nuevo. Pero su marido seguía serio y sin hablar.

-Cierto, un nombre muy apropiado –respondí.

Por un momento recordé lo acertada que era con los nombres para los perros y los gatos la Hermana Alegría. Sobre todo con Ámbar.

El perro me miró, como dándome la bienvenida. Me agaché para acariciar su piel reluciente.

-Parece que está sano. ¿Qué le ocurre?
-Toda la semana ha caminado de una forma extraña, como si tuviese problemas en las patas –respondió, y agregó-: en realidad, no nos preocupó. Pero esta tarde se desplomó y no podía volver a levantarse. Y esto sí que nos preocupó.
-Me si cuenta de eso mientras lo acariciaba –pasé la mano por debajo de su vientre y lo empujé levemente, hasta conseguir ponerlo en pie-: ¡Frankfurt, muéstrame cómo caminas, venga, muchacho, que vienes de una raza de valientes!

Animado, tal vez, por mis palabras de aliento, el perro se levantó y dio unos pasos vacilantes, pero la parte trasera se iba inclinando hasta que volvía a echarse. Y eso llamó mi atención.

-Es el lomo, ¿verdad? –preguntó Emilia-. Porque las patas delanteras parecen fuertes.

-Eso es también mi problema -terció su marido, con aspereza en la voz, hablando por primera vez. Su esposa le cogió la mano y la acarició, reteniéndola entre las suyas.
-La debilidad está en la parte trasera –respondí y puse al perro sobre mis rodillas, para a tocarle las vértebras lumbares, en busca de algún punto de dolor.
-¿Lo habrán golpeado? No le dejamos salir solo, pero se escabulle por la puerta del jardín y…
-Cabe la posibilidad de que sea una lesión fortuita –la interrumpí-, pero lo más probable es que todo radique en los discos.
-¿Discos? –la mujer adoptó una expresión de confusión.
-Sí. Los discos Son cojines de cartílago de un tejido fibroso que se hallan entre las vértebras. En los perros de un cuerpo tan largo, como Frankfurt, a veces se dislocan del conducto raquídeo y ejercen presión sobre la médula.
-¿Qué posibilidades tiene de cura? –se volvió a oír la voz áspera, desde la cama.

Esa era la pregunta clave con este síndrome. El pronóstico podría ser cualquiera: desde una completa recuperación, hasta una parálisis.

-No es fácil responder a su pregunta. No puedo dar un diagnóstico erróneo. Por de pronto, le pondré esta inyección, tomará unas pastillas, y esperemos a ver cómo responde.

Le inyecté en vena un analgésico con antibiótico. Después, conté unas pocas pastillas de Salicilato, las metí en un pequeño tubo de plástico, que solía llevar en mi maletín, y se lo entregué a Emilia. Ese era el único tratamiento para estos casos que había entonces.

-Gracias. Y ahora, doctor Amor, pasando una cosa más agradable –sonrió-. Nos gustaría invitarle a una cerveza. Mi marido suele tomar una todas las noches sobre estas horas. ¿Le apetece acompañarlo? Nos sentiríamos muy halagados por disfrutar un poco más de su compañía.
-Muy amable. Pero no quisiera molestar…
-No, no es ninguna molestia. A mi esposo le es grata su presencia, y yo estoy encantada de verlo de nuevo.

Llevó a la mesa dos jarras de cerveza negra. Puso unas almohadas detrás de la espalda de su esposo, y se sentó en el borde de la cama, después de poner una de las jarras en la mano de su esposo.

-Somos asturianos, de Gijón. Y… –empezó a explicar, de pronto, Emilia.
-Ya había notado un acento distinto al de aquí –la interrumpí.
-...nos vinimos aquí, a Cerro Hierro, hace un mes, después del accidente de mi marido –completó lo que iba a decir.
-¿Qué le ocurrió? –miré Emilio, preguntándole.
-Yo era minero –intervino por tercera vez-, y un día se nos cayó una bóveda encima: me rompió la espalda, me aplastó el hígado y me causó heridas internas. Pero tres compañeros míos murieron en el acto, de modo que tengo la suerte de estar vivo –bebió un sorbo de cerveza-. Pero los médicos me han dicho que nunca más volveré a caminar –añadió.
-Lo siento de veras –moví la cabeza.
-No diga eso. Cuando veo las bendiciones que la providencia divina me ha dado, tengo que estar agradecido; sufro pocas molestias, y le puedo asegurar que esta mujer es la mejor esposa del mundo.
-¡Quién te oiga! –Emilia se sonrojó-. Pero estamos felices por habernos venido a vivir a este maravilloso lugar. Tiempo atrás, pasábamos las vacaciones en Andalucía, y era sano alejarse de los humos y las chimeneas. El balcón de nuestro dormitorio de nuestra antigua casa daba a un muro, pero esta casa tiene ventanas, y una de ellas frente a nuestra cama. Sin esfuerzo, podemos ver más allá de doscientos metros.
-Toda Andalucía es una maravilla. San Nicolás, del cual depende Cerro Hierro, y al igual que éste, se encuentra sobre una colina. Aquí hay mucho sol y corre una brida agradable. Desde cualquiera de esas ventanas pueden verse los verdes , que se extienden hasta el río. ¡Sí, amigos asturianos, han sabido elegir un buen lugar para vivir! –salió a escena mi vena terrera.
-Y el traer a Frankfurt ha sido una buena idea –dijo, de pronto, Emilio, quien añadió-: me sentía solo cuando mi esposa salía a la compra, pero este muchacho hacía que todo fuera diferente. No está uno solo cuando se tiene un perro.
-Tiene usted razón –le respondí y le pregunté, de pronto-: ¿qué edad tiene Frankfurt?
-Seis años -contestó-. La mejor edad, ¿no, viejo? -dejó caer la mano sobre un lado de la cama, en busca de su perro.
-Parece que su sitio favorito es a su lado –le dije.
-Así es. Pero es curioso. Mi esposa le pone de comer, lo lleva de paseo, lo asea… pero siempre vuelve a mi lado. Sólo tengo que mirarlo y le falta tiempo para venirse conmigo.
-Esto es normal en las personas discapacitadas. Sus mascotas están cerca de ellas, como queriendo ofrecerles ayuda.

Terminé de beber mi cerveza y me puse en pie.

-Esta mía me va a durar un poco más -alzó su vaso, casi lleno.

Acostumbraba a beber algunas cervezas cuando salía con los compañeros después del trabajo. Pero ahora, ya ve… Aunque disfruto de esta única cerveza, junto con mi mujer y Frankfurt, y ahora con usted. es curioso cómo cambian las cosas…

La mujer se inclinó sobre él, fingiendo un regaño.

-¡Tuviste que cambiar tus costumbres, ¿no cariño?! –sonrieron. Y pude ver que era la primera vez que Emilio sonrió.

Me fui hacia la puerta de salida a la calle.

-Gracias por la cerveza. Volveré el martes para ver cómo sigue Frankfurt. Espero que para entonces esté mejor. Buenas noches. Hasta pasado mañana. Aufwiedersehen, Frankfurt –sonreí.

Mientras iba saliendo, me despedí de nuevo de Emilio levantando la mano. Pero Emilia me cogió del brazo y me dijo:

-Nos sentíamos mal por haberle avisado un domingo, pero usted ha podido comprobar que teníamos un motivo para ello. Gracias y buenas noches, doctor Amor.
-No se preocupe. Es mi trabajo. Además, siempre quiero lo mejor para los animales domésticos.

Mientras conducía de regreso en la oscuridad de la noche, pensé que en realidad la visita no me había causado molestia. Mi irritación se esfumó cuando entré en aquella casa. Lo que me quedó fue un sentimiento de humildad. Si Emilio tenía que dar gracias a la vida, ¿cuál debía ser entonces mi postura? Yo, que lo tenía todo. Lo que más quería en ese momento era hacer desaparecer el mal presentimiento acerca del perro. Había indicio de fatalidad en los síntomas de Frankfurt, pero tenía que curarlo. Predispuse mi ánimo para ello.

Si embargo, el martes siguiente había empeorado.

-Será mejor que me lo lleve para hacerle unas radiografías –le dije a Emilia. Y añadí-: no veo mejoría. Y estos casos se deben tratar con celeridad. No podemos perder más tiempo.

En el auto, acomode a Frankfurt en el hueco del asiento delantero derecho. Lo iba mirando durante el trayecto y observé que sus patas traseras no se movían, que estaban quietas. "Demasiado quietas", pensé.

No era necesario usar anestesia para hacer un estudio radiográfico en nuestra recién adquirida máquina de rayos. Ya en mis manos las radiografías, detecté un estrechamiento entre las vértebras que confirmaba mis sospechas de protrusión. Ahora, estas deficiencias se corrigen con esteroides o con cirugía, pero en aquel entonces solo quedaba seguir con el tratamiento, rezar y esperar.

Ese fin de semana, la esperanza estaba diluyéndose. Ya le había administrado salicilato, pero el perro no podía levantarse. Le oprimí los dedos de las patas traseras y de pronto fui compensado con un ligero movimiento reflejo. Pero revoloteaba en mi cabeza que la parálisis en la parte posterior no estaba lejana.

El sábado siguiente me encontré con la luctuosa realidad de la confirmación de mi diagnóstico. Cuando entré en la casa, el perro se acercó a recibirme, caminando con las patas delanteras y arrastrando las traseras. Empecé a ver negro el panorama.

-Buenos días, doctor Amor –Emilia me recibió con una sonrisa apagada. Señaló el perro, estirado cuan largo sobre el suelo del salón-. ¿Cómo lo ve hoy? –añadió preguntándome.

Me incliné y le toqué las patas, en busca de algún reflejo. Nada. Me encogí de hombros, incapaz de dar una respuesta. De pronto, tropecé con la mirada demacrada del señor de la casa.

-Buenos días, Emilio –simulaba tranquilidad, pero volvió la mirada hacia la ventana ignorándome, como si yo no estuviese. Durante unos momentos, me sentí incómodo.
-¿Está enfadado conmigo? -susurré a su esposa.
-No, es por esto -sostenía un periódico en la mano-. Se siente angustiado por algo desagradable -miré la hoja que señalaba que mostraba una ilustración de un perro dachshund, como Frankfurt, paralizado. Tenía la parte trasera del cuerpo sobre una pequeña plataforma con ruedas. Paseaba con su dueño y parecía normal, excepto por las ruedas.

Al oír Emilio sonidos de papeles, no podía ser otra cosa que el periódico. Se volvió hacia nosotros, con una rapidez impropia para el estado en que se hallaba, y me preguntó:

-¿Qué piensa usted de eso, doctor Amor? ¿No es una barbaridad? –me preguntó.
-No me gustan las apariencias, y supongo que su amo pensaría que era lo único que podía hacerse –respondí.
-Quizá… -casi no le salía la voz-. Pero no quiero que mi perro acabe como yo, o como ese otro perro –dejó caer la mano en busca de su mascota. Pero Frankfurt aún seguía echado en el suelo del salón-. Ya no hay nada que hacer, ¿verdad? –añadió, preguntándome.
-Ya les dije que las esperanzas eran escasas, y añadí que estos casos no son fáciles de resolver. Lo siento.
-No, si no le estoy culpando. Sé que usted hace todo lo puede, y también sé que vela mucho por los animales domésticos. ¿Pero qué podemos hacer por Frankfurt? ¿Ponerlo "a dormir"?
-Olvide eso tan horrible. He visto casos iguales, y a veces "estas parálisis desaparecen por sí solas", pasado algún tiempo. Tienen que seguir con el tratamiento, porque en verdad no creo que el caso de Frankfurt sea un caso desesperado.

Durante el trayecto de regreso, estuve dando vueltas al asunto. La esperanza de curación que les había dicho era lejana. A veces ocurría "una recuperación espontánea", pero los trastornos de Frankfurt continuaban avanzando.

No obstante, yo seguí visitándolo con asiduidad. Incluso una vez llevé un par de botellas de cerveza negra, que tomaba con Emilio. Tanto él como su esposa conservaban un buen humor, pero el perro no mostraba la más mínima mejoría. En una de esas visitas, al entrar en la casa olí algo desagradable. Había mucho de familiar para mí en ese olor. Podría ser…

Agudicé visiblemente el olfato, a la vez que me di cuenta de que el matrimonio se miraba, compinchado. Habló el marido, retorciendo la sábana entre los dedos, como un niño esperando un regañina.

-Es una sustancia que estamos administrándole. Apesta, pero se supone que es buena. Oliverio, un antiguo compañero del trabajo, ha venido a visitarnos y nos ha traído esa medicina. También él tiene un perro y además sabe de enfermedades que contraen los perros. Emilia, por favor–miró a su esposa y le hizo una indicación con la mano.

Con timidez, Emilia fue hacia la cocina y volvió portando un bote sin etiqueta, que me entregó. Lo destapé, y el fuerte olor aclaró mi memoria en el acto: ¡Asafétida! Un mejunje casero, remedio de los charlatanes de antes de la guerra. Aún se podía comprar en algunas farmacias. Sabía que su popularidad se fundamentaba en la suposición de que algo que olía mal tenía propiedades mágicas. También sabía que ese compuesto no iba a cambiar las cosas. Pero volví a tapar el bote, con evidente enfado.

-¡¿Le está administrando esto?!

Se sentían como niños atrapados.

-Tres veces al día –dijo Emilio-. No le gusta, pero Oliverio dice que ha curado a otros perros con idéntico problema que el nuestro -su mirada era de súplica.
-Adelante entonces. Y ojalá surta efecto.

La Asafétida no iba a hacer más daño del que ya tenía el perro, y, en vista que mi tratamiento no había servido de mucho, no estaba en situación de reprobarla.

-En realidad, no tengo nada que objetar -agregué.

Emilia sonrió, y vi un comienzo de relajación en la expresión del marido, que me dijo:

-Gracias por no molestarse –me miró-: puedo administrársela yo. Es una cosa que puedo hacer. No se puede imaginar con cuánta fe lo hago -añadió.

Una semana después volví a visitar al perro.

-¿Cómo está hoy? –pregunté, repartiendo la mirada entre Emilio, Emilia y Frankfurt.
-Bien -siempre respondían lo mismo. Pero esta vez, Emilio tenía una expresión de júbilo. Bajó la mano, y el perro se subió a la cama. Me dijo-: mire usted –pellizcó en una de las patas traseras y se produjo una contracción, leve pero innegable.

En mi deseo por probar en la otra pata, a poco si me caigo en la cama de Emilio. El resultado era el mismo: una contracción, leve pero innegable.

-¡Está recuperando los reflejos! –exclamé.
-Parece que la Asafétida está funcionando -dijo Emilio.

De pronto, brotó de mi interior una cascada de emociones, sobre todo de vergüenza profesional y orgullo herido. Pero fue momentáneo. Prevalecía en mí la felicidad por ver cómo se estaba produciendo una recuperación en el perro.

-Su entrega demostrada en su mascota ha sido fundamental. Lo veo mejor -agregué.
-Entonces… ¿se va a curar? –añadió.
-Sería prematuro afirmar eso, pero parece que sí.

Pasaron algunas semanas antes de que se recuperase del todo. Era un caso evidente de "recuperación espontánea", que no tenía nada que ver con la Asafétida ni con mis esfuerzos. Vis medicatrix Naturae, tenía la culpa. Una vez más…

Mi última visita a aquella casa era a la misma hora de la primera: las seis y cuarto de la tarde. Cuando me invitaron a pasar, el perro salchicha vino a saludarme, pero después volvió a su lugar favorito: junto a la cama de su propietario. Parecía que también tenía fe en la Asafétida.

-¡Esta es una escena maravillosa para todos nosotros! –dije, con énfasis-. ¡Su muchacho Frankfurt ya puede correr como un galgo! –añadí, sonriendo.
-Si señor –Emilio tocó a su perro-. Nos ha tenido preocupados –añadió, mientras lo acariciaba.
-Me alegro de verlo feliz. Es maravilloso cómo ha terminado todo –le dije, y añadí-: bueno, me marcho ya.
-No corra tanto, doctor Amor -me detuvo Emilia-. Antes de irse tómese una cerveza con mi marido.
-¡Pienso que es lo obligado en estos casos! –enfatizó Emilio.

Deseché la silla que me brindaban y me senté en un borde de la cama. Bebimos y charlamos satisfechos. Nuestras caras irradiaban amistad. Y Emilia nos miraba, contenta.

Pero estaban confundidos. Mi parte en la recuperación de Frankfurt no había sido tenida en cuenta como útil. Frente a los ojos de sus amos, mi esfuerzo debió parecerles torpes, ineficaces. Estaban convencidos de que Frankfurt habría muerto, de no ser por "el gran remedio que les había traído su paisano, que era el que había puesto las cosas en su sitio". Me levanté del borde de la cama y me dispuse a salir de la casa.

Pero justo en el momento en que iba saliendo, entraba Oliverio. Me lo presentaron y ampliamos la velada con una cerveza más cada uno. Emilio comenzó a hablar de la Asafétida. Entre la alegría y la ignorancia trató de enfrentarme con Oliverio, e incluso dio a entender "que se tuviese en cuenta la Asafétida en los casos futuros". No di mi opinión acerca de la Asafétida. Solo dije que me alegraba de la recuperación del perro. Y aunque mi orgullo quedó herido, no lo exterioricé. Lo importante era que fui testigo directo de un final feliz, en vez de una tragedia. Y esto era lo que importaba por encima de todo.

No obstante, en ningún momento traté de hacer ver a Emilio y a Emilia, y después a su amigo y paisano, Oliverio, que la total recuperación de Frankfurt era debida al "Poder Curativo de la Naturaleza", aún por descifrar, y no a la Asafétida. Pero tampoco era necesario que hiciese esa aclaración, porque a aquel perro salchicha alemán lo salvaron el amor, la dedicación y la fe que se impusieron sus dueños y protectores. Y así, evidentemente, se tarda más en morir.


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Antonio Chávez López

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Mensaje  achl Mar Mar 01, 2022 1:07 pm



El Labrador


En la penumbra del corredor parecía que se veía una protuberancia que colgaba de un lado de la cara de un perro. Pero al aproximárseme éste, vi que se trataba de una lata de leche condensada vacía. Me sentí aliviado. Sabía que estaba de nuevo frente a Brandy. Lo llevé hasta la cocina y lo subí en la encimera para examinarlo.

-¡Ya has vuelto a husmear en la basura, eh!

El perro labrador adoptó un gesto que parecía una sonrisa de disculpa, y después trató de lamer mi cara. Inútil, no podía. Su lengua había quedado atrapada en la tapa de la lata. Pero lo compensó con un impetuoso movimiento de rabo.

-Amor, perdona que te moleste nuevamente –me dijo la atractiva y agradable dueña de Brandy, que me había hecho ir con total urgencia a su casa, en Cerro Hierro. Y agregó-: no sé qué le ocurre, pero no puede mantenerse alejado del cubo de la basura. Otras veces, mis hijos o yo pudimos extraerle la lata, pero esta vez quedó muy atrapada, y no lo hacemos nosotros porque no queremos causarle una herida –se apresuró en añadir.

Mientras cogía del maletín unas pinzas pensaba en las de veces que había hecho esto por Brandy. Era un perro grandote, retozón y bobo. Sus ataques a la basura se estaban convirtiendo en una pesadilla. Cogía una lata del cubo y se comía los restos con tanto ahínco que su hocico quedaba atrapado. Una y otra vez, su ama o sus hijos o yo, teníamos que liberarlo de latas con carne, de frutas en almíbar, de judías cocidas… Parecía gustarle todo. Y lo más curioso era que ponía más afán en comerse los desperdicios que su propia comida, siempre dispuesta en su casuca.

De nuevo regresé junto al perro. Sujeté el borde de la lata con las pinzas y lo doblé hacia atrás hasta poder liberar la lengua. Al poco, esa lengua cubría mis mejillas de lametazos, expresando así su agradecimiento.

-¡Déjame ya, bobo! –dije, sonriendo.
-¡Apártate del veterinario! –Bella, que así se llamaba su propietaria, lo bajó de la base del fregadero-. Está muy bien que lo festejes, pero estás convirtiéndote en una molestia. Y esto tiene que acabar –añadió fingiendo enojo

Pero la regañina no parecía surtir efecto, porque sonreía mientras le hablaban. Sentir cariño por Brandy era algo inevitable, debido a su buen carácter, tolerante y sin malicia. Alguna vez había visto a los hijos de Bella, dos niños y una niña, llevarlo en brazos con las patas hacia arriba, o empujándolo en un cochecito, vestido con ropa de bebé. Lo sometían a toda clase de juegos, y el bueno de Brandy los soportaba con humor. De hecho, los disfrutaba.

Pero Brandy tenía más rarezas, además de su hobby por los desperdicios.

Una tarde, en que atendía al gato de esa casa, vi que actuaba de una forma extraña. Bella estaba con sus labores de punto, sentada en un sillón, mientras su hija se hallaba conmigo, en cuclillas, frente a la chimenea, sujetando la cabeza del felino.

Mientras buscaba el termómetro en el maletín, vi que el perro se escurría sobre el suelo del salón e iba remoloneándose a través de la alfombra con un uniforme compás hasta posarse ante su dueña. Pero, de pronto, comenzó a subir lentamente. apoyando en el sillón la parte trasera de su cuerpo hasta llegar a las rodillas de Bella, que lo empujaba, una y otra vez, sin prestar atención. Pero el canino reiniciaba el ascenso, y ahora de espaldas. Movía las caderas a un ritmo lento, a la vez que las levantaba, centímetro a centímetro. Y esa maniobra la hacía con expresión inocente, como si fuese una cosa normal.

Sorprendido, dejé de buscar el termómetro y seguí observando al perro. Bella se hallaba tan absorta en su trabajo que no se percataba de que el trasero de Brandy se posaba en sus rodillas, enfundadas en pantalones vaqueros. Brandy se paró, como confirmando que la fase no había tenido éxito, y luego, con suavidad, reinició a consolidar su posición, empujándose con las patas delanteras. En el momento en que un último empujón lo había acomodado en el regazo de Bella, ésta alzó la cabeza:

-¡Eres un perro bobo! -y rodando lo envió hasta la alfombra. El perro la miró con ojos tristes.
-¿De qué se trata? –le pregunté a Bella, después de observar toda la escena.
-Es por estos viejos vaqueros que tanto le gustan –y añadió-: cuando era un cachorro, se pasaba horas sobre mis rodillas, y en esa época los usaba mucho. Pero desde entonces, cuando me los ve puestos, trata de subirse. Aunque, obviamente, no puedo tener encima a un perro tan grande.
-Así que es por eso que se te acercaba.
-Mientras estoy distraída funciona, pero si ha estado jugando en el jardín, los ensucia tanto que tengo que meterlos en la lavadora. Y es por eso que están tan deslucidos. Y les tengo cariño. Me los compró mi marido, como un regalo de nuestro quinto aniversario de boda. Y cuando me los mancha, se lleva una buena regañina.

Brandy daba color a mis trabajos diarios en Cerro Hierro. Mientras llevaba conmigo a Balú2, lo veía con frecuencia cerca del río. Un día de muchísimo calor, había perros refrescándose en el agua del río. Pero mientras los otros se metían y nadaban normalmente, la entrada de Brandy era apoteósica: corría hacia la orilla, se lanzaba al agua con las patas extendidas, como en un trampolín, y quedaba suspendido en el aire durante un instante antes de zambullirse ruidosamente. Para mi forma de ver las cosas, esta era la actitud de un perro feliz y extrovertido.

Al día siguiente y en el mismo lugar, fui testigo directo de algo más extraordinario todavía. En el parque infantil, Brandy se divertía en el tobogán, como un niño más. Mantenía una postura fuera de lo común mientras permanecía haciendo cola con los niños. Apenas llegaba su turno, subía los escalones, se deslizaba, todo importancia, todo solemne, y después regresaba de nuevo a la cola.

Los niños, que eran sus compañeros de juego, lo veían como algo normal. Pero yo no podía irme del lugar. Para mí no era tan normal. Podía haber permanecido allí durante todo el día. Y hasta mi perro, Balú2, estaba entusiasmado.

A menudo sonreía recordando sus diabluras, pero no sonreí un día en que Bella lo trajo a mi consultorio.

Esto fue días después de haberle visto en el río. Su luz y su alegría habían desaparecido. Se arrastraba en el pasillo. Cuando lo cogí, para subirlo a la mesa de curas, noté que había perdido peso.

-¿Qué le ocurre? –le pregunté a Bella.
-Está triste, no tiene ganas de jugar, no come y tose demasiado -me miró, con un gesto de preocupación-. Y esta mañana amaneció peor Como puedes ver, respira con dificultad –respondió.

Mientras le ponía el termómetro, observé su respiración acelerada y la boca entreabierta, además de ansiedad en la mirada. Cuarenta grados marcaba el termómetro. Lo ausculté con el estetoscopio.

Una vez oí decir al veterinario decano de la facultad de Sevilla que los ruidos en el pecho de un perro eran como una caja de silbidos. Y ésa era la descripción de la respiración de Brandy, en ese día: silbidos, rechinidos y burbujeos estaban por allí. Acompañados de una respiración débil.

-Este travieso de Brandy padece de pulmonía –le dije a Bella, a la vez que puse de nuevo el estetoscopio en el bolsillo de mi bata.
-¡Vaya por Dios! –Bella se aproximó más a su perro y le tocó el pecho, jadeante-. ¿Eso es grave? –añadió, preguntándome, con cara angustiada.
-Lo es –respondí.
-Pero… –me envió una triste mirada- con la aparición de los nuevos medicamentos no lo será tanto, ¿verdad?

Dudé antes de responder.

-En los seres humanos, y en algunos animales, la Sulfamida, y ahora la Penicilina ha cambiado el panorama. Pero todavía es difícil curar a un perro de pulmonía.
-¿Quieres decir que no tiene solución?
-Tampoco es eso. Solo que algunos perros no reaccionan con el tratamiento. Pero Brandy es joven y fuerte y creo que los admitirá. Me pregunto qué fue lo que inició todo esto…
-Yo lo sé. Y bien que lo sé. Estuvo anteayer durante largo tiempo en el río. Intenté mantenerle fuera, porque hacía mucho frío, pero si veía un simple papel flotando, se lanzaba al agua y permanecía todo el tiempo jugando con él. Tú también lo viste. Era una de las cosas graciosas que hacía.
-Pero después de eso, ¿ha estado tiritando o temblando?
-Sí, me lo llevé a casa luego de secarlo y abrigarlo, pero seguía temblando mientras se secaba al fuego de la chimenea.
-Entonces esa es la causa. De todas formas, vamos a iniciar un tratamiento. Voy a inyectarle Penicilina, y durante todo el proceso iré a diario a tu casa. No debe salir a la calle, y tienes que resguardarle del frío.
-Entendido. ¿Alguna otra indicación?
-Sí. Confecciona lo que llamamos en medicina un chaleco de pulmonía. A un trozo de manta hazle cuatro aberturas, para que entren las patas, y una costura a lo largo de todo el lomo. Tiene que mantener el pecho cubierto. Este chaleco es muy importante. No lo olvides.

Al otro día repetí la dosis. No había cambio. Seguí inyectándole tres días más. No reaccionaba. La temperatura iba cediendo, pero no comía y seguía perdiendo peso. Le administré Sulfapiridina, que no ayudó gran cosa. Conforme iba transcurriendo el tiempo y el perro se hundía, llegué a la conclusión de que un mes antes habría sido un disparate: este animal, retozón y feliz, va a morir.

Pero Brandy no murió; sobrevivió: la fiebre había cedido, y el apetito había aparecido quedando estabilizado en un nivel gris, en el que parecía encontrarse a gusto.

-No es el mismo –me dijo Bella, una semana más tarde cuando fui a visitarlo. Los ojos de la mujer estaban húmedos.
-Sí -moví la cabeza-. Lo hemos recuperado de una pulmonía, pero le quedaron una pleuresía crónica y unas adherencias. Y es probable que algún otro daño en los pulmones.
-Me rompe el alma verlo así -se enjugó las lágrimas- Es que solo tiene tres años. Pero actúa como un viejo. Estaba tan lleno de vida. –sacó de nuevo el pañuelo-. Me arrepiento de haberle reñido tanto por husmear en la basura y por mancharme mi ropa. ¡Cuánto me gustaría que volviese a hacer sus travesuras…!
-¿Ya no hace nada de eso? –le pregunté, y metí la mano debajo del chaleco para calibrar la temperatura.
-Solo permanece echado. Ni siquiera tiene ganas de salir al Sol o a pasear. Lo dicho; actúa como un perro viejo.

Mientras lo miraba, se levantó y caminó hacia la chimenea. Luego. se paró, con los ojos sin la chispa habitual, tosió, soltó un quejido y se echó sobre la alfombra. Tenía razón: parecía un perro viejo.

-¿Se va a quedar así para siempre? -me preguntó, de pronto
-No lo sé. Pero espero que no.

Empero mi halagüeña respuesta, mientras me alejaba en el coche no abrigaba esperanzas. Había visto perros con daños pulmonares que después de una pulmonía se recuperaban, pero quedaban inútiles para el resto de sus días. Mi amigo y colega Javier contaba en uno de sus libros un caso de un perro con este problema, que era muy probable que le quedasen secuelas irreversibles.

Pasaban los días y cada vez que iba a Cerro Hierro, que era casi a diario veía a Brandy mientras Bella lo sacaba de paseo con la correa. No quería caminar, y Bella andaba despacio para que pudiera seguirla. Pensaba con tristeza en el bullicioso Brandy de antes, y me decía a mí mismo que al menos había salvado la vida. Para no amargarme más, decidí sacarlo de mi cabeza.

Y lo logré. Hasta un día de marzo. La noche anterior había estado trabajando hasta las seis de la mañana, examinando a una yegua que padecía de cólicos. Terminaba de escurrirme en la cama cuando me llamaron para atender un parto de una vaca. Regresé sobre las diez dispuesto a acostarme de nuevo. Pero todo quedó en el intento. Con un excesivo cansancio atendí las visitas programadas. Estaba tan agotado que casi no sentía el cuerpo, y durante la comida mi mujer miraba, preocupada, mi cabecear sobre el plato.

A las cinco de la tarde eran tres perros y una gata los que había en el consultorio. Confieso que les eché una mirada con los ojos medio cerrados. Cuando llegué al último caso, medio dormido estaba ya.

-¡El siguiente! –grité, y Javier, que ya formaba parte de nuestro equipo, abrió la puerta.

Esperé ver la escena, ya muy familiar, de un dueño que traía a su mascota detrás de él.

Pero esta vez era muy diferente. Había un hombre y un caniche frente a mí, y lo que me hizo despertar fue el caniche, que caminaba en pie sobre las patas traseras.

"¿Sueño?", pensé. Pero no, porque vi al perro, que, con aire altivo, caminaba con el pecho y la cabeza en alto, y rígido como un militar en un desfile. Su propietario, al ver mi perplejidad, soltó una carcajada.

-No se asuste, doctor Amor –me dijo-. Este perro ha trabajado varios años en un circo, antes de yo adquirirlo. A menudo le gusta recordar su número. Causa sorpresa, pero no se puede negar que hacía bien su trabajo.
-Desde luego que no –le respondí.

El perro no estaba enfermo. Solo lo traían para que le cortasen las uñas. Sonreí mientras Javier lo subía a la mesa y luego lo sujetaba para que se estuviese quieto. Cuando terminó, todos menos yo, se fueron y entonces volvió a apoderarse de mí el cansancio.

Mirando al caniche alejarse caminando, ahora en forma normal, me vino al pensamiento que hacía tiempo que no veía a un perro hacer algo fuera de lo común, como las cosas que hacía Brandy.

Me apoyé en la puerta de entrada y salida mientras una oleada de recuerdos me invadía. Cerré los ojos. Cuando los abrí, vi al 'basurero' Brandy, con su ama doblando la esquina. La nariz había desaparecido en una lata. Al verme, empezó a tirar de la correa y a mover el rabo. Sin duda, me había reconocido. Pero, esta vez sí estaba soñando. Parecía que estaba viendo una escena del pretérito. Y se hacía necesario que me fuese ya a la cama. Pero seguía materialmente clavado, junto a la puerta, cuando Brandy saltó los escalones e intentó lamerme la cara. Un intento fallido. La lata, como muchas otras veces, no se lo permitía. Miré a Bella, que estaba radiante de felicidad.

-¿Pero qué fue lo que pasó?
-¡Ya lo ves! ¡Ya está bien! -los ojos brillantes y la amplia sonrisa de la joven señora la hacían más atractiva aún.
-Y supongo que has venido, como antes, para que separe la lata de su hocico – ya estaba despierto del todo.
-Sí, Amor, por favor.

Tuve que echar mano de todas mis fuerzas para subirlo a la mesa de curas. Pesaba más que antes de enfermar. Sobre la marcha, le hice la misma operación de tantas veces. La sopa de tomate sería una de sus favoritas, porque me tuvo ocupado un buen rato.

Cuando al fin acabé, tuve que luchar contra un efusivo ataque de agradecimiento, por parte de Brandy.

-¡He podido comprobar que has vuelto a las andadas, ¿eh?
-Igual que antes. Y todos los días se desliza en el tobogán con sus amigos, los niños –dijo Bella.

Entonces lo llevé hasta la mesa de curas y después le ausculté los pulmones: maravillosamente limpios. Un leve ronquido, aquí y allá, pero la cacofonía pertenecía al pasado. Me incliné sobre la mesa y lo miré, con una mezcla entre cansancio e incredulidad. Era como antes: bullicioso y lleno de vida. "Dios le ha echado un buen cable a este animal", pensé.

-¡Dime, Amor! –la voz de Bella era jubilosa-. ¿Qué ocurrió? ¿Qué es lo que ha curado a mi perro?
-Vis medicatrix naturae, Bella –respondí, en un tono solemne-. "El poder curativo de la Naturaleza". Cuando ésta se decide actuar, ningún veterinario puede competir.
-¿Y no se sabe cuándo actúa? –preguntó de nuevo.
-Eso es cosa de la providencia divina -nos mantuvimos en silencio durante unos instantes mientras acariciábamos al perro-. Por cierto, ¿ha vuelto a mostrar interés por tus vaqueros? –le pregunté, súbitamente.
-Diría que más. En este momento están en la lavadora. Los dejó completamente sucios, ¡Es maravilloso! –nos despedimos dándonos un beso en cada mejilla. Luego, alegre y feliz, salió del consultorio con su perro.

Una vez que se alejaron, volví a echarme sobre la puerta, y pensé en las pequeñas sensaciones que Dios pone al alcance del hombre, que sirven para enriquecer su sensibilidad. Tomé como ejemplo el caso que acababa de atender: los enojos de Bella porque su perro le causaba molestias al remover en el cubo de basura; las latas que enganchaba a su hocico, las manchas de barro que ocasionaba en los vaqueros de su ama, el mucho tiempo que se pasaba en las frías aguas del río... Todo ello, con relativo beneplácito de su protectora, el celo de este humilde veterinario y, por supuesto, el acertado tratamiento, curó al perro. Y Dios siempre estaba próximo, por si acaso…


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Mensaje  achl Mar Mar 01, 2022 1:12 pm



El Granjero por antonomasia

Hice un gesto de dolor cuando vi que el granjero era lanzado contra el establo. Pero él, de avanzada edad para esta clase de trabajos, no parecía encontrarse en problemas. Volvió a coger el rabo de la vaca y se sujetó, anticipándose a cualquier otra clase de acciones posteriores.

Me hallaba en "Granja Granjero", en Cerro Hierro, tratando de aplicar a una vaca un tratamiento para combatir la esterilidad. Una parte fundamental de mi trabajo consistía en insertar un catéter a través del cuello uterino. Pero esto parecía no gustar a la vaca. Cada vez que intentaba introducírselo, se sacudía arrojando al granjero y propietario de la granja, López, contra los palos entrelazados

Pero, después de varios intentos en vano, sentí que en uno de ellos íbamos ganando. El catéter penetró con suavidad. Si la vaca permanecía quieta, tan solo unos segundos, el trabajo había terminado.

-¡Venga, vaquita, aguanta un poco más! –grité al aire, mientras bombeaba Yodo de Lugol a través del catéter.

Pero no bien sentía el líquido la vaca, empujó, y el granjero se quedó prensado entre los palos del establo. Retiré enseguida el catéter y di unos pasos atrás, pensando que la vaca no había colaborado mucho.

Pero López no parecía compartir mi opinión. Se fue hacia la parte delantera del establo y abrazó el cuello de su vaca.

-¡Buena chica! –le dijo.

Así era él. Sentía cariño por todos y cada uno de sus animales y, según pude comprobar, recibía el mismo sentimiento por parte de ellos.

López separó su brazo del cuello de la vaca y sonrió. Este hombre no era de ese tono rubicundo de otros granjeros: su pelo era blanco y su cara rugosa le hacían aparentar más de los sesenta y cuatro años que en realidad tenía. Su estatura era baja y su sonrisa era radiante Un pequeño gran hombre y además un excelente granjero. "El granjero por antonomasia".

-Tengo otro trabajo para ti, Amor. Y es uno de esos que sé que te gustan –hizo una pausa y sonrió-. Siempre te oí decir que te gusta más tu actividad directa en las granjas que en el despacho. Pues bien, mis ovejas pequeñas son las que quiero que examines. Nunca antes había visto nada igual.

Caminamos a través del patio achinado de la granja, con Riki, un diligente perro pastor, retozando alrededor de su amo. Era extraño; los perros de granja suelen ser escurridizos, independientes, pero Riki se comportaba como mascota. El granjero se agachó y lo acarició.

-¡Hola, compañero! ¿También tú vienes con nosotros?

Me llevó hasta una nave junto a un cobertizo que estaba separado por seis establos numerados, donde había una decena de ovejas con sus corderos. A López le gustaba clasificar a sus animales.

Casi todos los corderos se tambaleaban en su parte trasera al caminar, y dos de ellos, solamente daban unos pasos torpes antes de caer. López me miró.

-¿Qué te parece? –sonrió de nuevo.
-Esos dos padecen de Lordosis –respondí, y añadí-: que es causada por una deficiencia de cobre y que da como un único resultado una degeneración progresiva en el cerebro. La falta de este mineral les provoca debilidad en los cuartos traseros, y en algunos casos los paraliza del todo o sufren ataques crónicos. Debes controlar tus ovejas, en cuanto al cobre se refiere.
-Es extraño… -dudaba-. Mis ovejas han lamido cobre durante toda la preñez. Yo mismo me he ocupado de eso. No acierto a comprenderlo…
-No lo dudo. Pero no habrá sido el suficiente -y agregué-: si los casos aumentan, habrá que inyectarle cobre a la mitad de la preñez para prevenir. Eso se hace en animales incontrolados, que, por supuesto, no es éste el caso.
-Bueno… -suspiro-. Ahora que sabemos lo que es, supongo que estás en posibilidades de curarlos. Además, es importante hacerlo antes de que se presente una epidemia
-Lo siento, López Los que solo se tambalean tienen posibilidad, pero no los otros -señalé a los que yacían echados-. Esos dos tienen parálisis parcial, y pienso que lo más humanitario sería... -miré a López.

La sonrisa abandonó los labios de López. Siempre le ocurría lo mismo frente a la amenaza de poner "a dormir" a alguno de sus animales. Pero era un deber básico en un veterinario advertir a su cliente de que un tratamiento no era rentable. Y había que tener en cuenta los intereses comerciales. Pero esta regla no funcionaba con López. Tenía animales en su granja que no producían beneficio, por contra perjuicios, pero eran sus amigos y se sentía feliz con solo mirarlos. Acarició con la mano en el tobillo de uno de los corderos enfermos, a la vez que miraba al otro.

-¿Están sufriendo? –me preguntó, súbitamente.
-No, no creo que esta sea una enfermedad dolorosa.
-Pues entonces los mantendré y me entregaré más a ellos. Y si no pueden mamar de su madre, de algún modo los voy a alimentar. Siempre me ha gustado dar una oportunidad a mis animales.

Al ir avanzando el verano me alegraba el ver con satisfacción que su dedicación había dado sus frutos. Los corderos semi paralizados sobrevivían y se desarrollaban bien. Aún seguían cayéndose después de dar unos pasos, pero podían morder y tragar pasto, y por suerte no había aumentado la degeneración cerebral.

Era ya octubre. Los árboles resplandecían de color cuando López me llamó, voz en grito, cuando pasaba frente a su granja.

-¡Amor, ¿puedes examinar a Riki?! -su voz era angustiada.
-¿Está enfermo, quizá? –le pregunté, no bien llegué junto a él.
-Solo cojea. Pero no sé cómo curarlo.

El noble perro pastor se encontraba, como siempre, pegado a su amo. Vi que no apoyaba la pata derecha.

-¿Qué le ha pasado? –le pregunté, de nuevo
-Corría alrededor de las vacas cuando una de ellas tiró una coz y fue a dar en su pecho. Y desde entonces cojea. Lo curioso es que luego de examinarlo no vi nada extraño…

Movía el rabo mientras lo examinaba. No había herida en las patas, ni daño aparente, pero dio un respingo apenas pasé la mano sobre la primera costilla. El diagnóstico era sencillo.

-Tiene parálisis radial.
-¿Parálisis qué?
-El nervio radial cruza sobre la primera costilla, y la coz habrá dañado esa costilla, lo que inutilizó los nervios extensores. Y es por eso que no puede mover una de las patas.
-Otra cosa extraña -López pasó la mano sobre la cabeza de su perro-. ¿Se recuperará? –me preguntó, de pronto.
-En un proceso largo. El tejido nervioso se regenera con lentitud, y el tratamiento no ayuda gran cosa.
-Bueno... A esperar toca -se agachó hacia su perro-. Una cosa más -una sonrisa apareció en su cara-, cojo o no, aún puede correr entre las vacas. Moriría de tristeza si no pudiese hacer su trabajo. Le gusta trabajar. '¿Verdad, Riki?'.

Camino del coche con paso lento y acompañado de López, traté de pensar en algo alentador, con la intención de levantar mi ánimo y así poder animar a López, aunque él se animaba solo.

-Pero no te preocupes demasiado –le dije y continué-: estos casos se curan con el tiempo y sobre todo con cariño, y el tuyo para con tus animales…

Pero Riki no se recuperó. Luego de tres meses, la pata seguía igual, y los músculos se habían atrofiados. Los nervios estaban dañados irreparablemente. Era triste pensar que aquel hermoso perro quedaría con tres patas para el resto de sus días.

Pero como López era un hombre muy positivo y optimista, insistía en que su perro seguía siendo trabajador. Y Riki parecía escuchar lo que su amo decía, pues delante de mí nunca lo vi descansar.

El verdadero contratiempo apareció un domingo a mediodía. Pérez y yo estábamos en el consultorio acabando de programar los turnos de guardia de la siguiente semana. Sonó el timbre de la puerta, abrí y vimos a López, preocupado, cansado, y con su perro sobre los brazos.

-¿Se ha puesto peor? –le pregunté.
-No, Amor. Hola, Pérez –nos saludó, en un tono de voz ahogado-. Es algo diferente. Lo atropellaron.

Entre mi socio y yo cogimos a Riki y lo llevamos enseguida hacia el cuarto de curas.

-Fractura de tibia -afirmó Pérez, compungido-. Pero sin embargo no veo señal de daño interno. ¿Puedes explicarnos qué fue lo que pasó? –le preguntó Pérez. López asintió, y respondió:

-Estábamos en mi casa del pueblo. Y Riki corrió hacia la calle; lo arrolló un tractor y lo desplazó unos seis metros. Luego se arrastró como pudo hasta el patio de la casa.
-¿Se arrastró? –le preguntó Pérez, confundido.
-Es que la pata rota está del mismo lado de la inútil.
-Ah, la parálisis -soltó un silbido-. Amor me comentó eso -me miró y vi que pensábamos lo mismo: "fractura y parálisis en un mismo lado, era una combinación desafortunada".

Hicimos lo único posible en esos casos: inmovilizar con escayola la pata. Al despedirse López, mostró su sonrisa habitual.

-Iré con mi esposa a la iglesia y rezaremos. Estoy seguro que Dios ayudará a Riki –nos dijo.

Cuando López salió del consultorio con su perro, Pérez me dijo:

-Espero que funcione lo que le hicimos a Riki. López es un hombre extraordinario. Dice que rezará por su perro, y no creo que haya nadie mejor cualificado para eso. ¿Recuerdas la frase, no sé de quién, "reza más quien ama las cosas grandes y las pequeñas?".

-Sí –respondí, mirándole-. Así es López, una excelente persona, amante de los animales. Todos los granjeros les profesan mucho afecto y admiración. Pero él se lo ha ganado a pulso.

Yo sabía que mi socio sabía que ese pensamiento era mío. En su "recuerdas" me percaté de algo extraño, como de no querer reconocerlo, como de atribuírselo él. Me vino a la mente la visita que hicimos Javier y yo, en la que que pudimos resolver un difícil parto de una vaca del señor Rojo. Una vez que acabamos, ya distendidos, a Javier le dio por jugar a los pensamientos. Y dijo uno "contra más dificultad para nacer, mayor apego por la vida". Sabía que era mío, pero echó mano de la sensibilidad a la vez que adivinó el anonimato. Y lo hizo sin aspavientos, quizá por su juventud o quizá por su nobleza. Pero Pérez tenía una edad y un saber disímiles. Pero esto no tenía importancia. Solo era una anécdota a colación de la actitud hacia mí de mi socio. Pero ahí queda el dato…

Seis semanas después, López trajo a Riki al consultorio para que le quitásemos el yeso. Lo corté con la sierra y examiné la pata; se me hundió el ánimo: el hueso no había soldado. Tenía que haber callosidad en el hueso, y lo que vi era las puntas rozando una con la otra, como una bisagra. Pérez estaba en el jardín. Lo llamé para que le echase un vistazo.

-Qué contrariedad -miró a López, después de examinar la pata, y le dijo-: amigo López, tenemos que intentarlo de nuevo, pero no me gusta el aspecto que esto presenta.

Le aplicamos una nueva inmovilización a la pata. López, confiado y optimista, sonrió.

-Apuesto a que solo necesita más tiempo. Estoy seguro de que la próxima vez estará bien.

Sin embargo su apuesta, no fue así. Retiramos la segunda escayola y la pata no había cambiado. Había poco tejido nuevo alrededor de la fractura.

-Amigo López, esto sigue igual –le informé.
-¿Quieres decir que no ha soldado? –me preguntó.
-Así es. Por extraño que pueda parecer, no ha soldado.

Se rascó la cabeza, como pensando. Al fin, dijo:

-¿Entonces no va a poder soportar ningún peso esa pata?
-No veo cómo…
-Bueno… Ya veremos...
-Pero, López –terció Pérez-. Dos patas inútiles del mismo lado… No podrá caminar. No veo la forma…

Pudimos observar su ya conocida expresión. Sabía lo que estaba pensando. Pero no lo iba a aceptar. Y también sabía cuál iba a ser su siguiente pregunta. La misma de siempre, la que tenía grabada en su corazón:

-¿Está sufriendo?
-Las fracturas no duelen y esa parálisis no causa ningún dolor –respondió enseguida Pérez, quien añadió-: pero Riki se va dando cuenta de que no puede caminar.

López ya había abrazado a su perro, y el perro le correspondía moviendo el rabo y lamiéndole la cara.

-De todas formas, le daré una nueva oportunidad –contestó.

Cuando López salió con su perro en los brazos, Pérez me miró.

-¿Qué haces frente a esto, Amor? –me preguntó.
-Igual que tú –respondí-. López siempre da una oportunidad a sus animales, pero en este caso no hay esperanza.

No obstante "mi sentencia", yo estaba equivocado. Tres meses después, López me telefoneó. Decía que fuese a su granja a examinar una ternera. Cuando llegué, lo primero que vi fue a Riki guiando a las vacas al establo. No soportaba peso en su lado derecho, pero lo iba aguantando con el izquierdo, arrastrando levemente la planta de la pata. López nunca nos dijo algo así como: "¡te lo dije…!", pero si lo hubiese dicho, no me hubiese importado, porque yo estaba absorto observando al perro haciendo su trabajo. "Es verdad que no puede quedarse quieto", pensé. Era muy evidente que le gustaba trabajar, pero con tesón, inteligencia y valentía.

-Amor, esta ternera… –dijo, yendo al tema principal de la visita-. No había visto nada igual. Da vueltas y vueltas, como una noria loca.

Me sentí abatido. Esa vez esperaba hallar algo normal. Mis últimos contactos con sus animales podían describirse como de fallidos y de pronósticos erróneos. Y ya iba siendo hora de que resolviese un caso. Pero éste, tampoco parecía fácil.

Se trataba de una ternera huesuda, de un mes de vida. El pelaje era negro y blanco, el combinado de color preferido por los granjeros para el ganado ibérico. Estaba echada en un lecho de paja, sin que mostrase anormalidad, excepto en la cabeza, levemente inclinada. López la golpeó, con su habitual delicadeza, en los cuartos traseros y la ternera se puso en pie. Y ahí empezó la anormalidad. Se giró enseguida hacia su lado derecho, como atraída por un imán, hasta topar contra el establo; cayó, pero se levantó para después reiniciar su avance, siempre hacia la derecha. Pero apenas dio un paso, de nuevo cayó.

-Así que era esto, ¿eh? -susurré-. Le tomé la tensión: un poco alterada. Le puse el termómetro: cuarenta grados.
-La enfermedad que padece esta ternera se llama Listeriosis. Pero se la conoce como "Enfermedad de la marcha en círculo", y tú estás viendo por qué. Afecta al cerebro.
-De nuevo el cerebro, como con las ovejas –parecía confundido.

Hizo una breve pausa, y después agregó-: debe haber algo en el aire de este lugar -se agachó sobre su vaca y la acarició. Luego, me miro y me dijo-: y supongo que no hay nada que pueda hacerse. Pero yo seguiré luchando por mis animales…

-Creo que puedo hacer algo –lo interrumpí-. Esto es diferente a lo de las ovejas. Se trata de un minúsculo microbio que afecta al cerebro. Con un poco de suerte, podemos curarla.

Sentía furia. En algunos meses anteriores a la Guerra Civil, estos casos eran letales de necesidad, porque los microbios que causaban la enfermedad anulaban los antibióticos, pero en esa época habían cambiado las cosas. Había visto algún cabrón, aquejado de esta enfermedad, recuperarse en pocos días. Pero lo que estaba pensando no se lo iba a decir a López, hasta no estar seguro de cómo actuar. Para casos así, mi experiencia se alimentaba de la prudencia.

Le inyecté a la ternera Penicilina y Estreptomicina. Esto último era un hallazgo reciente en nuestra profesión.

-Volveré mañana, que espero encontrar mejoría –le dije a López, y enseguida me fui hacia mi coche.

Después de examinarla al otro día, la temperatura había bajado, pero los síntomas no habían disminuido. Repetí la inyección y dije a López que volvería al día siguiente.

Y volví. Y el otro. Y el otro… Nada. La temperatura era normal y el apetito excelente, pero seguía caminando en círculo.

-Amor, ¿crees que este tratamiento está funcionando? –me preguntó, pasados diez días y con gesto de duda, el protector de animales domésticos mejor que había conocido nunca.

Me entraron ganas de gritar. "¿Habría en realidad algo en el lugar?", pensé, incrédulo. Mis creencias no me permitían hacer conjeturas de este tipo. Entonces, miré a López y le dije;

-No estamos llegando a nada, amigo López. Los antibióticos han salvado la vida a la ternera, pero debe haber algún daño en el cerebro, y es por eso que no experimenta avance de recuperación.

Era difícil hacer alguna actuación en un animal de este hombre, sin antes no hablar con él. Y aunque me dije no decirle nada hasta no estar seguro de lo que iba a hacer, sus insistentes preguntas lo hacían imposible. Traté de contemporizar. Algo que no iba con mi línea de conducta, pues siempre había sido muy concreto en todos mis cometidos.

-Es una buena ternera, parida por mi mejor vaca –parecía no escuchar mi comentario, pero sí adivinar mis pensamientos. Y siguió hablando-: y va a ser una buena lechera. Amor, mira su color; le pusimos Zarza de nombre. ¿No es una vaca guapa? No puede morir por esto, no sería justo. Me ocuparé en especial de ella. Con otros de mis animales lo he conseguido.
-Sí, López, pero… -respondí, intentado bajarlo de tan ilusa idea. "Aunque quién mejor que el padre de la criatura", pensé.

López, para con sus animales, conseguía siempre lo que se proponía.

-Gracias, Amor –me dio una palmada en el hombro, y luego me acompañó hasta el coche. Ya allí, añadió-: sé que has hecho todo lo posible –era claro que no quería seguir hablando del asunto. Pero, por su forma de expresarse, muy conocida ya por mí, una vez más había decidido dar una oportunidad a esta ternera.

Resultó al final que la fe de López era recompensada de nuevo y que mi pronóstico, una vez más, había sido erróneo. Pero con Zarza no podía culparme, porque las secuencias de los acontecimientos que sucedieron a su recuperación, no aparecían en ningún tratado veterinario.

En los años siguientes, los síntomas de la enfermedad de Zarza iban disminuyendo. Pero la mejoría era tan lenta que casi no se notaba. Cada vez que iba a "Granja Granjero" examinaba la vaca y, para mi asombro, se hallaba mejor. 'Parece que se está diluyendo ese algo en el aire de este lugar', pensé entonces.

Durante tres semanas después, seguía caminando en círculo, lo que más tarde se convertía en un ligero tambaleo hacia la derecha, que a su vez se reducía a una leve inclinación de cabeza hacia ese lado, hasta que un día desapareció y la vaca se normalizó, casi del todo. Para mí, era un deleite verla. "Por fin, pensé en esa vez, se ha desaparecido totalmente ese algo en el aire de este lugar2.

-¡López, qué maravilla! Hubiera apostado que éste era un caso sin remedio. ¡Y mírala! ¡Casi normal!
-Estoy contento por ella, Amor –sonrió, y añadió-: antes de que todo esto termine, se va a convertir en la mejor vaca de la región. Pero.... –señaló con el dedo y amplió la sonrisa- no es perfecta. Le quedó un pequeño detalle -se inclinó hacia mí y me dijo al oído-: mírale su cara.

La miré fijamente, extrañado.

-No veo nada especi… ¡¿Queeé?!
-¡Ya lo viste, jajajaja! –su sonrisa s vino a risa.
-¡Es asombroso!

Por unos instantes, la expresión plácida de la vaca se contraía en un ligero guiño de ojos y la testa hacia la derecha. Había algo de humano en ese gesto. Una mirada seductora que recordaba a la de una vampiresa cabaré. López no dejaba de reír.

-¿A que nunca habías visto algo así? –me preguntó, a la vez que se contenía la risa.
-Nunca. ¿Hace esto con frecuencia? –respondí, y pregunté.
-De vez en cuando. Y supongo que también desaparecerá con el tiempo, como todo lo demás. Pero, para esto, no le daré una oportunidad. Me gusta lo que hace. Jajaja.
-¡Haces bien! –respondí, si dejar de mirar a Zarza.
-Me gusta que hayamos perseverado tanto -su "hayamos" era todo un detalle de su parte – y añadió-: acabo de aparearla y parirá a tiempo para presentarla en la VIII Exposición Ganadera y Agrícola de Constantina, que se celebra dentro de cuatro meses.
-Será interesante verla allí -concluí, nos despedimos, y me fui hacia mi coche.

Y efectivamente. Fue interesante. Zarza se había convertido, como por arte de magia, en una clásica sevillana, con toda la gracia y la majestuosidad de esa grandiosa raza, ya extinguida. Eran dignos de ver el lomo recto, el nacimiento del rabo y la forma elegante de las ubres

Y el día del concurso, todo ese aspecto lucía mejor en el centro de la pista, con el Sol veraniego de julio brillando en la piel. Acababa de parir un becerro, y las ubres, llenas y de base plana, sobresalían de los cuartos traseros. Superar una estampa así iba a ser difícil, y era un placer solo con pensar que semejante criatura, aparentemente perdida hacía tres años, estaba a punto de triunfar en una exposición ganadera de reconocido prestigio.

Pero Zarza tenía dos competidoras fuertes. El juez, el señor Pérez Muñoz, ínclito veterinario, tío de mi socio, había reducido el grupo a tres ejemplares. Y Zarza estaba entre ellos. Sus contrincantes, una zaina y una de un color colorado, eran vacas guapas. Y la que ganase el concurso, lo haría por un margen estrecho. Nunca antes hubo una competencia tan reñida, por lo que el señor juez lo tenía realmente difícil.

El incombustible y muy elegante señor Pérez Muñoz era además un granjero afamado, aunque ya retirado por la edad. Pero continuaba siendo uno de los más entendidos en ganado vacuno. Su porte iba en consonancia con su posición. Su figura alta y delgada destacaba, aún sin el bien cortado traje y sombrero cordobés. Y el toque final lo daba unas diminutas gafas, color carne, suspendidas del cuello mediante un fino cordón de oro. Todo él era un dandy. Años atrás, había sido elegido, entre afamados y cualificados granjeros, para presidir el jurado. Y a decir de todos, le quedaba cuerda para rato, aun sus ochenta y seis años.

Y no solo ejercía su actividad de juez en la provincia sevillana, era requerido en otros puntos de España, e incluso en varios del extranjero. Tenía prestigio y conocimientos, y no solo en la raza vacuna, sino en todos los animales de granja.

El juez paseaba, garboso por delante de la pequeña hilera de bovinos, ajustándose las gafas cada vez que se inclinaba para inspeccionar un punto determinado. Estaba claro que la decisión resultaría difícil, la más de su faceta como juez. Su rostro, normalmente rosado, estaba rojo. Pensé que no era debido al Sol, sino a la larga sucesión de whisky que había tomado en la tienda de campaña destinada a los jueces. Finalmente, frunció la mirada y se aproximó a Zarza. Se inclinó hacia ella y miró su cara, para examinarle los ojos. Pero ocurrió algo. No pude ver la cara de la ternera, pero sospecho que había repetido el guiño que tanto me había sorprendido, porque el veterano veterinario, granjero y juez, levantó las cejas con sorpresa, y sus gafas cayeron y quedaron suspendidas del cordón de oro durante algunos segundos antes de volvérselas a poner. Se fijó de nuevo las gafas y Zarza repetiría la misma operación. La miró largamente, e incluso mientras examinaba a las otras vacas; volvió a mirarla una vez más. Podía leerse en sus labios lo que estaba murmurando: "¿lo he visto en realidad, o es el whisky que ha empezado a hacer estragos". Se sacudió la cabeza.

De nuevo recorrió lentamente la fila. Tenía la mirada de alguien que va a tomar una decisión. Se paró ante Zarza y echó una última ojeada de evaluación, retrocedió, y apostaría que la vaca volvió a hacer el mismo gesto.

Esta vez, las gafas permanecían en su lugar, pero era evidente que el juez se sentía perturbado. No obstante, su experiencia eliminaba toda duda. De inmediato dio a Zarza el primer premio. En realidad, el pobre hombre no tenía otra opción.

Pasados unos minutos, mientras caminaba hacia la pista central para la entrega de los premios, fue abordado jubilosamente por un López, rebosante de alegría.

-¡Maravilla mi Zarza! ¿No, señor Pérez? Casi humana, me atrevería a decir. ¿No la ve usted así?
-¡Desde luego que sí! –contestó, eufórico, a la vez que se ajustó de nuevo las gafas y agregó-: de hecho, me recuerda a un individuo que conocí en Sevilla hace ya algunos años.

Y con este singular broche de oro, terminé este caso. Pero, sin pararme en el sorprendente y divertido final, quiero resaltar la actitud perseverante de un hombre, amante de los animales domésticos. Con el paso de los años, tuve la oportunidad de comprobar que la misma perseverancia derrochaba en todos sus cometidos normales. Y, así, evidentemente, era difícil que le pudieran ir mal las cosas.


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Antonio Chávez López
Sevilla mayo 1995


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Mensaje  achl Mar Mar 01, 2022 1:17 pm



Y Dios protegió a "Rebaño"

-¡Eh, amigo Amor, para un momento y hazme el favor de mirar esto! –me dijo el granjero.
-¿Qué?

Me hallaba en "Granja Hato", en Cierro Hierro, retirando la placenta a una vaca. Tenía metido el brazo en su útero. Me volví y vi que el granjero señalaba las ubres de la vaca; dos chorros blancos caían sobre el suelo de madera del establo.

-Es extraño, ¿no? –añadió, sonriendo.
-No –respondí-. Es una acción refleja del cerebro causada por mi mano al hurgarle dentro a la vaca. Es normal que expulsen leche cuando se les hace una limpieza después de un parto.
-Al menos, un poco extraño sí es –sonrió de nuevo-: de todas formas, más vale que acabes ya, pues no te va a gustar que te descuente unos cuantos litros de leche en tu factura. Jajaja…

____________________________________________________

Mirando ese blanco inmaculado de la leche, recordé lo ocurrido en 1954, el año de la nevada en Huelva. Ya era veterinario. Nunca había visto caer tanta nieve. Pasada la Navidad, empezó a bajar la temperatura, y en enero soplaba un viento fuerte. Después, traídos por el viento, aparecían los primeros copos, pequeños, pero en febrero eran grandes. Caían en una copiosa nevada que duró una semana. La nieve se precipitaba formando una espesa cortina que desvanecía por completo el paisaje familiar. A veces caía en una devastadora tormenta. En medio de todo eso, esa helada convertía las carreteras en peligrosas pistas de cristal.

Por aquellos tiempos, yo trabajaba en la empresa de mi padre, en Huelva, y también en la Protectora de Animales de Huelva. Para atender las llamadas de la clientela, teníamos que caminar, ya que los caminos a fincas y granjas estaban bloqueados para los coches. En las tierras altas de la sierra de Huelva, habían algunas en las que no se podía llegar ni a pie y, sin duda, algunos animales morirían por falta de asistencia veterinaria.

Ya estábamos casi al final de la nevada, cuando un helicóptero de Protección Civil dejaba caer alimentos en los lugares más aislados. Un día de aquellos, Pepe Suerte, que tenía un rebaño de vacas, uno de cabras, unas cien gallinas y una decena de cerdos, en la zona del límite de Jabugo, llamó por teléfono a la Protectora.

-Hola, amigo Pepe –atendí su llamada-. Cuánto tiempo sin saber de ustedes. Pensaba que los postes del teléfono se habían caído por esos pagos, jajajaja.
-Se salvaron. No sé cómo, pero se salvaron -la voz del joven era tan amable como de costumbre-. Pero tengo un problema
–añadió, de pronto-: Pala ha tenido crías y no produce ni una gota de leche para alimentarlas, amigo Amor.
-Sí que es esa una situación desafortunada –contesté.

Pala era la única cerda en su granja, y tanto Pepe como su familia le tenían cariño.

-Eso mismo pienso yo –dijo, y añadió-: ya es malo para mi negocio perder una camada de doce crías. Pero lo que más me preocupa es Rocío. No tiene consuelo posible.

Rocío era su hija, y contaba 6 años. También yo pensé en ella. Era el único hijo de Pepe, y sentía verdadera pasión por los cerdos. Había estado convenciendo a su papá para que le regalase por su cumple una cerda preñada. "Para tener mi propio hierro desde la camada", decía. Recuerdo aún el entusiasmo de la pequeña cuando me enseñó la cerda.


-Ésta es Pala -me dijo, señalando el animal, que movía con el hocico la paja del corral-. Es mía. Me la trajo mi papá como regalo por mi cumple.
-Ya lo sabía -me incliné-. Eres una niña muy afortunada, a la que el significado de tu apellido no te ha abandonado. Es una preciosa cerda.
-¡Ya lo creo! -los ojos le brillaban-. La alimento yo sola todos los días. Y se deja acariciar por los niños. ¿Y sabes qué? –de pronto, su tono de voz adquiría conspiración-. Va a tener cerditos en febrero.
-Qué bien! No sabía que era tan pronto –y añadí-: así que vas a tener un lote de lechones de color rosa que cuidar –separé las manos unos cuantos centímetros- como de este tamaño.

Rocío se encontraba tan feliz con la idea de "ampliar la familia", que no sabía qué responder.



Todo eso vino a mi cabeza mientras escuchaba la voz de Pepe al teléfono desde su granja, en ese entonces declarada "zona catastrófica".

-Pepe, creo que Pala padece de una Mastitis –le dije y después le pregunté-: ¿tiene las ubres enrojecidas o inflamadas? ¿Ha dejado de comer? ¿La ves cansada?
-Nada de eso; las ubres se ven normales, come como un buey y está ágil –respondió.
-Entonces es Agalactia, que se cura inyectando a Pala Pituitrina, para que le baje la leche. ¿Pero cómo le vamos a poner una inyección? Todas esas partes de la sierra están aisladas desde que empezó la nevada.


Sería preciso emborrachar a un granjero de la provincia de Huelva para convencerle de que sus carreteras son inaccesibles debido al clima, pues es sabido que nunca se producía una meteorología así. Pero en este excepcional caso, Pepe estaba de acuerdo.

-Pensé en eso –contestó-. Ayer traté de limpiar el camino hasta mi granja, pero no bien quito la nieve se vuelve a cubrir. De todas formas, la carretera de Huelva hasta la sierra sigue cerrada en más de veinte kilómetros, así que estamos perdiendo el tiempo en algo imposible.

Pensé unos momentos. Al fin, le pregunté de nuevo:

-¿Has probado dar un biberón a cada uno de los lechones? Un huevo de gallina mezclado con un cuarto de litro de leche de vaca y una cucharada de azúcar es buen sustituto de la leche materna. Algunas crías se han salvado así.
-Ni lo miran -contestó. Si pudieran mamar, aunque solamente un poco de la madre para aprender, quizá admitan el biberón después.

Tenía razón. No hay nada que se pueda comparar con la primera succión materna; sin ella las crías mueren enseguida. "Una madre es una madre", como solía decir mi amigo, doctor en Veterinaria y poeta, Javier.

Golpeé varias veces seguidas el auricular con las uñas de los dedos Seguro se me ocurría algo…

-Oye, Pepe –le dije, pasados unos segundos, convirtiendo mi pensamiento en palabras-. Puedo llegar a esa parte, antes del cruce de Aracena. La carretera es viable en ese trecho. Y desde allí, el camino a tu granja es llano. Quizás pueda deslizarme en un trineo de Protección Civil o esquiando…
-Los trineos de Protección Civil están destinados solo para casos urgentes y para personas. No creo que los faciliten para los animales, por graves que estos estén. ¿Y esquiando? No sabía que…
-Sé esquiar –lo interrumpí-. He practicado algún invierno en Sierra Nevada, y una vez en los Pirineos. Aunque nunca recorrí un trayecto tan largo. En realidad, no sé si podría conseguirlo, pero por intentarlo…
-¿Y tú vas a hacer eso por mí? Te estaría eternamente agradecido Eres amigo. Pero es mi hija la que más se va a alegrar.
-Eso es lo que quiero. Además, me divertiré deslizándome sobre la nieve. ¡Ya salgo, deséame suerte, hasta luego!

Cuando llegué al punto previsto, estacioné el coche junto a la alta pared de nieve. Me bajé del vehículo y me fui al puesto de Protección Civil, que estaba en el cruce. Pero se cumplió lo que me dijo Pepe: "no podían facilitar trineos para estos casos". Entendí la explicación del funcionario y me fui de nuevo hasta mi coche y me puse unos esquís que llevaba en el maletero. Tengo que admitir que estaba ilusionado. Una ventaja de una nevada prolongada era que las laderas se habían transformado en pistas de esquí. En Sierra Nevada (Monachil-Granada) aprendí que deslizarse en ellas era estimulante. Y hasta había leído un libro acerca de ello, por lo que había adquirido una cierta práctica. Pero, en todo caso, mi ilusión por llegar a la granja de Pepe era mayor que cualquier otra cosa.

Todo lo que necesitaba lo llevaba conmigo: Pituitrina, jeringuillas y complementos desinfectantes. Y después que Dios, que siempre está ahí, me echase un cable para no tener ningún percance con mi nuevo e improvisado vehículo de trabajo.

En una meteorología normal, para ir hasta la granja de Pepe, desde Huelva, había que conducir dos horas vía Valverde del Camino en dirección Jabugo, en una carretera de buen pavimento, y desde allí tomar un camino ancho hacia "Rebaño", que así se llamaba la granja. Era un campo aislado que incluso se convertía en peligroso ante tamañas condiciones.

Aunque había viajado muchas veces por los pagos serranos onubenses, ese día sentía como si estuviese viendo un territorio nuevo: los muros de piedra que dividían los terrenos estaban bajo la nieve, por lo que casi que no se veían los caminos, solo una gran extensión blanca en que asomaban postes aquí y allá de la electricidad y el teléfono. Había mucho de sobrenatural en aquel paisaje. Me invadía una extraña sensación de desconfianza, pero al menos podía viajar campo a través y estaba convencido de que mi punto de destino estaba en una de aquellas vaguadas, más allá del confuso horizonte. Me concentré en mis esquíes para evitar alguna sorpresa desagradable.

Todavía no me había deslizado unos cien metros, con una técnica no muy depurada, cuando comenzó de nuevo a nevar. Un denso velo blanco cegaba mi sentido de la orientación. No podía ocultar el hecho de que estaba empezando a asustarme. Me quedé inmóvil en medio del frío, con los ojos medio cerrados y preguntándome qué era lo que podía ocurrirme. Podía seguir esquiando torpemente en soledad durante kilómetros blancos sin llegar a ninguna parte. Era aquella una situación realmente angustiosa.

Pero en ese momento, de pronto, como había empezado, dejó de nevar. Dios me echaba el cable que tan fervorosamente le pedí. Mi corazón latía con fuerza. Mientras miraba a mis alrededores, vi una parte de la mancha oscura del techo de mi auto, que a la pequeña nevada no le dio tiempo cubrir; era una fotografía reconfortante. Fui hacia ella a la velocidad de campeón olímpico. Apenas llegué a esa especie de prolongación de mi casa, arranqué el motor del coche y avancé un buen trecho en la carretera hacia Huelva, antes que mi pulso recuperase su ritmo normal. Corría a velocidad de sobrevivir. Pero, en realidad, estaba más nervioso por no haber podido llegar a mi destino que por mi propia seguridad.

-¡Pepe! –empecé a decir, aún asustado, a través del teléfono del lugar más próximo que encontré-. ¡Lo siento, pero quedé atrapado en la última nevada y tuve que regresar!
-Me alegra saber que estás bien. En cierta manera, me sentía culpable de que decidieras venir. Ayer se perdió un joven y hoy lo halló muerto un empleado de Protección Civil. No debí permitir que hicieras el intento -se quedó en silencio un instante. Finalmente, añadió, con anhelo-: ¡si hubiera alguna otra manera de hacer que Pala produjese leche…!

Mientras Pepe hablaba, como yo no paraba de pensar, me vino a la memoria la imagen de los chorros de leche que salían de las ubres de una vaca en "Granja Hato". Y tuve otro pensamiento: mientras hice una exploración uterina a una cabra, ocurría lo mismo.

-Quizá haya una –le dije, de pronto-. ¿Alguna vez has metido la mano en una cerda? Si la has examinado por dentro, quiero decir –añadí, preguntando y explicando.
-¿En la parte sexual de su cueva oscura? ¡Ni mucho menos! Eso lo dejo para ustedes, los veterinarios.
-Tú lo que quieres es salvar a las crías, ¿no? Entonces quiero que empieces ya a hacer lo que voy a explicarte. Coge un cubo y llenas medio con agua caliente. Después...
-¡Un momento, un momento, querido doctor! -me interrumpió. ¡Perdón, pero estoy completamente seguro que no se quedó ningún lechón dentro!
-¡Y yo también, amigo granjero! Pero no pierdas más tiempo; lávate el brazo con jabón verde y empápalo con una solución antiséptica, de esas que normalmente tenemos en el botiquín de nuestras casas: alcohol, agua oxigenada... Ya desinfectado, mételo en el canal de parto y muévelo un poco, con breves intervalos.
-¡Jo! ¡Esto no me gusta! ¿De qué se trata?
-Eso puede hacer que baje la leche. ¡Así que, espabila ya!

Colgué, dando gracias al propietario de aquel lugar por dejarme usar su teléfono y por no querer cobrar la llamada. Me puse en camino. Tan pronto llegué a casa, al parecer, aquellos recientes acontecimientos abrieron mi apetito, así que comí lo que encontré en la nevera. Pero, mientras comía, sonó el teléfono. Era Pepe, casi sin aliento, pero triunfante.

-¡Funcionó, querido amigo doctor en Veterinaria! Funcionó. Hice todo lo que me ordenaste, y después probé con las ubres y salió leche por cada una de ellas, como magia. ¡Eres el mejor! Ni imaginas la alegría que hay en este momento en "Rebaño". Rocío está como loca de contenta.
-¿Se están alimentando bien los lechones?
-Da gusto verlos.
-Bien –respondí y añadí: pero aún no hemos ganado la guerra, solamente una batalla. Es muy probable que la cerda vuelva a secarse. Por consiguiente, tendrás que repetir la misma faena hasta que se regularice. Se supone que ya eres un experto. Si sigues con esa eficacia, me vas a quitar mi empleo. Jajaja…
-¿Repetir? –un buen trozo del entusiasmo desatado se perdía en la respuesta-. Pensaba que ya había acabado. ¡Pues sí que esto de meter la mano por "ahí" es laborioso!

De hecho, "el aspirante a mi puesto" tuvo que hacer lo mismo dos veces más. Aunque Pala no producía leche suficiente, los lechones aguantaban hasta que las ubres se normalizaban. La camada se había salvado. Dios había protegido a "Rebaño".

A finales de marzo habían todavía pilas de nieve, junto a los muros de las tierras altas, que contrastaban con los páramos, como el costillar de un Goliat. Pero los caminos estaban limpios. Entonces fui a revisar una vaca a "Rebaño". Apenas acabé, Pepe y Cinta, su mujer, me llevaron a un establo. Allí estaban Rocío, y Pala y su extensa familia.

-¡A que son lindos! –me dijo Rocío.

Los lechones caminaban alrededor de su madre. Y ésta, feliz por su camada y feliz "por tanto toque interior recibido".

-Sí –respondí-. Tu primer intento como ganadera ha sido todo un éxito y debes agradecer a tu papá lo que ha hecho -miré hacia el exterior-. Ya parece que no va a seguir nevando. A partir de ahora, puedes disfrutar de ellos –añadí, mirándola y dándole un beso en ambas mejillas.

Pepe sonrió, a la vez que puso mala cara por el recuerdo.

-Apuesto a que todo mereció la pena. Maravilloso. Sin duda, es cosa de Dios –hizo una pausa, y añadió-: es asombroso lo que uno puede hacer a través de Él, de lo que uno no sabe hacer cuando se presenta una ocasión como esta -dijo entre sorprendido y admirado:

Maravilloso fue todo lo que sucedió en "Rebaño": Pepe, mi buen amigo y mejor padre de su hija, tuvo suerte por yo estar localizable y disponible cuando llamó a la Protectora de Animales de Huelva. Decidí ir esquiando a su granja, aun mi poca práctica. Sabía, al menos, ponerme unos esquíes. Dios ordenó cerrar la llave de la nevada, lo que, sin duda, me salvó la vida, además de permitir llegar hasta mi coche. Me vino a la mente, como una luz divina, un trabajo que había hecho en "Granja Hato", que me sirvió de base para después poder aplicarlo en Pala. Encontré un teléfono en aquel maremágnum y a través de él di instrucciones a Pepe, que sirvieron para solucionar el problema de Pala y sus crías. En efecto. Todo lo que ocurrió en ese día en "Rebaño", fue maravilloso. ¿Quién dice, pues, que Dios no existe?


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Antonio Chávez López
Sevilla mayo 1995


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Mensaje  achl Mar Mar 01, 2022 1:26 pm



El Bisturí

-Ésta maravilla es Ámbar –me dijo la Hermana Alegría-. Y es la que quiero que usted examine, doctor Amor –añadió, a la vez que señalaba con la mano la perra.

Miré el color pálido, casi miel, del pelo de las orejas, del cuello y los costados de aquel canino.

-Ya veo por qué le ha puesto este nombre. Podría apostar, sin riesgo a perder, que brilla con la luz del sol.
-Sí -sonrió-. Era un día muy soleado cuando la vi por primera vez, y ése nombre me vino a la mente -me miró con inocente picardía-. Creo que soy buena para los nombres, doctor Amor –sonrió y se esponjó, pero sin suficiencia.
-Sin duda alguna –le devolví la sonrisa.

Era una broma entre nosotros. La Hermana Alegría necesitaba relajación, considerando el rigor y el intenso trabajo a que se veía sometida diariamente en el convento. Controlaba todos los perros y los gatos, no deseados, sin olvidar la cantidad de ellos que pasaban por el pequeño asilo para animales domésticos del convento, en la parte trasera del local. Los alimentaba y los cuidaba ella misma. Como monja y enfermera, entregaba una buena parte de su vida al servicio del humanos. A veces me preguntaba cómo podía encontrar tiempo para pelear también por los animales domésticos…

-¿De dónde viene Ámbar? –le pregunté.

Se encogió de hombros y respondió:

-Anteayer la encontré vagando en una de las calles de Cerro Hierro. Abandonada, por supuesto.
-¿Cómo es que puede haber personas que hagan eso a animales tan indefensos? -la rabia me apretó la garganta. Era cruel darles la espalda y que se defendieran por sí solos.


Por un instante recordé a Balú, un chucho "abandonado" por mí en el Laboratorio Municipal de Sevilla, pero por una cosa razonable: mis hijos pequeños padecían de alergia, en especial a epitelio de perro, lo que me obligaba a no poder hacerme cargo del chucho por la seguridad de los niños. Pero ahora, restablecidos mis hijos, gracias a vacunas y a medicamentos, y sin posibilidad de recuperar a Balú, porque está en otro hogar, cuidado y bien atendido, tengo otro igual en lo físico que lo rebauticé como Balú2 y que siempre que puedo me lo hago acompañar. Es un sosias del propio Balú.



-Algunas personas creen tener sus razones –respondió-. En el caso de Ámbar es por un roce en la piel, sin importancia. Tal vez les asustó, y si tienen hijos pequeños o alérgicos... –parecía que me había adivinado el pensamiento.
-Al menos podían haberla dejado aquí -dije, mientras abría la puerta del asilo, que era en realidad un corral con flores.

A Ámbar le vi una zona sin pelos alrededor de las patas. Cuando me arrodillé para examinarla, me acarició con el hocico y movió el rabo. Miré sus orejas caídas, su quijada enérgica, y la expresión de confianza en los ojos; confianza que había sido traicionada.

-Ámbar tiene cara de un sabueso, Hermana Alegría –dije-. Pero el resto, ¿cómo llamaría usted a esta raza? Porque yo tengo dudas y no acierto a definirla.
-Pues si usted no acierta, imagínese yo –sonrió.

No obstante, el cuerpo moteado con manchas marrones, negras y blancas, no presentaba la forma de un sabueso. Además, tenía unas patas grandes y largas y un delgado y diminuto rabo en casi permanente movimiento.

-Sin importar de la raza sea, es agradable y tiene un buen carácter -le abrí la boca y le miré las hileras de dientes-. Y calculo que debe tener diez meses de edad. Pero es una cachorra muy crecida. Promete una buena envergadura.
-Cuando termine de crecer, va a ser realmente grande –dijo la monja, entusiasmada.

Como si quisiera corroborar las últimas palabras pronunciadas por la Hermana Alegría, Ámbar se levantó y puso las patas delanteras en mi pecho. Volví a mirar su boca, que parecía reír, y aquellos ojos… Los ojos eran de un tono acaramelado, que la hacían más atractiva. Reunía una serie de encantos que podía ser del agrado del más exigente dueño de una mascota.

-Ámbar me gusta –le dije, de pronto.
-¡Me alegra oírle decir eso, doctor Amor! –rebosaba de alegría-. Pero tenemos que solucionar pronto el problema de la piel, para encontrarle un hogar. Pienso que solo se trata de un poco de eczema –se apresuró en agregar
-Probablemente… probablemente… Pero veo una parte sin pelos alrededor de los ojos.

Las enfermedades de piel, tanto en perros como en humanos, son engañosas. A veces es difícil hallar los orígenes, y no son fáciles de sanar. En este caso, no me gustaba la combinación de las patas y los ojos, pero la piel estaba seca y su textura era firme. Seguramente que no tenía nada malo. Por eso deseché de mi cabeza el espectro que apareció por unos instantes. No quería preocupar más a la monja.

-Sí, seguro que es un poco de eczema –le dije-. Úntele este ungüento dos veces al día durante dos semanas.

Le di un bote con mezcla de Óxido de Zinc y Lanolina’3, una vez que lo cogí del coche. Esperaba que eso, con higiene y la buena alimentación que recibía todos los días de su protectora, tuviera éxito.

Cuando pasaron los quince días sin tener noticias de Ámbar, me sentía muy aliviado. "Habrá sanado", me dije. Empero, una mañana me llamó la monja. Su voz nerviosa al teléfono no iba en relación con la sensación de alivio que yo experimentaba antes de la llamada. De nuevo, mi cabeza comenzó a pensar en cosas extrañas.

-¡Doctor Amor, la parte sin pelos no mejora! ¡De hecho, se está extendiendo en la cara y las patas! ¡Es horrible verla así! ¡Le ruego por favor que venga a verla lo antes posible!

Nuevamente me asaltó el espectro.

-Tengo que hacer una visita junto al convento. Luego, unas dos horas, me pasaré –respondí.

Y sobre la marcha me fui al automóvil de mi socio Pérez y cogí el microscopio, que él lo había utilizado esa misma mañana para analizar un forúnculo, precisamente a una perra, y salí para atender los dos casos. Para el primero no necesitaba el microscopio. Para Ámbar sí.

Después de acabar con mi primer paciente, que pude resolver con éxito, gracias a la providencia divina, porque se trataba de una infección en el ovario de una yegua, Ámbar me recibió de la misma forma que la vez anterior: moviendo el rabo. Pero me sentí mal cuando vi la piel desnuda en la cara y las patas. Levanté al canino del suelo y me lo acerqué, con la idea de oler las partes desnudas. Este era un detalle muy importante.

-¿Qué es lo que está haciendo? -la Hermana Alegría me miró con expresión de curiosidad y sorpresa a la vez.
-Tratando de detectar un olor a rata. Y… ¡ahí está!
-¿Y qué significa eso?
-Sarna.
-¡Dios! –se llevó la mano a la boca-. ¡Eso suena fatal! -echó los hombros hacia atrás, con un gesto que ya le había visto en la otras ocasiones.
-Pero, por ahora no se preocupe demasiado –me aligeré en agregar.- Ya atendí un caso de sarna y pude combatirlo. Azufre, agua tibia y una solución de Semprolina, creo que será suficiente.
-¡Qué bien entonces…!

Puse a Ámbar en el suelo y me enderecé, sintiendo de pronto un cansancio repentino. Es que eran tantos los casos a atender y en tan poco espacio de tiempo…

-Pero no se apresure. Usted está pensando en la sarna común, y esto es aún peor. Parece sarna demodécica. De hecho, los síntomas la delatan –decidí enfrentarla a la realidad.

El espectro apareció de nuevo. Esa enfermedad me obsesiona desde que había obtenido el título de doctor en Veterinaria. Había tratado a buenos perros que tuve que poner "a dormir", aun mis desesperados intentos por salvarles la vida. Me fui al coche y cogí el microscopio.

-Quisiera estar equivocado, y esta es la única forma de saberlo –le mostré el microscopio.

Raspé la piel en una pata de Ámbar con el bisturí, y luego puse la muestra en el portaobjetos. Miré a través del ocular, y ahí estaba el malvado ácaro, llamado Demodex. Y no solo uno. ¡Dios, todo el campo visual estaba poblado! Mentalmente repasé los casos que había atendido de perros y recordé que, por superstición, usaba un bisturí nuevo en cada caso. Pero en éste, por error, prisas u omisión olvidé mi vieja tradición. No le di mayor importancia. Habían sido manías puntuales que quizás iban a servir para vencer mi absurda norma. Y no me quedó ningún tipo de remordimiento en mi interior. "Al menos, eso era lo que pensaba en ese entonces".

-No hay duda. También yo le he cogido cariño a Ámbar. Pero es la realidad; esta belleza de perra padece sarna demodécica –miré a la monja..
-¡Pero...–su expresión era trágica-, ¿no hay nada que se pueda hacer?! ¡¿Y esos nuevos avances de la ciencia?!
-Puedo probar con algo... y lo voy a hacer ahora mismo. Siento afecto por los perros. El año pasado logré curar uno de estos casos con una loción –nos fuimos hacia el coche y removí en el maletero, ajetreado por mi hijo, hasta que encontré lo que buscaba:
-¡Aquí está! Odylen. Aplíquele a Ámbar esta pomada tres veces al día durante dos semanas. Y que Dios la proteja.
-¡La protegerá! -apretó las mandíbulas con esa determinación que había salvado a tantos animales-. Pero, ¿qué ocurrirá con los otros perros? ¿No se contagiarán? –me preguntó.
-A diferencia de la sarna darcóptica o la sarna común –respondí con autoridad, a la vez que negué con la cabeza-, la sarna demodécica rara vez es contagiosa, comprobado científicamente.
-Al menos es algo a favor. ¿Pero cómo adquiere un perro esta enfermedad? ¿Se produce de igual forma en ambos sexos?
-No se sabe. Pero una mayoría de veterinarios pensamos que todos los perros tienen ácaros demodex en su piel, aunque no está delimitado el por qué de que en unos provoca sarna y en otros no. La herencia genética es significativa. A veces, padece de sarna solamente un perro de una misma camada. De todas maneras, sigue siendo un asunto desconcertante, sobre todo, para nosotros los veterinarios. Y es por eso que pedimos que no cesen las investigaciones.

Le entregué el bote de la pomada. Tal vez el caso de Ámbar podía ser una esperanza en mis experiencias. Pero a la siguiente semana tuve noticias: "aunque había aplicado al pie de la letra la pomada, la sarna seguía avanzado".

Salí más rápido que nunca hacia el asilo. La alegría en Ámbar no había disminuido, pero toda su cara estaba desfigurada por una creciente calvicie. Pensé en la belleza que me había cautivado en mi primera visita, y lo que en esa vi fue un golpe duro. Tenía que probar con otros medicamentos. Comencé a medicarla con una solución de arsénico de Fowler, que en esa época era el tratamiento más popular para las afecciones de la piel.

Después de dos semanas, empecé a abrigar algunas esperanzas. Pero sentí una decepción cuando la monja me llamó antes del desayuno, sobre las siete y media de la mañana.

-Doctor Amor –tenía los ánimos bajo cero-, Ámbar ha empeorado. No hay nada que la haga sentirse bien. Empiezo a pensar que lo mejor sería…
-Voy para allá –la interrumpí-. No pierda la esperanza. Casos como este tardan hasta meses en sanar -contesté, calmado, con la idea de no intranquilizarla más.

Camino del asilo pensaba que mis palabras no estaban sustentadas en una base real. Pero había tratado de decir algo que le subiese la moral. Sabía que nada odiaba más la Hermana Alegría que poner "a dormir" a un perro. De los centenas que había cuidado, algunos murieron pero de unas enfermedades incurables; eran perros viejos, con problemas renales o cardíacos, o cachorros con moquillo. Pero la monja luchaba hasta que cada animal quedaba en perfecto estado. También yo me resistía a poner "a dormir" a Ámbar. Esa perra tenía algo especial, aun habiendo visto muchos perros en mi profesión.

Cuando llegué, por vez primera no tenía ni la más remota idea de lo que iba a decir. Así que mis propias palabras, que fluían en forma instintiva, me iban sorprendiendo. Pero la experiencia me demostraba a diario que mi instinto tenía personalidad.

-Hermana, voy a llevarme a Ámbar. Usted tiene ya bastante con cuidar a los otros. Y aunque yo también estoy muy ocupado, en el consultorio estamos dos veterinarios y media docena de estudiantes voluntarios. Sé y me consta que usted ha hecho todo lo posible, pero quiero hacerme cargo personalmente de este caso.
-¿Y de dónde va a sacar el tiempo?
-Puedo administrarle el tratamiento en las noches, y así iré controlando su progreso. He venido con la firme determinación de llevármela. Y lo voy a hacer, pero me gustaría más que fuese con su consentimiento.
-No sé… Aunque quién mejor que usted para saber si puede o no hacer eso. De todas maneras, nunca vi en toda mi vida un veterinario, y le recuerdo que traté con muchos en mi época en Sevilla, que emplee tanta dedicación para con los animales domésticos. Dios le proteja, doctor Amor. Ahora es cuando siento que Ámbar se va a curar –hizo una pausa y añadió-: y por supuesto que cuenta con mi consentimiento. Además, rezaré por los dos.

De regreso al consultorio, me sorprendía la profundidad de mis sentimientos. A lo largo de mi carrera, a menudo tenía un deseo compulsivo de curar perros. Pero, no sabía por qué, no era tan fuerte como con Ámbar. La perra estaba entusiasmada por ir en el coche; saltaba de un asiento a otro, lamía mi cara, ponía las patas delanteras sobre el salpicadero, se pasaba de la parte de atrás a la de delante, se miraba en el espejo retrovisor, e incluso trataba de ponerse en mi asiento. Veía una cara feliz aun la enfermedad. De pronto, golpeé el volante con la mano, como diciéndole: !¡vamos a curarte, Ámbar!".

En el consultorio no disponíamos de las instalaciones que se necesitan para una residencia de perros. Ningún veterinario la tenía entonces, pero me las compuse para construir una perrera confortable en el establo que había en el jardín. A pesar de su antigüedad, la construcción estaba libre de corriente. La perra estaría tan cómoda allí que no sería necesario llevarla a mi casa en las noches Con la guardia permanente, el teléfono a mano, y yo a quinientos metros, eran motivos suficientes para estar tranquilo. Y mejor así, no fuera que a mi hijo pequeño le diese por volver a las andadas y enganchase a Ámbar en la enredadera, recordando sus tiempos de trepador. Y Ámbar no estaba para esos trotes. Allí estarían controlados los dos: mi hijo y Ámbar. "Definitivamente, no me la llevo a casa", pensé.

También tomé otra decisión: mantendría a mi mujer al margen de todo esto. Recordé su amargura la vez que adoptamos un dálmata durante un año y al final tuvimos que devolverlo. Sabía que enseguida le cogería cariño a Ámbar. Pero me olvidé de mí. No es bueno para un veterinario encariñarse con sus pacientes. No obstante, antes que pudiera percatarme, ya me había ocurrido con Ámbar.

Le daba de comer y de beber, le cambiaba la paja en la perrera y le administraba el tratamiento, sin nadie que se acercara mientras yo estuviese allí. Este episodio ocurría a primeros de octubre, por lo que oscurecía temprano (aún no era fecha del cambio horario).

Después de mi trabajo diario en las granjas, conducía hasta el consultorio, y luego dirigía la luz de los faros del coche hacia el establo. Apenas abría la puerta, Ámbar estaba esperando, como para darme las buenas noches, con sus patas delanteras sobre el tejado de la perrera. Sus largas orejas amarillentas brillaban con los rayos de luz. El rabo nunca dejaba de moverlo, ni siquiera durante el proceso de curación. Le untaba una loción en la piel, le inyectaba Estafilocóco y le tomaba muestras para controlar los avances o retrocesos. Aun el cansancio de todo el día, siempre reservaba energías para Ámbar.

Al transcurrir los días, sin que experimentase mejoría, empecé a desesperarme. Le apliqué baños de Azufre, de Retonona y de champúes y enjuagues que habían en el mercado en esa época. Aun mis dudas, esperaba hallar alguna cura mágica entre todo eso. Y pienso que habría podido seguir con el tratamiento bajo la luz de los faros, de no ser por una noche que parecía que veía a Ámbar por primera vez. La sarna se había extendido por todo el cuerpo; las largas orejas no eran ya peludas, sino calvas, e igual la cara. Por todos lados de su lesa anatomía, la piel se había engrosado, llenándose de arrugas azuladas.

Entonces me sentaba en la paja, sin apartar la mirada de la perra, mientras ella saltaba lamiéndome y moviendo la cola. Sus patas cogían mis piernas, como para que no me fuese. Aun su terrible estado, su naturaleza alegre no había cambiado. Y aunque tenía más vitalidad y más amor que sarna, su final estaba próximo.

Pero esto no podía seguir así. Habíamos llegado a un callejón sin salida. Mientras pensaba, le alcé la testa. Los ojos, antes alegres, se veían patéticos en una cara de espantapájaros. "¿Qué le voy a decir ahora a la hermana Alegría después de tantas palabras de aliento?", pensé.

Tardé hasta la tarde del día siguiente en decidirme a hablar con la monja. En mi afán por ser lo más realista posible, creo que fui demasiado brusco.

Esa noche la pasé fatal. Me vinieron a la mente todos los perros e incluso hasta los nombres de los que no pude hacer nada por ellos. Me cambiaba de postura en la cama, con una frecuencia que en mí no era habitual, ya que a causa del cansancio acumulado de todo el día caía rendido. en la mima posición. Pero flotaba algo en mi subconsciente que no acertaba a poner en pie. No le daba importancia porque no podía ser superior a lo que estaba pasando. Pero ahí seguía… y seguía…

-Hermana Alegría –la llamé-, no hay nada que pueda hacerse ya. He probado con todo, y por segundo está peor. Así que la voy a poner "a dormir" –así de bestia y rotundo me expresé.

La severidad de mis palabras, enseguida se hicieron notar en la respuesta de la monja.

-¡Eso es terrible, doctor Amor! Y solo por una enfermedad en la piel…
-Lo sé, pero es una enfermedad letal. Ámbar está incomoda ahora, y pronto esa incomodidad se transformará en dolor. No podemos dejar que siga así. Una vez vi sufrir a un perro un segundo, y le aseguro que ha sido el segundo más insoportable e interminable de mi vida.
-Confío en su buen juicio, doctor Amor. Sé y me consta que no hace nada que no sea absolutamente necesario -hizo una pausa. Luchaba por no llorar y siguió hablando-: si ya ha agotado todos los recursos, lo dejo en sus manos. Que Dios le proporcione las fuerzas necesarias para… –no podía terminar la frase.

Mi trabajo habitual me mantuvo ocupado todo el día. Como siempre, era oscuro cuando llegué al establo y abrí su puerta, y como las otras veces, Ámbar se encontraba en el haz de la luz moviendo el rabo con su característica alegría, dándome la bienvenida

La acaricié hablándole, mientras ella, feliz, me miraba. La luctuosa tarea iba a empezar. Llené la jeringuilla. Siéntate, le dije, y se posó. Le cogí la pata para exponer la vena radial. Mientras metía la aguja, Ámbar la miraba como intentando adivinar qué nuevo juego era este. Estaban de más las palabras de consuelo que se decían en estos casos: "no vas a notar nada, solo es una sobredosis de anestesia". Pero allí no había un dueño lloroso. Solo Ámbar y yo: paciente y médico. Y cuando le decía "mi linda Ámbar", y ella se hundía en la paja, tenía la convicción que si hubiese dicho algo más, sería la verdad. Ámbar no sintió nada entre el jugueteo y la inconsciencia, y así era la única manera de librarla de un sufrimiento que enseguida se iba a convertir en tortura. Salí de establo y luego apagué las luces del coche. En la fría oscuridad de la noche, el jardín nunca me había parecido tan frío y tan oscuro. Después de tantos días de entrega y lucha, el sentimiento de derrota era abrumador.

Durante mucho tiempo después, sentía como si llevase un peso encima. Y todavía hoy lo siento, que sigue en mí. Y me da la sensación de que no quiere abandonarme.

Con el paso de los años, cada vez que me viene a la mente el recuerdo de Ámbar, la imagen permanece oscura, mientras la perra aparece en los rayos de la luz de los faros del coche.

En la actualidad, la sarna demodécica se cura con fosfatos orgánicos, antibióticos y, por supuesto, y esto no ha cambiado, higiene. Pero ninguno de ésos medicamentos estaban disponibles cuando Ámbar los necesitaba. Su tragedia había sido el nacer antes que la ciencia. Y esta precocidad, por otro lado para gozo y disfrute de los amigos de los animales domésticos, la pagó con creces "esta maravilla es Ámbar", como me la presentó la Hermana Alegría.

No obstante, quizá eso que flotaba en mi subconsciente, que en mucho tiempo no acertaba a descifrar; ahora, en la lejanía de los años, he conseguido poner en pie: "si hubiera usado un bisturí nuevo". ¡Pero no! ¡Basta ya de supersticiones absurdas! ¡Al diablo con ellas! ¡Sólo confío en la providencia divina!


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Mensaje  achl Mar Mar 01, 2022 1:30 pm



Una Victoria trabajada

-Habla el señor Catalán. ¿Se encuentra ahí alguno de los veterinarios?

Apreté el auricular contra mi oreja, contrariado. Las llamadas del señor Catalán me ponían en alerta. Llamaba al veterinario como un último y desesperado recurso. Le suponía una tortura hacer eso. Y era un hombre muy obstinado acerca de seguir nuestros consejos cuando finalmente le visitábamos. Pero sabíamos que nunca se quedaba satisfecho. Además, era un tipo rácano y altivo, y en su lenguaje no se encontraba incluida la muy noble palabra "perdón".

Me había hecho sufrir los meses siguientes de mi regreso de Huelva, y en esa vez, casi cuatro años después, seguía así, pero más viejo, más rácano y más altivo. Amén de no respetar las más elementales reglas de la educación.

-¿Cuál es el problema, señor Catalán? –le pregunté.
-¿Pérez? ¿Amor? Bueno, qué más da. En mi establo tengo una vaca que está enferma desde hace una semana.
-Soy Amor, señor Catalán. Lo siento, pero ahora estoy en una urgencia. Iré a su granja tan pronto termine.
-¡Un momento, un momento! ¡No se acelere! ¿Es necesario que venga? -no parecía estar muy seguro de que mi visita fuera necesaria.
-Bueno, no sé… ¿Qué síntomas presenta su vaca?
-No quiere comer, y se lleva todo el tiempo echada. Pero se ve que está enferma.
-Eso parece serio –respondí-. Y en vista de lo cual, dejaré mi urgencia en manos de Pérez y saldré inmediatamente.
-¿Pero es necesario que venga? –repitió la misma pregunta de antes.

Colgué. Por experiencias anteriores, sabía que nuestra conversación podía prolongarse in aeternum. Y también sabía que era probable que la vaca no tuviese ya solución. Pero si yo acudía enseguida, quizá podía hacer algo…

Llegué a su granja quince minutos después de colgar, y ya el señor Catalán estaba esperándome. ¿Su actitud? La misma de siempre: manos en los bolsillos y ojos reprobadores, además de una mirada suspicaz, bajo unas pobladas y canosas cejas. ¡Curioso! Desde el comentario que me hice de que era poco probable que un granjero estuviera esperando a un veterinario, parecía que todos se habían puesto de acuerdo para lo contrario.

-Llega tarde –me dijo, en un tono hostil.
-¿Quieren decir sus palabras que la vaca ha muerto? -me detuve, con una pierna fuera del automóvil.
-Casi. Llega tarde para hacer algo -matizó.

Apreté los labios. La vaca había estado enferma durante una semana, según sus propias palabras, y yo llegué a su granja en apenas unos minutos después de recibir la llamada. Pero la cosa no admitía duda: si la vaca moría, era por mi culpa. Pedí al Cielo que tranquilizara mis nervios.

-Bueno… –dije, intentando controlarme-. Si se está muriendo, no hay ya nada que pueda hacerse –me inicié, nuevamente, a subir al coche.

Agachó la cabeza y pateó con fuerza una pequeña piedra.

-¿No va a verla, ya que ha venido? –me preguntó.
-Si eso es lo que quiere… –me bajé del coche. A todo iba dispuesto menos a discutir con él. El señor Catalán era de ese tipo de gente que cree poseer la facultad de incordiar sin sentirse culpable.
-¿Me va a cobrar extras? –me preguntó de pronto haciendo con los dedos índice y pulgar el típico movimiento oscilante que define al dinero.
-Mire, ya hice el viaje hasta aquí, y si ya terminé, solo tiene que pagar los gastos de desplazamiento –respondí.

La imagen que vi en el establo me era tristemente familiar: una esquelética ternera yacía comatosa. Movía los ojos vidriosos a cada segundo, con un lento movimiento de un lado a otro. Muy próximo estaba su final.

-Tiene usted razón –le dije, luego de ver al animal, y añadí-: se está muriendo. Y sin más, recogí mi maletín de curas, y salí del establo hacia mi vehículo

Pero, de una enérgica reacción, se cruzó delante de mí y me miró furioso. Yo seguía impasible; confiaba en mi carácter. Pero el señor Catalán, desafiante, me gritó en un tono de voz insultante.:

-¡Así que se va sin hacer nada, eh! ¡He oído decir que mientras hay vida hay esperanza! !¿Le suena a algo esa frase?!
-Sí, pero no es este el caso. Aunque, si quiere, puedo inyectarle algún estimulante, y a ver qué ocurre…
-No es que yo quiera! ¡Se supone que usted es el que sabe de esto! ¡Usted es el veterinario! ¡No diga si yo quiero! –seguía en el mismo tono.
-Tranquilícese. Lo intentaré –entré de nuevo en el establo con mi maletín y me fui hacia la vaca, pero apenas le introduje la aguja en el lomo, el señor Catalán volvió a la carga, en forma de dos preguntas seguidas:
-¿Es un asunto caro este de las inyecciones? ¿Cuánto dinero me va a costar?
-No lo sé aún –muy a pesar mío, empecé a perder el control, y mi interlocutor no parecía poner remedio por evitarlo.
-¡Pues está claro! ¡Lo sabrá cuando tenga su pluma en la mano para hacer la gran factura!

No valía la pena responder, por lo que volví a mi tarea. Cuando apreté el émbolo y entraban las primeras gotas del líquido, la vaca estiró las patas, se quedó con la mirada fija y dejó de respirar. Instintivamente puse la mano en su corazón. Ya no latía. Muerta.

-Me temo que ya murió –lo miré.
-¿Murió? ¡Así que malgastó mi dinero con su puta inyección! ¡Vamos a ver, doctor en no sé qué! ¿Qué leche ha pasado con mi vaca? ¡¡Quiero una respuesta urgente!! –me chilló insolentemente.
-Habría que examinarla para saber el motivo. Si quiere la haré enviar al Anatómico para Animales o puedo hacer aquí mismo un estudio en la sangre. Esto es algo para lo que he venido preparado. Pero, eso sí, tomándome mi tiempo –respondí.

Comenzó a rascarse la cabeza. Su ira estaba en el punto más álgido, y sentía que quería descargarla contra mí.

-¡Esta es una situación extraña! ¡Aquí tengo una vaca muerta y nadie sabe qué ha sido lo que la mató! ¡Puede ser cualquier cosa, puede ser… Carbunco! –seguía atacando.
-¡Ni hablar! –al fin, me enfurecí-. ¡El Carbunco es repentino, y no se sabe de epidemia en esta zona y usted mismo me dijo que llevaba enferma una semana! ¡¿Cree necesario que resucite Pasteur para que, dato por dato, le explique el periodo de incubación de esta enfermedad infecciosa septisémica?! –concluí, irónico.
-¡Solo un poco enferma! ¡Pero ahora ha muerto! ¡Eso sí que es repentino! –se serenó por un momento y añadió-: a Pepe, que su granja linda con esta mía, se le murió una vaca de Carbunco. La gacetilla "Vacuno", que publicó este asunto, decía que las muertes repentinas en animales vacunos tienen que investigarse por si son causadas por ésa enfermedad, que es letal para los bovinos, como usted debe saber –apretó los dientes, enfureciéndose de nuevo, y a continuación largó:
-¡Exijo, bajo denuncia, que examinen a mi ternera!
-De acuerdo. Si es eso lo que quiere, casualmente llevo en el coche un microscopio.
-¿Microscopio? Eso suena a caro. ¿Cuánto me va a costar?
-No se preocupe por eso. En estos casos, el Ministerio paga –me fui presuroso hacia la granja.

Pero a mitad de camino, me gritó de nuevo.

-¿Adónde va ahora, doctor del diablo?!
-A su vivienda. Tengo que utilizar su teléfono para informar al Ministerio. No puedo hacer los análisis sin obtener el permiso correspondiente.

Mientras hablaba con el funcionario del Ministerio, el señor Catalán estaba a mi lado moviéndose con impaciencia. Por lo que no tuve que alzar la voz para preguntar el nuevo nombre de su granja, que dijo llamarse "Cataluña"; la edad de la vaca, de donde provenía, y otros pormenores exigidos por el Ministerio.

-¡No sabía que tenía que pasar por todo esto! –gritó de nuevo después de facilitarme los datos.

Una vez que colgué, salí hacia mi coche. Ya en él, cogí un bisturí de mi maletín y me fui hacia el establo; hice un corte en el rabo de la vaca y extraje un poco de sangre, la extendí en el portaobjetos, que llevé junto con el microscopio a la cocina de la granja; fijé la lámina pasando la muestra por el fuego de la hornilla. Luego me aproximé al fregadero y vertí Metileno. En el proceso se ocasionó una mancha azul sobre el fondo blanco del fregadero. Y allí quedó la coloración, aun limpiándola con agua tibia.

-¡Vea esto! –gritó, de nuevo-. ¡Manchó el fregadero! ¡Cuando regrese mi esposa se va a enfurecer!
-Tranquilo. Eso se quita con agua caliente, estropajo y jabón –sonreí, por no llorar, pero pude sentir que no me creyó

Finalmente sequé el portaobjetos a fuego lento, armé el microscopio y miré a través de su ocular. Como era de esperar por mí, no había bacilos de Carbunco a la vista.

-Nada de Carbunco –le dije, y añadí-: ya puede llamar al carnicero. Y conste que en el Anatómico usan unos métodos más radicales, y sin prisa, mientras yo gasté mi paciencia y empleé el mínimo tiempo para hacer las cosas bien. ¿No valora esto?
-Bueno... –contestó, distraído-. Pero tanto ruido para nada –hizo un gesto de sufrimiento.
-¡Esto es lamentable! -añadió, de pronto.

Mientras me alejaba de "Granja Cataluña" pensaba, y no era el único, que nadie salía ganando con el señor Catalán. Y esta convicción se veía reforzada el lunes siguiente, que el señor Catalán fue a nuestro consultorio, y sin los saludos obligados por la educación, dijo:

-Una de mis terneras padece de "Lengua de madera". Quiero me den tintura de yodo, para aplicársela. Pero pronto, porque ya lleva soportando esto diez días, y no puede comer.

Pérez levantó la vista de la agenda, en la que estaba revisando las visitas a realizar en la siguiente semana. Luego respondió, sonriendo:

-Está usted atrasado de noticias, señor Catalán. Ese mejunje no se aplica desde hace muchísimo tiempo. Ahora tenemos un medicamento más actualizado y más efectivo que se llama Sulfanilamida.

El señor Catalán adoptó su acostumbrada postura: manos en los bolsillos y ojos reprobadores. Y siempre permanecía en pie. Nunca aceptaba el asiento que se le ofrecíamos.

-Ese nombre es pomposo y largo. Prefiero el medicamento que he usado toda la vida. Así que deme lo que le he pedido y no me haga enfurecer y perder más tiempo –respondió.
-Señor Catalán – Pérez usó el tono más educado-, no seríamos unos veterinarios competentes si recetamos algo así -se giró hacia mí-. Amor, ¿puedes traer de la quinta estantería del almacén una bolsa de Sulfanilamida, de la última remesa recibida, que trae un útil para introducir el polvo en la boca del animal? Gracias.

Para no defraudar a su costumbre, Catalán protestaba mientras me apresuraba hacia el almacén, y seguía protestando a mi regreso. Las formas de Pérez, que eran muy diferentes a las mías, se iban endureciendo, y podía verse que por momento la paciencia se le iba agotando. Cogió bruscamente de mi mano la bolsa y empezó a escribir en la etiqueta:

-Tres cucharadas soperas, colmadas, cada día, disueltas en un litro de agua…
-¡Pero le acabo de decir que no quiero medicinas nuevas! ¿Está sordo o qué? –desafiante, interrumpió a Pérez.
-...y cuando acabe esta bolsa avísenos y le proporcionaremos otra, si es necesario –mi socio terminó de hablar y de escribir, aun la interrupción.
-¡Que no se entera! ¡Esto no va a servir! –el señor Catalán, más enfurecido, miró el medicamento.
-Señor Catalán -dijo Pérez, con calma amenazadora-. Esto va a curar a la ternera. Tenga la amabilidad de cogerlo o busque la tintura de yodo en otra parte.
-¡No la va a curar! –insistió.
-¡Sí la va a curar, joder! ¡Usted es quien no se entera! –y golpeó la mesa con el puño.

Estaba claro que ya se había hartado de tanta intemperancia ¡Anda que si hubiese sido Pérez el que hubiese ido a la última visita que "solicitó" el señor Catalán...!

-Cójalo y aplíqueselo a la vaca. Y si no funciona, no le cobraremos una perra gorda. ¿Qué? –añadió, medio calmado.

Obtener algo a cambio de nada es irresistible para todo ser humano, y más para el señor Catalán, tan "preocupado" siempre por su economía y tan acostumbrado a salirse siempre con las suyas. Estiró la mano, de malas maneras, y cogió la bolsa.

-Bien –Pérez lo miró-. A partir de ahora manténgase en contacto con nosotros. Su ternera sanará en quince días.

Transcurridos diez días de ese episodio, Pérez y yo habíamos salido de noche para atender juntos una urgencia. De regreso, pasamos próximos a "Granja Cataluña!. Eran las siete de la mañana.

-Amor –me dijo Pérez-. Detengámonos. Aún no hemos recibido noticia de nuestro 'amigo' Catalán. Sospecho que no quiere dar su brazo a torcer -me miró, sonrió y añadió- vamos a restregarle su error en la cara, aunque con ese tío nunca se sabe
–hizo una pausa y agregó de nuevo-: quizá se haya levantado ya.

Pérez condujo hasta la parte trasera de la granja. Llegamos a la puerta de la cocina y, sin pensar, alzó la mano para llamar, pero se detuvo en el intento, y me dijo, en voz baja:

-Mira eso –señaló el almacén, junto a la casa: en el llano de la ventana estaba la bolsa de Sulfanilamida, intacta.
-Ni la ha abierto. Este estúpido es además un soberbio. Ni siquiera lo intentó. Bueno.... qué le vamos a hacer. Pero a ver quién gana al final -se refregó las manos.

El señor Catalán, que al parecer había escuchado un sonido de voces, abrió la puerta. Y Pérez, para mi sorpresa, lo saludó efusivamente.

-¡Muy buenos días tenga usted, señor Catalán! Pasábamos por aquí y pensábamos que podíamos inspeccionar a su ternera
-extendió la mano, sin ser correspondido. Añadió-: nuestra visita es gratis, siempre en pro de nuestra clientela. Nos gusta ver in situ la eficacia de nuestros medicamentos –añadió de nuevo, sin dar importancia a la descortesía recibida.
-Pero… apenas me puse el pantalón. Estaba tomando un café cuando oí una voz. Supongo que habrán desayunado… Y en cuanto a lo que dice, mi vaca no necesita revisión.

Sin embargo su negativa, Pérez ya iba hacia el establo. La ternera era fácil de localizar: la piel se le atirantaba en el saliente costillar, la baba corría en la boca, y tenía una hinchazón en la quijada. Pérez se acercó al animal, le abrió la boca y tocó la lengua, a la vez que me hizo una seña para que me aproximase más a él. Me puse a su lado.

-Toca esa lengua -me dijo, sabiendo lo que ocurría.

Pasé el dedo sobre la superficie, llena de protuberancias, que en el jerga de granjeros le daban el calificativo de "lengua de madera" a esa enfermedad, cuyo verdadero nombre es Atinomicasis. Pero los veterinarios la denominan Lengüinomicosis.

-¡Si puede comer es de puro milagro! -me olí el dedo-. Un momento, huele a yodo. ¡Se salió con las suyas! ¡Este hombre!
-Sí -asintió-. Ha estado recurriendo al yodo, aun lo que dije. Se va a enterar. Te repito que a ver quién gana al final.

En ese momento, el señor Catalán entró al establo. Pérez lo miró con gesto desdeñoso. Pero siguió hablándole amable:

-Estaba usted en lo cierto, señor Catalán. Mi medicamento no vale. No lo entiendo –llevó la mano a la barbilla-. Y me temo que su vaca es un desastre. Muerta de hambre. Mis disculpas. Pero, en vista de lo cual, tendré que recurrir a un contundente pero eficaz remedio.

La cara del señor Catalán era digna de un film de Hitchcock.

-Bueno… verá… No apliqué al pie de la letra sus…
-Escuche -lo interrumpió-. Soy el responsable de este caso. Mi receta ha fallado, es evidente. Así que, aparte de no cobrar nada, me toca a mí solucionar este problema. Y tengo preparada una inyección que por sí sola puede servir para… "poner a dormir" a la vaca.
-¡Espere…! ¡Espere…! ¡No haga eso…!

Las palabras del granjero eran pasadas por alto mientras Pérez llenaba una jeringuilla con el contenido de un frasco, que no me dio tiempo a reconocer su contenido. Con la aguja lista ya, lanzó una mirada maliciosa hacia el señor Catalán:

-Usted ha hecho su trabajo, utilizando la Sulfanilamida. Pero ahora es mi turno. Esta inyección causa un efecto radical. Y es lo único que puede hacerse ya.
-¿Quiere decir que puede morir mi ternera?
-Así es –afirmó-. Pero su conciencia queda libre de culpa. No tiene por qué preocuparse. Ya le ha dado la medicina, ¿no? Así que serénese. En la medida que pueda, claro… -sus últimas palabras las pronunció con retintín, mirándome.

Cuando Pérez estaba a punto de introducir la aguja en el lomo de la ternera, el señor Catalán gritó:

-Deténgase, doctor Pérez! ¡Se lo ruego!
-¿Qué ocurre? ¿Hay algo malo?
-Espera, Pérez. Parece que el señor Catalán tiene algo que decir –tercié, creyéndome lo de "ponerla a dormir".
-No mucho, doctor Amor. Pero quizá ha habido un malentendido Mi ternera no ha estado recibiendo una cantidad suficiente de eso que el doctor Pérez me recetó.
-¿Quiere decir que le ha aplicado menos? –juntó sus manos, con los dedos apiñados, la cabeza alta y los ojos mirando hacia el azul, a lo italiano. Y añadió-: si lo recuerda, le puse las instrucciones en la bolsa. Y usted sabe leer, ¿no?
-Disculpe, doctor Pérez. Pero estaba confundido…
-No importa. Todo irá bien, siempre que siga administrándole la dosis adecuada –insertó la aguja desatendiendo los gritos del cliente. Sonrió con satisfacción y guardó la jeringa-: creo que esto es suficiente. Y recuerde. Reinicie las cucharadas. No debe dejar de hacerlo por ningún motivo. ¿De acuerdo? Y siga hasta que termine la bolsa. Y si necesita más, avísenos. Ya sabe: San Nicolás, calle Real 19, teléfono… o a mi casa o a la del doctor Amor y a cualquier hora. Estamos muy habituados a las urgencias. Quizá usted ignore nuestra plena dedicación porque solamente acude a nosotros de tarde en tarde y en casos extremos y desesperados.

-¿Qué demonios había en esa jeringuilla? –le pregunté a Pérez mientras el coche se iba alejando de la granja.
-Una mezcla de vitamina y minerales. Ayudará a esa becerra. Pero, como sabes, no produce ningún efecto en la enfermedad que padece. Esto es la primera parte de mi plan –sonrió-. Ahora tendrá que acudir al Sulfanilamida. Será interesante. Estoy ansioso por ver qué pasa. Pero si pasa lo que presiento…

¡Y ya lo creo que fue interesante! Pasados unos días, el señor Catalán, avergonzado, vino al consultorio. Y ahora fue amable y considerado. ¡Incluso aceptó el asiento que le brindamos!

-¿Pueden venderme, por favor, una bolsa de eso de nombre largo y pomposo pero efectivo? -dijo, ¡y mirándonos a los ojos!
-Claro -Pérez cogió una bolsa que había en una silla de la oficina y, amable, la puso en la mano del señor Catalán-. Tenga, y ya sabe, estamos aquí para atender a los animales. Y no se dé por aludido –hizo una pausa y sonrió. Y añadió-: supongo que su ternera se encuentra mejor, ¿no?

En ningún momento se me ocurrió pensar que Pérez iba atreverse a decirle: "y no se dé por aludido…".

-Sí, doctor Pérez. Mucho mejor. Muchas gracias.
-Dejó de babear? ¿Come ya? ¿Está recuperando peso?
-Sí, todo eso –apartó la mirada, como no queriendo recibir más preguntas.

Cuando Pérez le dio la bolsa, vi que el granjero se sorprendió de que esta vez estuviese tan a mano, y no hubiera que ir a por ella a la estantería. Pero, aun sus buenas formas, solo se permitió enviar una mirada suplicatoria de perdón a Pérez y a mí. Después, salió del consultorio, no sin antes estrecharnos la mano. Nunca antes había visto a aquel hombre tan dócil, tan educado y tan comprensivo.

Fuimos a observarlo a través del cristal de la ventana. Caminaba y movía la cabeza de un lado a otro, como apesadumbrado: signo de insatisfacción. Pérez me dio unas palmadas en las mejillas, como festejando el éxito de su plan.

-¡Funcionó! -dijo, a la vez que saltó de júbilo-. El pájaro ha caído en su propia red. Me da que no volverá a jugar sucio con nosotros. Pensaba que no iba a funcionar, pero funcionó -y de nuevo fue mi socio, el que dijo, en exultante exclamación, las últimas palabras. Palabras que sonaban a triunfo.
-¡Amigo Amor, estamos de enhorabuena! ¡Esta ha sido, sin duda, una victoria trabajada!

Cierto. Una victoria trabajada. Y fructífera también. Y más por saber a quién derrotábamos. Pero, cuando con el paso del tiempo la recuerdo, me doy cuenta de que aquella fue la única vez que pudimos vencer al controvertido y desaprensivo señor Catalán. Lo peor es que aún hay muchos Catalán, en diferentes ámbitos y ambientes, y pocos Pérez para contrarrestar. Pero entonces, nos quedó la gran satisfacción de que sabíamos que ya había un Catalán menos. Triunfó, pues, la paciencia y el espíritu persuasivo de Pérez. Y lo mejor de todo fue que el propio señor Catalán mostró y demostró sus buenas formas en todos y cada uno de los cometidos que iba afrontando en lo sucesivo, con la metamorfosis experimentada.


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Antonio Chávez López
Sevilla mayo 1995



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Mensaje  achl Mar Mar 01, 2022 2:06 pm



El Cloroformo

El granjero se encontraba en el establo sujetando el rabo de mi paciente. Apenas le vi la cabeza, deduje que el barbero de San Nicolás, el sesentón Tomás, había vuelto a hacer de las suyas. Era un domingo por la mañana y todo encajaba.

-¿Estuvo usted anoche en "La Chuleta"? –le pregunté, mientras ponía el termómetro a la vaca.

Se pasó varios dedos sobre la cabeza, en un gesto de desconsuelo, e inmediatamente después trató de cubrírsela. Pero no podía: no tenía su gorra a mano.

-Así que se ha dado usted cuenta, doctor Amor. ¿Tan mal me ha dejado? Debí haberlo pensando antes de elegir un sábado por la noche.

Tomás era el único barbero que teníamos en San Nicolás. Le gustaba su trabajo, pero también, y mucho además, la cerveza. De hecho, todas las noches llevaba sus bártulos al bar "La Chuleta", y por el módico precio de una jarra -tres cuartos de litro de cerveza-, hacía un corte de pelo rápido, en el aseo de caballeros, a todos los que solicitasen sus servicios. Con la cerveza a un duro la jarra, era un buen negocio.

Pero los clientes sabían bien a lo que se exponían. Si las ingestiones de Tomás habían sido moderadas, salían ilesos de la experiencia; la moda allí no era exigente en cuanto al estilo de corte. Pero si eran superiores a las seis jarras de costumbre, como ocurría los sábados noche, los resultados eran terrible para las cabezas de los héroes que se prestaban. La "renta" que merecía la cabeza del granjero que tenía a mi lado, corroboraba mis razonamientos.

Le miré de nuevo la cabeza. Los antecedentes indicaban que Tomás andaría por la marca de las diez jarras cuando hizo ese corte. En la zona superior, podía verse un estrecho surco, cavado al azar, con ambos lados desnudos, alternados con algún mechón. Hubiese sido interesante haber podido ver la parte trasera, seguro que había allí algún mechón, en forma de cola, o alguna cosa furtiva. Desde luego, la cabeza de este granjero era un poema. Aproveché esos instantes de antes de colocarse la gorra para ver la parte de atrás. Y, en efecto: diez jarras. Luego de éstas, tendía a abandonar toda prudencia y corría en la cabeza de sus víctimas con la maquinilla, dejando las puntas medio calvas. El típico corte de un recluta, que le es necesario cubrir, durante algunas semanas siguientes al calvario.

Pero yo siempre me aseguraba. Cuando necesitaba un corte, iba a su local, y allí tenía la certeza de encontrarlo en un estado de total sobriedad.

Días después de este episodio, esperaba mi turno en la barbería, con mi perro "Balú2" debajo de la silla, jugueteando con las patas de la misma.

Había un tipo grandote sentado en el sillón de barbero. Su cara, reflejada en el espejo, se contraía con largos espasmos de dolor. La explicación a eso era bien sencilla: "Tomás no cortaba el pelo, lo arrancaba", debido no solo a que su instrumental era obsoleto y necesitaba con urgencia un afilado, sino a que, con los años, había ido perfeccionando algunos movimientos giratorios con la muñeca al final de cada pasada de la maquinilla que tiraba del pelo y después lo arrancaba de cuajo.

Lo sorprendente era que todos acudíamos a Tomás, aunque había un barbero en Cazalla de la Sierra (pocos kilómetros), que incluso se desplazaba a San Nicolás con solo tener dos clientes solicitando sus servicios. Pero preferíamos a Tomás, tal vez porque nos caía bien, o tal vez por ese absurdo pique entre pueblos. El caso era que todos los peluqueros forasteros tenían poco que hacer en nuestro pueblo.

Sentado yo en una silla de su barbería, miraba a Tomás mientras trabajaba. Era un tipo bajito, menudo, calvo, pero con una sonrisa espontánea y agradable, que nunca abandonaba sus labios. Su sonrisa y una mirada muy especial, ultraterrenal diría yo, le daban un encanto fuera de lo común.

Luego que aquel el tipo grandote se levantase del sillón, con gestos de alivio porque había acabado su Gólgota, rulaba en su alrededor, cepillándole y hablándole en tono cordial. Se le veía cariño por sus semejantes y sabía mimar a su clientela, que le correspondía, "a pesar de los pesares".

Al lado de su cliente de turno, Tomás parecía un enano. En el pueblo había interés por saber en dónde podía meter tanta cerveza como bebía. Incluso ahora, después de unos años en San Nicolás, me daba cuenta de que los más fortachones del pueblo no podían competir con él. Y menos yo, que luego de una jarra me mareaba. Lo curioso es que difícilmente puedo recordar haber visto borracho a un nativo de allí. Apenas entraba la cerveza en su barriga se volvían joviales, dicharacheros, y rara vez perdían el equilibrio, o hacían alguna tontería. Tomás, por ejemplo, podía tomar seis jarras cada noche, excepto los sábados noche que la dosis la aumentaba a diez jarras, sin que cambiase su aspecto. Lo que cambiaba era su destreza, que para las cabezas de sus inocentes víctimas no era precisamente poco.

-Hola, Doctor Amor –me miró-, me alegro de volver a verlo de nuevo -me envolvió con su cálida sonrisa, al paso que señaló el sillón-. ¿Está usted bien? –añadió, preguntándome.
-Bien, gracias -respondí-. ¿Y usted? –le pregunté, a su vez.
-Bien -empezó a acomodar la tela bajo mi barbilla y sonrió al ver a Balú2, que se colocaba bajo el lienzo.
-Doctor Amor. ¿Es cierto que su perro es su amigo y que nunca lo pierde de vista? –añadió preguntándome.
-Así es. Y no me gusta ir a ningún sitio sin él. Me ayuda, además de la fidelidad y el cariño que me profesa. Por cierto, ¿no iba usted con un perro el otro día? -le pregunté, a su vez, al tiempo que hacía girar el sillón.

Me miró, tijeras en mano.

-Sí. Una antigua vagabunda. La saqué del asilo para perros y gatos de Cerro Hiero, que tan bien dirige la Hermana Alegría, y es todo un personaje –hizo una pausa, y añadió-: ahora que nuestros hijos se han emancipado, mi mujer y yo pensamos en un perro, y la verdad es que la disfrutamos mucho.
-¿De qué raza es?
-Ahora que lo pregunta, creo que es mestiza. Pero no sabría asegurarlo. Aunque para mi mujer y para mí, vale más que todo el oro del moro. Espere un momento. Voy a ir a por ella para que la vea.

Se fue hacia la escalera, puesto que vivía en los altos de la barbería, y al poco volvió con su mascota en los brazos. La perra me miró con tanto desparpajo que parecía que ya éramos amigos de siempre. Le correspondí con una caricia.

-¿Qué le parece? ¿A qué es bonita? -la dejó sobre el suelo, para que pudiera verla caminar.

Parecía una oveja en miniatura, con ese pelaje gris claro, largo y rizado. Era de un linaje extraño, pero el alegre movimiento de su rabo garantizaba un buen carácter.

-Me gusta, Tomás –respondí, mientras la miraba-. Pienso que ha escogido una ganadora –añadí.
-Eso mismo es lo que pensamos mi señora y yo.

Se agachó y acarició a su rechoncha mascota, a la vez que cogió unos mechones de su pelo y los deslizó entre sus dedos pulgar e índice de la mano derecha. Tal maniobra resultaba extraña, pero se me ocurrió pensar que estaría acostumbrado a hacer eso mismo en las cabezas de sus clientes. "Y ellos a experimentarlo".

-Decidimos llamarla Venus –añadió, de pronto.
-¿Y por qué Venus?
-Por lo luminosa que es -su tono era solemne.
-Pues sí. Un nombre muy apropiado, digno de la Hermana Alegría.

Dejó que la perra correteara por el local. Se lavó las manos, cogió las tijeras y, una y otra vez, sostenía entre sus dedos un mechón de pelo. Repitió lo mismo antes de cortar. No atinaba a entender el por qué de que hacía eso…

Sentía unos tirones apenas las melladas hojas de las tijeras se cerraban. Pero las cosas no iban tan mal hasta que cambió a la maquinilla. Entonces, me agarré en el sillón, como si estuviera en el dentista. El tirón final de cada pasada, que arrancaba de raíz, incluso hasta el último pelo, obligaba a gesticular frente al espejo. Se me escaparon dos ¡ay!, pero Tomás no daba muestras de haberlos oído. Jamás le vi reaccionar ante los gritos ahogados de dolor de sus clientes. Y, aunque muy lejos de ser un hombre arrogante, se consideraba un barbero superdotado. Incluso en esa vez, apenas hizo el toque final soltó una sonrisa radiante y, acercando su cara a mi cabeza, daba tijeretazos aquí y allá, antes de sacar un espejo y preguntarme:

-¿Se ve usted bien así, doctor Amor?
-Más o menos, Tomás -una sensación de alivio daba calidez a mi voz. Lo miré y sonreí.
-No, si cortar el pelo no es difícil. El quid está en saber cuánto hay que cortar y cuánto hay que dejar –concluyó.

Esas palabras se la había oído decir miles de veces, pero sonreí de nuevo, forzado, mientras cepillaba mi chaqueta.

El cabello me crecía rápido, pero no tuve que regresar a la barbería para ver a Tomás. Vino a mi consultorio, con su perra en los brazos. Era su perrita una criatura distinta a la plácida que había visto semanas atrás Echaba espuma por la boca, tenía arcadas y, desesperada, se frotaba el hocico con una de las patas delanteras.

-¿Qué le ha ocurrido? ¿Se ha tragado algo? –le pregunté.
-Un hueso de pollo, doctor Amor –respondió, preocupado.

Le lancé una mirada fulminante.

-¿Hueso de pollo? ¡Qué barbaridad! ¿No sabe usted que no se debe dar huesos de pollo a un perro?
-Lo sé. Pero hoy comimos pollo, y Venus fue a rebuscar en el cubo de la basura. ¡Dios! Está claro que nunca se puede perder de vista a estos revoltosos –y añadió: cuando pudimos darnos cuenta, y menos mal que fue enseguida, tenía en la boca un hueso. Y ahora se está ahogando. ¡Tiene que salvármela! –se encontraba al borde del llanto.
-No creo que Venus se esté muriendo, ni que le guste verlo así. Debió pensar que más vale prevenir que curar. Pero, ahora, a lo hecho pecho.

Luego de la regañina, miré la boca de Venus y le dije a su amo:

-Según mueve la pata sobre la boca, puedo decirle que hay algo atascado en alguna parte.

Le abrí la boca y vi aliviado una astilla de hueso, aprisionada entre los molares traseros que cruzaban el paladar. Eso pasaba a menudo, pero se solucionaba utilizando unas pinzas. Puse la mano sobre el hombro de Tomás:

-Ya puede dejar de preocuparse, se trata de una astilla encajada en los dientes. Voy a llevar a Venus al cuarto de curas, y en pocos minutos la extraeré.

Mientras íbamos hacia la parte trasera del consultorio, donde se hallaba el cuarto de curas, Tomás se iba tranquilizando, a la vez que acariciando y besando a su perra.

-¡Gracias a Dios! Pensé que no tenía remedio. Y francamente le hemos cogido cariño. No puedo resistir la idea de perderla.
-Ni lo piense –dije, y subí a Venus a la mesa; busqué en el botiquín unas pinzas largas-. No tardaré en sacarla.

Mi hijo Julio, que ya contaba 9 años, nos había seguido y nos miraba, a la vez que silbaba la música de una copla, mientras yo seguía buscando las pinzas. Aunque Julio no estaba siempre en el consultorio, había visto antes este tipo de operaciones, por lo que no se le veía entusiasmado. Pero en la actividad veterinaria no se sabía nunca qué era lo que podía pasar. Valía la pena esperar. Podía ocurrir algo. Julio, con las manos en los bolsillos, oscilando el cuerpo sobre los talones, seguía con sus silbidos, pero sin dejar de mirarnos.

Por lo general, estas pequeñas operaciones se reducían a abrir el hocico del perro, coger el hueso con las pinzas y sacarlo. Pero, en este caso, apenas Venus vio el brillo del metal, aterrorizada saltó. Y lo mismo su propietario. Traté de tranquilizar a Tomás, para que a su vez tranquilizase a su mascota, y ésta, finalmente, tranquilizase al veterinario, a mí.

-No voy a lastimarla. Sujétele la testa unos cuantos segundos para que yo pueda hacer mi trabajo. Creo que le gustará saber que este trabajo lo he hecho ya otras veces y siempre con éxito -sonreí.

Tomás me devolvió una forzada sonrisa, cogió a su perra del cuello, y cerró los ojos.

Venus se sacudía con violencia, a la vez que empujaba mi mano con una de sus patas, acompañando sus lamentos con los de su amo. Cuando, por fin, metí las pinzas en el hocico, lo cerró con fuerza alrededor del instrumento, obstinándose en no soltarlo. Finalmente, Tomás no pudo soportar más y dejó de sujetar a su mascota, que saltó hacia el suelo, mientras Julio la miraba con gesto de comprensión, y yo a su vez intentaba persuadirla para que se nos acercase de nuevo.

-¡Vamos a por ella! -le dije a Tomás.

Extendió las manos trémulas hacia Venus; pero, cada vez que trataba de cogerla, se escurría. Sufriendo, se puso boca abajo sobre el suelo y empezó a llamarla. Julio soltó una risotada. Las cosas estaban poniéndose divertidas para él. Nunca antes lo había pasado tan bien en una situación similar.

Ayudé a Tomás a levantarse del suelo, al tiempo que le dije en una actitud seria:

-¡Voy a acabar con esta lucha aplicándole a Venus una dosis de cloroformo! ¡Así empezaré y terminaré antes!
-¿Va a dormirla? -palideció-. ¿Estará bien? ¿No pasará nada? ¿Está usted seguro de lo que va a hacer?
-Confíe usted en mí y vuelva en dos horas. Para entonces, estará como si nada –razoné mientras lo invité a salir del cuarto-. Si seguimos perdiendo el tiempo, lo único que conseguiremos será prolongar la ansiedad en el animal –agregué.
-En ese caso, me voy. Aprovecharé para hacer una visita a mi hermana Teodora, que vive cerca de su consultorio. Regresaré de nuevo en el tiempo que me ha dicho –respondió, y se fue hacia la puerta de salida a la calle.
-De acuerdo. Pero procure no venir antes.

Esperé hasta escuchar el sonido de la puerta que se cerraba, y después preparé el cloroformo. Al igual que un niño, cuando un padre no está, en ése caso un dueño de un perro, un perro no se pone tan difícil en obedecer, por lo que no costó volver a subir a Venus a la mesa de curas. Le inyecté el cloroformo, y en pocos segundos, ya estaba profundamente dormida.

-Ya no hay problema, Julio -dije a mi hijo, a la vez que abría la boca de Venus. Agarré el hueso con las pinzas y lo extraje-. ¿Ves? Ya está -tiré el hueso al cubo de la basura-. Sí, Julio. Ésta es la manera más profesional de hacer las cosas. Nada de forcejeos innecesarios y ridículos.

Julio asintió de malas ganas. Las cosas ahora eran aburridas para él. Pensaba en más acción, en ver que Tomás de nuevo se echase al suelo y luchase por coger a la perra. Pero el asunto se había vuelto soso. Mi hijo ya no reía.

Pero mi satisfacción se congeló. Estaba observando a Venus, y vi que no respiraba. Traté de no pensar en las sacudidas que sentía en el estómago, pues siempre había sido un anestesista muy nervioso. Me decía, una y otra vez, que no había ningún peligro. Le había aplicado la dosis adecuada, y el Pentotal, a veces causaba estas raras reacciones. Lo sabía por experiencias anteriores. Pero al mismo tiempo pedía a Dios que Venus volviese de nuevo a respirar.

Su corazón latía correctamente. Presioné con delicadeza el costillar varias veces; nada. Le abrí los ojos; no había reflejos en las córneas. Mientras miraba a Venus, Julio nos miraba. Su instinto para lo impredecible seguía despierto.

Y el instinto de mi hijo fue certero. Levanté a Venus y la sacudí varias veces por encima de mi cabeza. Salí zumbando en el pasillo hacia el jardín y tropecé con la enredadera. Se podían oír los pasos de mi hijo, que se nos seguía. Creo que esta fue la única vez que me vio en un estado de angustia. Y lo peor era que parecía que se estaba contagiando. Pero, nada más lejos de la realidad…

Abrí nervioso la puerta que daba al jardín y salí en tromba. Venus no se movía, y sus ojos seguían fijos. ¡No era posible que esto me estuviese pasando! Intenté disimular, para no asustar más a mi hijo, que seguía detrás de mí.

Me paré. Sujeté a Venus de las patas traseras y comencé a girar con los brazos extendidos. Alcancé una buena velocidad. Al parecer, semejante sistema de reanimación ha caído en desuso, pero en esa época era común. Desde luego, contaba con la aquiescencia de mi hijo. En su ignorante contento por el comportamiento de su padre, reía con tanta fuerza que cayó cuan largo en el césped. "Y pensar que creía que estaba angustiado", me dije. Cuando me paré y miré el costillar de Venus, aún inmóvil, mi hijo empezó a gritar: "¡otra vez, papá!" No tuvo que esperar mucho para que su padre comenzase de nuevo a dar vueltas en el jardín, con Venus subiendo y bajando en el aire, como un pájaro.

Todo eso superaba las expectativas de mi hijo. Su curiosidad se recompensó con creces. Aún recuerdo la escena: mi tensión nerviosa y mi angustia por la cercana posibilidad de que muriera la perra y, como fondo, la risa escandalosa de mi hijo, que no acertaba a comprender el peligro de muerte que acechaba al canino.

No sabría decir a ciencia cierta las de veces que paré y volví a girar, pero, finalmente, en uno de esos compases, el tórax de Venus empezó a subir y a bajar rítmicamente, y sus ojos parpadeaban. Jadeando de alivio, me eché boca arriba en el césped del jardín, mientras se iba regularizando la respiración en Venus, que se relamía. Julio empezaba de nuevo a decepcionarse.

-¿Ya no va a haber más, papá? –me preguntó.
-No, no va a haber más, hijo -me senté, puse a Venus sobre mis brazos y le hablé-: "tranquila, ya ha pasado todo".
-Eso fue gracioso. ¿Por qué lo hiciste? –me preguntó mi hijo.
-Para hacer que respirase la perra –respondí.
-¿Siempre haces eso mismo para que respiren? –me preguntó, de nuevo.
-Solo a veces –respondí, me puse en pie y llevé a Venus a mi despacho.

Cuando Tomás regresó, Venus se hallaba medio normal. No podía ni imaginar lo que había pasado, y decidí no informarlo. Previamente le dije a Julio que la postura de silencio que íbamos a adoptar no significaba mentir, sino lo más aconsejable en estos casos.

-Aún sigue un poco mareada, pero pronto se le pasará –expliqué a Tomás.
-¡Eh! ¿No es maravilloso? ¿Y el hueso…?
-Ya no está -le abrí la boca a Venus- ¿Puede usted comprobarlo? Mire, mire… –respondí, rebosante de alegría.
-¿Le causó molestias? –me preguntó, con voz feliz.

Tragué saliva antes de responder. Pensé que decirle que Venus había estado a punto de morir, le iba a proporcionar dolor, y no le habría hecho conservar la fe en mis conocimientos como veterinario. Solo por esos motivos, sensatos por otro lado, le dije la más piadosa de las mentiras:

-En realidad, ha sido una intervención sencilla.
-Muy agradecido, doctor Amor -se agachó sobre su perra y de nuevo pude ver la forma extraña en que dejaba resbalar el pelaje del animal entre sus dedos.
-Así que has estado flotando en el aire, ¿no, Venus? –dijo en voz baja, pero audible.
-¿Quéééé le hace decir eso? -sentí una punzada en el cogote.

Volvió los ojos hacia mí, con esa mirada ultraterrenal…

-Podría decirse que flotaba mientras permanecía anestesiada Una sensación graciosa, ¿no cree? Pero no tiene importancia. Ha sido una simple ocurrencia mía.
-¡Ah… sí…! –también yo sentía algo gracioso. Lo miré-. Será mejor que se lleve a Venus enseguida a su casa. Y procure que repose. Y, en lo sucesivo, tenga más cuidado con lo que come. No debe husmear en el cubos de la basura.

Cuando salió con su perra sobre los brazos, me quedé tranquilo... "flotando… flotando…".

Veinte días después de aquello, me encontraba sentado de nuevo en el sillón de la barbería. Por norma, Tomás comenzaba a cortar el pelo con las tijeras, para luego rematar con la maquinilla de temibles dientes. Pero esta vez lo hizo al revés. En un intento por aliviar mi dolor, rompí a hablar.

-¿Cómo, ¡ay!, sigue Venus?
-Muy bien -me brindó una sonrisa, a través del espejo, mientras arrancaba un mechón con su peculiar giro de muñeca-. El caso es que es bueno tener fe en el veterinario. Sabía yo que Venus estaba en buenas manos –agregó.
-Es, ¡ay!, agradable oír eso. Muy amable de su parte.

Cansado de intentar hablar mientras Tomás seguía haciendo de las suyas, traté de concentrarme en otras asuntos. Ponía en práctica este pequeño truco cada vez que iba al dentista. Pensé, con total concentración, en el jardín de mi consultorio. Era urgente cortar ese crecido césped. Estaba esa maleza que tenía que retirar, no bien tuviera tiempo libre. Veía la conveniencia de fertilizar los tomates e incluso la posibilidad de instalar el nuevo sistema de riego por goteo…, cuando la voz del barbero me apartaba de mis pensamientos y me devolvía a la barbería…

-Doctor Amor –en ese momento retenía entre sus dedos un mechón de pelos-. A mí también me gusta la jardinería.
-¡Quééééé! -salté del sillón, cual resorte-. Hace un instante estaba pensando en mi jardín.
-Ya lo sé -mantenía la mirada ausente, mientras seguía con su labor-. Me vienen de pronto sus pensamientos. Me llegan a través de su pelo.
-¿Queéééé? –repetí ésa exclamación-. ¡Explíquese, que no le comprendí!
-Mire, el pelo brota del interior de la cabeza y luego extrae los pensamientos y me los envía.
-¡¿Bromea?! –sonreí. Pero la sonrisa sonó a boba.
-No bromeo. Llevo percibiendo esta sensación desde hace cuarenta años, y aún sigo –hizo una breve pausa, alzó la cabeza y siguió-: pero estoy seguro de que podría originar problemas si confesase lo que he podido captar del pelo de mis clientes que he tenido la oportunidad de atender a lo largo de ese tiempo de mi profesión. Pero no hablaré. Porque si yo hablase… si hablase... Pero mejor no. Callar, y más en estos casos, es una virtud que solamente la poseen las personas prudentes. Y yo soy una persona prudente –concluyó.

Me sumergí en la tela que me cubría. No tenía sentido lo que aquel hombrecillo acababa de decir. Pero, por si acaso, tomé la firme decisión de no pensar en el cloroformo de Venus mientras su amo estuviera cortándome el cabello. Y si no pudiese evitar pensar en eso, contactaría con el barbero de Cazalla de la Sierra, o me dejaría crecer el pelo cual profeta, a ver si esto me ayudaba a adivinar los pensamientos de los demás. A todo eso y a más estaba yo dispuesto con tal de que Tomás no recibiese información de mi pelo.

En efecto. Mi intuición sobre la mirada ultraterrenal de Tomás, no había fallado. En la actualidad, mi esposa y yo lo vemos a veces paseando acompañado de su señora, ambos ochentones ya, y recordamos "sólo" a Venus, evidentemente ya fallecida, y a la astilla de hueso de pollo.

Esto ha sido, sin duda, lo más insólito e inédito que me ha ocurrido a lo largo de mi extensa carrera profesional, que, por cierto, cada vez que lo recuerdo, no puedo evitar estremecerme.

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Antonio Chávez López

Sevilla mayo 1995



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Mensaje  achl Mar Mar 01, 2022 5:28 pm



La Cabra tira al monte

-¡Ay, ay, ay...!

Sollozos entrecortados que salían del teléfono me despertaron por completo. Era la una de la madrugada, y mi mujer y yo estábamos en el "afanoso intento" de un hermanito para Julio.

-¿Quién llama? –pregunté, después de descolgar.
-¡Soy don Jaime y llamo desde Cerro Hierro, doctor Amor! –podía oír un tono de voz que suplicaba-. ¡Por favor, por favor, le suplico que venga a ver a mi Joya! ¡Se está muriendo!
-¿Joya?
-¡Es mi perrita, está muy inquieta y jadea como si no pudiera respirar! ¡Venga rápido! ¡Venga rápido! ¡No se demore! –y se apresuró en añadir: ¡vivo en la primera fila de casas, la número dos, paralela a la vía de ferrocarril, en Cerro Hierro!
_Sé donde es. En quince minutos estaré ahí.
_¡Gracias, gracias! ¡No se demore, no se demore!
-Tranquilícese. ¿Qué edad tiene Joya? –le pregunté, para preparar algún medicamento mientras.
-Un año. Pero está crecidita –respondió, más calmado.
-Para esa edad puede administrarle, si lo tiene en su casa, una medida de Carprofeno, para eliminar posible fiebre. Además, facilítele la respiración abanicándola, con breves intervalos.
-Eso haré. Dios se lo pague. Dios se lo pague –asintió, amable y repetitivo. Más tranquilo se despidió y colgó, no sin antes pedirme de nuevo urgencia.

Saqué los pies de la cama. Mientras me vestía, mi esposa, que la despertó también el agudo timbre el teléfono, se reclinó sobre la almohada.

-¿Qué es lo que pasa ahora, Amor? Entre una cosa y otra, nos falta tiempo para…
-Es un caso urgente. Esta noche "seguiremos". Pero ahora tengo que salir. No puedo perder más tiempo.

Me lancé escaleras abajo hacia el garaje. Siempre había sentido admiración por los colegas veterinarios que mantenían la calma en situaciones así. Mi destino, bien conocido por mí, estaba a diez minutos, por lo que no tuve tiempo para pensar antes de llegar. Conduje a alta velocidad. A esa hora, la carretera era para mí solo. Llegué a Cerro Hierro, fui a la casa, llamé al timbre, se encendió la luz del jardín, se abrió la puerta y apareció un hombre que dijo llamarse don Jaime: bien parecido: alto, cuerpo atlético, pelo canoso, buen porte, y de unos setenta años, con la apariencia del aristócrata y escritor don José Luis de Vilallonga, acentuado con prominentes facciones que daban al rostro más distinción. Era un fumador empedernido de tabaco rubio americano.

-Pase –dijo con voz entrecortada. Las lágrimas corrían por sus mejillas-. Gracias por venir a ayudar a mi Joya a esta hora de la madrugada

Mientras hablaba me llegó un fuerte olor a whisky, que me hizo volver la cabeza. Me precedió rumbo a la cocina, y pude ver un marcado tambaleo en el caminar.

Mi paciente estaba postrada en un cesto, al lado de la hornilla de una cocina, lujosamente equipada.

Sentí satisfacción cuando vi que era un animal sumiso. Me arrodillé junto al cesto y miré con atención. Tenía la boca abierta y la lengua colgaba de lado, pero no la veía en una situación de angustia. De hecho, movía el rabo mientras la acariciaba. Y de ninguna de las maneras parecía una dolencia achacable a lo físico.

-¿Cómo la ve? Se trata del corazón, ¿verdad? -se inclinó sobre su perra, y las lágrimas volvían a caer sin control.
-Tranquilícese. No se angustie. Yo no la veo tan mal. Pero, antes de poder darle un diagnóstico, permítame examinarla.

Puse el estetoscopio sobre el costillar de la perra y oí unos rítmicos latidos de un corazón sano. Le tomé la temperatura: sin problemas, normal. Mientras le palpaba el abdomen, don Jaime me interrumpió de nuevo. Vi en él una actitud de angustia.

-El problema es -hablaba con dificultad- que he abandonado a mi pobre perrita. Todo el día lo he pasado en la ciudad de Sevilla, sin siquiera dedicarle un simple pensamiento.
-¿La dejó sola todo el día?
-No. Belén, la señora que se ocupa de la limpieza, permanecía con ella todo el tiempo.
-Entonces -sentía que me estaba inmiscuyendo- ¿no habrá sido que Belén le puso de comer y no la controló?
-No lo sé –replicó, tronándose los nudillos-. Pero no debí dejarla. Piensa en mí. Si pudiera ver la alegría que experimenta apenas me ve aparecer...

De pronto, sentí que un lado de mi cara hormigueaba, a la vez que salían gotas de sudor. El problema estaba resuelto.

-La han puesto demasiado cerca a la hornilla. Jadeaba porque tenía calor y el calor no la dejaba digerir la comida. Además, con todo eso cerrado… –señalé la puerta y la ventana.
-Hace unos días que no cambiamos el cesto de lugar -miró el cesto-. Es que han estado instalando una solería nueva. Pero por lo general, la mudamos todos los días, incluso dos veces.
-En ese caso, vuelvan a cambiar el cesto y volverá a sentirse bien.
_Pero es más que eso. Está sufriendo. Saque su aparato de luz y mírele los ojos, por favor.

Tenía ojos resentidos, muy dados en animales abandonados, y además sabía cómo usarlos. Hay quien piensa que algunos perros son más agudos, en lo que a mirada se refiere, pero yo me inclino por los sumisos. Y, en este sentido, Joya era toda una experta.

-Yo que usted no me preocuparía por eso. Créame, Joya se encuentra bien –apuntillé.
-¿Entonces no va a hacer nada? –a pesar de mis razonamientos, no parecía quedar conforme.

Y esta era la pregunta que más se daba en la práctica veterinaria. La pregunta del millón, como diría mi mujer. Si uno "no hacía algo", nadie quedaba satisfecho. Pero creo que en este caso, don Jaime necesitaba más atención que su mascota. Así que, solamente por satisfacerle, saqué una tableta de vitaminas del maletín y la puse debajo de la lengua de la perra.

-Con esto se sentirá mejor -lo miré, esperando su aprobación.
-Gracias –me llevó hasta un lujoso salón y luego, tambaleante, hasta un mueble bar.
-Tomará uno antes de irse, ¿no?
-No -me disculpé y le argumenté-: no es prudente conducir bajos los efectos del alcohol.
-Entonces, si no le importa tomaré yo uno para tranquilizar mis nervios -vertió una respetable cantidad de whisky, Chivas etiqueta negra, en un vaso alto y me invitó a que me sentase.

"Mi mujer y la cama seguían esperándome", pero me senté frente a él y le escuché mientras bebía. En realidad, sentía afecto por las personas que querían a los animales domésticos.

En su soliloquio refería que había sido empresario en Sevilla, y que había venido a Cerro Hierro, un año atrás, pero que nació en Cerro Hierro, y de joven se fue a la ciudad, junto con sus padres. Dijo que tenía parientes en Cazalla de la Sierra. Contó que, aunque en esa época no estaba muy vinculado al mundo empresarial, seguía manteniendo interés por los negocios, y que no faltaba a la comida anual de antiguos empresarios. Añadió que había podido aunar un capital, que tenía seis hijos, y todos ya casados y en buena situación, y que hacía tiempo ya que había decidido retirarse para el resto de sus días en Cerro Hierro, su pueblo natal. Después de explicarme a grandes rasgos su vida, me miró y me dijo:

-Tomé un taxi que me llevó a Sevilla, donde pasé un día excelente –su cara estaba radiante al recordar eso, mas regresó la expresión del desaliento-. Pero me olvidé de mi perrita. No lo haré más -vi, no sé por qué, remordimiento en su expresión. Siempre había presumido de psicólogo pero esta vez debía ser la excepción de la regla…
-¿La lleva a hacer ejercicio? –le pregunté, de pronto.
-Sí. Salimos a pasear todas las mañanas. En realidad, no tengo nada mejor que hacer.
-Estupendo –y pensé-: "qué más quisieran otros animales domésticos, abandonados de verdad…".

Me miraba, al mismo tiempo que se servía otro etiqueta negra. Después, añadió:

-Se ve que es usted un buen hombre. Vamos, tómese uno antes de irse…
- Vale, pero écheme poco. Ya sabe... la carretera y el alcohol...

Empero, se excedió en mi vaso. Mientras bebíamos, me miraba con una especie de devoción en los ojos.

-Doctor Amor… -empezó a remolonear-. Amor, supongo…
-Ese es mi nombre. Pero mi padre se llamaba como usted.
-Entonces, yo te llamaré Amor y tú a mí Jaime. ¿De acuerdo?
-De acuerdo –repuse. Bebí un único trago, dejando mi vaso casi lleno-. Pero ahora, si me disculpas, tengo que irme.

Ya en la calle, Jaime puso la mano en mi hombro, con expresión de gratitud.

-Gracias, Amor. Joya estaba enferma y tú la has salvado. De por vida te estaré agradecido. Pásame la factura.

De regreso a casa cobré conciencia de que había fallado en el intento de convencer a aquel hombre de que no había salvado la vida a su perra. Fue esa visita, sin duda, una visita extraña. Don Jaime o Jaime a secas era un individuo enigmático, pero me gustó. No podía decir el por qué. Pero me gustó…

Después de esa "interrumpida" noche, veía a menudo a Jaime en alguna calle de Cerro Hierro, paseando a su perra. Parecía feliz. Su cuerpo atlético, aun su edad, destacaba de los demás hombres que circulaban. Sus modos eran racionales, salvo cuando seguía diciendo que había rescatado a su mascota de las garras de la parca. Jamás pude apearle de esa convicción.

Pero enseguida, no esperado por mí, volvimos de nuevo al principio. De nuevo era pasada la medianoche cuando levanté el auricular y escuché aquellos gemidos entrecortados.

-¡Ay, ay, ay, Amor! ¡Mi Joya se va a morir! ¿Puedes venir?
-¿Qué le pasa ahora? –respondí, educado pero contrariado.
-Sacude todo el cuerpo frenéticamente. No te hagas esperar. Seguro que tiene algo malo.

Mi cabeza empezó a girar como una noria. "Al menos, esta noche no nos ha interrumpido", pensé.

-No puede ser que tenga algo tan malo de repente –le dije.
-Te lo ruego, por favor, no te retrases -volvió a repetir, como si no hubiese escuchado mis últimas palabras.
-De acuerdo –acepté-. Apenas me vista, apareceré por tu casa.
-En verdad eres un buen hombre -y la voz se perdió.

Pero esa vez me vestí sin el pánico y la prisa de la otra. "Seguro que debe tratarse de una falsa alarma pero nunca se sabe", pensé, de nuevo.

En su lujoso salón me envolvía de nuevo un efluvios del selecto whisky. El señor de la casa, quejumbroso, me llevó corriendo hacia un pequeño cuarto.

-Es un cuarto para ella sola. Ahí está –dijo, señalando el cesto-. Acabo de regresar y la encontré en este estado.
-¿Regresar? ¿De Sevilla? Creo recordar que me dijiste que no lo harías más –me atreví a censurarle eso.
-Es verdad. Pero es que estaba aburrido y fui a dar un paseo a la ciudad. Soy un canalla. Eso es lo que soy, un canalla.
-No digas disparates, hombre. Una cosa es una cosa y otra es otra cosa. Te dije que no le haces daño con salir, siempre que alguien cuide de la perra. ¿Y qué ha pasado con las sacudidas? Yo la veo perfectamente bien.
-Cesaron, pero cuando regresé, una de sus patas se movía así –hacía un extraño movimiento espasmódico con la pierna.
-Tal vez estaba rascándose.
-No. Repito que está sufriendo. Por favor, mírale los ojos.

Los ojos de la perra eran todo un pozo de variopintas emociones y en su profundidad podía verse el reproche.

Le examiné los ojos, convencido de la inutilidad de tal acción. Sabía que no iba hallar nada, pero lo hice por complacer.

-Ponle en la boca una de tus tabletas. La otra vez la curó.

Para devolver la paz al inquieto espíritu de su inconsolable dueño, repetí la operación del día anterior. Totalmente curada. Y su amo regresaba al salón y a la botella. Una vez más, el whisky empezó a hacer estragos en aquel juerguista y bebedor.

-Necesito auparme luego del susto –dijo, de pronto-. También tú deberías tomar uno. ¿Te apetece?

Igual melodrama se repitió en los días posteriores, siempre luego de sus viajes y siempre después de la medianoche. Tuve amplias posibilidades de analizar la situación, y llegué a la conclusión de que la mayor parte del tiempo se comportaba de una forma normal y consciente de su perra, pero luego de sus sucesivas ausencias y sus copiosas ingestiones, su persona degeneraba en un sentimiento de culpa.

Nunca dejé de atender sus llamadas nocturnas. Suponía que su aflicción sería magnánima en el caso de que me negase. En realidad, estaba facilitando tratamiento a Jaime, no a Joya. Me divertía el hecho de que por ninguna vez aceptase mi protesta de que mis asistencias profesionales eran innecesarias, además de costosas Jaime estaba convencido de que en todas las visitas "mi milagrosa pastilla" había salvado la vida a su perra.

No rechazaba la posibilidad de que su mascota lo hacía sentir mal, deliberadamente, con sus miradas. Las mentes caninas poseen la capacidad de desaprobar algunas actitudes. Por ejemplo: yo mismo me hacía acompañar de mi perro, pero si iba al cine con mi mujer o a algún otro sitio y lo dejábamos solo en la casa, se metía debajo de la cama, o en otro escondite y a nuestro regreso adoptaba una actitud de resentimiento.

El día en que Jaime me comunicó que tenía pensado que su perra se aparease, se me encogió el ánimo. Barruntaba que ese consiguiente estado de preñez iba a acarrear toda clase de amenaza a mi sosiego. Y así fue. Entró en una serie de pánicos infundados, descubriendo imaginarios síntomas a lo largo de la preñez. Sentí alivio apenas supe que Joya parió una camada de seis crías. "Por fin puedo descansar", pensé. Ya empezaba a cansarme tanta llamada nocturna, sin duda causada por las libaciones y los trasnoches.

Pero pronto, esta vez esperado por mí, luego de la medianoche y después de haber ingerido "sus dosis", explotó en mi oído el timbre del teléfono. Apenas descolgué , escuché un son quejumbroso que ya me era desagradablemente familiar.

-¡Ay… ay…ay...!
-¡¿Jaime?! –protesté enérgico-. ¿Qué diablos pasa ahora?
-¡Oh, Amor, Joya se está muriendo! ¡Ahora es verdad, lo sé! ¡Ven enseguida, por favor!
-¿Muriendo? ¿De dónde has sacado ese cuento?
-¡En este momento está echada sobre el suelo de la cocina, temblando y con convulsiones!
-¡¿Algo más?!
-Belén me dijo que cuando se retiró a descansar, Joya, después de dar de comer a sus crías, parecía como preocupada, y caminaba con dificultad. Yo acabo de regresar. No puedo evitarlo. Es algo superior a mí.
-¡Magnífico! ¡Tú, divirtiéndote, Joya sola, y yo sin dormir!
-¡Lo siento, Amor!
-¡Dudo que lo sientas! -no respondió.

Cerré los ojos. Sus paranoias parecían no terminar. Esta vez, Joya temblaba, parecía inquieta, caminaba con dificultad. Yo tenía por norma no desatender ninguna llamada de ningún cliente, pero Jaime había estirado esa práctica hasta el punto de la ruptura. Y esto no podía seguir así. Tenía que ponerle fin. ¿Pero cómo?

-Mira, Jaime -dije, tratando de aguantar mi ira-. A Joya no le pasa nada. Te lo he dicho varias veces. Procura tranquilizarte, y si ves algo serio…
-¡Oh, Amor, no te retrases!

Parecía no haber escuchado, o le gustaba interrumpirme.

-¡No, no iré! -me irrité de nuevo-. ¡Decidido! ¡Estoy harto de tus delirios! ¡Obsérvala, sin beber ni pizca de alcohol, durante el resto de la noche! -me calmé y seguí hablando normal- ...y si, acaso, mañana por la mañana…
-¡No digas eso, por favor! ¡Mi Joya se está yendo! -cortó otra vez mi explicación.
-...iré. Y te lo digo en serio. Estás malgastando mi tiempo y tu dinero. Joya está bien –terminé la frase, aun su interrupción.

Nervioso por no haber atendido una llamada por única vez, caí en una especie de sopor. Y es bueno que el subconsciente trabaje durante el sueño, porque desperté sobresaltado cuando el reloj marcaba las tres. "¡No puede ser! ¡¡Joya padece de eclampsia!".

La eclampsia se exterioriza a través de ataques convulsivos, seguido de un coma progresivo. Me levanté de un salto de la cama, y sin pérdida de tiempo, empecé a vestirme a toda velocidad.

-¿Cuál es el problema ahora? –me preguntó de pronto mi mujer, sentada sobre el colchón.
-Jaime –respondí, a la vez que me ataba los zapatos.
-¿Jaime? Pero me tú decías, incluso hasta la saciedad, que nunca había habido una urgencia real para su perra.
-Esta vez sí. En las otras me confundiría. Joya se muere –miré el reloj en la mesilla-. De hecho, puede que esté muerta ya.
-Bueno, tú sabrás. Ni quiero ni debo meterme en tus asuntos. Pero todo esto es extraño. A ver en qué andas, Amor…

Salí a todo gas hacia el garaje, recordando los síntomas de Joya: "amamantaba a las crías, ansiedad, dificultad al caminar... y luego postración y temblores". Era un caso claro de eclampsia. Si no se trataba a tiempo, podía causar una muerte súbita, y ya había transcurrido un buen rato desde la llamada telefónica. No podía soportar pensar en un desenlace.

Jaime estaba levantado y esperándome, aun repitiéndole que no iba a acudir. Era evidente que había estado consolándose, a riendas sueltas, con su whisky favorito, porque apenas si podía sostenerse en pie. Pero mostró gratitud al verme.

-Por fin, has llegado. Gracias. Gracias –me dijo, mirándome con los ojos entornados.
-Cómo se encuentra ahora Joya? –le pregunté.
-Igual. No te he dicho nada de más. Compruébalo por ti.

Sujetando el calcio y una jeringuilla intravenosa, avancé hacia el cesto. Joya estaba sumergida en un espasmo tetánico, y respiraba con dificultad. De su boca salían burbujas. Sus ojos habían perdido suavidad y se mantenían fijos. Parecía estar mal. Pero estaba viva. ¡Viva!

Puse las crías sobre la alfombra, y luego limpié con alcohol la zona de las venas. El calcio era la única curación en esa época, pero una dosis repentina podía matar al paciente. Inserté la aguja y presioné el émbolo. A veces, en casos especiales había que añadir algún narcótico, junto con el calcio, y ya tenía preparados el Nembutal y la Morfina, por si eran necesario.

Conforme iba pasando el tiempo, la respiración de Joya se hacía más acompasada. La rigidez muscular comenzaba a ceder. Cuando me miraba y empezaba a tragar saliva y movía el rabo, sabía que se iba a salvar.

Mientras esperaba que cesasen los temblores en las cuatro extremidades, sentí un leve golpe en el hombro. Era Jaime, en pie, detrás de mí, sin apenas sostenerse, pero con su vaso en la mano.

-To…ma…rás… uno… ¿Ver...dad…?

En esa ocasión no necesité insistencia por su parte. Sabía que por un poco más, yo habría sido el único responsable de la muerte de su perra.

Después de dar yo el primer sorbo, Joya se levantó del cesto y fue a examinar a sus hijos. En algún caso de eclampsia, la respuesta era lenta, pero en otros, rápida. Por suerte para mis nervios, ésta fue de las rápidas. De hecho, la recuperación de Joya fue milagrosa, ya que luego de olfatear a sus crías, vino hacia mí mostrándome su cariño a través de un movimiento del rabo contra mis rodillas.

Pero, sorprendentemente, cuando estaba acariciando a la perra, Jaime empezó a reír y después a tartamudear.

-Sa…bes al…go. Es…ta no…che he te…ni…do la o...por…tu….ni… dad de apren…der u…al...go muy im….por….tan…te –arrastraba las palabras.
-¿Qué cosa? -le pregunté.
He… com...pro...ba...do... la cla…se de ton…to que he si….do du…ran…te es…tos úl…ti…mos me…ses...
-¿Qué quieres decir?

Antes de esperar su respuesta, me dije para mí que en todas las visitas de asistencia a Joya no se me había ocurrido pensar si todo esto podía formar parte de una broma de pésimo gusto…

De pronto, alzó el dedo índice de la mano derecha, en un gesto de sabiduría. Luego respondió, pero con sorna.

-Tú siem…pre me de…cías que yo ima…gi…na…ba co….sas mien…tras Jo…ya se en…con…tra…ba en…fer…ma…
-Sí –contesté, interrumpiéndolo momentáneamente, con idea de que terminase con lo que me quería decir.
-...y nun…ca te creí. Pe…ro aho…ra me he da…do cuen…ta de que te…nías ra…zón. He si…do un lo…co. Sí, Amor, un au… tén-…ti…co lo…co -y añadió: mi…ra…la -movió la mano debajo del sillón buscando a su perra-. Cual…quie…ra pue… de…cir que es…ta no…che no le ha o…cu…rri…do na… da a mi Jo…ya.
-¡Explícate mejor! –le dije, lleno de curiosidad y empezando a enfadarme.

Se volvió hacia el mueble y cogió con dificultar un frasco que contenía moñas de algodón. Cogió una grande y la impregnó con el amoniaco de un bote junto al frasco. Aspiró largamente. Al cabo de unos minutos, hablaba casi normal.

-Estaba claro que Joya experimentaba esos síntomas al comprobar que yo me iba, pero recuperaba la normalidad cuando decidía no salir, o veía que regresaba. Bebía por la ansiedad de salir, y bebía por la ansiedad de encontrarla sola a mi vuelta. Pero se acabó. Me quedaré siempre en casa. Ambos me habéis dado una lección. Que Dios te bendiga, Amor. No cambies tu forma de ser. No te llamaré más para este asunto. Por fin, se acabó definitivamente el hombre irresponsable, bebedor y trasnochador

De pronto, tuve la sensación de que fue entonces cuando desperté de mi sopor. Paseé la vista po mis alrededores, y, por un momento, guardando las diferencias, me pareció ver a mi madre, pensativa, cansada y de sus hijos cuidando, mientras mi padre nunca estaba en casa. ¿Había sido en realidad un sueño?


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Mensaje  achl Mar Mar 01, 2022 5:35 pm



La Cesárea

-¿No fue mi antiguo profesor de Química quién dijo eso?
-Está usted errado, doctor jefe. Eso consta como legado, y lo dejó el catedrático de Biología que examinaba a los alumnos del cuarto curso, en su época –respondió Javier.

No quise discutir con él. Siempre sabía lo que decía. De hecho, era uno de sus principales atractivos.

Me gustaba tener en el consultorio a estudiantes de veterinaria haciendo prácticas. Me ayudaban, abrían nuevas puertas de la ciencia de la veterinaria y me acompañaban en las guardias. A cambio de eso, adquirían de mí valiosos conocimientos para el lado práctico de su formación profesional.

Pero con el transcurrir del tiempo me iba dando cuenta de que aprendía de ellos tanto o más que ellos de mí. La ciencia de la veterinaria había experimentado avances espectaculares. Aparecía un nuevo campo, el de las pequeñas especies, y ya se hacían operaciones quirúrgicas a los animales de granja. Los estudiantes de entonces contaban con la ventaja de comprobar cómo se aplicaban las nuevas técnicas en la universidad, dotada con modernos y sofisticados quirófanos.

Javier cursaba su último año y era, sin duda una fuente de sabiduría, en la que yo bebía ávidamente. Pero además de nuestra profesión, compartíamos pasión por la Literatura. Cuando no estábamos hablando de asuntos veterinarios, canalizábamos la charla hacia la Literatura, y el ser compañero de viaje de Javier hacía que se acortaran los caminos hacia las granjas.

Javier era un muchacho sociable, con una personalidad que iba más allá de los veintidós años que tenía y que se salvaba de la pomposidad gracias a su humor. Un individuo de peso. Y esta impresión la reforzaba una distinguida perilla, que había decidido dejarse, además del hecho de fumar en pipa.

En uno de los viajes que hicimos juntos, decidí tocar el asunto de las nuevas operaciones.

-¿Es verdad que están practicando cesáreas en vacas en los quirófanos de la universidad?

Javier encendió ceremonioso una cerilla y la acercó a la pipa.

-Son operaciones tan comunes como hacer pan, doctor jefe. Es un procedimiento rutinario.

Sus palabras habrían tenido más peso si el Javier hubiera podido expeler una voluta de humo tras ellas, pero había apretado tanto el tabaco que, a pesar de aspirar con tanta fuerza que sus mejillas se hundían y sus ojos se abrían desmesuradamente, no pudo sacar una sola bocanada.

-Qué suerte tienes. Si supieras el tiempo que me he pasado sobre el suelo del establo, ayudando a una vaca para que pueda parir y esforzándome para que el ternero saque la testa… Solamente lo cojo de las patas y tiro de él, pero si yo tuviese tus conocimientos, me hubiese ahorrado problemas con una operación así. Pero, ¿qué clase de trabajo es ése?

-Fácil, doctor jefe. Solo con estudiar el asunto, se soluciona.

El precoz estudiante me miró y sonrió. Pasado un momento, volvió a apretar el tabaco y a encender la pipa; pero, de pronto lanzó una exclamación de dolor: se había quemado con una cerilla. Finalmente, añadió, con voz ahogada:

-Du...ran co...mo una ho...ra y no exi...ge de un gran esfuer...zo –y con la lengua se humedeció el dedo dañado.
-Suena bien. Pero el procedimiento sería más fácil si pudiera verlo. Y tú sí habrás tenido oportunidad fe ello.
-Así es, doctor jefe -seguía enfático-. Pero muchas vacas no necesitan una operación así. Importante para usted sería ver un caso, y así yo que anotaría en mi cuaderno de notas datos complementarios –respondió-. Ah, si se le presenta una ocasión, cuente conmigo -se apresuró en añadir.

Asentí. El cuaderno de notas de Javier era como un libro que contenía toda clase de materia útil, meticulosamente ordenada y con los títulos en tinta roja. De la misma manera de hacer las cosas nos hallábamos los dos. Los profesores que impartían clases acostumbraban a pedir los apuntes a su alumnado, y los de Javier merecían algún punto extra en los exámenes.

Una vez que llegamos a Cerro Hierro, dejé al joven en su casa, y después conduje hasta la mía. Ya en ella, a esa hora solía tomar un café solo, al que acudía en mis noches de trabajo.

Estaba acabando mi taza, cuando se levantó mi esposa y se fue hacia la mesita donde se hallaba el teléfono, al oír el timbre del aparato. Y después de escuchar durante algunos segundo lo que le decían, me miró y me dijo:

-Amor, es el señor Rojo, de Cazalla, dice que sus pastos de Sudán, que le aconsejaste sembrar, se están secando, a pesar de regarlos a diario. Y agrega que ha llamado al consultorio, pues una de sus vacas está tratando de parir desde la madrugada pasada. ¿Qué le respondo?
-¡Vaya! Y yo que pensaba que el resto de la tarde lo teníamos para nosotros... -puse la taza sobre la mesa y después le dije a mi mujer-:
-Dile que dé a la vaca una dosis de Aproll, para que descanse, y que yo salgo enseguida hacia su granja.

Sentí contrariedad, pero Javier se alegraría por lo que acababa de decirme de que quería acompañarme, y así él anotar más datos en su cuaderno de notas. Miré a mi mujer:

-Por favor, telefonea a Fredy y comunícales que iré yo para ambos casos y que me llevo a Javier conmigo. Llama también a Javier y dile que en diez minutos pasaré por su casa para recogerle. Gracias, guapa –agregué.

Sin embargo, cual rayo, Javier había sido ya avisado por Fredy, y ya se hallaba listo con su maletín de veterinario. Debía estar contento por lo hablado en esa misma tarde. Por sorpresa, iba a ampliar sus valiosos apuntes. Seguro que no imaginaba que la oportunidad que pedía se iba a presentar tan pronto.

Y era cierto. El joven estaba de un humor excelente cuando pasé por él, camino de la granja del señor Rojo.

-Leía un libro de poesías cuando llamaron a la puerta –dijo Javier-. La poesía tiene cosas que se dan en la vida. Verbigracia: ahora, que estoy a punto de volver vivir un acontecimiento único, leo: "siempre hay esperanzas de eternas primaveras en el corazón humano".

Pero yo no me sentía tan poético como Javier. Uno nunca sabía qué iba a encontrar en estos casos. En poco menos de un cuarto de hora llegamos a nuestro destino.

Traspasamos la cancela de entrada de "Toril", que así se llamaba la granja, y conduje hasta el interior. El señor Rojo -por primera vez, que recuerde, había un dueño esperando- me dijo que era mucho el dinero invertido en las herbáceas. Y me lo hizo saber luego de la "larga" espera desde que acabó de hablar con mi mujer. En vista de lo cual, enseguida nos pusimos en movimiento. La vaca pasó a un segundo plano, pues estaba atendida por un experto vaquero.

Nos fuimos hacia la pradera, y ya allí, pude ver que, en efecto, estaban secándose las partes extremas, adquiriendo el típico color marrón de la hierba en proceso de putrefacción. Pregunté al señor Rojo si alguien había manipulado los mecanismos del panel, porque lo que estaba viendo era extraño. El equipo de riego funcionaba bien. Algo bajo de presión, pero bien..

-Nadie que yo sepa –respondió-. Pero ayer, caída la tarde, vi una bandada de pájaros que salía y entraba de la casa máquina -añadió.

Nos fuimos hacia la casa máquina, situada a unos cien metros de la plantación.

-¡Pues creo que esos pájaros han hecho de las suyas! -grité, porque sabía que le fallaba la audición
-¿Qué quiere decir?
-¡Que con sus picos o patas han toqueteado el mando de longitud del riego y es por eso que se han acortado los diámetros del mismo! –maticé, en voz alta.
-¿Mando? ¿Diámetros? -se acercó más todavía a mí.
-¡Sí, esos pájaros han provocado que no llegue agua a esas partes! –respondí y añadí-: ¡para evitar que esto vuelva a ocurrir, porque como recordará este riego es antiguo y el automatismo se instaló sobre lo que ya estaba, en la tuberías secundarias colocaremos cuatro bocas de riego con aspersores auxiliares! ¡Pero éstos tienen que activarlo manualmente, para no hurgar más en el panel! ¡Avisaré a Fredy para que vengan a hacerle la instalación lo más pronto posible! ¡Después, con más tiempo, revisaremos los automatismos! -amplié, hablándole próximo al oído.
-¿Quiere decir que esas partes no han recibido agua? –se hizo cargo al fin, contrariado.
-¡Así es! ¡Compare la hierba del centro con la de los extremos y verá la diferencia! ¡Introdúzcase en esos caminos interiores y verá que en las partes centrales no hay pasto seco y está alta la hierba! –concluí, casi extasiado de tanto gritar.

El señor Rojo quedó conforme con mis explicaciones, lo que no hizo falta revisar más. Y tampoco era necesario; lo delataba la altura de la plantación, por lo que dimos ese asunto por zanjado, solo a la espera de la nueva instalación. Seguidamente nos fuimos hacia los establos, para ver qué estaba pasando con la parturienta vaca.

En un pesebre, rodillas en tierra, vimos al vaquero atendiendo a la vaca, en su casi expirado letargo. Era una res pequeña, de grandes ubres. Nos miraba desde su lecho. Colgaba del techo un cartón con un nombre pintado con tiza: "Lechona".

_¡No es muy grande! -de nuevo grité cerca de su oído.
-Ya, y además de eso, siempre ha tenido problemas –respondió, y agregó-: su primer parto fue muy difícil, aun pariendo un ternero pequeño Pero dio buena y abundante leche después de parir.

Yo miraba a la vaca y la vaca me miraba a mí mientras me quitaba la camisa y me lavaba los brazos en una pila cercana. "No me gusta nada esa pelvis tan estrecha", pensé y rezaba para que el ternero no fuera demasiado grande.

-¿Es su primer parto? –me preguntó, súbitamente, el señor Rojo, un poco asustado.

No respondí a su pregunta, y él tampoco insistió. Entonces empujé con el pie en los cuartos traseros del animal, a la vez que le gritaba para que se levantase. Pero no parecía con intención de hacer ningún esfuerzo más.

-No, no se va a mover –dijo, de pronto, el señor Rojo-. Ha estado quejándose toda la noche –añadió.

Tampoco me gustaba cómo sonaban sus muges. Siempre se espera algo no muy bueno cuando una vaca puja tanto tiempo, sin resultado positivo. Parecía cansada. La testa le colgaba, y tenía los párpados caídos, signo inequívoco de agotamiento. Presentía un parto difícil. Pero si la vaca no quería levantarse, tenía que bajar yo.

Con el torso semi desnudo sobre el duro suelo pensé irónico que las baldosas no se ablandan con el paso de los años. Sin embargo, cuando deslicé la mano sobre la abertura pélvica, me olvidé de mi incomodidad. Era muy estrecha. Más adentro toqué algo que me heló la sangre: dos enormes patas y un hocico. Al retirar la mano, la superficie áspera de la lengua del becerro me rozó la palma. Me senté sobre los talones, como pensando, y después alcé con fuerza la voz.

-¡Señor Rojo, no se asuste, pero ahí adentro hay una especie de elefante, y no hay suficiente espacio para que salga!
-¿No puede cortarlo en pedazos? –contestó, harto ya de toda la noche.
-¡No, eso no! ¡Está vivo! ¡Sería un crimen!
-Solo es un superviviente –dijo de nuevo-. Pero, aunque no es grande, es buena lechera. Y, la verdad, doctor, no quisiera enviarla al carnicero.

Y tampoco yo. Solo la idea me dolía. En un momento de decisión le hablé a Javier, que, aunque era novato en la profesión, sabía por él mismo que en su libro anotaba todo lo referente a esta clase de operaciones. Le dije, enfático.

-¡Ésta es una ocasión propicia, Javier! Lo más acertado es hacer una cesárea. Me alegro que estés conmigo.

Me encontraba en tal estado de emoción y excitación que casi no me di cuenta de un parpadeo de preocupación en los ojos de Javier, a la vez que un temblor en sus manos.

Me levanté pesadamente, pensando en cómo iba a decirle al señor Rojo lo que íbamos a hacer.

-¡Señor Rojo! -lo cogí del brazo y le hablé al oído-. ¡Hay que hacer una cesárea a la vaca! Una abertura en el vientre y sacar el becerro! ¡Así de simple! ¡¿Qué me dice?!
-¿Cesárea? ¿Cómo esas que les hacen a las mujeres?
-¡Más o menos! ¡Ya veo que lo ha entendido bien!
-Es extraño -alzó las cejas-. No sabía yo que se podía hacer esas cosas a un animal, sobre todo a una vaca.
-¡Ahora sí se puede! –dije, solemne-. ¡La ciencia ha avanzado mucho en la última década! ¡Aquí tenemos a Javier, un futuro veterinario, que puede corroborar lo que acabo de decirle!
-No sé, no sé.. -se pasó la mano por la barbilla y añadió-: quizá la vaca muera si se le hace un agujero tan grande. Quizá es mejor que la mande al carnicero. Seguro que me dará por ella unos cuantos billetes. ¿No cree?

Sentí que se me escapaba, pero seguí hablándole con persuasión. El señor Rojo parecía difícil de convencer. Seguro que mi esposa, veterinaria también, lo hubiese logrado enseguida. Volví a la carga.

-¡Pero no es muy grande y está flacucha! ¡No le darán mucho dinero como carne! ¡Y con un poco de suerte, podremos sacar el becerro vivo!

De pronto, me percaté de que estaba yendo en contra de uno de mis preceptos: el de no decir nunca a un granjero lo que debía hacer con sus animales. Pero estaba atrapado en una especie de locura incontrolada. El señor Rojo me miró y también miró a la vaca y, sin cambiar de expresión, asintió con la cabeza. Después me dijo:

-De acuerdo. ¿Qué es lo que necesita?
-¡Un cubo con agua caliente, jabón verde, toallas y dos guantes de granjero...! –respondí, presuroso y nervioso-. ¡Y también
-seguía entusiasmado e impaciente-, si me lo permite, llevaré el instrumental a la cocina de la granja para hervirlo!

Cuando el granjero salió del establo para traer todo lo que le había pedido, di unas palmaditas en el hombro a Javier, como de complicidad. Le dije:

-Todo perfecto, muchacho. Mucha luz, un becerro vivo que tenemos que sacar del vientre de su madre, y, toda vez que el señor Rojo es sordo, podré pedirte cuantas instrucciones necesite durante la operación, sin que nos escuche. ¡Manos a la obra, Javier, no perdamos más tiempo!

Javier no respondió. Le pedí que ordenase todo y que pusiese mucha paja alrededor de la vaca, mientras yo iba un momento al caserío a hervir el instrumental.

Al poco, las jeringas, el material de sutura, el bisturí, las tijeras, los anestésicos, algún antibiótico y un paquete de algodón estaban perfectamente alineados en una toalla extendida sobre una paca de heno. Evidentemente, sabía lo que hacía, aun siendo la primera vez que iba a colaborar in situ en un parto de una vaca. Después, añadió antiséptico al agua, y me miró, esperando mi conformidad.

Mientras el señor Rojo miraba pasmado todo aquel arsenal, le dije, siempre cerca de su oído.

_¡Señor Rojo, entre Javier y yo haremos que la vaca se vuelva para que usted pueda sujetarle la testa hacia abajo! ¡Procure estar atento, por favor!

Empujamos la vaca, que cayó sobre un lado, sin poner resistencia. Entonces le di un pequeño codazo a Javier y le pregunté:

-¿Dónde hago el corte?

Poli se aclaró la garganta, dos veces antes de responder, pero, al fin, contestó:

-Bueno, verá… Más o menos… aquí -señaló un punto.
-Alrededor del rumen, pero un poco más bajo, ¿no?

Asintió con la cabeza.

Corté el pelaje de la vaca en una franja de unos cuarenta centímetros. Necesitaba una buena abertura para sacar el becerro. Insensibilicé toda la zona con anestesia y seguidamente empecé a cortar con decisión. Por debajo del peritoneo tropecé con una masa de un tejido protuberante, de un color rosáceo y blanco. Presioné en ese sitio y enseguida sentí algo duro dentro. ¿Acaso el becerro?

-¿Esto es el rumen o el útero? –susurré-. Está muy abajo para ser uno de los estómagos, así que supongo será el útero.
-Está usted en lo cierto, doctor jefe. Es el útero –dijo Javier, que, aun mi susurro, me había oído.
-Bien –sonreí aliviado, a la vez que hice un corte profundo, del que brotó grana cantidad de heno, a medio digerir, seguida de gases y de un líquido marrón oscuro maloliente. Perdí hasta el aliento.
-¡Este es el rumen! ¡Mira toda esa maleza! –gruñí, mientras un reguero de porquería salía del primer estómago e inundaba la cavidad abdominal.
-¿A qué juegas, muchacho? –Javier quería ser invisible-. ¡Conste que no te culpo de tu error, pero debes pagar por él!
-¡Enhebra enseguida una aguja! –mi tono era enérgico, casi desagradable.

Con mano temblorosa me alargó una aguja con hilo de sutura. Sin hablar y con la boca reseca, comencé a cerrar el corte que yo había hecho en el órgano equivocado. Entre los dos, nos entregamos a limpiar el contenido del primer estómago, que se había extendido e invadía algunas partes que estaban más allá de mi alcance. Utilizamos grandes apósitos, impregnados en antiséptico. La contaminación era masiva. El señor Rojo sudaba, y pude ver que ya comenzaba a dudar de mí, de Javier, de la vaca, y de todo....

Cuando limpiamos, lo mejor y más rápidamente que pudimos las partes afectadas, miré a Javier con desconsideración y sin tener en cuenta que habían más personas en el establo.

-¡Y yo que pensaba que tú sabías todo lo relacionado con esta clase de operaciones!
-Ya se hacen muchas intervenciones de este tipo. Y creía que no habría ningún problema –parecía asustado.
-¿En cuántas operaciones de cesáreas has estado presente? -lo fulminé con la mirada.
-Bueno… verá usted, doctor jefe. Realmente en una y como clase de prácticas.
-¡¿Solo en una y como práctica?! ¡Creía que eras un experto! De todas formas, aunque no hayas estado en ninguna deberías saber algo. Y lo digo por tus apuntes.
-El caso es que… me encontraba en la parte más retirada de la sala de clases.
-Ahora es cuando empiezo a comprender todo. Y no podías ver bien, ¿verdad? –sonreí, con ironía.
-Así es -agachó la cabeza, como avergonzado.
-¡Eres un mentiroso y un vanidoso¡ -grité ¡Mira que engañarme con tus conocimientos! ¡¿Te das cuenta que hemos podido matar a esta pobre vaca?! ¡Con toda esa contaminación es probable que se produzca una peritonitis y muera! ¡Lo único que nos queda es la remota esperanza de salvar al becerro! -haciendo esfuerzo me calmé-. Pero sigamos trabajando y a ver qué pasa. Empléate a fondo. A pesar de tu total ignorancia en este asunto, cuatro ojos son siempre mejor que dos.

A excepción de mi ataque de ira, el resto del diálogo transcurrió tranquilo. Mientras, el señor Rojo seguía largando miradas inquisitivas; le brindé miradas tranquilizadoras y regresé a lo mío. Metí de nuevo el brazo en lo que ahora sabía que era el rumen y toqué un órgano suave y resistente que contenía un bulto con la dureza e inmovilidad de un saco de carbón. Seguí explorando, y de pronto rocé el inconfundible contorno de una pata empujando con fuerza. Esa era una parte del becerro. De acuerdo. ¿Pero cómo sacarlo entero? No sabía qué hacer.

Entonces saqué el brazo del interior de la vaca, y le pregunté de nuevo a Javier, con voz normal, pero si dejar la ironía.

-Desde tu 2inmejorable2 lugar en el aula, ¿viste lo que hacían después de la cesárea?
-¿Después? -se humedeció los labios, y añadió-: se supone que hay que sacar el útero y ponerlo al nivel de la herida.
-¡Ni King Kong puede con este útero! ¡Inténtalo tú y verás el chasco que te vas a llevar! –respondí, otra vez furioso.

Javier, al igual que yo, tenía el torso descubierto. Pero empapada de sudor estaba su cara. Sin convicción alguna, metió el brazo. Pero enseguida lo sacó y asintió, ruborizado.

-Tiene usted razón, doctor jefe. Ni se mueve.
-Solo hay algo que podemos hacer –seguí hablando, calmado ya-. Voy a hacer una incisión en el útero mientras tú sujeta las patas delanteras de la vaca.

No me era agradable estar hurgando en la oscuridad de lo desconocido, con mi brazo metido hasta el hombro en el interior de una vaca. Me hallaba aterrado, podía cortar en algún órgano vital. Pero lo que primero corté fue mis propios dedos, hasta aviármelas para hacer un corte a través del bulto que formaba la pata. En un instante, había llegado, ya me hallaba en algo seguro…

Con sumo cuidado y no menos miedo aumenté el corte, centímetro a centímetro. Apenas cogí la pata e intenté tirar de ella, pedí con el máximo fervor que la abertura fuese de un tamaño suficiente para permitir el paso del becerro. Esto era crucial. Pero enseguida pude darme cuenta de que iba a necesitar de una fuerza tremenda para sacarlo a la luz.

Cuando se hacía una cesárea a una vaca, había que asegurarse de elegir un ayudante fuerte y robusto entre los estudiantes. Y ese día tenía a Javier, que estaba a falta de las fuerzas necesarias para esta clase de trabajos.

-¡Vamos, ayúdame! –le dije, gritando.

Con los dientes apretados y jadeando por tanto esfuerzo, tiramos hacia arriba hasta que por fin pude sujetar la pata. Pero incluso en ese momento, en que cada uno jalaba de una pata, no se movía el becerro. Conforme nos echábamos hacia atrás, con los últimos vestigios de nuestras fuerzas, tuve una de esos pensamientos que a veces abrigan los miembros de nuestra digna profesión: deseé con toda mi alma no haber empezado este horrible trabajo.

Pero el "patilargo" iba saliendo gradualmente. Primero apareció el rabo, poco después el costillar, de un tamaño increíble, y finalmente, con precipitación, los hombros y la testa. Javier y yo caímos al suelo, y el becerro, tan grande cómo habíamos imaginado, empezó a rodar sobre mi pecho, resoplando y sacudiendo la testa.

-¡Qué tipo tan grande! -exclamó el granjero
-¡Sí! -grité-. ¡El más grande que he visto! ¡No hubiera salido de forma natural! –añadí, extasiado.

Pero ya fuera el becerro, toda mi atención se centraba en la vaca. "¿Dónde está el útero?", me pregunté. Había desaparecido. De nuevo empecé una búsqueda frenética dentro del animal. Luego de retirar la placenta, mis manos tocaban lo que parecía el borde rasgado de un corte. Saqué todo lo más que pude del órgano a la luz, y vi que la abertura original había aumentado a un grado tal que había una larga rasgadura que se unía al cuello del útero.

-¡Suturas! -extendí la mano, y Javier me dio una aguja con hilo-. ¡Sujeta los labios de la herida! –empecé a coser.

Actué rápidamente hasta donde se perdía la rasgadura. Pero el resto fue un verdadero martirio. Javier sujetaba, con gesto de cansancio, mientras yo metía la aguja a ciegas en el tejido.

Pero, fatalmente, apareció una nueva complicación. El becerro se había puesto en pie y topaba con todo a su paso. Siempre me había maravillado la rapidez con que se incorporan los animales recién nacidos, pero ese día era una molestia. El becerro buscaba las ubres de su madre con ese instinto de alimentarse que no se puede explicar, empujaba el costado de la vaca con el morro, se tambaleaba y caía en la herida del vientre de su madre, con los consiguientes dolores de del animal, que lo pagaba pateando todo.

-¡Juraría que quiere meterse de nuevo! –dijo, de pronto, el señor Rojo, que seguía atento todas las peripecias-. ¡Es un tipo corajudo! -añadió.

Corajudo se interpretaba como vigoroso en esta bendita tierra, y nunca era mejor dicha la palabra. Mientras trabajaba, tenía que empujar con el hombro el hocico húmedo del becerro, pero apenas acababa, lo tenía nuevamente encima esparciendo grandes cantidades de partículas de paja en la herida abierta.

-¡Miren esto! –dije, repartiendo la voz entre los presentes-. Como si no tuviese ya bastante con este desorden… -agregué.

El señor Rojo -en su caso, por mis gestos- y el vaquero, asintieron con comprensión. Pero Javier, no. Su sudor se unía a la sangre que salpicaba del becerro, corriendo por su cara como un río de vino tinto, al tiempo que sujetaba la herida invisible.

Al cabo de algunos minutos, que me parecieron una eternidad, llegué lo más lejos que pude en la herida uterina, limpié la suciedad del abdomen y lo cubrí todo con desinfectantes. Cosí las capas de los músculos y la piel y acabé. Nos pusimos en pie, como ancianos, y empezamos a lavarnos, no sin antes mirarnos y sonreírnos.

El granjero abandonó su posición, junto a la testa¡a de la vaca, y después miró la hilera de puntos.

-Nunca debí desconfiar de ustedes. Buen trabajo, doctor jeje y ayudante Poli –dijo-. ¡Y un hermoso becerro! -concluyó.

Y era verdad: un hermoso becerro. El recién venido al mundo era una belleza. Se tambaleaba sobre sus inestables patas, y sus ojos grandes se abrían, llenos de curiosidad.

Pero ese buen trabajo escondía algo que ni siquiera me atrevía a pensar. Mi insatisfacción se centraba mirando a la vaca. No tenía esperanza de vida. Aun ello, en un gesto de profesionalidad, le di al señor Rojo una bolsa de Sulfatiazol, para que se la administrara a "Lechona" cada ocho horas durante una semana. Después le dije a Javier que abandonásemos aquel lugar lo antes posible.

De regreso, conduje en total silencio. A poca distancia de la granja, después de una curva, detuve el coche en un camino y dejé caer la cabeza sobre el volante. Estaba realmente cansado.

-Jamás pasé tanto apuro en un trabajo veterinario –le dije a Javier, de pronto. Y sin esperar respuesta, añadí-: con toda esa porquería dentro, una peritonitis es inevitable. Seguro que dejé algún agujero en el útero. Pero ya no tiene solución.
-Fue culpa mía –respondió Poli, en un tono ahogado.
-No lo fue. Se supone que soy un veterinario cualificado y lo único que hice fue cometer errores. Y no satisfecho, te humillé. Mi actitud fue detestable. Te debo una disculpa y el reconocimiento de tu dignidad ante el señor Rojo y su vaquero.
-En verdad yo… –dijo, como no esperando mi reacción.
-Además –lo interrumpí-, aprecio tu labor. Trabajaste duro, y no habría llegado a nada sin ti –hice una pausa-: pero ahora vamos a intentar relajarnos un poco. Te invito a una cerveza -añadí.

Amanecía. En el Bar Restaurante del pueblo había granjeros desayunando Nos dejamos caer en unas sillas del salón y nos sumergimos en nuestros propios pensamientos frente a dos jarras de cerveza. No cruzamos palabra. En realidad, no había nada qué decir. Todo lo habíamos dicho en "Toril", antes, durante y después del parto, con cesárea incluida, de "Lechona".

Javier rompió el silencio y me preguntó si había dicho en serio lo de que la vaca no iba a sobrevivir. Le dije que nunca más volveríamos a verla viva. Aunque sabía que él no se creía lo que le decía. Tenía fe ciega en mis posibilidades y se esforzaba en hacérmelo ver.

Caída la tarde, relajado en el consultorio, una morbosa curiosidad me hizo telefonear al señor Rojo.

_¡Doctor jefe! -contestó una voz alegre al otro lado del hilo-. ¡"Lechona" se puso en pie poco después de irse ustedes!

Pasaron segundos antes de que pudiera digerir lo que acababa de escuchar. Sacudí la cabeza. Le pregunté:

-¡¿No la ve incómoda o triste?!
-Nada de eso. Está alegre como un grillo. Se desayunó un pesebre lleno de alimento. Incluso le saqué unos litros de leche
–después oí, como un sueño dorado, la siguiente pregunta-. ¿Cuándo va a venir de nuevo para quitarle la costura?
-¿Costura…? ¡Ah, sí! ¡Dentro de diez días, aproximadamente, señor Javier! ¡Digo… señor Rojo!

Después de la angustia de la primera visita, me satisfacía tener a Javier a mi lado mientras retiraba los puntos de sutura a la vaca. No había hinchazón alrededor de la herida.

"Lechona" mascaba tranquilamente un bocado, mientras a Javier le cedí el mando de quitarle los hilos. Hablé con el granjero, delante de Poli y el vaquero. El señor Rojo le hizo saber a Javier que había valorado su trabajo y que no daba importancia a lo ocurrido. En un corral próximo, un becerro lanzaba coses al aire, alegre y feliz.

_¡¿Le ha visto usted algo raro después de la operación?! -no pude ni quise evitar esa pregunta.
-No -sonrió-. Nadie diría que pasó todo eso –añadió.

De esta forma, tan "original", llevé a cabo mi primera cesárea a una vaca. Varios años seguidos, "Lechona" tuvo otros partos de becerros hermosos sin ayuda y con normalidad. Un milagro que aún no llego a comprender, ni hay tratados veterinarios que lo aclaren. ¿Quizá porque la dilaté suficientemente? No lo sé. Y si era por eso, inconscientemente. Todo sea dicho.

Pero ninguno de los presentes nos percatamos de que sentíamos una alegría, tan grande como inesperada

-Bueno, "doctor" Javier –dije al joven, dos días después del parto-. Esta es la verdadera práctica de la veterinaria. Aparecen desagradables sobresaltos, pero también sorpresas agradables –lo miré, sonreí y añadí-: siempre oí hablar de la resistencia del peritoneo en los bovinos. Y es verdad.
-Todo salió bien –respondió, como pensando-. Pero no atino a describir mis sentimientos. Mi cabeza está llena de frases, como "mientras hay vida, hay esperanza".
-Desde luego –asentí.
-Aquí va otra, doctor Jefe: -añadió, de pronto-: "contra más dificultades para nacer, mayor apego por la vida".
-¡Espléndida! –respondí, pero quedé a la expectativa. Y añadí, con una pregunta:
-¿Es tuya esa frase? -una vez más lo puse a prueba.
-No señor, la leí en un libro de veterinaria. Creo que de autor anónimo -me miró de reojo, mostrando una sonrisa suspicaz.

Yo era el autor anónimo. Javier, astuto, adivinó mis pensamientos, y después dedujo por mis gestos:

-Sé por qué calla, honorable doctor –me miró, circunspecto, y añadió-: sus padres han debido ser unas personas especiales. Diría que de ellos aprendió humildad, aunque no se hayan vanagloriado de ello. Gente como usted necesita la humanidad. Gracias, señor. Es usted una persona admirable.


SÓLO ESCRITOS NARRATIVOS - Página 7 Krwz1c17


Antonio Chávez López
Sevilla mayo 1995




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Mensaje  achl Mar Mar 01, 2022 5:41 pm



Candela

-¿Puede decirme cómo se siente en este instante mi querida esposa? ¿Se encuentra bien? ¿Nota alguna molestia? ¿Quiere que nos vayamos? ¿Se agobia con la oscuridad? ¿Se marea? ¿Tiene náuseas? ¿…?

Miré con ansiedad hacia mis alrededores, mientras mi mujer se movía inquieta en la pequeña butaca. Nos encontrábamos en el pueblo de Constantina, en el cine "Robledo", y tenía la firmísima convicción de que no debíamos estar allí.

Esa tarde, apenas salíamos en nuestro coche de San Nicolás, había expresado abiertamente mis dudas.

-De acuerdo. Ambos sabemos que es nuestro medio día libre. Pero, con la criatura a punto de nacer, ¿no crees que hubiera sido más prudente permanecer en nuestra casa? ¿Hubiese permitido la matrona Ramona hacer este viaje?
-¡Ay, Amor, cuántas preguntas! No hables más y pon atención en la película.

Mi mujer, escéptica, se había reído ante la idea de perder nuestro único medio día libre mensual, un oasis de esparcimiento para los dos. Para mí significaba escapar del teléfono, el barro, las botas, los viajes... Pero para ella era celebrar un rato de asueto. Un merecido descanso en las duras tareas diarias, además del pequeño lujo de comer en un restaurante, preparada y servida la comida por otras personas. Puro relax en medio día. ¡A freír espárragos los quebraderos de cabeza que conlleva el hogar: cocinar, poner y recoger vajillas, fregar, barrer…!

-Está bien que rías –seguía insistiendo-. ¿Pero qué ocurriría si viniese ahora? ¿Acaso piensas que me gustaría que nuestro segundo hijo nazca en plena calle Mesones o en el asiento del nuestro auto? ¿No crees que sería mejor que nos vayamos antes de que ocurra alguna de estas cosas?

La tranquilidad había sido una parte fundamental en mi vida. Pero en ese momento no podía permanecer quieto. Todo me excitaba. Mi mujer reía de mi síndrome. Pero yo no le veía la gracia. Había un algo relacionado con el nacimiento de un niño que me preocupaba, y en los últimas semanas había estado dando vueltas al asunto viendo cada movimiento de mi esposa. Pero todo le causaba hilaridad. En los últimos días del embarazo, mi tensión había llegado al límite. Esa misma mañana, por cierto, corroboré por qué era tan tozudo mi hijo Julio. Mi mujer se mostraba inflexible:

-¡Que sepas que no voy a perder mi medio día libre!

Y allí nos encontrábamos los dos, con dos cartuchos de palomitas en el cine "Robledo", y con James Bond 007 tratando en vano de llamar mi atención, mientras mi mujer se removía en la butaca, una y otra vez, y de cuando en cuando se ponía una de sus manos sobre su abultado abdomen.

Mientras le dirigía miradas furtivas, pero escrutadoras con el rabillo del ojo, hacía un movimiento convulsivo y se quejaba. El sudor ya me había recorrido el cuerpo, antes de oírla decir, en voz baja:

-Amor, tienes razón; es mejor que nos vayamos.

Tropezando en aquella oscuridad con las piernas de los restantes espectadores, la llevé hasta el pasillo inclinado. Pasamos junto al acomodador y llegamos desde la calle hasta nuestro coche. Los casi veinte kilómetros que separan Constantina de San Nicolás parecían eternos y los baches de la carretera me hacían desear un helicóptero. Mi mujer se me arrimaba, como pidiendo ayuda, cerrando los ojos y manteniendo la respiración, mientras mi corazón trataba de salirse por alguna costilla. Cuando, por fin, llegamos a San Nicolás, conduje rápido hacia "la casita blanca", junto a la plaza de abastos.

-¿Adónde se supone que vamos? –me preguntó, a la vez que me miró sorprendida.
-A visitar a Ramona –respondí.
-No seas bobo. Todavía no es el momento para eso.
-¿Cómo lo sabes?
-Ya he tenido un niño antes, ¿recuerdas? –respondió y añadió: anda, da la vuelta y vamos a casa.

Con la duda pesando sobre mi cabeza, giré hacia nuestra casa. Mientras subíamos las escaleras, me sorprendía la serenidad de mi mujer. Era evidente que se encontraba fatigada, pero aceptaba con entereza lo inevitable. "Es una gran mujer; cada día doy gracias a Dios por haber podido asistir a la Facultad de Veterinaria de Sevilla donde la conocí", pensé.

Ya en nuestro dormitorio y en nuestra cama, me sumí en eso que llaman como "un sueño ligero", porque eran las siete de la mañana cuando mi mujer me golpeó levemente el hombro y eso fue suficiente para sobresaltarme. Se incorporó, a duras penas.

-Ahora sí que es la hora de irnos a la "casita blanca" –me dijo, con cara pálida y con el cuerpo encorvado, pero voz serena.

Salté cual resorte de la cama y me vestí apresuradamente. Medio grité en mitad de las escaleras:

-¡Ya nos vamos, tía Manuela!
-¡Qué todo vaya bien! Y no preocuparos por Julio, yo me ocupo de él –se pudo oír su voz, tan alterada como la mía.

Era una preciosa mañana de abril, y la frescura de un nuevo día calmaría la irritación de algún madrugador. Pero yo no veía nada de eso mientras conducía hacia "la casita blanca", en cuya planta superior habían dos habitaciones que durante años habrían visto nacer a todos los niños del pueblo. En la planta baja estaba la cocina y una salita de espera, donde se podían ver colillas en el suelo, aun dos ceniceros sobre una mesa de centro.

Llamé a la puerta de la planta superior y Ramona abrió y se llevó consigo a mi mujer. Cuando bajé a la sala de espera, una voz desde la cocina me sobresaltó. Es que sobresalto me causaba todo, porque estaba sobresaltado.

-Parece que vamos a tener un hermoso día, amigo Amor.

Era Ángel, el marido de Ramona. Estaba desayunando. Su cara mostraba una agradable sonrisa . Supongo que esperaba que me dijese: "tranquilízate, hombre", o algo así. Pero seguía despachándose flemáticamente su café con leche y una tostada. Entendí que habría visto a muchos padres nerviosos en aquella casa. Para Ángel, esas situaciones eran corrientes.

-Eso parece, Ángel –respondí. De pronto, me encogí al oír un chillido agudo, proveniente de la planta superior. "¿Qué estará pasando ahí arriba? ¿Mi mujer? ¿Ya…?", pensé.

Ángel me miraba mientras masticaba un trozo de tostada. Se percató de que yo era uno de los maridos más atribulados que había visto, porque, sin abandonar la sonrisa, me dijo:

-No te preocupes. Tu esposa está en buenas manos.

Pero seguía nervioso, y por eso decidí salir a la calle a caminar. En ese entonces no era costumbre que un padre estuviese presente en el nacimiento de su hijo. Pero ahora eso está de moda. Y aplaudo el coraje, porque pienso que a un doctor, con partos diarios aunque en animales domésticos, como el doctor Amor, lo hubieran sacado inconsciente de ese procedimiento vanguardista.

Mis pasos me llevaron al Consultorio. Cuando mi socio Pérez llegó, fue considerado conmigo. Me dijo:

-Es mejor que vuelvas a "la casita blanca". Yo haré las visitas que pueda acompañado de un estudiante de la Granja Escuela. Tómatelo con calma, Amor. Nuestro amigo Salvador, el médico, y Ramona saben lo que hacen.

Me era difícil tomármelo con calma. Recordé que los futuros padres hacían un surco en el suelo, de tanto ir y venir. Pero yo traté de cambiar las normas leyendo el periódico al revés.

Eran las diez de la mañana cuando la tan esperada llamada de Salvador llegó, que en estos casos hablaba en forma jubilosa, casi estridente. Pero, esa mañana, su voz me sonó como la melodía más suave:

-¡Una preciosa hermanita para Julio, querido Amor! ¡La futura veterinaria de la comarca, acaba de nacer!
-Gracias, querido Salvador –respondí, y, feliz, mantuve el auricular sobre el pecho durante unos segundos antes de ponerlo de nuevo en su sitio.

Después, sin apenas darme cuenta, empecé a andar de un lado a otro. Pero acabé por sentarme en el sofá de nuestra sala de espera y así permitir a mis nervios que descansasen.

No obstante, poco duró el descanso, porque siguiendo un impulso me levanté. Por lo general, era prudente. Pero en ese día tenía que ir a "la casita blanca". Sabía que un padre no era bien recibido inmediatamente después del parto. Cuando nació Julio, en "Agromán" (así le llamaban los onubenses a su hospital), me fui pronto al cuarto, pero me negaron la entrada. Me las ingenié para zafarme de la vigilancia y me colé. En este caso, apenas entré en "la casita blanca" y subí hasta la parte de arriba, Ramona fue la primera que me vio y la expresión en su cara era feroz:

-¡Has vuelto a hacerlo! ¡Como con Julio, y tú mismo me lo contaste, que no te dejaron pasar hasta darles tiempo de asearle! ¡Y esta norma es la misma en todos los hospitales! ¡Pero tú no quieres respetarla! –su tono de voz era recriminatorio.

Dejé caer la cabeza, en un gesto de sumisión.

-Si en este momento no es oportuno, lo dejo para más tarde –le dije, levantando de nuevo la cabeza.
-¡Amor, Amor, qué ya nos conocemos! Anda, puedes entrar.

Mi mujer tenía igual mirada de cansancio que recordaba de la otra vez. La besé con agradecimiento. No le hablé. Solo eché un vistazo a una cuna junto a la cama. Cuando nació Julio, me asustó tanto su aspecto que, preocupado, se lo hice saber a la obesa matrona de Huelva, preguntándole que si el bebé se encontraba bien. Y esa vez pasó igual. La cara de mi hija estaba enrojecida e hinchada. Recordé que la matrona onubense era una mujer gruñona y autoritaria, lo que me hace pensar que a esas personas les agria el carácter su profesión los padres como yo.

Ramona se presentó al poco, con el ceño fruncido y los brazos en jarra, postura que me indicaba que solo estaba esperando que dijera lo mínimo inadecuado para reñirme de nuevo. En vista de lo cual, tomé mis precauciones.

-Preciosa bebé –dije, con voz débil.
-Sí que lo es. Pero si ya las has visto, lárgate -me siguió hasta la puerta. Ya en ella, me lanzó una mirada fuerte y me habló, como si estuviera haciéndolo a una persona con la inteligencia limitada-: ¡ése… es…. Un…. be….bé sa….no...! –y, no bien terminó de decir eso, cerró la puerta contra mis narices.

Y bendita sea ella. Porque, mientras me alejaba en mi coche, pensaba que estaba en lo cierto. El ímpetu, la vehemencia y el sentimiento, también deben guardar las composturas

Cuando volví al consultorio, solo quedaba una visita por hacer. Las otras, nada menos que tres, ya habían sido atendidas por Pérez. Y una de ellas era la de un parto de una yegua. Se hizo acompañar de Sonia, la nueva voluntaria. La visita pendiente era en las colinas de Cerro Hierro, y el recorrido hasta el lugar era como un sueño. Mi preocupación había acabado, y parecía que toda la naturaleza sonreía conmigo. Era un 23 de abril, un anticipado preludio del verano más bello que pueda recordar. El sol brillaba en lo más alto, y la suave brisa, que se colaba en el coche, traía la fragancia de los fértiles campos. Un fresco aroma de campanillas, narcisos y violetas, iba creciendo y se esparcía, aquí y allá, en la verde campiña.

Después de atender la visita, comencé a caminar siguiendo uno de mis ocios favoritos. Balú2 iba pegado a mis talones. Iba mirando los ondulados parches de los llanos, adormilados por la soleada tarde, y los tiernos helechos que crecían sobre las laderas brotaban erguidos verdes entre las varas marrones del año anterior. Por todos lados se veía vida, dando un mensaje de paz y alegría, muy apropiado para mí por el nacimiento de un nuevo hijo.

A nuestra recién nacida decidimos ponerle de nombre Candela, como el fuego, como llamaban a su madre en la Facultad. Era un bonito nombre, pero la corruptela familiar y general lo dejó en Can. Y aunque traté en vano el hacer prevalecer el suyo original de pila, permanece hasta hoy. Pero no me importaba demasiado. Sólo deseaba felicidad para mi hija. Y se han cumplido mis deseos: Candela es feliz. Se lo merece, porque es una luchadora nata, una ganadora.

Me habría gustado seguir bajo el sol, echado en los suaves lechos de los verdes, pero tenía otras cosas más perentorias que hacer, y por eso regresé al consultorio y empecé a telefonear a los amigos para anunciarles la buena nueva. Todos acogieron con agrado la noticia, pero fue Toni, que había venido desde Alanís para darnos la enhorabuena, el que me dijo lo que debía hacerse. Toni era amigo de sus amigos:

-Amor, tenemos que "bautizar" al bebé –hizo con una mano un gesto de levantar una jarra de cerveza-. Acabamos de llegar y nos quedaremos el tiempo que sea necesario. Pero ahora, Laura y yo nos vamos a Cazalla y a las siete estaremos aquí de nuevo -añadió.

Y así fue. A las siete éramos cinco amigos los que nos hallábamos en Real 19: Fredy, Pérez, Toni, Javier y yo. Javier era un compañero de batalla. Habíamos ido al mismo colegio. Más tarde estudiamos la carrera de Agrónomo y luego también la de Veterinaria. Era aficionado a la Literatura, como yo, pero él se especializó en libros sobre animales domésticos. Y me era agradable tenerlo conmigo esa noche.

Toni estaba nervioso pensando en el lugar de la celebración. Sus dedos tamborileaban sobre el brazo del sillón, en que se hallaba sentado. Su expresión era de duda…

-Normalmente iríamos a "La Chuleta", pero hoy es sábado y ya se sabe la que se forma allí con la peluquería ambulante de Tomás. Pero podríamos ir al bar "Dos Hermanos", a tomar unas jarras y unas raciones de jamón y otras de carne en salsa. La Cruzcampo de barril que allí sirven es deliciosa, y si es tirada con los grados justos, por cualquiera de los hermanos, la hace todavía más deliciosa y más...
-Un momento -lo interrumpí-: esta mañana cuando esperaba en "la casita blanca", Ángel, el marido de la matrona Ramona, me preguntó que si podía tomar una copa con nosotros, a lo que por supuesto accedí, y ya que mi pequeña ha nacido en su casa, ¿no crees que sería un detalle de nuestra parte hacer la celebración en la taberna que él acostumbra ir?
-Por mí no hay inconveniente. ¿Y qué bar es? –respondió, y me preguntó seguidamente, entonando los ojos.
-'La Chuleta' -respondí
-Bueno… -me miró, a la vez que se rascó la cabeza-. Yo no tengo nada en contra de "La Chuleta", solo que la cerveza no la saben tirar como esos hermanos y pierde grados y sabor. En "La Chuleta", por los barullos que se producen, no tienen en cuenta este pequeño gran detalle. Y es importante. Porque sobre lo de la peluquería de Tomás, no nos importaría. Nosotros iríamos a lo nuestro.
-¡Joder, Toni! –terció Pérez, sonriendo-. Estamos hablando de simples cervezas para celebrar con Amor el nacimiento de su hija. Pareces un químico analizando sustancias. Pienso que 'La Chuleta' es el lugar adecuado. Además, para más intimidad, disponen de un salón privado –concluyó.

Y era verdad. El salón privado era íntimo. Cuando lo ocupamos, pensé que habíamos elegido el lugar ideal. El ya oscurecido Sol de la tarde, había dejado sus rayos de luz sobre las mesas y las sillas, a través de un amplio ventanal. Muy próximos a nosotros, se hallaban sentados, bebiendo y hablando, dos granjeros. No tenía nada de especial ese bar, pero su mobiliario, que era el mismo del día de su inauguración, daba aire familiar. Seguro que en San Nicolás no había un lugar tan apropiado para la ocasión.

Fuimos atendidos inmediatamente. El amable dueño me felicitó y dio la mano a los demás. Después llenó una jarra de cada uno con otra jarra de mayor tamaño, repleta a tope de rubia Cruzcampo. Al menos, en lo que a marca de cerveza, Toni había acertado. Pérez, de pronto, alzó su jarra y miró a la concurrencia.

-Permítanme que sea yo el primero en desear a Can larga vida y felicidad. Hoy es un día feliz para todos lo que queremos a Amor y a su familia.
-Gracias, colega. Como padre que eres, sabes bien la alegría que se experimenta en estos casos.
-¡Salud! -aclamaron todos, y entonces me sentía entre amigos.

Empezamos a conversar sobre diversos asuntos. Luego de beberse el contenido de su jarra, Pérez se puso en pie y me dio un abrazo. Me dijo:

-Yo me tengo que marchar. He estado un rato. Pero, ya sabes… Que lo pases bien. Y también todos ustedes –de nuevo miró a la concurrencia.

No quise retenerle. comprendí perfectamente su mensaje. Y tenía razón. Éramos los únicos veterinarios del pueblo y uno de los dos debía estar presente en nuestro consultorio. Además, esa tarde era mía, ¡qué caramba!

Fue aquel uno de esos días inolvidables en que todo era perfecto. Javier y yo hablamos de nuestra infancia en Sevilla. Fredy y Toni, se enfrascaron en sus años de la juventud. Después, Toni y Laura, que ésta se agregó al grupo más tarde, comentaban sus cosas. Pero sobre todos nosotros, como una gran luna amable, pendía el sentido del humor de Ángel.

A la hora en que el dueño del bar anunció que según ley era el momento de cerrar, nos hizo trasladar a un pequeño cuarto que había en los altos del local. Y hacía eso para evitar alguna súbita inspección de la Benemérita, con multa incluida. Pero él actuaba así con muy contadas personas. Ya instalados en nuestro nuevo y acogedor cuarto, todos juntos disfrutamos de nuestra mutua compañía hasta más allá de la medianoche. Sobre las dos de la madrugada, arropado por los acontecimientos y ya sin ansiedad, me fui caminando hasta mi casa, lleno de amor hacia la humanidad.

Ya en casa, subí la escalera hacia nuestro "gran" dormitorio. La cama resultaba extrañamente vacía sin mi mujer. Pero pensé que pronto estaría a mi lado. Después abrí la puerta de la pomposa y ancha habitación que habría servido como vestidor en la Edad de Oro de la vieja casona. En ella habrían dormido personajes ínclitos, muchísimo tiempo antes de comprar nosotros la casa. Pero ahora era el cuarto de Julio, y su cama estaba en el mismo lugar en que con anterioridad habría otra pomposa, seguro de la Era Medieval. Pero en ese momento no se me ocurrió pensar si ello era como un presagio de grandeza en el destino de mi hijo.

Miré a Julio, dormido. Paseé los ojos sobre el otro lado del cuarto, donde una cuna, de la que colgaba, con un peculiar toque femenino, una colcha de color rosa, esperaba una inquilina.

"Enseguida tendré dos hijos míos aquí", pensé. Con un último vistazo al cuarto de tía Manuela, acabó la inspección. Ya en mi cama pensé de nuevo, pero ahora con un deseo fervoroso y con esa forma de pensar que solo es privilegio en las personas afortunadas:

"La vida se ha excedido para bien conmigo: me ha dado una buena esposa y dos hijos maravillosos, tengo buena la salud y un puñado de amigos entrañables, gano lo suficiente para llevar a mi familia hacia adelante. Solamente me falta algo para ser completamente feliz, y es que la divina providencia proteja a todas esas criaturas desamparadas". Y, sin siquiera darme cuenta, me quedé dormido con el brazo derecho extendido, como buscando a mi mujer.


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Antonio Chávez López
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Mensaje  achl Mar Mar 01, 2022 5:43 pm



El Susto

"Dejé mi corazón en manos indiferentes…". La voz de la niña llegó a mi oído mientras conducía.

Íbamos a la "Granja Lechera", sito en Cerro Hierro para tratar de curar a una vaca, acompañado de mi hija, y era agradable escucharla cantar. Su hermano mayor ya cursaba estudios superiores, y yo añoraba su compañía y sus siempre ocurrentes y divertidas preguntas, además de su asombro creciente frente a las maravillas del campo. Pero ahora, de nuevo todo volvía a empezar con Candela.

A Candela le gustaba cantar, y se había iniciado en ello oyendo música de nuestro viejo fonógrafo. Pero necesitábamos un aparato mejor. La música era su divertimento favorito. En aquella época no habían equipos estereofónicos de alta fidelidad. A lo más que podíamos aspirar era a una gramola. Después de mirar escaparates en Sevilla y de atender los consejos de los comerciantes del gremio, decidimos comprar una gramola.

Era un moderno y elegante mueble con el frente de rejillas, que podía disminuir el volumen de una orquesta y conservar la pureza del sonido a la vez. Pero había una "nimia" dificultad: costaba dos mil duros, y en esa época, eso era mucho dinero. Pero, aun eso, lo compramos.

-Mamá –le dije a mi mujer, apenas terminé yo de instalarla-. Los dos niños pueden utilizar el fonógrafo, pero tenemos que mantenerlos alejados de la gramola. A ver si lo podemos conseguir.

Palabras inútiles. Ese mismo día, cuando regresé a casa, en el pasillo retumbaba... "¡iuu, iuu, oee, oee…! Jinetes en el cielo". Era una de las caras del disco de Enrique y Ana, "Manos indiferentes", uno de los preferidos por mi hija y al que la gramola le estaba sacando el máximo partido.

Me asomé al salón, mientras "los jinetes del cielo se iban alejando", y mi hija, con sus pequeñas manos quitaba el disco y lo metía en su funda. Enseguida, muy presurosa iba hasta una estantería que contenía, entre otras cosas, otros discos. Había seleccionado uno nuevo cuando la abordé.

-¿Cómo se llama ése? -le pregunté.
-"La niña y la mariposa" –ésa fue su respuesta.

Miré la funda y... ¡increíble! ¿Cómo era que lo sabía? Teníamos muchos y variados discos infantiles, y todos ellos idénticos en carátula y en tamaño. Candela no tenía aún cuatro años y no sabía leer …

Con movimiento experto, puso el nuevo disco en la gramola y lo hizo funcionar. Cuando terminó, fue a por otro, realizando con igual destreza la misma maniobra.

-¿Y éste? -le pregunté de nuevo, perplejo.
-"La niña y las olas" –y así era.

Finalmente, tuve que aceptar que era un absurdo mantener alejados a Candela y la gramola; si no me acompañaba a alguna granja, estaba escuchando música de la gramola: su juguete. Y después de todo era lo mejor porque nunca le causó ningún daño a la costosa compra: siempre la mantenía en un perfecto estado de funcionamiento. Y durante los recorridos hacia las granjas cantaba las canciones que había oído. Pero "Manos indiferentes" se había convertido en nuestra canción favorita.

Estábamos aproximándonos a la cancela de entrada a la granja, que íbamos a visitar, y la canción de Candela cesó. Este era un momento importante para mi hija. Cuando paré el coche, se bajó, caminó erguida hasta la cancela y la abrió. Se tomaba en serio su trabajo. Y mientras el coche trasponía la entrada, se podía ver esa seriedad reflejada en su cara. Cuando terminó y regresó, para sentarse de nuevo, con Balú2 bajo sus pies, le di un pequeño golpe de complicidad en la rodilla y le dije:

-Hija, eres una gran ayuda.

Sonrió y adoptó un aire de importancia. Sabía que era verdad, porque abrir y cerrar cancelas era una responsabilidad.

Conduje hasta la granja. El amo del lugar, Curro, primo de Pérez, que se estrenaba como granjero, había ya encerrado a una vaca en un establo, cuyo corredor se extendía desde un extremo cerrado hasta el exterior. Se trataba de un bravo ejemplar de raza suiza con el pelaje negro zaino y mirada de maldad. Vi, con temor, que no dejaba de mover el rabo, y esto era signo de agresividad.

-Hola, Curro. ¿Pudiste atarla? –lo saludé y le pregunté.
-Hola, Amor. No es fácil manejar a esta vaca, porque está la mayor parte del tiempo en el campo y es por eso que es salvaje. Pero no te preocupes. Yo estaré pendiente de ella.

Y era verdad. Todo era salvaje en aquel bovino.

Mientras examinaba a algún animal en alguna granja, sentaba a mi hijo Julio en una paca de heno, cerca mía. Pero a mi hija Candela no la quería tan cerca…


-sigue-



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-Candela, este no es un buen lugar para ti -le dije-: por favor, vete al coche a escuchar tus canciones o ponte al final del corredor para dejar libre el pasillo de salida –añadí, optando ella por el corredor. No le gustaba estar alejada de su padre.

Entré al establo. Vi, aliviado, que la prudencia de Curro funcionaba. Se las había arreglado para dejar caer un ronzal sobre la testa de la res, había retrocedido hasta un rincón y había deslizado la cuerda en uno de los palos del establo, y finalmente la había atado a su propio brazo. Lo miré, con duda...

-¿Podrás sujetarla?
-Sí, no te preocupes. Ya he hecho esto mismo otras veces –respondió, con voz tranquilizadora. Y añadió-: la herida la tiene casi al final del lomo, justo ahí -señaló un punto.

Mientras pasaba la mano sobre el absceso, que estaba cercano al nacimiento del rabo, la vaca tiró una coz, la cual rozó mi cabeza. Había pensado que esto podía ocurrir, pero seguí adelante con mi exploración. Empero, puse en marcha mi instinto de protección. Miré a Curro y le pregunté:

-¿Cuándo le apareció esa bolsa con pus?

Curro se rascaba la cabeza, como pensando, y tensó la cuerda hasta el límite para evitar futuras sorpresas.

-Una semana más o menos –respondió al fin, y añadió-: se revienta, pero vuelve a llenarse. Pienso siempre que esa va a ser la última vez, pero, según se ve, no deja de llenarse. ¿Cuál es la causa? ¿Por qué la vaca no se queja? –me hizo éstas dos preguntas seguidas, a su vez.

-No sé. Pero podría ser una vieja herida que se ha infectado. El drenaje en el lomo de las vacas es reducido, y no es fácil trabajar. Se produce un tejido muerto que hay que retirar para que pueda cicatrizar –hice una breve pausa, lo miré, y seguí hablando-: y en cuanto a por qué no se queja, es porque la raza vacuna es resistente y orgullosa.
-Candela -miré hacia donde estaba-: ¿puedes traer de nuestro coche unas tijeras, un paquete de algodón y un bote de agua oxigenada, por favor?

Curro miraba pasmado, mientras la niña, diligente, corría hacia el coche y regresaba con las tres cosas que le había pedido.

-¡Caramba! Tu pequeña sabe lo que hace -dijo Curro
-Sí –respondí, ufano-. Es experta en las cosas que necesito en estos menesteres.

Fui hasta ella a recoger todo lo que le había encargado, y enseguida volví. Pero mi hija permanecía sin taponar la salida del corredor, como yo le había ordenado.

Empecé la tarea. Puesto que el tejido estaba muerto, la vaca no sentía dolor mientras sajaba y hacía la limpieza. Pero ello no era impedimento para que siguiera tirando coces a diestra y siniestra; uno de esos animales que no admitían interferencias. Terminé y apliqué agua oxigenada en la zona afectada.

Tenía confianza en este viejo procedimiento de desinfección, como un excelente antiséptico que es.

Vi, satisfecho, las burbujas que se iban produciendo en la piel de la vaca, señal de que ya empezaba a sanar. Pero no parecía ella disfrutar de esa sensación, porque dio un súbito salto, arrancó la cuerda del establo y del brazo de Curro, me empujó a un lado, se fue hasta la puerta, que hizo añicos, y llegó al corredor. Desesperado, intenté dirigirla hacia el lado izquierdo, al campo, pero vi, con horror, que corría hacia la derecha; ¡hacia el extremo cerrado en que se hallaba mi hija!

Fue uno de los peores tragos de mi vida. Escuché una voz infantil que decía "papá, pero ni más palabras, ni un chillido, solo eso pronunciado con relativa calma. Estaba en pie contra la pared. Y la vaca, inmóvil, estaba a menos de un metro de ella. Pero, de pronto, se dio la vuelta al oír mis golpes intencionados en el establo, y pasó frente a mí, trotando hacia el campo. Arropado por una sensación de agradecimiento estreché a mi hija entre mis brazos y la besé repetidamente. Podía haber muerto apenas un instante, pero Dios siempre está ahí. Me percaté de lo poco que había servido las precauciones de Curro, el cual se llevó un susto impresionante. En realidad, estaba tan asustado como yo.

Nos despedimos de Curro, que estaba blanco aún, recibiendo sus felicitaciones por la celeridad y por el acierto en el trabajo.


-sigue-

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Mientras nos alejábamos, me vino a la mente algo parecido que había pasado cuando era Julio el que me acompañaba. Pero esa vez no fue tan horrible porque el niño se encontraba en un pasillo, con los dos extremos abiertos, no viéndose atrapado cuando el buey, en el que trabajaba, se soltó y se giró hacia él. No vi nada, pero pude oír un chillido agudo antes de doblar la esquina. Aliviado, vi a mi hijo correr campo a través hacia el coche, a la vez que el buey trotaba en sentido contrario.

Esas reacciones eran típicas en Julio, que era el ruidoso de la familia. Bajo presión, hacía valer sus sentimientos gritando, por ejemplo: mientras Pérez ponía una vacuna a algún animal que se hallaba en el consultorio, mi hijo anunciaba la aparición de la aguja con... '¡uf, eso debe doler...!'. Pero tenía afinidad con Pérez, que lo respaldaba: "¡sí, Julio, duele una barbaridad!".

Mientras abandonábamos el lugar, Candela abría y cerraba la cancela, solemne. Ya en el coche, me miraba expectante, y yo sabía por qué. Quería empezar su juego preferido. Le gustaba que le hiciera preguntas sobre distintas materias, lo mismo que a Julio le gustaba preguntarme.

Entonces empezamos el juego.

-A ver. Dime el nombre de cinco flores.

Dudó, pero era obvio que sabía la respuesta.

-Rosa, clavel, jazmín, margarita y amapola.
-Eres una niña inteligente. ¿O ya las traías preparadas? Bueno, sea como sea, ¿qué tal ahora cinco pájaros?

Esta pregunta le pareció más difícil, pero respondió:

-Gorrión, canario, jilguero, golondrina, y… ¡ay...! ¡ay…! ¡Uno más…! ¡Ya! Periquito.

Ese juego se repetía a diario, con infinitas variantes. Entonces me daba cuenta de lo afortunado que era. Tenía trabajo y la compañía de mis hijos a la vez. Había muchos hombres que trabajaban tan duro, para poder mantener a su familia, que llegaban a perder el contacto con sus hijos. Pero yo no. Pues tanto Julio como Candela me acompañaban. Hasta que tenían que acudir al colegio, me gustaba tenerlos conmigo.

Conforme se iba acercando el día en que tenía que asistir al colegio, la actitud de mi hija era maternal. Me hablaba con esa solemnidad, característica en ella.

-Papá –me decía-, ¿cómo te las vas a aviar cuando yo vaya al cole? –no esperaba respuesta, ella se respondía-: tendrás que abrir y cerrar cancelas y sacar cosas del coche tú solo. Y creo que te va a resultar fatigoso.

-Es verdad. Te echaré mucho de menos -le acariciaba, para dar seguridad a sus palabras. Y añadía-: pero no tendré más remedio que arreglármelas solo.

Su respuesta la sabía, porque siempre era la misma: una sonrisa agradable de alivio y unas palabras de consuelo:

-No te preocupes, papá. Puedo acompañarte los sábados y los domingos y así estarás más aliviado.

Ahora, en la distancia, supongo que era natural que mis hijos, al ver la práctica de la Veterinaria desde la infancia y testigos directos de la satisfacción que ello me proporcionaba, no pensasen en otra cosa que en ser veterinarios. Siempre quería aconsejarles lo que buenamente podía sobre su futuro, pero nunca me imponía. Ellos decidirían sus respectivos futuros. Y pienso, sin presunción ni falsa modestia, que esta es una medida que todo padre debería adoptar.

Con Julio no había problema: era fuerte y lo veía preparado para resistir los embates de este oficio. Pero, por algún motivo, no podía soportar la idea de que mi hija recibiera coces y golpes o estuviese cubierta de estiércol.

En esa época era difícil, pues no habían aparejos para apaciguar los forcejeos de los animales grandes, que eran los que con asiduidad enviaban al veterinario al hospital, con piernas o costillas rotas. Siempre había respetado que mis hijos siguieran sus propias inclinaciones, pero cuando mi hija Candela acabó el bachiller, solté indirectas y no jugué limpio: le hacía ver los trabajos más peligrosos. Y al final, quizás influenciada, decidió cursar Medicina, y hasta hace poco era la médica de nuestro pueblo. Por lo que los augurios del ginecólogo, mi amigo Álvaro, que la "sacó" a la vida, se cumplieron a medias.

Actualmente, cuando veo el gran porcentaje de mujeres que acuden a las facultades de la Veterinaria y recuerdo los buenos trabajos que hacían nuestros antiguos ayudantes en el consultorio, me pregunto si hacía lo correcto. Pero Candela es feliz con lo que es y con lo que hace. Ostenta prestigio y éxito. Y los padres debemos hacer lo que creemos mejor para nuestros hijos.

Pero todo esto pertenecía a un futuro remoto, mientras conducía de regreso de "Granja Lechera", con mi hija a mi lado, que ya había empezado a cantar y estaba ya acabando el último verso de nuestra canción favorita... "Dejé mi corazón en manos indiferentes'.

Felicidad como la que disfrutaba entonces, difícil será que la vuelva a disfrutar. Pero, por norma, todo ser humano tiene que luchar por conseguirla adaptándose a lo que es y a lo que tiene. Porque ansiar una felicidad completa, es un obstáculo para la propia felicidad. Pero dar y recibir amor, tener salud, trabajo y amistad, es una situación francamente feliz para todos lo que se lo propongan.


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Antonio Chávez López
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Mensaje  achl Miér Mar 02, 2022 6:47 pm



Atormentado

No he sido un hombre feliz, es que ni siquiera he llegado a saber concretamente en qué consiste la felicidad. A lo largo de mi vida he tenido la ocasión de conocer a gente de diversos pelajes y he podido comprobar que el bienestar moral puede aglutinarse en torno a las cosas más inverosímiles y contradictorias. Infinitos son los cebos que el hombre se pone para cazar esa utopía de la felicidad. A mí, siempre me han parecido artilugios con que nos pescamos nosotros mismos, de una forma ingenua, incansable, agotadora, como el ratón queriendo atrapar al gato. Al menos, yo siempre me he sentido con la sensación de estar luchando contra fuerzas invencibles.

He sido un hombre de pasiones bien delimitadas: he amado y he odiado con todas mis fuerzas. Pero no creo que ninguna de estas cosas puedan ser venero de satisfacciones; en el amor me ha faltado generosidad, y en el odio, consecuencia.

Un compañero de mi Facultad, de nacionalidad italiana, decía de mí que yo era un retrógrado. Y tenía razón. Soy un hombre de pasiones primarias, por tanto no haré recaer sobre nadie la culpa de mis descalabros. Yo mismo me los he ido labrando. El título de doctor en Medicina, que ostento, y la extensa cultura, a juicio de algunos, que he podido aunar, apenas si han influido en mí. A pesar de todos esos postizos intelectuales, sigo siendo un cavernícola.

No obstante mi atavismo, y quizás, precisamente, a causa de él, no deja de haber en mí un cierto margen de nobleza y posibilidades. Soy bruto, pero no malo. He bordeado el ámbito de una existencia mejor, acaso feliz. En estos últimos años he llevado una vida loable, pero me han traído a ella los remordimientos y la impotencia. El rasgo se empequeñece a mis ojos y no puedo verme sino como lo que soy: un infeliz y un cobarde.

Es curioso comprobar la opinión que merecemos a algunas personas. En este hospital hay un practicante que tiene de mí un concepto tan elevado que me da risa. Del hecho de que haya dedicado las últimas velas de mi vida en cuidar a los enfermos infecciosos, saca las más peregrinas conclusiones.

-¿Pero no ve usted que esto que hago no es más que una forma de suicidio? -le dije, en una ocasión.

Me miró, incrédulo, y alzó hacia el cielo sus manos trémulas. Debía pensar que estaba riéndome de él o que hacía gala de una falsa modestia. Pero se equivocaba. No tengo nada de qué vanagloriarme. En realidad, todo lo que hacen los hombres es tan insignificante y mezquino que la vanidad solo puede alojarse en la mollera de un inconsciente o un necio. Repugna ver las de maniobras extrañas que son capaces de hacer algunas personas para dar a entender que las cosas que hacen o dicen son normales, cuando ellas saben que no lo son.

Apenas si llevo escrito un folio y observo lo difícil que resulta hablar de uno mismo. Creo que los hombres adoptan frente a sus avatares una de estas dos actitudes: o aligeran el fardo de sus culpas, pasando a pies puntillas, cándidamente, sobre sus peripecias, con un cierto determinismo cómico, o se vuelcan en sus errores con torpe complacencia. Y en una y en otra, disfrazados de cordero o haciendo trofeo de sus miserias parecen llevar oculto, bajo el faldellín de su conciencia, como un denominador común, el anatema bíblico Vanitas Vanitatis. Siempre he sido sincero y ahora también, pero la sinceridad solo me ha granjeado fama de bruto. Lo que en realidad soy: un hombre con cierta cultura, pero que prescinde de toda influencia libresca cuando rebosa en él o cuando acude al fondo primitivo de los sentimientos. Aparte de todo eso me han acusado de impúdico. Y con razón. Nunca he comulgado con los prejuicios con los que se disfraza la humanidad. ¡Los detesto! En ellos naufraga todo impulso noble y se quiebra, empequeñece y afemina todo gesto viril. Siempre me he mostrado desnudo y, por eso, vulnerable, a merced del primer mercachifle de la cortesía y de las buenas formas que se presenta.

El practicante, que se llama Félix, dice que soy "todo temperamento; demasiada pasión para nuestra época". Y un colega del hospital confesó que Félix dice de mí que, en otro siglo, podía haber sido un puntal de la iglesia: un San Ignacio de Loyola o un San Agustín. ¡Tiene gracia! Si hubiera dicho un Barbarroja habría estado más cerca de la verdad. Yo me siento con mejor predisposición para bandolero que santo. Y lo digo sin jactancia, porque ya quedan lejanas las vanidades peyorativas de los veinte años y a estas alturas resulta desalentador llegar a conclusiones tan poco halagüeñas

Félix es un hombre vulgar: bajito, calvo, delgado, desdentado… Ignoro su edad, que debe frisar en los setenta. Pero aun su baja estatura y a lo encanijado que está, desarrolla una actividad pasmosa: se mueve en el hospital como un zarandillo: sube y baja y está a la vez en todas partes. Todos los colegas decimos de él que parece que tiene el don de la ubicuidad.

Aún no lo conozco del todo; tan pronto me sorprende con algo absurdo como con un buen sentido "sanchopancesco". A veces se muestra ingenuo y candoroso, como un niño, y otras, agudo y perspicaz. Los años aún no han empañado el brillo en sus ojos, se mueven con extraordinaria viveza o se acurrucan en las cuencas, sumidos como puntos fulgentes. La bondad de este buen anciano es inefable, y creo que el rasgo más saliente de su carácter es la modestia. Lo vemos sobresalir entre nosotros, a fuerza de querer ser, de sentirse insignificante.

Nunca había conocido antes a nadie que reúna sus virtudes. Durante meses he hablado a diario con él y lo he sentido a mi lado como una sombra, como algo útil, más que como una persona. Me ha costado comprender que había depositado en él mi poco caudal de afecto, los rescoldos que quedaron de aquel incendio voraz, del deseo que un día me acometió de darme íntegro. ¡Sí, de darme íntegro! Y eso que no soy altruista, tocante a mi intimidad.

Ahora me alegra saber cuáles son los sentimientos que albergo para con Félix. Se pone a mi lado, como un perrito fiel. Si quisiera, podría acariciarle. Me estremece pensar que, cuando muera, conservará mi recuerdo y llorará sobre mi tumba. Es un hombre muy religioso y no sé si habrá obrado milagro, pero creo que los santos debían ser como él. Cuando entra en mi cuarto y veo su figura ridícula y su cara de pajarito, sonrío pensando que el día de mañana puede estar en los altares. Y no es que me burle de él, al contrario, nadie, excepto mi madre, me ha inspirado tanto cariño y respeto. Pero me hace gracia el hecho de pensar que puede pasar de insignificante a intercesor del Dios imponente, Señor de los ejércitos y Juez inflexible. ¡Pobre Félix! ¡Y qué apuros iba a pasar!

Hace ya medio siglo que presta sus servicios en este hospital y es feliz aquí, donde solo un consumado misionero vocacional podría serlo. Pero creo que su felicidad radica en el hecho de repartir su ternura entre estos pobres desgraciados. Es de una bondad dulce, no empalagosa.

Aunque no soy vanidoso, ya lo dije antes, no puedo apartar de mi cabeza un sentimiento de petulante satisfacción al ver que me distingue con su afecto. Es que en Félix hay ese sentimiento maternal, de protección, que inclina a toda madre hacia el más díscolo de sus hijos. Su simple presencia me conmueve y me proporciona las escasas alegrías que he vivido en este, ¿sepulcro? Cuando se me acerca y pone sobre mi frente febril su mano sarmentosa, experimento un bienestar completo.

A veces siento un deseo de preguntarle la causa de su venida a este hospital, pero no lo hago porque seguro que ya la ha olvidado, si es que ha habido alguna otra, aparte de su apertura de corazón.

Pensando, no sé aún por qué me he puesto a escribir. Y debo reflexionar sobre esto. Sí, ¿por qué? Lo único que puedo decir es que hasta ahora me está siendo placentero. Es una experiencia interesante adentrarse en el terreno inédito del mundo interior y sorprender los ecos que dejaron en él las peripecias de la vida. Creo que los hombres viven hacia fuera y sienten terror frente a la introspección. Me he sentido mal en estos últimos días, pero mientras siga teniendo fuerza para continuar escribiendo, las horas transcurrirán con más rapidez. Empero, estoy seguro que debe haber un incentivo más poderoso que obliga a escribir estas, ¿memorias?, llamémoslas así, puesto que de alguna forma han de llamarse.

Sí, yo he visto en una mujer una posibilidad de ser feliz. Pero por esa mujer he llegado a la situación en que ahora me hallo. No fue culpa suya. Yo destrocé el ídolo con mis manos. Quizás por eso es que me haya decidido a escribir, para justificarme. En realidad, no sé si lo que deseo es que me perdone. Aunque esto no le debe costar porque le era indiferente y nunca me amó. Es probable que ahora sea feliz. Pero esto es una cosa que no se la deseo.

¡Ojalá que no seas feliz, ¡ojalá que no!

He permanecido varios días sin coger la pluma, y mil veces ha cruzado mi cabeza la idea de romper lo que llevo escrito. Me he sentido nervioso, insoportable, incluso he reñido ásperamente a Félix por no sé qué bobada. Mi médico temía que me iba a dar un nuevo acceso de fiebre, y yo también lo temía. Veo que intentan ocultarme mi gravedad, pero sé que no voy a vivir mucho más. Mi médico dice que para que pueda seguir viviendo es necesario que lo desee. Pues bien, ¡no lo deseo! Me hallo cansado, solo, triste, desamparado y de un tiempo a esta parte duermo con el deseo de no volver a despertar. En realidad, creo que el sueño de la muerte es el mejor regalo para una existencia así, como la mía.

De nuevo he vuelto a escribir. Y ahora sé qué es lo que me obliga, por qué lo hago y para quién. He pensado en ello en estos últimos días. Debería estar avergonzado por los hechos que yo protagonicé, pero no lo estoy; defraudado y dolorido por su ineficacia, sí.

Quisiera que este escrito llegue a tu mano y que vuelva a raspar tu espíritu. No necesito que me perdones, no es tu perdón lo que necesito. Solamente hay algo que me enerva y me llena de dolor: tu olvido. Quiero vivir en ti como un remordimiento, y es por eso que deseo que me odies. ¡Sí, lo deseo un millón de veces!

Dos cosas significativas han gravitado sobre mi vida con una fuerza inescrutable: la herencia de la sangre, y la amargura de una lucha desigual contra el medio en que me he desenvuelto.

Mi abuelo materno nació, y vivió en su juventud y en parte de su adultez en Santander. Era un hombre con una fuerza tan grande como su brutalidad. Se ganaba la vida como peón. Pero no le gustaba trabajar. Era adicto al vino, a las mujeres y a las peleas de tabernas. Y los otros hombres le temían. A los treinta años se enamoró de una moza, que todavía no tenía los veinte. Pero su amor era agresivo. Ella le odiaba, y sus padres nunca habrían autorizado su boda. Pero él la acosaba con la procacidad de un sátiro. Los hermanos de ella, cuatro zagales más jóvenes que mi abuelo, un día le dieron una paliza hasta dejarlo herido. Esa noche se escondió detrás de un árbol y, cuando al alba salieron sus agresores para acudir a sus trabajos, entró a la casa y mató a la muchacha a puñaladas. Después, huyó al monte y de él a Francia. Anduvo romero y vagabundo durante dos lustros, de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo. Trabajaba en las minas, en la construcción y en todo lo que le iba surgiendo para sobrevivir. A los cuarenta años, quebrantado por el rudo trabajo y por su vida de borrachera y crápula, tuvo la suerte de colocarse de portero en el Hotel París. Mi madre tenía una foto suya que yo miraba pasmado mientras era niño. Usaba entonces una barba larga, para tapar una herida que le cruzaba la cara, y unos enormes mostachos. Vestido con el uniforme del hotel, había en él algo de un general revolucionario. Al año se casó con una camarera del hotel, guapa y más joven que él, pero a menudo perdía la dignidad ante su marido.

Pasados diez años del crimen, regresó a Santander. La noticia se propagó porque un mes antes de partir había escrito una carta a un "amigo", que la divulgó. Ni siquiera llegó a ver el pueblo. Los hermanos de la difunta lo abordaron en el camino y lo mataron a garrotazos limpios como a un perro. Decían por allí que el se defendía cual tigre hasta su último aliento. ¿Y de qué le sirvió?

Mi abuela materna era una mujer enfermiza, pero corajuda. Refería mi madre que ejercía un cierto dominio sobre su marido Era religiosa, y a su constancia y celo se debió que su hija entrase en un colegio de monjas, pese a las ideas anticlericales de su esposo. Murió tres años después de que mataran a mi abuelo.

Contaba quince años mi madre cuando quedó huérfana. En el hotel le facilitaron un empleo, y al cabo de un tiempo conoció a un industrial catalán, que estaba en París con su esposa en viaje de negocios, y que se la llevaron a Barcelona para trabajar como institutriz de sus hijos. La primera impresión que nuestra nación dejó en el ánimo de mi madre fue que los españoles éramos todos de una misma catadura. Impresión, "muy a la francesa", que todavía hoy perdura.

Mi madre se llamaba Josefa. En el pueblo le decían Franchuti, por el acento. Ése apodo me sonaba más que el diminutivo Fefi que le puso mi padre, que como él era marinero y paraba poco en nuestra casa, tenía la posibilidad de escuchar nombrarla más de la otra forma.

Falleció cuando yo tenía ocho años. La consumió la miseria del hogar y la nostalgia del marido ausente casi todo el tiempo. Me quedan, pues, pocos recuerdos de ella, que son los únicos retazos risueños que la vida me ha dejado. Era alta, guapa, elegante y con clase, además de que tenía una bonita voz. En el colegio de París había adquirido algunos conocimientos, de dudosa utilidad, pero que le servían de refinamiento. Sabía dibujar a la acuarela y al óleo, tocaba el piano y el violín, hablaba y escribía perfectamente el francés, y manejaba un amplio vocabulario del inglés.

Me contaba cosas de su infancia. Sobre todo del clima exquisito del colegio francés, al que asistió en su niñez y parte de su adolescencia. Su tono era nostálgico, pero nunca se quejaba. Amaba apasionadamente a su marido y todas sus calaveradas debían antojársele soportables.

El matrimonio catalán se portaba bien con ella, pero como hacía todo lo posible por impedir que se casase con mi padre, no siguió manteniendo relación con ninguno de los cónyuges.

Mis abuelos paternos procedían de Santander. A mi abuelo le llamaban Quemado, debido a que tenía un ojo fruncido por la cicatriz de una quemadura que se hizo siendo un niño. Era alto, bien plantado, correcto en el hablar, pero un poco socarrón. Disfrutaba de prestigio en el pueblo. Era pescador y consiguió ser patrón de pesca, con su propio barco.

Mi abuela era una mujer pequeñaja, pero vivaracha. Perdió tres de los diez hijos que parió. Pero conservó su buen humor. Lo poco que le quedó de tantos sinsabores era una llantera fácil y una suspiradera, que escapaban incluso entre las risas. Era vanidosa, y muy anciana ya y casi ciega, no consentía ir a misa sin llevar sobre la cabeza su pañuelo de colorines de los años mozos, del que decía, con cierta ostentación y dicharachería, "mi pañuelo para pescar novio".

Mi padre era un tipo singular. Había en él una extraña mezcla de rusticidad y de sentimientos delicados. Era un ingenuo; y, sin duda, el mejor amante y el peor marido a la vez. Tenía buen humor y era ocurrente, pero nada reflexivo y previsor. Sus facciones eran correctas, solo la nariz desentonaba por su envergadura. Todo él era un fanfarrón, pero no reñía con nadie. Mi madre, que sí era excitable, a veces se ponía nerviosa y casi agresiva. Lo amaba tanto que cuando se sentía sola quería pelea, en busca de "las reconciliaciones". Mi padre la miraba por encima del hombro y le decía, sonriendo:

-A ver si te callas ya de una vez, Franchuti.

Este apodo, del que nunca podía apearse y que tenía la virtud de ponerla de malauva, le parecía ultrajante y la vez halagador en los labios de mi padre. Y después de que esto ocurría, rompía a reír, colgándose del cuello de su esposo; cupida, sumisa y feliz.

Mi padre conoció a mi madre en Barcelona, durante una escala de cuatro días que su barco hizo en la ciudad catalana. Él y otros marineros habían "empinado el codo" más de la cuenta. Por una calle desembocaron en Las Ramblas, cantando a grito pelado. Mi madre pasaba en ese momento al lado de ellos.

-¡A que no tienes huevos de dar un apretón a ésa! –le dijo uno de los otros marineros, señalando a mi madre.

Mi padre erguido miró a su compañero y siguió tambaleante a mi madre y la cogió de la cintura. Ella lo empujó con fuerza y lo increpó en español y en francés: "¡Vete a la mierda, cachondo!". "Bète la merde, cochon!".

-Los franchutis tienen una modo de hablar que no hay Dios que los entienda -decía al llegar a ese punto de su relato, que le oí narrar tantas veces.

Después de aquella vergonzante actitud de mi padre, mi madre buscó el auxilio de un guardia, y mi progenitor fue detenido y puesto a disposición del juez, quien lo condenó a treinta días de encierro; diez por delito imputado: "borrachera, atentado contra la moral y escándalo en la vía pública". Y como su barco levó anclas perdió su empleo. Ya en la cárcel, se pasó todo el tiempo pensando en cómo vengarse.

Cuando lo soltaron, indagó a través de un funcionario carcelario el domicilio de la mujer ultrajada, alegando que le iba a pedir perdón. Y con las mismas, se fue a buscarla.

Mes y días después se casaron.

Amaba a su mujer con toda su alma. Y sentía adoración y gratitud por ella. Mi madre, después de todo, por su educación y por el medio en que había vivido, tanto en el colegio de París como en Barcelona, era una señorita al lado del zafio marinero, el cual admiraba sus maneras distinguidos -de señoritanga, según decía él-, sus dibujos, sus conocimientos de música, de idiomas. ¡Y qué sé yo! La veía un portento. Y el que mi madre lo amase fue decisión de la suerte, pero él no se veía en una situación de inferioridad; amaba a su esposa y era correspondido. El amor ejercía en ellos una especie de boomerang. Además, mi padre era un hombre seguro de sí.

Como era de prever, ya casado seguía siendo tan irresponsable como siempre. Ganaba un sueldo exiguo, que el vino, el juego "y...y…" reducían a la mitad, y con la otra adquiría para su mujer una serie de chucherías, más ostentosas que útiles. Cuando venía a casa, con permiso, traía un lote de regalos, y Fefi se lo agradecía "con grandes muestras". La veía feliz y no se le ocurría pensar que sus "genialidades" nos mataba de hambre. También para mí adquiría costosos juguetes. Recuerdo haberme quedado dormido abrazado a un magnífico mecano o un novedoso scalextric, a la vez que oía cómo rugían mis tripas. Pero me envidiaba el hijo del tendero más rico del pueblo, y esto mitigaba mi "pequeño" sinsabor.

Mi tía se quejaba de la brutalidad de Sordi, y el Prior le dijo que pondría remedio. Y así fue. Sordi no volvió a pegar a ningún otro alumno más, pero siguió poniéndose en su picota a Nico y a otros de igual lote, superándose en inventar nuevas burlas y nuevos "juegos".

Nadie lo esperaba, pero por única vez Lopadres salió de su mutismo y ensimismamiento y se prometió que iba a romperle la cabeza al profesor. Dani le paró los pies a su padre y le dijo que no se vería sudado para darle al maestro lo suyo, no bien pudiera caminar.

Y en efecto, así fue. Un día por la noche, Dani, en posesión su fuerza, nos llamó aparte a Nico y a mí.

-Mañana por la tarde, luego de que salga ese tío del colegio, camino de su casa, le voy a dar hasta en los zapatos -nos dijo, con premeditación, alevosía y nocturnidad.

En ese instante me sentía bien por ser un espectador y, en cierto modo, un partícipe del espectáculo que estaba a punto de que abrirá el telón y comenzar.

Para llegar hasta la casa de Sordi había que seguir la carretera asfaltada unos cien metros y se dejaba para entrar en un carril, entre maizales, alcanzando una vereda que conducía a un lugar con pocas viviendas. Nosotros nos ocultamos en los maizales. Ocurría esto en mayo y ya estaban altas las cañas. Me sentía muy hombre. Acepté y me fumé mi primer cigarrillo, ofrecido por mi primo Dani, que por excepción se mostraba amable conmigo. Nico reía a causa de mis toses. A Dani le veía tan sereno que no tenía más remedio que admirar su valor. Yo no era cobarde, ni me importaba pelear con quien fuera, pero no tenía la seguridad de mi primo mayor.

Vimos venir caminando a Sordi, con las manos en los bolsillos y silbando. Mis nervios se iban poniendo tensos.

-¡Ahora! –dijo de pronto Dani, y nos plantamos en medio del camino. Sordi avanzaba, pero nos veía y se detuvo frente a nosotros. De pronto, su cara empalideció, e hizo un amago como de querer huir; amago que frustramos, cortándole el paso.

-¡A ver si el señor maestro tiene cojones de pegarme ahora que no tiene nada que ver conmigo! -gritó Dani, desafiante.

La cara de Dani se puso súbitamente sombría. Se remangó las mangas de la camisa y los músculos se le marcaban bajo la piel renegrida.

Sordi, nervioso, dio unos pasos atrás, a la vez que se quitó la chaqueta, desgarrando la camisa en el intento por recogerse las mangas.

-¡Ya te daré yo, bravucón! -vociferó.

Se arrancó la corbata de un tirón. Sus manos, velludas pero bien cuidadas, vibraban, y en su frente empezó a aparecer una gotas de sudor. Tenía miedo.

Era una lucha callejera. Sin que se dieran apenas golpes de refilón, caían enroscados al suelo, rodando entre una nube de polvo. Se golpeaban, a la vez furiosa y torpemente. Se arrancaban pedazos de piel con las uñas, y las caras quedaban surcadas de rayas, de las que enseguida empezaba a brotar la sangre. No hablaban. Solo se oía el balanceo de los maizales, bajo un continuo toma y daca de dos cuerpos, y un jadeo de las respiraciones. Los seguía como hipnotizado, espantado de la furia con la que se pegaban. "¡Se van a matar!", dije a Nico, pero no respondió, sino que jaleaba con un son ronco, apretadas las mandíbulas por la emoción, y solo palabras de apoyo escapaban de su boca. Inclinaba el busto en un envaramiento nervioso, estiraba los brazos, lanzaba al aire puñetazos... Seguía las peripecias de la pelea como si tomara parte en ella o como si quisiera hacer llegar a su hermano efluvios de sus fuerzas. Aun mi aturdimiento y mi nerviosismo pude ver que mis dos primos estaban compenetrados para las peleas…

Al inicio llevaba ventaja Sordi, más avezado que Dani le golpeaba la cara con los puños. Dani se defendía con más arrojo que eficacia. Hasta ese momento. Pero la juventud se iba imponiendo, y, aunque Dani tenía el rostro ensangrentado y cubierto de hematomas, no se quejaba. De pronto, me pareció ver que en los ojos de Sordi había una sombra de terror, porque jadeaba, agotado por el esfuerzo. Y ahí estaba mi primo, defendiéndose y atacando como si el agotamiento no hiciese mella en él. Diría que si el maestro no pedía clemencia era por el temor a que su alumno lo matase si lo veía débil o derrotado

Mientras uno quedaba encima, el otro lo apartaba clavándole las uñas en el cuello. Bajo esa presión agobiante de los dedos, los rostros adquirían una deformidad de pesadilla. Vi que cada vez era menor la resistencia del adulto; los puños jóvenes golpeaban como martillo, hinchándose la cara de su rival, sucia de sangre, polvo, sudor. Repugnante.

Finalizando la pelea, una mano de Dani hacía presa del cuello de Sordi. Echado sobre el suelo y aporreando con la otra mano, vi cómo Sordi pataleaba convulsivamente y movía los brazos en el aire. Se le hinchaban las venas del cogote, surcándoselo como negros gusanos. La boca del maestro parecía un agujero oscuro. Y una saliva sanguinolenta escapaba de sus labios. No sé cómo fue que el maestro cogió la mano que le golpeaba y con la fuerza que proporciona la desesperación clavó los dientes en el nudillo del dedo índice. Dani lanzó un único quejido de dolor.

-Suelte el dedo o le ahogo, cabrón! -gritó, a la vez que no cesaba de apretarle el cuello…

De pronto, sentí un asco horrible. El líquido de la pituitaria de la nariz de Nistal se unió a la sangre que fluía del dedo de Dani que junto con las respiraciones anhelosas, formaban unos gorgoritos repugnantes.

Enérgico, pero con dolor, Dani inclinó sobre el rostro de Sordi Y, súbitamente, se oyó un quejido ronco. Sordi, inerte, había soltado su presa. ¿Acaso muerto?

Dani, trabajosamente, se puso en pie, a la vez que lanzaba al aire una porción de saliva semi sólida. Horrorizado, desvié los ojos. ¡Le había arrancado una oreja de un mordisco!

Inmediatamente después, nos adentramos en los maizales. Ya allí, en forma instintiva volvimos la cabeza: Sordi no estaba muerto, solo sin sentido panza arriba sobre el suelo, Empezamos a correr, y mientras corríamos, Dani se iba envolviendo en un trozo de su camisa, hecha jirones, el dedo medio cortado de cuajo y que más tarde le tuvieron que amputar.

Al otro día se personó en la casa de mis tíos una pareja de la Guardia Civil, y se llevó a Dani. Lo juzgaron en el Tribunal de Menores de Laredo, y fue condenado a permanecer durante un año en un correccional.

En ese curso saqué adelante todas las materias, incluida la Gramática, en la que incluso obtuve un "diez". Nico logró un "seis" en gimnasia, pero del resto fue cateado. Y como el aprobar era un requisito sine quam para seguir, la carrera de Nico, como antes la de Dani, se truncó. Y con la de ellos, la mía también. Y puesto que ya no había una "razón razonable" para regresar de nuevo al colegio, ese mismo verano me colocó mi tía en la fábrica de conservas de atún del pueblo. Ganaba un real diario. Mi primer "sobre"; pobre, pero sudado.

Pasado el año regreso Dani de "su cárcel". Nos contó que lo había pasado mejor que en el colegio. Por entonces, Nico había empezado ya a salir al mar y Dani siguió enseguida la difícil vida de pescador.

Doce años contaba yo cuando ocurrió la tragedia. Era un día infernal. A las diez empezó a llover. Más tarde seguía lloviendo, incluso con más fuerza. A la casa de mis tíos llegué empapado y tiritando. Escampó, pero solo mientras almorzaba. Al salir, para regresar a mi trabajo, caí sin querer un vaso al suelo, que se hizo añicos. Me encogí, esperando el bofetón, pero mi tía no hizo ni dijo nada. En la cocina quedaron los platos sin fregar. Mi tía se hallaba en un tajo, con las piernas estiradas y la espalda sobre la pared, cruzadas las manos nervudas y sucias sobre el vientre. Toda ella en una actitud de abandono y aplatanamiento. No había nadie más en la casa. Mi tío y sus hijos estaban en el mar y mis primas se fueron a su colegio, después de almorzar.

Cruzaba, encogido, nuestra calle. El viento soplaba con furia. Me tambaleaba mientras caminaba. Las ráfagas me llevaban en volandas en la carretera, que en rápida inclinación descendía hacia la playa y en cuya proximidad se encontraba la fábrica. El mar estaba alborotado. El viento agolpaba negros nubarrones, como caballos salvajes. Saltaban las olas encabritadas, y un alud de espuma barría el malecón. Frente a él, se desgarraban y batían las olas el muelle contra las rocas. Las gaviotas emitían un sonido metálico. En el paisaje se estaba mascando, con dientes de ogro, la tragedia. Tragedia que no tardaría en llegar…

En el trayecto hacia la fábrica vi personas unas mayores que miraban espantadas el mar; clavadas en los pies, inmóviles como estatua presentían. Ya habían sido testigos directos de otras catástrofes de similares calibres.

-"¡Es la galerna, es la galerna!", decían, y el terror ponía mis pelos de punta.

Entré en la fábrica, y ni que decir que nadie dio golpe en esa tarde. Todos los que allí trabajábamos teníamos algún deudo en el mar.

-"Se habrán refugiados en algún puerto, en el de Santander quizás" -aventuró una voz optimista.

Desde la cristalera de la fábrica se veía claramente la punta del malecón, que hacía las veces de puerto y en que en un estero maloliente se depositaba el pescado. Los obreros nos apiñamos tras la cristalera. Enfrente podía verse un expectante grupo de pescadores Pude divisarlo, a duras penas, abriéndome paso con la vista entre las piernas de un compañero del trabajo que, por añadidura, no paraba de moverse de un lado a otro.

Allá a lo lejos, próximo a la línea del horizonte, el mar, provocador y rebelde, aparecía cubierto de crestas coronadas de espuma.

De pronto, comenzó a llover con intensidad. El viento empezó a entonar una melodía fúnebre en las tensas cuerdas del agua.

A las cinco se suspendió el trabajo en la fábrica. Escampó, pero el gris era negro ya, y el viento corría a una velocidad de vértigo Abandonamos la fábrica en un tropel correntón.

Acompañado de mis primas, que habían venido a buscarme nos fuimos hacia el malecón. Con un ruido ensordecedor, enormes olas golpeaban y hacían levantar surtidores de diez metros. La mayor de mis primas, de pronto, empezó a llorar.

-No va a pasar nada -le dije, con la idea de tranquilizarla, por más que no lo conseguía, debido a lo que estaba viendo y a mi tono de voz, poco tranquilizador.

También tenía miedo. Pero había en mí una morbosa curiosidad: "a la vez me complacía y me defraudaba que ocurriese la tragedia".

Corrimos los tres juntos hacia un pinar, que se inclinaba por la ira del viento que silbaba desapacible entre las copas de los pinos.

En la playa, la resaca parecía enrollar las aguas del Cantábrico, cual gigantesca alfombra. Mar adentro, se agitaban, continuas y violentas, las olas como caldo espeso. Dantesco.

Mujeres, hombres y hasta ancianos y niños, y mi tía al frente maldecían. Mi tía emitía gritos histéricos, casi cómicos:

-¡Mi Dani, mi Nico y mi hombre van en un mismo barco!

A las seis de la tarde se vio el primer barco: Meme. Era noche ya y los otros no tardaron en aparecer; ocho en total: Pat, Cari, Pat1 Andrea, Macarena, Can y Julio. Bailaban sobre las aguas cuales pedazos de corcho. El mar los acogía, pero volvía a sacarlos en la cresta de una ola como un fácil juego de prestidigitación. Todos aguardaban, junto a la barra. Luego, uno a uno, danzando en el lomo de una goliat ola, iban poniéndose en el punto más alejado del malecón. Y ya allí quedaban cabeceando, pero a salvo.

La tragedia ocurrió en un santiamén; quizás un fallo del patrón, quizás los nervios, esto es algo que nunca se sabrá. Lo cierto es que uno de los barcos se quedó rezagado, como esperando el momento propicio para iniciar la salvación. Parecía recibir en mis músculos la tensión de los marineros que lo tripulaban, y creía que, de un momento a otro, iba a ver, entre la furia del viento, al patrón decir: ¡avante! Pero lo que vi fue cómo un golpe de mar lo inclinaba de banda y que poco antes que pudiese recobrar su posición horizontal, una ola malvada lo tumbaba y pasaba por encima dejando su frente blanco de espuma pulverizada.

En el mar, en el malecón y en el pueblo resonaba un alarido que se alzaba hacia el cielo plomizo como un río de angustia. Junto al siniestrado, se podían ver bultos indefensos. A cada envite, el mar, iracundo, los barría y se quedaban muñequeando. Sacando fuerzas de flaquezas, volvían a emerger, pero de nuevo eran sumergidos.

Varios marineros nadaban con dificultad hasta la orilla. Las mujeres y mi tía al mando, en una escena patética pero llena de valor, se arrancaban las faldas, con dedos atrofiados de ansiedad, y las anudaban en un cordón que flameaba en el aire, esparciendo un olor doméstico. Se metían en el agua hasta el pecho, llorosas, desmelenadas, agarrándose las unas a las otras para no ser presas de la resaca. Pero el cordón se empapó y no había manera de manejarlo. Una de las mujeres lo dejó escapar, ingenuamente, y mi tía, voz en grito, le dijo que un hombre no abandona sus resabios ni en los momentos más graves. Otra mujer quería recuperarlas, pero intervino de nuevo mi tía insultándola con palabras atroces. Al final, desaparecieron las faldas mar adentro. ¡Pues no era nadie la Lopadres para intimidar!

De pronto, una de mis primas me cogió del brazo: "recemos", me dijo y nos miramos horrorizados. Y no sé por qué nos dio pánico su dicho. Nos cogimos los tres de la mano y oramos cada uno para sí, con la cabeza caída sobre el pecho pero sin dejar de mirar de reojo lo que iba ocurriendo en el mar.

Tres valientes pescadores de los otros barcos, recién salidos del peligro, prepararon una lancha motora y fueron en auxilio de sus compañeros. Uno se tiró al agua para tratar de salvar a otro que iba hundiéndose poco a poco. Desde la orilla les gritaban, con todas las fuerzas de sus pulmones y señalando con las manos, de una forma aparatosa:

-¡Allí, allí! ¡Ya estás cerca! ¡Allí, allí…!

Finalmente, treinta desdichados se hundieron. Producía impotencia y angustia ver a esa treintena de personas que desaparecía para siempre bajo las profundas y frías aguas del océano.

Dani, no obstante, llegó a nado hasta la orilla. Traía puestos su impermeable negro y sus botas de suela de madera. Entre su camisa desgarrada podía verse su pecho herido. Mi tía se agarró a su cuello, lanzando gritos y propinándole sonoros besos, que sonaban a teatreros.

-¡Ya, madre, ya! ¡Déjeme respirar! -la apartó, ruborizado.
-¡¿Y tu padre y tu hermano?!
-No los he visto –respondió, con voz ahogada.
-¡Pobres desgraciados! ¡Virgen del Carmen, piedad!

La lancha motora de auxilio del pueblo y una que había llegado de Santander, ambas con potentes focos plancharon el lugar del siniestro hasta el alba. Mi tía y mis primas fueron a esperarlas al malecón, pero yo me quedé en la playa llorando y arrodillado en la arena. Sentía una tremenda desolación. Amanecía cuando empecé a caminar. Me cruzaba con sombras indecisas: mujeres en enaguas, con los pelos alborotados; hombres nerviosos; niños llorando y llamando a su madre desesperadamente; ancianos y ancianas con total desorientación…

Hacia el final del trayecto de la casa de mis tíos, vi un hombre echado en el suelo. Me incliné sobre él. Lo reconocí enseguida. Era un redero, gallego, viudo, al que apodaban Franco. Llevaba muchos años en el pueblo. Había perdido en aquella tragedia a su hijo, que representaba toda su familia. No me vio, no le hablé y despavorido empecé a correr, nuncio de mi propio miedo.

Cuando llegué a casa vi a mi tía despatarrada sobre el suelo de la cocina. Mi tío y Nico estaban en la lista de los desaparecidos. Pero mi tía ya había ahogado sus penas en "su mejor consuelo": el aguardiente, a buen recaudo en la mísera despensa.

-Ahora el difunto –como ya decía, refiriéndose a mi tío-, sabrá que yo tenía razón.

Repetía esa frase con total convicción, recordando, sin duda, las abstinencias a las que la había sometido su marido.

Dani no había vuelto aún, y mis primas gimoteaban y cogían la mano de su madre y la besaban. Mi tía manoteaba rechazaba los besos. El hogar estaba apagado, y una noche más -esta vez por algo razonable- me fui a dormir sin llevar nada a mi estómago.

El cadáver de Nico apareció en la ría, dos días después. Y una semana más tarde, el de Lopadres en la playa el Sardinero, medio devorado por los peces. Pudieron identificarlo gracias al cinturón que aún llevaba: el de su etapa en la ‘mili’, y en el que había marcado con agujeritos los meses del servicio militar, "con mi maravilloja navaja –como él decía-, que me jirve pa tó".

Después de tamaña hecatombe, familiar y general, mi tía pasó los primeros días entre el delirio más aparatoso y su milagroso líquido incoloro "que le devolvía la paz", hasta que su "herida" se restañó como por ensalmo con las 15.000 pesetas que le habían tocado de una suscripción pública, hecha en favor de los familiares directos de las víctimas.

Volvió a casarse de nuevo, al mes de enviudar, con un canoista, borracho compulsivo y más joven que ella, al que debían tentar los 3.000 duros. Pero no sé qué la pudo llevar de nuevo al matrimonio; quizá su afinidad por los borrachos, o quizá por su petulancia ingenua, frívola y agresiva a la vez, que no quería privarse del gran gustazo de decir "mi hombre…".

El casamiento, desde luego, tenía que ver. Se celebró en la intimidad, a despecho de la novia, que quería figurar. Su futuro marido, que solo veía justificados los despilfarros si eran suyos, se opuso con fuerte resistencia. Mi tía transigió, bajo juramento, con tal de que la llevase a Torrelavega, "para mi viaje de novios", decía.

Las viandas eran abundantes, tanto que al final se hallaban tan llenos y tan beodos, que perdieron el bus que debía llevarlos a Torrelavega. Mi tía cogió un cabreo descomunal. Por nada del mundo iba a renunciar a su "luna de miel", por lo que acordaron ir a pie.

Los oí cuando regresaron al alba. Estarían exhaustos. Apenas llegarían a Torrelavega, hallarían todo cerrado –serían las tres de la madrugada-. Quizás permanecerían en Torrelavega una hora, para descansar, y enseguida emprenderían el viaje de regreso. Este episodio fue durante meses la comidilla del pueblo. Pero mi tía se sentía orgullosa de haber hecho su viaje de novios como una "señorona".

El nuevo amo de la casa era chato, tosco de pelo, de ojos… de todo. Y su boca era repulsiva. Durante los primeros días, hacía todo lo posible por ignorarme. Aunque yo, por instinto de conservación, trataba de halagarle. Empero, mi entrega topaba contra su brutal desdén.

Un día, cuando ya había pasado tres de la boda, de pronto se quedó mirándome, como si fuese la primera vez que me veía. En sus punzantes ojos se podía ver el reproche y la indiferencia.

-¿Quién es este bicharraco? -le preguntó a mi tía, a la vez que me levantó en vilo, cogido de las orejas.
-¿Es que no lo conoces?
-¡Limítate a contestar lo que te pregunte! -respondió, airado.
-Es el hijo de la Franchuti.
-¡¿Y qué hace aquí?!
-Como su padre -que en paz no descanses, pensó a la vez que miraba hacia el cielo- era primo mío…
-Pero… ¿es hijo tuyo o no?
-¿No te estás enterando que es el hijo de 'a Franchuti?
-¡¿Y tú no te estás enterando de que me contestes solo a lo que te pregunte?! ¡No me obligues a que te rompa el hocico y...!
-No te pongas así, hombre. No, no es hijo mío –no le dejó terminar la frase.
-Entonces… ¡a la puta calle!

Seguía haciendo presa de mis orejas retorciéndolas brutalmente. Apreté los dientes, para no soltar chillidos, y me ponía sobre un pie o sobre el otro alargando el cuello hasta casi descoyuntarme. Me arrastró hasta la puerta de la calle, y de una patada en el trasero me envió a la acera. Me quedé llorando en el suelo, mientras él reía a carcajada. Pero mi tía ni siquiera se asomó, lo cual no me sorprendió.

La mayor de mis primas, que me había cogido cariño, salió a la calle. Se puso junto a mí, en cuclillas y en actitud cariñosa.

-No llores más, primo.
-¿Y quién te ha dicho a ti que estoy llorando? –respondí, tratando de secar mis lágrimas con la manga de la camisa.
-¿Qué vas a hacer ahora? –me preguntó.
-Me voy de mi pueblo, y me voy a Madrid.
-¿Tienes dinero?
-Un real.
-Espera un momento entonces.

Entró en su casa y regresó unos minutos después.

-Ven -me dijo.

La acompañé hasta la esquina de la calle.

-Toma. Esto son todos mis ahorros. Te deseo suerte -puso una peseta en mi mano, que guardé mirando receloso a todas partes.
-¡Te juro por la memoria de mis padres que te enviaré cien como ésta! –la miré con ojos de agradecimiento.

Alejando despacio se fue mi prima, sin siquiera decirme adiós. Anduvo unos pasos, pero se volvió y me besó. Me quedé turbado, indeciso, sin saber qué hacer. Estaba a mis trece años en una situación francamente difícil. Jamás me asusté por nada, y esa vez, quizá a causa de la insensatez de la edad, tampoco. Rompí a andar sin rumbo. Vi una pequeña piedra en mitad de la calle y le di una patada. Me hice daño, pero pensaba que tenía que contener el dolor y seguí, sin siquiera cojear. Era la hora del almuerzo y estaban vacías las calles. El Sol las bañaba y su luz me reconfortaba. Era un reluciente día de enero.

Como mi carácter era cerrado, no se me pasó por la cabeza la idea de acudir a alguien; al cura o al alcalde, por ejemplo. Mis pasos me llevaron instintivamente hasta el cementerio donde reposaban los restos de las dos únicas personas que me habían querido. Pero, ya en él, mi valor y heroicidad se resolvían en lágrimas. Por primera vez me sentía muy solo Pero fue una debilidad fugaz. Mi subconsciente estaba empezando a tomar decisiones...

Abandoné mi pueblo, sin despedirme de nadie. Anduve carretera arriba, gallardo y casi alegre. Me sentía muy hombre.

Ya dije que era un reluciente día pero mi sensibilidad no estaba lo suficiente desarrollada como para recoger la belleza de las cosas, si no era por el gozo que trasminaba, como un reflejo inconsciente, la hermosura de la Naturaleza.

Llegué a Torrelavega, entre dos luces, y me encaminé hacia la estación de Renfe. Ya allí, a un funcionario de una ventanilla le pedí un billete, destino final Madrid. El hombre me improperó agriamente cuando desaté un nudo que había hecho en un trozo de trapo que me servía de monedero y pañuelo, y mostré mis cinco reales. Obviamente insuficientes. Ese inesperado revés me desconcertó. En ese momento no había para mí más ciudad que Madrid, ni otro punto de destino.

Paseé la vista mirando cuánto se ofrecía a mis ojos. "Pero no, no era mi estilo". Opté por subir al tren, antes que partiera, y a ver qué ocurría…

Después de todo, tuve suerte. Dos señoras, junto a las que fui a ponerme tímidamente en pie, me hicieron algunas preguntas y probablemente apiadadas de mí se erigieron en mis protectoras.

Cuando llegó el revisor, me metieron debajo de sus asientos. Tan mal había escuchado hablar de los revisores que mi imaginación infantil los convertía en "come-niños". Estaba asustado y no quería salir de mi escondite. En él dormí, tragué polvo y devoré algún que otro bocado que, de vez en cuando, me alargaban mis bienhechoras.

No he vuelto más por mi pueblo, pero ahora desearía volver. Con nostalgia lo recuerdo, y me gustaría, sí, me gustaría mucho que mis restos descansen en el pequeño camposanto junto a los de mis padres. Me llena de ternura pensar en esa posibilidad. Cantarían sobre mi tumba la lluvia y el viento y oiría el rumor incansable de las olas del mar. La lluvia. Y el viento. Y el mar. Los evoco con reverencia y amor de dioses lares. Se desparramaría el Sol sobre mi tumba, y se nutrirían de ella las ortigas y los cipreses. Será una debilidad, una cobardía, pero ahora siento pena de mí y me cuesta soportar un deseo de llorarme. He sufrido y voy a morir solo. Encarnizadamente me revuelvo contra mis recuerdos y por eso quizá sea éste uno de los móviles que me incitan a escribir. Es placentero rememorar el pasado al lento correr de la pluma. Me gusta alzar la cabeza y quedarme ensimismado volcándome sobre mi pretérito.

Recuerdo el mar con olas bravías, las galernas, las tempestades... Los férreos truenos hacían vibrar las citaras de mi cuchitril y los resplandores de los rayos lo iluminaban. Alzaba mis manos sucias y las bañaba en la luz espectral de las descargas eléctricas. Me levantaba de mi catre y pegaba la nariz en el helado cristal de la ventana. El aire silbaba en las calles. Arreciaba la lluvia. La tendalera de la ropa golpeaba contra los barrotes...

A veces se oía, sorda, espeluznante, la sirena de un barco que había quedado prisionero en el traidor bajío de la barra, y en toda la noche no dejaba de oírse su quejido, trágico, como un animal herido de muerte. Al amanecer, podía verse el siniestrado inclinado de banda y las olas ensañándose con él golpeándole los flancos, barriéndole de proa a popa pero pronto aparecía el remolcador de Santander, vomitando una densa columna negra, debido al derrote de su motor. Luchaba en vano contra la arena. Al menos veinticuatro horas de agonía, hasta que las olas rompían el casco y esparcían su esqueleto sobre la playa.

Pero todo ese lejano dolor: las injustificadas palizas de mi tía, los porrazos de mi tío, los golpes de mis primos, la corta ración de bazofia… todo, no tiene valor ni logra borrar la visión agradable de mi pueblo. Y hasta la angustia posterior, que tanto daño me hacía, me llega llena de nostalgia. Como si ahora, en que está cerca mi muerte, la vida, con una generosidad que no quiero pensar que es tardía y cruel, se echase sobre mis pies para lamer mi mano y apaciguar la marea de mi espíritu.

Todo es muelle en este atardecer. Un resplandor rosa entra por la ventana de mi cuarto y se posa tan delicadamente en la colcha que no me atrevo a tocarlo por el temor a que se me quede entre los dedos, como el polvillo de las alas de la mariposa.

Este silencio me sobrecoge. Enseguida entrará la noche y vendrá Félix, que cogerá mis medicinas, oiré un gorgoteo y me alargará la cuchara. Luego se irá dejando una sonrisa en la penumbra.

Sí, todo es amable hoy. Los recuerdos me llegan limpios, y mi soledad es un murmullo acariciador de pequeñas olas.

Me desconciertan estas sensaciones porque nunca he sido un hombre blandengue. Pero no quiero engañarme, me encuentro solo, desamparado, y no siento rubor por confesar mi debilidad.

Mi pueblo se halla ubicado en lo más alto de un rápido talud. Avalanchas de pinos y de eucaliptos se deslizan en las laderas hasta la orilla del mar, que salpica los troncos con agua salada. Durante los inviernos, la lluvia abre hondos cauces en el suelo arcilloso, y durante los veranos, un río de niños merodea en el declive, trazando infinitos senderos. Próximo al faro, que ofrece amable su luz a los navegantes, cual afectuosa mano, está el acantilado. Las olas levantan surtidores de espuma, socavando incansables las piedras. Había un insólito lugar donde los niños pasábamos horas oyendo el resoplar de los hoyos a cada golpe de agua. Una cueva solitaria y oscura, distante un kilómetro de la playa, estaba poblada, para mí, de fantasmas y brujas.

Durante toda mi vida he sentido un orgullo especial por llevar prendido en el lado menos oscuro, en el más transparente de mis recuerdos, la nostalgia de mi pueblo. Risueña, sí, pero dolorosa y acuciante como un rehilete desgarrador.

SÓLO ESCRITOS NARRATIVOS - Página 7 Adevg110

Antonio Chávez López
Sevilla abril 1997


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Mensaje  achl Miér Mar 02, 2022 7:05 pm



Alex llegó a Madrid

Llegamos a Madrid al filo de la diez de la noche. Mis protectoras me regalaron 30 monedas de cobre y se despidieron de mí con la indiferencia del viajero que ha realizado una efímera amistad, para pequeños favores, o para distraer la murria de las horas de tren. Y también, cómo no, con ese insolente egoísmo burgués que solo ve en el paria fuente de sobresaltos para la bolsa o para las digestiones.

Sin equipaje, pronto me agregué al tráfago de la capital, mirando todo con cara de asombro. Pero mi pasmo cedió ante otras exigencias más urgentes. Pasé algunas crujías de hambre y frío. No tenía experiencia para mendigar. En la cola de las sobras miserables del rancho de los cuarteles, los indigentes con más rango de antigüedad me expulsaban violentamente. Entonces anduve hurgando en los cubos de la basura en busca de desperdicios. Durante las noches me acogía en algún soportal, pero las pasaba tiritando. Una de esas noches empezó a nevar.

Al día siguiente, la ciudad ofrecía un espectáculo, cuya belleza, naturalmente, no podía valorar. Barrenderos con escobas de púas dirigían la nieve hasta las alcantarillas. Los transeúntes tenían que ir esquivándolas. El frío era mortal de necesidad. Ya había visto nevar en mi pueblo, pero con menor intensidad.

Luego de la nevada, comenzó a caer una llovizna helada. Las gotas se me clavaban como alfileres. Me detuve en una parada del tranvías. Una mujer, harapienta y desnutrida, pedía limosnas a la gente que esperaba en la cola. Tendría cuarenta años, con el cabello de un color indefinido que escapaba del pañuelo que le cubría la cabeza. Entre los rotos de su falda, se podía ver una piel costrosa. Con los pies metidos en la nieve, que iba derritiéndose, alargaba la mano maquinalmente, moviendo apenas los labios, y la retiraba sin mirar a quien la dirigía. Iba de un lado a otro con la cabeza gacha. Pero, súbitamente, se arrojó al suelo y cogió un mendrugo de pan, que flotaba entre lodos e inmundicias. Lo refregó apenas en su ropa y empezó a devorarlo sin retirar la vista de su presa. Sentía un indescriptible horror, un asco súbito por la vida, un deseo de rebelarme contra no sabía qué, y unas ganas desesperadas por llorar...

Viví como de milagro durante un espacio de tiempo que no sé precisar. Estaba tan extenuado, tan hambriento y tan sediento que hasta perdía la noción de todo.

Pasados dos o tres días, una mañana, desfallecido y famélico, sufrí un desmayo en la puerta de una tienda de ultramarinos. Cuando medio me repuse, un hombre menudo, que estaba junto a mí, sonreía mostrando unos dientes sucios de nicotina. Paseé la mirada por mis alrededores y algunas otras cabezas se inclinaban sobre mí.

-¡Venga, despejen! -dijo el tipo que me ayudó a incorporarme y, amable y cordial, metió bajo mi sobaco una mano que me hacía cosquillas.

Seguidamente me llevó a la trastienda de la tienda.

-¿Te encuentras mejor, muchacho? –me preguntó.
-Sí señor.
-¿Estás enfermo?
-Un poco.
-Ah, ya, ya conozco yo esa clase de enfermedad. Gazuza, ¿eh? -sonrió. Sin duda, satisfecho de su perspicacia.
-¿Cómo? –le pregunté, ignorando el significado de la palabra que acababa de pronunciar.
-Quiero decir, hambre.
-Sí señor.
-Espera un momento entonces.

Me dejó solo unos minutos, y cuando volvió puso en mi mano un bocadillo de mortadela. Me lo comí casi de dos bocados.

-¿Cómo te llamas?
-Alex.
-¿Alex? ¿Qué clase de nombre es ese?
-Alejandro. Pero también Alex. Mi madre era francesa.
-¡Diablos! Pues eres todo un personaje -se tocaba la barbilla, como pensando.
-¿Dónde vives?
-Donde puedo y me dejan.
-Pero tendrás unos padres, una familia… No te habrás escapado de tu casa, ¿verdad?
-Oh, no señor. Mis padres murieron, y mis tíos, con quienes hasta hace poco vivía, me echaron de su casa. Por este motivo salí de mi pueblo y me vine decidido a Madrid, para tratar de buscarme la vida.

Se rascaba la cara huesuda, con barba de varios días, y movía la cabeza de un lado a otro.

-Conque Alex… Bueno, veré lo que puedo hacer por ti. Por de pronto y para empezar, lávate un poco la cara y las manos, si es que el agua no te da miedo.
-Sé nadar –respondí.

Sonriéndose me llevó consigo a un rincón de la trastienda. Había allí, entre cajas viejas y trastos, una pila de hierro con un grifo, y un retrete que apestaba a orín. Un trapo, negro de suciedad, colgaba de una alcayata a medio caer.

Y así fue como entré en "Ultramarinos Chotis", situado en una calle maloliente de Lavapiés.

Desde su alto mostrador se podía ver un trasiego variopinto: mendigos, obreros, prostitutas, celestinas, macarras… Miseria y pecado. Ni más ni menos que toda esa basca deambulaba por aquel lugar.

El propietario de la tienda era el mismo hombre que me recogió del suelo; se llamaba Isidro Salazar. Me hizo sufrir una gran humillación, pero no le puedo guardar rencor. Me dio acogida cuando estaba a punto de morir de hambre o frío, y siempre me dispensó su protección, aunque a su modo. Pero, con el paso del tiempo pude ver que la ejercía de la única forma que podía y lo dejaban

Don Isidro era un individuo tacaño, y retorcido como la gente débil. Aun flaco, tenía una vitalidad inagotable. Era tímido y pendenciero a la vez. Cuando veía en tienda a alguna pelandusca se le encandilaban los ojos. Quizás no haya otra persona que sea capaz de dar un sentido tan poéticamente sensual a palabras tan triviales como: "¿es que no se va a llevar usted un kilito de mi azúcar?". Su clientela, gente sin miramientos, se reía de él en su propia barba. Expresión nunca mejor usada, ya que solía llevarla de una semana o más. Se afeitaba y se bañaba, invariablemente, los domingos por la mañana, mostrando entonces un aspecto cómico, como de polluelo mojado.

Caída la tarde del primer día de mi entrada en Chotis, después de cerrar la tienda, don Isidro me dijo:

-Alex, ahora tienes que armarte de valor –me quedé sorprendido, sin entender su apelación a mi estado de ánimo.
-Es muy probable que haya tormenta "ahí arriba" -añadió, señalando el techo con una mano levantada y su dedo índice en vertical.

Y la hubo. ¡Vaya si la hubo!

La esposa de Don Isidro se llamaba Petra Bari; una mujer rolliza, farota, de genio agresivo y lengua expedita. Ojos marrones inexpresivos, y boca grande, guarnecida de poderosos dientes, que daban al rostro algo de caballuno. Con abundante pelo, teñido de negro, que recogía sobre la nuca en un historiado moño. Había nacido en Chile, pero seis años de su juventud los pasó en México. Era adicta a los trajes de colores detonantes y a las joyas, buenas o malas, e iba siempre, incluso haciendo alguna tarea en su casa, pintarrajeada y cargada de alhajas y bisuterías.

El matrimonio tenía dos hijas, de 20 y 18 años, bautizadas como Guadalupe y Genoveva, pero las corruptelas familiares los dejaban en Lupe y Veva.

Lupe se parecía en lo físico a su padre: desvaída, delgada, de baja estatura, introvertida… pero con el genio intemperante de su madre. En cambio Veva, aunque tenía a veces unos prontos detestables, era entrante: guapa, alta, torneada, ojos grandes y negros, boca de labios carnosos y sensuales y dientes muy blancos. Un buen conjunto. Cuando caminaba por las calles, su contoneo provocaba una letanía de requiebros chocarreros, que parecían no desagradarle, a juzgar por sus sonrisas.

-¿De dónde sacaste este roto? –preguntó Petra a su marido, no bien me echó la vista encima.
-Habrá sido uno de los gestos filarmónicos de papá -terció Lupe, desdeñosa.
-Tú cállate, nenita, y a ver si aprendes a llamar las cosas por su nombre. Se dice filantrópico –respondió su padre.

Don Isidro procedía de una familia de la clase media. Había cursado algunos estudios y era resabiado y suficiente.

-Ya saltó el marisabidilla éste –dijo, sarcástica, Petra, que nunca podía soportar la petulancia de su esposo. Pero continuó recriminando mi presencia:

-Imagino lo botarás a la puta rue.

Petra, aun habiendo llegado a España antes de cumplir los 10 años, tenía el prurito de usar en el hablar unos americanismos chilenos y mexicanos. Además, estaba suscrita a la revista de chismes "Tuya", cuya la nutría de literatura amorosa, y a "El Caso", de donde bebía ávidamente relatos espeluznantes de crímenes y de amores y desamores violentos. Y de una y otro abastecía su "exquisito" vocabulario. Y del hecho de ser foránea, tomaba pie para criticar a todos los españoles, empezando por su esposo, blanco infalible de sus invectivas.

-Haría lo que dices, pero da la casualidad de que hace tiempo que necesito un chico para los recados, y Alex, que éste es su nombre, y no "roto", me viene bien -respondió el marido.
-¿Tan bien como aquel valentón volantón que hurtaba plata de mi caudales?
-Igual decías de la criada y hace cinco años que nos sirve con un celo… Si no fuera por mi filantropía, estaríais cambiando de criada cada día, porque para aguantar en esta casa…
-¡Basta! –gritó la chilena.
-Papá quiere sacar los pies del plato -terció Veva.
-Tú cállate, nenita –intentó imponerse, igual que con Lupe.
-¡Basta! –añadió Petra, en tono agresivo-. Dije y repito hasta romperme las cuerdas que no me va este roto.
-Pues déjame que te diga que me extraña, porque Alex no es un cualquiera. Su madre era francesa y viene de una familia de alcurnia –aventuró astutamente Don Isidro, mirándome.
-¿Es de ley ese trapo? -preguntó mirándome la grosera mujer, mostrando un súbito interés por mi ascendencia.
-Sí -contesté, mintiendo por interés personal y siguiendo la pauta marcada por Don Isidro.
-Entonces… siendo como ambos dos pintáis, que se inicie a cuajar. Pero a la primera y única, me vas a oír, Isi.

Después de tan amable bienvenida, me alojaron en un tajo húmedo de la trastienda, en donde se agolpaban cajas vacías y se veían pasar a todas horas grandes ratas. Las paredes habían perdido su enlucido y el agua que goteaba de ellas formaba sobre el suelo una masa pestosa de polvo y suciedad. Mi colchón era endeble, y solo tenía un hule para taparme. Así y todo, como podía llenar la tripa y el recuerdo de un cuarto con cama limpia que había disfrutado mientras vivían mis padres era ya algo lejano, me daba por satisfecho y aún me sentía afortunado

Jamás, hasta ese entonces, había visto a mujeres tan abúlicas como las tres señoritas de aquella casa. Se hacían servir el desayuno en la cama y no la dejaban hasta la hora de almorzar. Se pasaban todo el día sin hacer nada, embutidas en largas batas grasientas, deshechas de monotonía. Devoraban novelas rosa y recibían misteriosas visitas de amistades lenguaronas que las tenían al corriente de todos los chismes del barrio.

Pepi, la criada, una muchacha de 16 años que la miseria la llevó un día como a mí a la puerta de Chotis, debía multiplicarse para atender los caprichos de sus malévolas amas: "Pepi, dame esa revista, y la tenía al lado; "Pepi, estira mi almohada", y estaba sobre ella; "Pepi, dame el abanico, y estaba en la mesilla de noche. Situaciones desquiciantes para la pobre chiquilla que, a cambio, las atendía sin un mal gesto en la cara.

Para aquellas tres señoritas, el desiderátum de la distinción consistía en hacerse servir por la criada, incluso un papel que se les hubiese caído al suelo. Era cruel lo que hacían, pero la buena del Pepi nunca protestaba.

Pepi era una muchacha feílla, de un color cetrino, hasta parecer que padecía de ictericia; introvertida y de mirada huidiza. Los dos comíamos en la cocina, y ella siempre ponía en mi plato los mejores bocados. El cariño que me tenía no lo reflejaba con palabras. Apenas si pude arrancarle una docena en todos los años que estuvimos juntos en la casa. Pero estando a su lado, sentía cómo mi alma se sumergía en un ámbito purificador, que parecía caer de su imagen, de sus tímidos ojos, llenos de bondades.

Todos los atardeceres, las tres señoritas se acicalaban para asistir al mejor cine, o a algún café de lujo. Pienso en el impacto que debían causar su modo de hablar grueso, sus frases soeces y su exquisita toilètte.

Los domingos por la mañana se iban al Paseo de la Castellana, punto de encuentro de la ramplonería madrileña, con la idea de pescar a algunos de los pijos que lo frecuentaban. Y por la tarde, la caza se circunscribía a uno de esos domingueros pik'up de hotel cutre y destrellado, donde por una peseta la entrada, gaseosa incluida, promiscuaban busconas y damiselas de alto vuelo, al retortero del estudiante provinciano, lameculos engominado, macarra de putas, u hortera de barra de lujo. Y el coto de las noches era el tramo desde la calle de Alcalá hasta Cibeles. Por supuesto, a don Isidro no le veían presentable y no le permitían acompañarlas. Pero la repulsa hacía feliz al tendero, a la vez que le servía de pretexto para sus "iniciativas".

Pero, aun de las previsiones de Petra, las niñas no pescaban novio ni a la de tres. A Veva no le faltaban pretendientes pero eran tipos vulgares del barrio. "Cuasi rotos", como decía la chilena con desdén. Aunque Veva estaba contagiada de la megalomanía materna, no le hacía asco a los devaneos porque era una mujer de pasiones plebeyas, sensual; y Lupe, que ni siquiera en este terreno lograba atención, oteaba, envidiosa y atenta, los manejos de su hermana, para después contar a su madre el más mínimo barrunto de amorío. Por ese y otros motivos, el piso en lo alto de Chotis salía de su habitual marasmo. Las tres se insultaban como verduleras, y de los gritos pasaban a las manos. El griterío sonaba en la calle: "ya están a su aire las chilenas", decían las vecinas que estaban al loro del repertorio fraseológico de Petra e hijas. Y esos altercados acababan con un patatús de Petra que se despatarraba en el santo suelo, mientras sus hijas, sin ocuparse de ella se encerraban en sus respectivos cuartos, dejando que la pobre de Pepi, horrorizada, se ocupase por la desvanecida mujerona.

Y de las excentricidades de mis amas me llegaban no pocas salpicaduras. A diario tenía que trotar por las calles de Madrid en busca de entradas de cine, cigarrillos, revistas y más superfluidades, con las que la estúpida vanidad o la soez glotonería, socavaban el parvo negocio del tendero, amenazando con reducirlo a la más absoluta de las miserias.

Mi trabajo en la tienda era lastimero. Sacaba los pies de la cama a las seis de la mañana, y no desayunaba hasta que llegaba Pepi. Barría la tienda, desempolvaba y aviaba los estantes y el escaparate, desembalaba cajas… A las ocho bajaba don Isidro, y entre los dos despachábamos unas cuantas horas detrás del mostrador. Después, salía a llevar yo a domicilio los encargos. Hasta dos reales diarios de propina reunía, los cuales entregaba al tendero y que él me los "administraba" comprándome, muy de tarde en tarde, alguna prenda de vestir usada en "El Rastro". Pero los domingos me "daba" para mis gastos un real en calderilla. Aún recuerdo la ceremonia que empleaba mientras me hacía la entrega: se metía la mano en el bolsillo y sacaba de una en una las monedas, sobándolas entre el índice y el pulgar con un extraño movimiento que no atinaba a entender si era delectación, o el temor de que saliesen dos pegadas.

Don Isidro era un hombre peculiar, en lo que a su administración se refería. De los beneficios semanales de su tienda, apartaba una cantidad que destinaba: ¡al entretenimiento -enfatizaba la frase con aires de solemnidad- de las fieras! Era lo que llamaba, recordando una novela de Jacinto Benavente, "La comida de las fieras". Otra cantidad iba para el negocio, y para sí apenas reservaba un duro, que administraba con tacañería, "esforzándose" en atender sus gastos con mis propinas y con el dinero que sisaba del peso de los artículos que él vendía. Llevaba un control increíble de los gramos que sustraía. Pero, en realidad, tenía pocos vicios. Uno de sus vicios era el ahorro, y su ley suntuaria, solo tenía aplicación en Pepi y en mí; es decir, en el ámbito en que contaba con la aquiescencia de su esposa. Y resultaba sorprendente que los despilfarros de su familia no le amargasen la vida. Sus pequeñas inclinaciones eran el tabaco, el vino y sobre todo el gulusmeo sensual. Al principio, pensaba que con las mujeres no iba más allá de algunas miradas, pero con el tiempo me percataba de que el suavón tendero andaba al loro, pescando lo que podía en el río revuelto de las busconas que iban por la tienda: "una pesca de bragas secas, un toque suave, un mojar de bragas, cerrar la bolsa, abrirla y vaciarla vino después".

Fumaba en una pipa roñosa, que mantenía en la boca como un chupete, y con el mismo engaño, pues la encendía de higos a brevas. El labio inferior le colgaba, deformado por el peso de la cachimba, y en sus comisuras había siempre una costra de nicotina. El vino lo bebía con moderación, excepto los domingos por la tarde, que se reunía con sus amigotes para jugar al mus y llegaba a la casa alrededor de las once de la noche, de buen humor y con los ojillos brillantes.

En las tardes, el trabajo en la tienda era escaso, pero me ocupaban las tres señoritas y yo acababa hecho trizas. Aun eso, a veces la chilena me obligaba por las noches a que le leyese uno de esos esperpentos rosa, que ya empezaba a odiar antes de poder juzgarlo como literatura. El cansancio era brutal, pero ella me espabilaba con un tirón de orejas. Había noches en que me acometía un deseo de llorar, de pedirle por Dios que me dejase irme a dormir, pero me contenía porque siempre me ha repugnado inspirar compasión. He sido duro con todas las personas que me han rodeado, pero en nadie he aplicado tanta dureza como en mí mismo.

Al año y pico de entrar en 'Chotis', mi vida cambió de improviso. Algunas veces trataba de aglutinar los pensamientos que me invadían, pero no lo conseguía. Me encontraba tan cansado y tan ocupado, mañana, tarde y noche, que ni siquiera podía pensar. Llevaba una vida maquinal. Pero lo que más se pegaba a mi cerebro era el temor, una obsesión casi, de que Petra me ordenase que me quedase en el salón con ella para leerle alguna de sus revistas.

Los domingos tenía las tardes libres. Me iba al Retiro, a la Ribera del Manzanares, al Zoo, usaba mi real en caramelos, pipas u otras golosinas y me lo zampaba todo. Con ansia esperaba aquellas tardes. Nada me parecía tan maravilloso como hacerme ovillo en el césped de algún parque, bajo las caricias del Sol, sin preocupaciones, sin sobresaltos, sin temor a nadie y nada. No quería pensar, solo descansar, dormir, soñar.... ¡vivir…!

A veces descendía por Carretas hacia la calle Alcalá y la Gran Vía; los cines, los cafés, los autos, las tiendas, siendo algo tan cercano, parecía de otra galaxia, inaccesible para mí. Pero, aunque no me percataba, tenía la certidumbre de que había en mí, en potencia, un deseo de entrar a ese mundo. Había días que pensaba que no estaba tan lejos ese mundo. Aunaba fuerzas para cuando llegase mi oportunidad. Mi cerebro trabajaba incansable…

Y lo que es la vida y sus circunstancias. La oportunidad se me presentó de la forma más inesperada. Entre las cajas que había en la trastienda, hallé libros, apolillados, mohosos. Eran Tratados de Medicina. Los conceptos técnicos escapaban a mi comprensión, pero me gustaba leerlos, ver sus fotos, entrar en el misterio del mecanismo humano…

Una mañana en la que Don Isidro bajó a la tienda antes de lo que en él era habitual, me sorprendió leyendo uno de ésos Tratados.

-¡¿Qué haces?! -me preguntó, en un tono airado.

Sorprendido, oculté el libro detrás de mí.

-¡Dámelo! -gritó, percatándose de mi maniobra.

Se puso a ojearlo, como tomando tiempo para pensar. Al poco, calmado ya, me miró con ojos vivarachos y me dijo:

-¿Te gusta la Medicina?
-Sí señor
-Esos libros eran de mi abuelo, que era un famoso médico y mi padre un prestigioso cirujano. ¡Dios, si les hubiera hecho caso…!

Se quedó durante unos minutos pensativo. Luego, con cara de circunstancias, añadió:

-Son ya más de las ocho. Hay que abrir ya la tienda. Vamos.

En los días siguientes no hablamos más del asunto, pero pasada una semana, luego de contar el dinero de las ventas del día, de hacer el arqueo y de cerrar la tienda, Don Isidro me preguntó:

-¿Te gustaría estudiar?
-¡Sí! -respondí con tanta determinación que todavía hoy me sorprende. Parecía como si llevase toda la vida esperando que se me hiciese dicha pregunta, pero la idea no había pasado por mi mente ni en sueño.
-De acuerdo. Vas a comenzar el bachiller, pero ojo con que se enteren "ellas" -levantó la mirada hacia arriba.
-De mis labios no saldrá palabra alguna.
-Eso espero. Desde hoy mismo guardarás tus propinas –dijo, y añadió-: con ellas podrás pagarte las matrículas y comprarte los libros y los materiales necesarios –hablaba como con prisa.
-Si señor. Así lo haré –le contesté, sin pensar en que estaba obligado a agradecérselo.

Don Isidro era de esa clase de personas que aceptaba lo bueno y lo malo con la misma impasividad.

-Ve mañana a visitar a don Teodoro. Él puede darte algunas clases. Ya hemos hablado de ello –agregó, de nuevo.
-¿Qué han hablado? –me quedé perplejo.
-Don Teodoro sabe lo que hay que hacer –concluyó.

Visité a don Teodoro en esa misma mañana, aunque Don Isidro me dijo que lo hiciese en la siguiente. Tenía alquilado un cuarto en una casa de la calle Atocha. Hacía su compra y él mismo se preparaba su comida. Lo conocía porque yo le llevaba latas de conserva, que encargaba previamente a mi amo, con quien le unía una amistad que se remontaba a los años jóvenes. Había hecho el bachiller y tres años de profesor del mismo. "Que no pude terminar por la penuria económica", me había dicho en varia ocasiones.

Era alto, blancucho, cargado de espaldas y de sesenta años, y sus manos eran grandes y sudorosas, desagradables de estrechar, ya que las dejaba caer como un peso muerto. Su complejo de inferioridad era obvio. Invariablemente, en sus labios siempre había una misma respuesta: "yo no… yo no puedo…". Como todosslos apocados, era pedante y agresivo a la vez con las personas de su entorno. Hablaba mal de todo el mundo, y contra más encumbrado, mejor. A principio, al oírle exaltar sus excelencias y ponderar su cultura, le decía: "por qué no hace usted…". Me interrumpía, replegándose: "yo no... yo no…". Y después se quedaba desfallecido y con los ojos espantados.

-De modo que quieres estudiar el bachiller -me dijo esa mañana, con voz complaciente.
-Sí señor.
-Entonces sabrás que hace falta dinero para eso…
-Gano dos reales diarios, de mis propinas.
-Ganas tanto como yo: pura mierda. ¿Sabes cuánto te voy a cobrar por las clases? ¿No te lo ha dicho don Isidro?
-No señor.
-Nada. Don Isidro es mi mejor amigo desde hace muchos años y si él se interesa por ti… ¿Comprendes?
-No del todo, señor.
-Pues está claro. Me caes bien, Alex. Pareces un chico listo y creo que nos entenderemos –y añadió-: tú llevas encargos de comestibles a algunas casas, ¿no es así?
-Sí señor.
-Entonces búscame más alumnos. ¿Comprendes?

Daba pena ver a un hombre pidiendo ayuda a un mocoso como yo. Y sorprendentemente hablaba con voz humilde.

-Solamente cobro un duro al mes. Enseñanza garantizada. ¿Comprendes? No lo olvides. Porque, desde luego, quien sepa enseñar como yo, pocos -se irguió, y añadió-: ya sabes, te daré clases gratis y tú me consigues más alumnos. ¿Comprendes? ¿Te conviene?
-Sí señor.

Después de decir eso, guardó silencio. Al poco, añadió:

-Pero si no me traes más alumnos, da igual. De todas formas te daré clases sin cobrarte una perra chica.
-Sí señor.

Estaba muy orgulloso por sentirse generoso, como alguien importante. Y su muletilla… "¿comprendes?", formaba parte de su suficiencia.

Ese año le logré la friolera de seis alumnos más, que tenía que achacarlo a la casualidad no a la suerte. Don Teodoro estaba loco de contento, y yo no sabía el por qué no me lo decía. Se atribuía todo el mérito. Disfrutaba diciendo que era un buen profesor. Y lo era, no se le podía negar, pero le gustaba divagar y solo por el prurito de deslumbrar a sus alumnos o los aburría con relatos de miserias e inquinas de un hombre fracasado.

Acudía a las clases una hora al día aprovechando las salidas que Don Isidro, guiñándome un ojo, me ordenaba con hipotéticos encargos. Enseguida me di cuenta de que mi amo estaba tomando partido por mí, y yo se lo agradecía con más entrega, tanto en la tienda como en los estudios.

Estudiaba incansable, robándole tiempo a mi ocio, a mi descanso. Recitaba las lecciones en voz alta mientras trotaba por las calles de Madrid, con el cesto de repartos sobre las costillas.

Aprobé el Ingreso. Y esto fue un jueves. El sábado siguiente, Don Isidro, feliz, me llevó al cine. Pensaba yo que veía en mí una venganza contra las tres mujeres de su casa. Estaba decidido a demostrar lo que hubiese podido ser su hogar, bajo su control directo.

Después del cine fuimos en busca de Don Teodoro, y los tres juntos merendamos en una cafetería de lujo. Mi profesor lanzaba gritos, tronaba de vanidades: "¡en tan poco tiempo como he tenido para prepararlo!". De nuevo él se atribuía todo el éxito. Pero yo estaba tan contento que no me importaba su vanidad.

Cuando regresamos a Chotis, Don Isidro me regaló cinco pesetas, que no tuve reparo en aceptar. Pero vi que pronto se arrepintió. Quedó titubeando, como reprimiendo un deseo de decirme que se las devolviese.

Pero no quiero seguir contando mis esfuerzos de aquellos años agotadores: heroicidad agria, pero productiva. Enflaquecí hasta el extremo de perder siete kilos. La escasez de tiempo era una amargura que mi ansia por aprender multiplicaba. Quería acabar pronto para poder liberarme de la pesadilla tortuosa que estaba viviendo consciente. No cabía duda de que los estudios eran para mí un medio, no un fin, una posibilidad de escapar al ambiente de Chotis, para lograr una vida mejor. Quizá la que tantas veces había soñado. Y tenía prisa, y temor también de que me pudiesen abandonar las fuerzas.

Con el paso de los años me iba dando cuenta de que los conocimientos de don Teodoro eran someros en Ciencia, y a partir del tercer curso tuve que habérmelas solo con las Matemáticas, sin más ayuda que el libro y lo que mi mente me iba sugiriendo. Aunque la vanidad del profesor no desfallecía, evitaba toda dificultad con superfluas divagaciones, lo que me hacía perder un tiempo crucial. Entonces corté por lo sano. Sabía que esto era algo que nunca me iba a perdonar y que le daba pie para criticar a aquel mediquillo que todo se lo debía a él. Pero también sabía que me recordaría con cariño y que su ego se había esponjado más de una vez a costa mía.

Por timidez, tal vez, y no por ganas, continuó pues don Teodoro impartiéndome clases de Ciencia.

En el Instituto obtenía siempre buenas calificaciones, y por eso conservaba la beca que me concedían. Administraba judíamente mis propinas, que me bastaban para enjugar el gasto de las matrículas, los libros y el material escolar.

Mi pobre vestuario se proveía de los trajes viejos de Don Isidro, que era delgado, y si no, Pepi me los arreglaba. En el tajo que en la trastienda me servía de cuarto, con cajas viejas de madera me hice mesa, silla, armario y lecho. Pepi se las arregló para rellenar mi colchón y para confeccionar unas sábanas con retales que apañó, no sé de dónde. Y con estos endebles recursos iba tirando. Pero, evidentemente, avanzando…

Cuando me inicié a cursar el Quinto curso, el secreto que tan celosamente ocultaba salió a la luz. Y fue por mor de Don Isidro quien, ufano de su obra, hacía lengua de mi talento, y llegó a un punto en que no podía soportar más tiempo en silencio su buen hacer.

Una tarde Petra revolvió la trastienda, hasta dar con el escondite en el que guardaba mi tesoro: mis libros y mis apuntes. Ese mismo día, después de comer, mientras cruzaba el salón para bajar de nuevo a la tienda, me ordenó con voz autoritaria:

-¡Pibe, aguárdese!

Estaba indignada. Miró a su esposo:

-¡Dime vos qué acontece! -le dijo imperativa a Don Isidro, sentado frente a ella.

El tendero dio un respingo y después respondió con una pregunta:

-¿Qué acontece de qué?
-¡No vaya vos de longui! ¡Vos sabés qué aludo!

Lupe, con una mirada malévola, seguía la escena. Y Veva miraba a su padre y a mí, entre divertida y desdeñosa, con una risita en los labios.

-¿Te refieres los estudios de Alex? –respondió, al fin, con voz torpe-. Si es eso, no hay nada de particular. Alex está tratando de buscarse un futuro y seguro que lo logrará.
-¡Lo que logrará es que lo bote, que es lo que debí hacer el primer día! ¡Venirme tú a mí con tapujos! El tendero tira la plata con el primer roto que se cuela en mi hogar, y luego pinta llorón para dar calderilla a su humilde esposa. ¡Y tú, pibe! -señaló con un dedo sobrado de anillos-, ¡vete ya a la puta rue! ¡¿Parlo suficiente palmario?!
-¡Bien, madre, bien! Solo falta que este pordiosero nos salga ilustrado –terció Lupe, con aspereza en la voz.

Me dolieron los insultos, y tuve que sellar mis labios para no replicar. Petra me fulminó con la mirada. Veva lanzó su risita habitual, y Lupe me miró con burla y, ante semejante humillación, desvié la cabeza.

-¡De acuerdo, de acuerdo! -gritó Don Isidro-. Lo despediré. Pero os advierto algo: Alex ha trabajado incansable en esta casa. Sin Alex, hace tiempo que andaríamos pidiendo limosna. Ha levantado la tienda con su trabajo, ¿y sabéis lo que ha cobrado? Nada. Tiene 18 años, duerme en un agujero inmundo, y ni se ha quejado ni me ha pedido dinero. Sus estudios se los paga él con las propinas que consigue a diario. Yo soy viejo ya y si me falta Alex…
-¡Alex, Alex, Alex! ¡Por los Clavos Sagrados, como si no hubiese en el globo nadie más que Alex! –protestó Petra, pero con cierto aire conciliador en la voz…
-Otro que hiciera lo que hace Alex, cobraría lo que no da la tienda –dijo astuto Don Isidro, percatándose del súbito cambio en su mujer-. Pero si os empeñáis, lo despido. Pero no olvidéis que sois vosotras las que lo habéis exigido –concluyó, y me miró de reojo.
-¡Eh, un momento! Yo no he dicho nada aún -terció Veva, de pronto-. Y mi opinión es que si Alex quiere estudiar, por qué negárselo. No es un crimen. Además, si es tan útil y honesto como dice papá, lo que debe hacer es asignarle un sueldo y dejarse de cacareo.
-¡Pero hijita! -protestó Petra, mirando a su hija.
-¡Ni hijita ni porras; lo dicho! –añadió Veva, haciendo un gesto obsceno con la lengua.

Me percaté de que Don Isidro quiso añadir algo, pero la palabra no acudía a sus labios. Carraspeó, entre estupefacto e inquieto.

Todos los presentes, salvo Veva, nos quedamos pasmados. Miré a Veva y me devolvió la mirada, pero con su acostumbrada risita.

En fin, sea como fuere gané. Por de pronto, desaparecieron de la trastienda los trastos y con ellos la suciedad, una suciedad contra la que hasta entonces no había podido luchar Pepi. Me compraron una cama, un colchón y otros muebles. Fueron reparadas y pintadas las paredes. Me asignaron un sueldo de quince duros, que se me antojó una fortuna. Me dieron más horas para estudiar. Se anuló la labor de leerle por las noches a Petra, y hasta pude darme el lujo de pagarme un profesor de Ciencia, que me allanó las dificultades de la Álgebra, la Física y la Química. Y a corto o medio plazo, dejaría de sufrir la humillación de aceptar propinas.

Con el paso del tiempo, abandonaría Chotis: el trabajo alcahuete del mostrador, el cesto de los repartos... Dejaría todo eso con satisfacción, sin mirar atrás ni volver a acordarme de aquellas personas con las que había compartido parte de mi vida. Ni las quería ni las odiaba, solo permanecía con ellas por interés. Tenía techo y pan y, como había sufrido por carecer de ambas cosas, cumplía, incluso en exceso, para no perderlas de nuevo.

Lo que no sabía era por qué no había pedido antes un mejor trato del que acababa de brindar un cálculo premeditado de Veva. Pero no quería pensar en eso. Me sentía seguro, algo que aprendí de mi padre, aunque en él, todo se iba en palabrería. Me veía capaz de seguir el camino marcado. Nada pedía porque nada necesitaba. Seguía avanzando. Pero era tan ingenuo que solamente pensaba en mi fuerza de voluntad, sin caer en la cuenta de que la vida se deja caer con sorpresas, imprevisibles, inevitables…

En Chotis, nadie parecía alegrarse de mi ascenso y nadie reparó en felicitarme. De Don Isidro y Pepi no hablo.

Al final del primer mes, el tendero, entre acriminador y risueño, me dijo: "joder Alex, ahora ganas más que yo!". Pero no tardó en incluir mi sueldo en el apartado de las fieras y en separar de él sus sobresaltos de cicatero. No obstante, pude comprobar que a partir de entonces se comportaba conmigo con más justicia, con más equidad…

Una tarde encontrándonos solos en el salón Pepi y yo, la muchacha largó tímidamente la plática más larga que jamás había pronunciado, al menos delante mía:

-Te lo mereces, Alex. Tú no serás un pringado como yo.

Llevó el delantal a los ojos y se volvió de espalda. Siempre había sido un hombre duro, poco propenso a conmoverme, pero en esa ocasión sentí un crispamiento de ternura.


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Mensaje  achl Miér Mar 02, 2022 7:36 pm



Alex huye de Madrid

Los recién casados entraron al vagón del tren tres horas después de que saliéramos de Madrid. La novia representaba más edad: ¿treinta y tantos? Vivían en un pueblo de Ciudad Real, y se dirigían al Sur, en su luna de miel. Ella parecía una pueblerina con resabios de señorita marisabidilla. Su físico era vulgar: estatura baja, gruesa, rostro ancho, poco pelo, ojos inexpresivos y boca con labios finos. Él tendría sobre veinticinco: alto, rubio, manos callosas, y su rostro delataba que era un poco infantil. Parecía ahogarse dentro del traje azul marino, poco holgado para su desarrollado tórax. A cada momento se inclinaba sobre su esposa, rendido a "sus encantos".

-¡No seas imbécil! -lo increpaba.

Empecé a sentirme mal. La impertinente mujer le hacía advertencias "¡no hagas esto, no hagas lo otro, no te pongas así, no te pongas asao!". Y cada frase la acompañaba de insultos. De pronto, seguramente que para dejar descansar su lengua, se enfrascaba en la lectura de una revista rosa, mientras el joven miraba con un cándido sonreír el techo del vagón, cubierto de hollín.

También yo me iba distrayendo leyendo un periódico, y así iba matando el aburrimiento de las horas del tren.

El traqueteo del tren pespunteaba el silencio. Pasaban rápidos los palos del teléfono y de la electricidad, y subían y bajaban los cables, culebreando en el paisaje. Los bruscos vaivenes del tren iba acunándome, y las ideas llegaban soñolientas a mi cerebro, desparramándose en él, como la ola cansina de la canícula sobre la playa. Pensaba que, quizás, ella era una paleta rica que había aceptado como marido a aquel gañán, ante la amenaza de la soltería. Y lo pensaba con obstinación, sintiendo que las ideas se escurrían como un libro entre dedos torpes de sueño. Viajábamos a pleno día, bajo un sol de sentencia. Las ventanillas de nuestro vagón iban abiertas, y las cortinillas, que tamizaban los rayos solares, sumían nuestro compartimento en un ámbito sofocante. El meneo del tren, que comenzaba a deslizarse sobre una pendiente, zarandeaba los cuerpos como a muñecos. Flameaban las cortinillas, dejando pasar, a intervalos, chorros de luz que mostraban el paisaje entre guiños. Se caían mis párpados sobre mis ojos. Volvía a subirlos, haciendo un gran esfuerzo, como si quisiera levantar una pesa de diez kilos con una mano sin nervios ni músculos. "Por eso lo humilla y lo desprecia". Las ideas se pegaban a mi mente como las patas de las moscas en una tira glutinosa de papel cazamoscas. "Porque para ella, su marido representa el recuerdo enojoso de sus petulancias desvanecidas, del novio que se burló, del creído señorito que la dejó plantada". Todos esos pensamientos revoloteaban en mi interior, hasta que terminaban por escapar cual bandada de pájaros. Pasados unos minutos, me quedé vacío. En mis oídos solo sonaba un frufrú agitado.

De pronto me zarandearon, sin miramientos.

-¡Billete!

Ante mí, el revisor, con esa estúpida expresión de no haberse saciado aún de interrumpir el sueño fugaz del viajero. Lo suyo era picar billetes, y poco más debía importarle.

Despierto ya, repasé lo que había pensado y, como un reflejo, me vino a la mente mi compañera de la universidad Luz, que no me habría echado en cara su dinero, pero que lo tenía, y tenía además una educación y unas relaciones diferentes a las mías. Me hubiera sentido, como mi vecino de tren, en una situación embarazosa. Pero creo que yo tenía la sensibilidad que a él posiblemente le faltaba. No hubiese podido soportarlo. Y todo eso contribuía a contentarme de no haberme apeado del tren cuando aparecieron mis dudas…

Luz me había acompañado a la estación, y en todo el tiempo que permanecíamos en el andén, hablamos sobre trivialidades. Hasta que sonó la señal de salida...

-¿Me escribirás? -me preguntó, anhelosa.
-Desde luego -respondí, casi indiferente.
-¿Cuándo regresarás? –me preguntó, de nuevo.
-Ni idea –contesté, en el mismo tono anterior.

En ese momento puse el pie sobre el estribo de mi vagón y tendía la mano hacia Luz, quien, tartamudeante y nerviosa, me cogía el brazo y me decía, en una exclamación:

-¡Alex, por fa…vor! ¡No… te…. va…yas…!
-Pero…
-¡Al menos, no te vayas así! ¡Necesito que me digas…!

Sus palabras eran interrumpida por el ruido del tren. Chirriar de hierros y crujir de maderas lo recorrían de punta a punta, como un escalofrío.

-¡Por favor, Alex! ¡Te amo…! –añadió, de pronto.

El vehículo longaniza empezó a ponerse en movimiento.

-¡Eso es un disparate, Luz…!
-¡Alex! ¡Te lo suplico, Alex!

Daba unos pasos seguidos, sin dejar de hacer presión sobre mi brazo.

-¿Ya no me tienes miedo? –le pregunté, súbitamente.

Ignoro por qué razón le hacía semejante y estúpida pregunta, tras la que, sin duda alguna, debía esponjarse la vanidad de una persona amada.

-¡No, no te tengo miedo, pero estaba segura de que ibas a labrar mi desgracia! –respondió.

Pero de pronto, aflojó los dedos y soltó mi brazo. Al poco, el tren empezó a alejarse.

Luz quedó clavada en medio del andén, mirando desde sus bellos ojos, llenos de lágrimas. Entonces traté de luchar contra un sentimiento. No lo conseguí, e inicié un movimiento para bajarme del tren. Pero parecía que una mano férrea frenaba mis piernas. Miré atrás. Luz estaba en el mismo lugar, levantada la mano con un adiós que apenaba. Flameaban pañuelos, y la imagen de Luz se iba desvaneciendo entre una masa informe. De repente el tren realizó una pronunciada curva a la derecha. Ya no veía a Luz. La había perdido. Y la había perdido para siempre.

"¡No, no le escribiré!". Pensé mientras iba hacia mi compartimento. "¡¿Para qué? ¿Por qué? Mi capacidad de tortura no llega a esos extremos, no quiero abrigar falsas esperanzas!". Sentado ya en mi asiento, empecé a sopesar los pros y los contra, bajo un criterio egoísta, y no era precisamente una relación sentimental lo que entraba en mis planes en ese entonces. Sabía que las cosas del querer pasaban factura. ¡Y bien que lo sabía! Pero no me importaba. Continuaba firme y decidido, e intentaba persuadirme a mí mismo de que nada iba a detenerme ya. A través de la ventanilla del vagón podía verse el campo, y esa imagen me reconfortaba.


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Mensaje  achl Miér Mar 02, 2022 7:41 pm



Alex llega al pueblo sevillano

Llegamos a Sevilla con un retraso de tres horas sobre el horario previsto. El calor era asfixiante; fuego puro subía desde el suelo. Un autobús, viejo y destartalado, que repartía los viajeros, tenía su penúltima parada en el apeadero de la partida de otro que era el mío. Pero hacía casi dos horas que había salido. En vista de lo cual, dejé mi equipaje en consigna y me lancé a la calle. Nada había tan insufrible como las largas esperas en una ciudad provinciana en la que no se conocía a nadie ni se tenía nada qué hacer. Para ir restando tiempo al tiempo, entré a un bar y pedí un vino y un periódico, y leí, sin enterarme de casi nada, hasta los anuncios.

Un rato después, me hallaba de nuevo en la calle. Pregunté a una mujer, que había por allí, si sabía de alguna fonda cercana. Me dijo "ahí, pensión Murillo". Apenas llegué, a un tipo cano que había detrás de un mostrador le alquilé un cuarto para esa noche. Entré en él y me refresqué un poco. Luego fui a una peluquería a que me cortasen el pelo. Al cuarto de hora, otra vez al calor. Anduve un rato en las calles de Sevilla, entrando en todas las iglesias que hallé al paso, disfrutando en el frescor de sus naves y deteniéndome ante lienzos e imágenes.

Pasadas dos horas, fui a conocer la Facultad de Medicina, y en su ambigú compré y comí un bocadillo. Anochecido ya, cené en la primera tasca que vi. Y ya sin más nada qué hacer, me aburrí soberanamente. Aun cansado, o acaso por eso, no tenía sueño, así que decidí ir a un cine. La película era pésima y salí de la sala antes de que terminase. Pero como ya estaba harto de pasar tantísimo calor, me encaminé de nuevo hacia mi pensión. Ya en mi cuarto, me encontré con una cama dura y unas sábanas sucias, que habrían cobijado sabe Dios cuántos otros huéspedes. Esa noche dormí poco y mal.

El otro día fue igualmente tedioso; pero, por fin, a las cinco de la tarde me subí al autobús que debía llevarme a "mi pueblo", embutiéndome entre una mujer, que llevaba un niño en los brazos, y un vejete canijo con aire cachondo que hablaba en un lenguaje bronco, pero con tan buen sentido que pasmaba.

El viajecito, desde luego, se las traía. El asfalto, blanco de Sol y agujereado como un cráter, era una pesadilla en el ardiente paisaje de los campos sevillanos. El autobús daba tumbos en los baches de la carretera, y el Sol hacía de las suyas a través de las desguarnecidas ventanillas. Avanzábamos a paso de tortuga en una atmósfera de polvo y candela. El sudor pegaba la ropa a mi cuerpo.

Hacíamos muchas y largas paradas. Cuando menos se esperaba, aparecía un pueblo blanco, que parecía deshabitado. Se palpaba el hambre, y la miseria y la desigualdad. Míseros adobes junto al esplendor de cortijos de boatosas portadas, con hierro heráldico o ganadero en su arco, como en desafío, en guardia. Adobes que predisponían a la evocación de la caridad, la piedad, adobes que raspaban el alma.

Acudía gente en cada parada: chavalas endomingadas, con cara tímida, ensoñadoras del forastero: príncipe azul con vitola de médico, abogado...; ancianas en enaguas, chavales broncos, ancianos renegridos; niños, montones de niños, de ambos sexos, desharrapados, que miraban con cándida insolencia. Algunos de ellos, devoraban con los ojos la razón de su pasmo. Nunca antes me habían mirado con tan impertinente desfachatez. Llegué incluso hasta sentirme molesto y con ganas de reprender a aquella contumaz chiquillería.

Arribamos, por fin, a mi destino sobre las diez de la noche. Entre el gentío de pasajeros y familiares, que habían subido al autobús, me abrí paso. Bajé de aquel horno y quedé en la carretera. Siluetas oscuras y caras raramente blancas, extasiaban junto al autobús: risas, abrazos, besos, llantos, chillidos, estrechar de manos, preguntas, respuestas… Todo un río de los sentimientos humanos se explayaba a la carta en aquel infame asfalto.

De pronto, un tipo con aspecto campechano se me acercó.

-¿Es usted Alejandro Ceballos Munitis?
-El mismo –respondí.
-Gusto en conocerte –dijo y sonrió cordial-. Soy Pepe Ruiz, el medido forense de este pueblo.
-El gusto es mío –correspondí, estrechando la mano que me tendían.
-¿Han bajado ya tu equipaje? –me preguntó, de pronto.
-No sé. Pero creo que…
-Espera –se fue hacia la parte trasera del autobús.
-Pero no te preocupes. Ya iré yo a…

De nuevo, no me dejó terminar la frase. Seguíamos a una mujer, ataviada completamente de negro, que iba delante de nosotros con mis dos maletas.

-Te esperábamos ayer –me dijo, súbitamente.
-Y así estaba previsto. Pero el tren llegó a Sevilla con retraso y perdí ese autobús –señalé con la mano.
-Pienso que habrás tenido un viaje detestable.
-Y piensas bien. Pero ya hice otro peor.
-Olvídalos. Ahora te sobrará tiempo para descan…
-¿Qué tal es este pueblo? –le pregunté, interrumpiéndole.
-Como casi todos los del Sur. ¿No conocías Andalucía?
-Nunca antes había estado aquí. Nací en un pueblo de Santander y, aparte de él, solo conozco Madrid, en donde he vivido desde los trece años.
-Pues entonces… te compadezco.
-¿Por qué?
-Ya hemos llegado a tu casa –anunció de pronto, pero sin contestar a mi pregunta.

La mujer enlutada abrió la puerta con sus propias llaves.

-¿Quieres pasar? –le ofrecí.
-Otro día. Ahora lo que necesitas es descansar. ¡Bienvenido a bordo, doctor Ceballos! –sonrió.
-Gracias por todo –respondí, devolviéndole la sonrisa.
-No las merece, hombre –sonrió de nuevo.

Nos despedimos y entré en mi nueva casa.

El zaguán, con suelo negro y techo alto, se alumbraba con una bombilla de pocos vatios, churretosa por las defecaciones de las moscas. Una escalera de madera de anchos peldaños, llevaba al piso superior. En la planta baja había puertas a derecha e izquierda, y un largo pasillo desembocaba en un espacioso jardín-corral.

La mujer de negro se quedó en el umbral de la puerta, quieta, sin hablar, esperando, sin duda, mis órdenes. Le hice un gesto como de que pasase al interior.

-Usted debe ser Socorro –le dije, pronunciando el nombre con precaución, a la vez que temeroso por si alguna vez lo emitía con énfasis, pudiese originar un malentendido.
-Jí, jeñó dojtó. Don Pedro Río me tuvo a ju jervijio hajta que je fue a Madrí y er tabién hajía broma con mi nombre. Pero ujté nojapure por ejo, camí no me molejta.
-¿Cómo ha podido adivinar mis pensamientos?
-Por ju cara de ujté. La mijmita der prime día de don Pedro. Pareje que lajtoy viendo.
-Eso lo explica. Es usted muy observadora.
-Grajia, jeñó dojtó.
-De nada. Pero ahora vamos a lo principal. Seguirá usted haciendo lo mismo que cuando estaba don Pedro, si no le ordeno otra cosa. ¿De acuerdo?
-Jí, jeñó dojtó.
-Haga usted el favor de llevar mi equipaje a mi cuarto. Ah, y no voy a cenar esta noche.
-Jí, jeñó dojtó. Locujté mande.

Me precedió en la escalera. Crujían los peldaños, pero eso no me importaba. En mi oído solo sonaba la muletilla de Socorro: "señor doctor", muletilla que era como el eje de mi nueva vida: "señor doctor". Parecía lejano aquel imberbe que trotaba por las calles de Madrid, con un cesto sobre las costillas.

"Mi pobre Alex. Odiabas tanto ese pasado tan próximo… como si te diese golpes en tus entrañas".

Entré en mi cuarto; era amplio y con suelo de cemento. Una ventana ancha con postigo se abría hacia la calle. La cama era pomposa y alta. Un ropero de doble hoja y una mesita de noche elevada, suponían todo el mobiliario. Me lavé la cara y las manos y me cepillé los dientes en un lavabo blanco. Antes de meterme en la cama, cogí un libro de una de las maletas y después recosté la cabeza sobre la almohada e intenté leer un poco. Inútil. Me quedé dormido antes de acabar la primera línea de la primera página. Estaba realmente cansado y con sueño atrasado.

Al día siguiente, me levanté cerca de la una. Nunca antes había dormido tanto. Recorrí toda la casa. En la planta alta habían dos cuartos más; en la baja, estaba mi despacho, el comedor, la cocina, una despensa y el cuarto de Socorro. El mobiliario era escaso y pobre. Pedro lo había "heredado" de su antecesor.

Había conocido a Pedro Ríos en Madrid. Tenía alquilado un cuarto en una casa, cerca de la mía, en el barrio de Hortaleza, y trabamos una amistad superficial que solo justificaba la identidad de nuestros estudios. Era un tipo pesado pero servicial. Terminó la carrera un año antes que yo. Recién acabados los estudios, recibí una carta suya:

Si te gusta este pueblo, te puedes quedar. Mi padre tiene sus influencias y con su ayuda nos estamos trabajando una plaza en Madrid, que me conviene más. Espero tus noticias. Saludos.

No lo dudé y le contesté aceptando. Este "pequeño" detalle se lo oculté a Luz. Y no sé si hice bien, pero era lo que entonces venía planeando.

A las tres de la tarde, me sirvió Socorro el almuerzo. Las viandas eran apetitosas, cargadas, quizás en exceso, de picantes y grasas que inundaban el caldo de brillantes lamparones.

Después de almorzar, me dispuse salir a la calle, con la idea dar una vuelta por el pueblo, y así iría tomando contactos. Pero al verme Socorro aproximarme a la puerta de salida, levantó los brazos, como en un gesto de espanto.

-¡¿Va ujté de pajeo, jeñó dojtó?!
¿Por qué me lo pregunta?
-¡Je achicharrará!

Socorro se expresaba en un perfecto andaluz, con cierto canturreo, aspirando las "eses" y transformándolas en "jotas". Hacía gracia. Veía en su manera de pronunciar las palabras no sé qué de sui géneris mimetismo. Hablaba sin rubor, como buena castiza de la provincia sevillana. Era una mujer de baja estatura, que frisaba en los sesenta, y llevaba la cara cubierta por un ajado paño negro. Sus ojos eran chicos, pero vivos, y su boca era grande, sin algunos dientes ya.

Empero su seria advertencia, no hice caso y salí del salón, zambulléndome de lleno en la penumbra del zaguán. Aquel suelo rezumaba y me envolvía un halo fresco. Abrí la puerta de salida. El deslumbrante y abrasador Sol sevillano, se ensañó contra mis pupilas. Di un salto atrás. Y allí me quedé durante unos minutos.

Medio repuesto, me asomé de nuevo al exterior a través de la puerta entreabierta. En la calle solitaria corría un hilo de agua sucia, que, alimentado por los desagües de las casas, se deslizaba perezoso originando un meandro de inmundicias y lodos pestosos, resquebrajados por el fuego solar. A ambos lados de la calle, se extendía a trozos una infame acera de cemento, probablemente "fruto de los devaneos municipales". Soplaba un aire caliente. Resplandecían vívidas las paredes blancas y las áureas briznas de paja de los adobes, que, bajo sus aleros, una trémula cinta de sombra se apretaba. Altísimos volaban los vencejos, las golondrinas planeaban a ras de tierra.

Cerré la puerta y regresé al frescor del zaguán.

-¡Cuánto silencio! –exclamé-. ¿Dónde está la gente en este pueblo? –le pregunté a Socorro.
-To er mundo duerme la jiejta –respondió, sonriendo-. Meno argún jeñorito que va ar cajino a echá ju partidita o a jugá ar dominó, y argún gandú en argún soportá –concluyó.
-Prefiero la siesta a las cartas -le devolví la sonrisa, y acto seguido me fui hacia la escalera.

A la misma vez que subía, Socorro desaparecía en la sombra del soportal, con su atuendo y su perfil de estantigua.

A causa del bochorno de la solanera y al amodorramiento de la digestión, no podía conciliar el sueño. Entonces mi memoria me recordó que me había levantado a la una. En vista de ello, me puse a pensar y pensé en mi madre, mi padre, Chotis, en Pepi y en Luz. Toda mi vida pasó por mi cabeza, como una tremolina de agridulces recuerdos. Pero la sentía lejana, como si perteneciese a otra persona distinta a este doctor que estaba a punto de dar empiezo a una nueva vida. Estaba preocupado, pero ilusionado. Hacía planes: "leeré, estudiaré, sin precipitación; atenderé a mis enfermos, pasearé...". Daba vueltas en la cama. Se colaban por las rendijas de los postigos de la ventana agudas hebras de luz que dejaban sobre el suelo singulares geometrías palpitantes.

Finalmente, terminé por levantarme y por bajar al corral. Me llevé conmigo un libro y una silla. Había allí una majestuosa acacia. Me senté a su sombra. Resultaba imposible respirar, y menos aún leer en tales condiciones atmosféricas. Además, la acacia estaba plagada de gorriones, que piaban entre la espesa maraña de la copa, lo que contribuía en no concentrarme en la lectura.

No obstante ello, casi dos horas estuve enfrascado en el libro. Después, cuando el Sol empezó a caer sobre el horizonte, salí a la calle. Avancé con paso lento y desemboqué en una plaza. En ese momento, una mula cruzaba trotando con las orejas erguidas y balanceando la cabeza. Un carro, lleno de cántaros con agua, guiado por un zagal que arreaba al borrico, casi me arrolla. El líquido elemento se derramaba y enseguida era sorbido por el suelo arcilloso, sediento.

Miré mis apuntes. El juez vivía en la plaza. Fui a su casa y me presenté. Aun calvo y un modo de hablar solemne, era joven. Había brillo en sus ojos y se podía ver su musculatura. Su cara, hierática, de piel amarillenta, recordaba a una momia.

-¿Vienes decidido a quedarte? –ésta era su primera pregunta, luego de estrecharnos las manos.
-No lo sé aún. Pero si Pedro Ríos no vuelve… –respondí.
-No volverá. Odiaba este pueblo.
-¿Tan malo es? –le pregunté.

-Como todos, con mis respetos, aburrido y sin comodidades. No hay casas con baño, y los que tenemos una con un retrete, somos agraciados. Y frente a estas perspectivas… En realidad, este pueblo parece más ’anda-pilas’ que andaluz –me miró y sonrió levemente.
-En ese caso, trataremos de adaptarnos –respondí.
-No tendrás más remedio si quieres continuar aquí.
-De todas formas, gracias por la información -añadí
-Te deseo suerte –concluyó, y nos despedimos.

Me encaminé hacia el Ayuntamiento, para conocer al alcalde. Era un tipo tosco y frisaba en los cuarenta. Hablaba petulante, orondo de su cargo. Un primo suyo, que también vivía en el pueblo, era escritor, y de la frecuentación de su trato quedó en la primera autoridad un cierto tonillo de suficiencia y pedantería insoportables. Y no sabía por qué, pero se me atragantó...

Al poco de de despedirnos, fui requerido por el tesorero, ¡que trabajaba por las tardes!, y me notificó que mi sueldo era de 2.600 pesetas, teniendo en ese Ayuntamiento por norma pagar la mitad a primero de mes y la otra a finales, así que me dio 1.300 pesetas. Mientras salía, vi que allí mismo se hallaba la oficina de Correos y, sin pensarlo, cogí un impreso de giro y lo rellené con los datos de mi prima, la hija mayor de mi tío, y le envié 60 duros; el triple de lo que juré que le iba a enviar. No quise poner mis señas en el remite. Solo Alex. Estaba decidido a evitar todo tipo de contactos con mi pretérito.

Y ya de nuevo en la calle, en la plaza me senté en un banco que había a la sombra. Aquellos edificios ofrecían heterogénea complejidad: casas antiguas, adornadas de escudos, con sus salientes apoyados sobre fustes de piedra, desgastadas por la intemperie. Casas modernas, de pésimo gusto, con columnas de hierro. Muros, descansando su pesadumbre sobre troncos sin devastar…

Pasados unos minutos, me levanté y empecé a caminar en una calle sórdida con pequeños adobes. Sobre los medios, habían mujeres que cosían ropas incosibles, sentadas en sillitas de enea. Un anciano se hallaba fumando, echado contra la pared y con los ojos puestos en el azul, palpitante de estrellas próximas. Y también correteaban allí, niños y niñas, desaseados entre nubes de moscas que zumbaban por todas partes. Los adultos me saludaron cuando me cruzaba con ellos. Pero después se oía a mis espaldas un cuchicheo. Sin duda, todo el pueblo sabía ya quién era el médico nuevo.

Anochecía. ¡Autentica maravilla! En las ciudades se vive de espalda a la Naturaleza, sin más estrellas que el remedo trasnochado de los anuncios de neón. Fruía de la belleza del crepúsculo. Me detuve. En los tejados de las casas más alejadas, parecía apoyarse una capa tiznada de negros brochazos. Se podía verse, aquí y allá, una torre románica de una iglesia, el campanario de otra, adornado de una estática cigüeña que recortaba su perfil en el firmamento. Un viento cálido traía un revuelo de las briznas de paja y polvo de las eras. Se encendía al rojo vivo los cristales. Y, de pronto, la noche cazaba el día, delicadamente, como una mano cóncava enguantada en negro. Las calles parecían llenarse de un misterio. Se desparramaba sobre ellas la Luna. Sombras trémulas, blancas luces. Mozos y mozas, y 'parejas resbaladizas', se cruzaban entre risas contenidas. Había algo de amorío picante en los quicios de las puertas y en los soportales. Algo que se pegaba a la piel provocando precipitación en la sangre. Lejano ladraba algún perro, cercano maullaba algún gato…

Crucé la plaza entre unos corrillos de gentes, que cortaban las charlas para mirarme con desfachatez. Los reté con los ojos y apartaban los suyos. En un Café próximo atronaba una gramola.

Para ser mi primer día en el pueblo, pensé que bastante había visto y hecho. Me dirigí hacia mi casa. Pero hacia el final del trayecto me crucé con una mujer, que apenas la miré. Pero después me volví en redondo y me recreé. Quedé boquiabierto. "¡Dios, qué hembra!", exclamé en voz baja, sin poder ni querer reprimirme. Aunque ella no se dio cuenta ni escuchó lo que yo había dicho.

-¡Mandagüevo con er matajano nuevo! –exclamó, de pronto, una vejancona que en ese momento pasaba junto a mí y que, al parecer, sí se había escuchado de lo que dije.

Me detuve y la miré largamente, azarado pero desafiante. Después, no obstante, seguí mi camino, no estaba por la labor de enfrentamientos innecesarios. Ya en mi casa y en mi cama me puse a pensar en aquellas piernas, en aquel pelo negro, aquel cuerpo… y todo ese conjunto se amancebó en mi cabeza por mucho tiempo antes de poder coger el sueño. Aquella mujer, que joven parecía, era, sin duda, diferente a cuántas otras había visto con anterioridad.


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Mensaje  achl Miér Mar 02, 2022 7:44 pm



Alex es bien acogido en el pueblo

En mi primera semana en el pueblo, recibí muchas visitas; el alcalde, el juez, el cura, el farmacéutico... y algunos ricachones del lugar vinieron a mi casa. La amabilidad con que me trataron era abrumadora, y culminó con la de las señoritas solteras y las solteronas, que, entre risitas, melindres, poses y gestos, me lanzaban miradas incendiarias. Y ante tan unánime solicitud, quise corresponder. Las relaciones eran para mí una necesidad, el marchamo de la nueva vida que iba a comenzar. Además, como las diversiones en aquel lugar eran casi nulas, y poca la gente con quien tratar, me incorporé "al grupo selecto", frente a la enervante acometida del tedio cotidiano.

Lola vino también, acompañada del médico forense Ruiz y su esposa y de la hermana de éste, Rita. A cargo de Lola estaba la escuela de las niñas pequeñas.

La belleza de Lola, que ya había podido ver la noche del día siguiente de mi llegada al pueblo, de nuevo volvió a producirme una mareante impresión. Y no solo belleza, además tenía una conversación amena y culta, una sonrisa luminosa, y algo más profundo que atraía. No sabía si era bueno o malo, pero daba lo mismo; como al drogadicto la droga, al jugador las cartas o al borracho el vino, solo sabía que era intenso e ineludible; luz en ella, sombra en los demás. Nunca antes una mujer había despertado tanta admiración en mí. Era poseedora de una extraña mezcla explosiva que desarmaba a cualquiera; podía ser a la vez la más sensual y la más ingenua, quizás deliberadamente, quizás conscientemente. Aún no lo sabía. Pero sí sabía que su dulzura, mostrada y demostrada a los que la rodeaban, parecía certificar una felicidad eterna.

Era alta altísima y guapa guapísima... un auténtico palmito "10", pulverizador del mítico "90-60-90". Piel morena y ojos con extraordinarias pupilas grises que recortaban con fuerza sobre el fondo blanquísimo del globo ocular. Una boca, ni grande ni pequeña, con dientes blancos y perfectos y labios carnosos y sensuales. Pero aun todo eso, que, obviamente, no era poco, tenía unos pechos erguidos y proporcionados y un pelo negro azabache que daban más encanto, si cabía, a su conjunto. ¡Sí, sí, se pasaron sus padres al engendrarla!

Lote inquietante el de la maestrita. Mirándola de lejos, sus ojos parecían blancos, pero mirándola de cerca, irresistibles. Su despampanante anatomía dejaba en el ánimo una invencible sensación de ansiedad, de insistente deseo, como esos cuerpos de modelos esculpidos por eminentes escultores.

Conversamos de muchas cosas en esa tarde. Su voz me recordaba la voz de Luz, pero la suya era más cálida. Quizá Ruiz me contaría las epidemias en el pueblo; su esposa me hablaría de sus hijos, de las preocupaciones caseras; Rita, de libros, y me preguntaría si me gustaba el pueblo, si me iba a quedar… Tal vez ocurriría todo eso, a lo que aventuré una breve respuesta o lo rubriqué con leve sonrisa, pero si lo hacía era maquinalmente, solamente prendido en la voz cantarina de Lola. Cuanto ella decía se esparcía en mi cerebro. Lo que hablaban los demás, apenas si golpeaba mi cráneo como un rumor de aguacero, pero las palabras de Lola eran todo un Niágara de palpitaciones.

Y no era yo el único que la escuchaba embebido; Ruiz, su señora y Rita se quedaban extasiados. Mientras la miraba, Ruiz me guiñaba un ojo, como preguntándome: "¿qué te parece lo que tenemos por aquí?’. Y las otras mujeres me miraban, tratando de arrancar de la expresión en mis ojos mi impresión. Pero, aun tanto bueno junto, parecía que en medio de todo brujuleaba una sombra de una imperceptible inquietud…

Los últimos días de esa semana, Ruiz me orientó acerca de los intríngulis médicos locales. Pero, más tarde, como el trabajo era poco, me dedicaba a visitar los tesoros artísticos de aquel enorme pueblo sevillano.

Todo estaba abandonado. De las seis magníficas iglesias, dos de ellas habían caído, y las otras aún aguantaban en pie, pero amenazaban desplome, aunque los interiores conservaban vestigios de un pasado esplendoroso. Cristos y Vírgenes, empero solamente estaban ajados. Cuadros, de detonante pintura y de confuso dibujo, se hallaban rotos. Láminas de Santos habían sido arrasadas por la humedad e iban desprendiéndose hasta quedar colgando como pingajos. Y todo ello frente a la incuria e indiferencia de la gente del lugar.

Una de aquellas tardes fui a visitar la semi destruida muralla románica, construida en su día con indeterminados materiales. Emocionaba la venerable mole, que seguía allí, inhiesta, desafiando el paso de los años y a la insolencia de los pueblerinos, que hurgaban en sus entrañas y arrancaban sus vigas para soporte de sus adobes. Me detuve para contemplar y recrearme en sus históricas puertas; intactas, aun sus torres cuarteadas, evocando el pesado y lento caminar de los antiguos guerreros y el entrechocar de las recias armaduras.

Ruiz, que conocía a grandes rasgos la vieja historia del pueblo, aunque algo fantaseada, me contó los asedios de las tropas enemigas, las capitulaciones y las presiones de los pioneros forasteros, las sublevaciones y las algaradas de los parias, las infamias de los incultos…

Aunque yo había adquirido solo algunos conocimientos de Literatura y de Arte a través de las someras clases del bachiller, propendía a disfrutar de todo lo que estaba viendo, precisamente por mi espíritu contemplativo. Y, más tarde, llevado quizá de una afición, que si la había en mí se exacerbó en aquel poblachón sevillano, cargado de historia, me entregué a la lectura no solo de Medicina, también de Arte, Filosofía, Literatura Ciencia, Historia..., y de cuanto se ofrecía a una curiosidad que no había podido saciar en mis años estudiantiles. Descubría, para mi sorpresa, un poder de asimilación que me permitía tener, en un corto espacio de tiempo, un vasto depósito de cultura.

Y sobre la psicología de la gente del pueblo, no me resultó difícil hacerme cargo; vivían en la más mísera postración cultural. Pero entre los funcionarios hallé alguien ilustrado, aunque su acervo no era enriquecido desde terminado sus estudios. Todo conocimiento posterior permanecía virgen. Sorprendía no ver en ninguno de ellos una inquietud intelectual o artística, solo eran reos en asuntos políticos, incluso en esto especulaban mezquinamente. Lo que sí les llegaba eran informaciones de las corridas de toros, santo y seña de las conversaciones enjundiosas, sin descartar, por supuesto, "la comidilla", abracalabra de las expansiones más placenteras.

En aquel pueblo no recibían libros ni revistas culturales, solo recibían una gacetilla de moda. Ruiz, que era culto, todavía no se había preocupado ni ocupado en renovar su dossier técnico, y la rutina más grosera presidía sus diagnósticos Tan pronto empecé a emplear una buena parte de mi sueldo en la compra de libros y revistas culturales, el pasmo, entre la gente de mi grupo, era general, y el reproche reiterado. Pero yo, con voluntad inquebrantable, iba a lo mío, a lo que me había propuesto desde mi salida de Madrid. En absoluto admitía el más mínimo consejo sobre lo contrario.

La fuente del tedio y la apatía cotidiana, solamente llevaba dos corrientes: el trabajo, duro y agotador para los agricultores, abatidos por la rutina de los métodos medievales de cultivos; y enojoso y apático para los funcionarios, solo trampolín para opciones de mayores ingresos; y el ocio, que no tenía más horizonte que las partiditas de cartas, con puestas crecidas, y las pantagruélicas cuchipandas. Y en el tedio maligno, de sequedad material y espiritual, sequedad en los campos de cultivos, a la sazón en las billeteras; y sequedad en las almas: consecuentemente en los espíritus, aparecía en cada momento un río de rencores, de intenciones perversas, y andaban sueltas en las calles del pueblo las furias. Producía aquel lugar la angustiosa sensación de esos pueblos que nutren las páginas de los sucesos en los periódicos con horribles asesinatos.

Con el paso del tiempo y con el afán por mi parte de conocer la idiosincrasia de las personas con las que tenía que convivir, tuve oportunidades de descubrir enconos antiguos, viejas rivalidades, odios heredados... La murria cotidiana predisponía al chisme y a la violencia. La flaca cara de la avaricia aparecía y peleaban como tigres hermanos contra hermanos, pugnándose patrimonios y herencias. Las mentalidades eran puntillosas y las pasiones oscuras. Pesaba en el ambiente ánimos belicosos, de eternos pleitos. Ni más ni menos que cuatro arpones de la curia jurídica andaban de caza y captura en aquel pueblo: tres abogados y un procurador tenían allí sus bufetes, ¡y no daban abastos!: juicios por insultos livianos, por deudas irrisorias... Lo más grave como lo más baladí servía de pretexto para empezar un juicio. El rencor, la malaleche, la envidia infartaban los espíritus y un simple roce hacía nacer un terrible deseo de venganza.

Y frente a tan preocupante panorama, superior a cuantos de igual índole había visto nunca, a partir de entonces comencé a mirar a Lola con sobresalto. La maestra estaba inmersa en un medio hostil, del que ella ignoraba si era consciente. Es sabido que cientos de dramas rurales se han nutrido de la oposición de un hábitat mezquino e ignorante ante la persona selecta. Y la realidad, siempre ha sido más exhaustiva que la ficción.

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Mensaje  achl Lun Oct 24, 2022 11:10 pm



Si hay amor, hay arreglo

Nos conocimos en mi hospital, yo era una enfermera y él estaba internado. Lo habían ingresado durante mis vacaciones, así es que cuando volví a retomar mi trabajo, él ya estaba allí desde varios días. Estaba perdiendo la vista; aún veía un poco, pero la perdía indefectiblemente y no había nada que los médicos pudieran hacer. A pesar de lo que le ocurría, no perdió su buen humor, o quizá por ese flechazo que sentimos desde el primer día, a mí me pareció una buena persona.

Estuvo internado dos meses y medio, tiempo suficiente para que naciera algo profundo entre los dos. Cuando abandonó el hospital seguimos viéndonos. Siempre era yo quien lo visitaba, porque a él le era difícil llegar hasta mi casa en las condiciones en que se encontraba. Me pidió que nos casáramos y aunque sabía todo lo que podía implicar estar casado con un invidente, que igual a nunca  encontraría un trabajo, no lo pensé dos veces, acepté movida inmediatamente por lo que sentía por él.

Nuestra vida transcurría bien, el amor que sentíamos nos ayudaba porque él tenía de pronto grandes depresiones, pero con algunos amigos comunes tratamos de hacerle entender que no todo estaba perdido y que era posible conseguir un empleo y aprender a andar solo por la calle. Logró un trabajo de medio día no lejos de nuestra casa, que le era más fácil el desplazamiento.

Y llegó nuestro primer bebé y con él la alegría. Nunca antes habíamos estado más unidos. Fue hermoso enseñarle a cambiar al niño, a prepararle el biberón, incluso hasta bañarlo. Cuando yo estaba en mi trabajo, se encargaba del bebé. Por esa época se sentía mejor que nunca, entonces se animó y fue a inscribirse a la universidad, pero coincidiendo con eso, comenzaron nuestros problemas. El segundo bebé nació en medio de discusiones e incertidumbres. Yo continuaba trabajando y cuidando de los tres, pero él estaba cada vez menos con nosotros, su trabajo, sus estudios y sus amigos consumían casi todo su tiempo.

Un mal día me dijo que ya no me quería, que me fuera. Y me fui. Me fui con los niños, nuestras pocas cosas y el corazón partido. Él se quedó con la casa llena de amigos y una amiga diferente cada vez. Cada cierto tiempo traía a las criaturas para que vieran al papá, pero no podía con mi genio y como una esclava me ponía a limpiar la casa, lavarle la ropa, ordenarle todo antes de irme. Y fue así durante cuatro años. Jamás volvió a darme una caricia o decirme una palabra afectuosa, pero yo romántica que es una, mujer al cabo, seguía soñando en que podíamos volver a estar juntos.

Y tal vez fue de tanto soñar que volvimos a compartir nuestras vidas. Él anduvo con problemas, triste y solo. Fue a buscarnos. En cinco minutos me dijo todo lo que yo estuve ansiando escuchar durante cuatro años y como la primera vez lo decidí en un segundo. Volví con él. Ahora él está en el jardín arreglando el columpio que nuestro hijo mayor hizo para su hermanito, y yo preparo la comida para los cuatro.

Si amas de verdad, todo tiene arreglo. La vida son dos días y medios y no hay que estar por la labor de perder un segundo. Yo sigo enamorada de él y veo que soy correspondida por él, pasa que se siente un inútil por su ceguera y le parece que es una carga pesada de llevar. Es un buen padre y un buen marido. No me puedo quejar.

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Mensaje  achl Mar Oct 25, 2022 6:39 pm



La mujer del ahorcado

Cuando aquel desconocido llegó al pueblo, no fueron pocas las mujeres casaderas que se hicieron ilusiones. No porque el hombre mostrara –que se sepa al menos- un interés más allá de la mera cortesía con ninguna de ellas, sino más bien porque en un localidad de menos de mil habitantes cualquier novedad tiende a ser interpretada en clave de destino.

El recién llegado era cortés y dispuesto, pero reservado en lo tocante a su intimidad y en particular a las motivaciones que le habían llevado a tan recóndito lugar. Se instaló en la casa en que vivió Lupita antes de que Lupita se fuera a la ciudad, y en el bar y en la plaza y en la tienda de abastos se ponían en común informaciones, bulos y teorías más o menos fundadas sobre él.

Llevaba anillo de casado, pero nadie le escuchó hacer referencia alguna a su esposa. Recordaba Felicidad, mientras pesaba un kilo de garbanzos en remojo para doña Zenaida, que Javier –que así se llamaba el hombre- había estado ya en otra ocasión alojado en casa de Lupita junto con su joven y hermosa esposa. De esto haría tres o cuatro años. Por lo visto él y Lupita eran familia, posiblemente primos carnales.

A partir de aquí divagaban las buenas mujeres sobre el estado civil (¿un divorciado llevaría aún el anillo?) y la posible duración de la estancia del forastero en el pueblo, y debatían sobre cosas como el volumen del equipaje que trajo consigo y la proximidad de las fiestas navideñas como indicio de sus planes más elaborados futuros.

Pero poco duraron semejantes disquisiciones, porque a finales de noviembre encontraron a Javier ahorcado en un viejo álamo situado a escasos metros del pueblo. No había nota junto al cadáver ni en la casa de Lupita, pero a nadie se le pasó por alto que el difunto no portaba el anillo de casado. El juez de guardia despachó el expediente a instancias del informe forense determinando que se trataba de un caso claro de suicidio.

Mientras, las evanescentes esperanzas de las mujeres del pueblo se transformaron en morbosa expectación cuando se procedió al trámite de contactar con los parientes más cercanos del finado.

La viuda se trasladó al pueblo tan buen punto fue informada de la trágica noticia. Se llamaba Ángela y era tan hermosa como la recordaba Felicidad, pese al evidente dolor que constreñía su rostro. Ante el gentil pero implacable interrogatorio al que fue sometida por las vecinas reconoció incipientes problemas en su matrimonio, pero según su parecer -¿quién podría contradecirle?- perfectamente resolubles y desde luego no merecedores de tan trágico desenlace.

Veló Ángela a su esposo hasta que las fuerzas se lo permitieron, y después se retiró a reposar y a pasar noche en la casa de Lupita. En la mesa del comedor halló la viuda un sobre a su nombre. En su interior estaba el anillo de Javier y una nota manuscrita:

Ahora que sé que vienes, que –sin saberlo nadie más que yo- regresas, la nada en que me desenvuelvo se torna…

A medida que leía la nota, la espeluznante verdad empezó a filtrarse en su cerebro como el sol del amanecer tras noche de resaca. El gesto de espanto de la mujer del ahorcado fue claramente visible tras los visillos de la vieja casa que se alzaba frente a la que habitaba.

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Mensaje  achl Dom Dic 11, 2022 8:59 pm



Los años no son solo un número

He cumplido y rebasado siete meses la mayoría de edad, y estoy enamorado de una mujer de 40 años, siendo correspondido por ella.

Hace cuatro meses que tuvimos un accidente de carretera, del que ella salió ilesa, pero yo no; me fracturé un brazo y una pierna, además de magulladuras por todo el cuerpo, y aún no estoy recuperado del todo.

Nuestras relaciones sentimentales son mal vista por mis progenitores, que me tienen ametrallado con consejos y controles, y más todavía desde nuestro aparatoso accidente, que nos pudo costar la vida.

Nunca he faltado a dormir en mi casa. Hasta esta pasada noche.

Era un sábado a las doce de la noche y estábamos bebiendo y divirtiéndonos en una disco nueva, a la cual nos invitaron; o, más bien, la invitaron a ella y a quien quisiese llevar de acompañante. A aquel selecto lugar de ocio solo acudía gente de la alta sociedad y de un alto estatus financiero. Permanecimos en la discoteca hasta el alba, hasta que un agente seguridad llamó a un taxi para que nos recogiese y nos llevase a la calle de ella.

El Sol entraba, como Mateo por su casa, por la ventana, y mi postura en aquella pomposa cama era la misma que cuando mis párpados habían dicho basta ya, y se rendían antes de que mis dos extremidades superiores echasen la persiana del suntuoso dormitorio principal de la mansión.

Ella buscaba ansiosamente mi boca, como pidiéndome sexo, mientras yo miraba el techo y a la vez rogaba a la máquina del tiempo que volviese, con la idea de que hubiese ocurrido lo que no ocurrió. Como si los dos, en un mismo sueño de amor y sexo, nos hubiésemos acogidos, pero no con un final tan desastroso.

-¿Qué hora es? -le pregunté.

Estaba aturdido. Aquel no era el cuarto donde habitualmente despertaba diariamente, en el que el Sol hacía el rol de madre y te empujaba a levantarte. Aquella, ni mucho menos, era mi cama, y en ese momento no sabía dónde estaba, pero tenía cristalino que no era donde solía despertar todos los días de la semana.

-Ni idea -me dijo.

Pero respondió sin abrir los ojos, esforzándose para que no se le notase la ira que tenía.

A ella nadie la controlaba; a mí sí. A ella no le importaba la hora; a mí sí. Quizás hubiese sido mejor, para mí, que no le hubiera preguntado la hora. En su siguiente impetuosidad le dije las mil y una cosas que le hubiese hecho en su elegante alcoba.

-Tengo que irme ya. En mi casa deben estar preocupados. No debí beber tanto.

Abrió los ojos de repente. Algo de lo que había dicho parecía no agradarle.

-¡Dices que bebiste demasiado, pero no, pienso que la madrugada pasada estabas deseando de no hacer el amor conmigo!

Intenté inventarme una respuesta convincente, pero acabé sonriendo con esa clase de sonrisas con las que sin decir nada, dices todo y das la razón. Porque ella, tocante al sexo, es una mujer insaciable, hasta me arruga a mí, que soy fogoso y joven además. Pero esa madrugada estaba realmente agotado por tanto bailar y por tanto alcohol que había ingerido.

Se levantó, más calmada e incluso amable; me dijo:

-Venga, te voy a preparar un exquisito desayuno. Buscaré en la nevera y en la alacena. Yo no me encargo de estas cosas. Lo hace una de mis asistentas. Además, nunca como ni bebo nada recién despertada por la mañana.

Mientras relataba todo eso, iba abriendo y cerrando puertas y cajones, levantándose de puntillas para llegar a lo más alto de los muebles de la cocina. Noté que era verdad lo que me había dicho de su asistenta.

-Deja ya de buscar, anda. Me estarán esperando en casa y me harán preguntas, y lo peor para la situación es que no tengo respuestas.

Pero no, mi novia tenía prisas por atenderme. Tenía prisas por saber cómo sería su vida sin mí, si finalmente no era aceptada por mis padres. El no haber hecho el amor esa noche, la tenía fuera de sí, y también por no saber cómo le iba a responder yo en adelante.

Soy de esa clase de personas que le hablan a su espejo, y siempre lo hago con la esperanza de que me dé la razón a través del silencio. Al fin y al cabo, me cuento mis propios problemas frente a él, y como se me da bastante bien dar consejos, yo mismo me respondo.

-Te dejarás influenciar por tus padres, y a mí que me den. Pero ellos tienen que saber que yo te amo de verdad y que eso de la edad es solo un número. Además, soy una mujer independiente, libre, y con muchas posibilidades económicas.

-Es que nos obligan nuestros padres a lo que ellos quieren obligarnos. Pero eso no me preocupa demasiado, porque mi memoria se lleva tan mal con el olvido que terminan peleándose, pero nunca hay un claro vencedor, aunque el olvido siempre golpea más fuerte. Y sé bien de lo que estoy hablando.

Cogió un cabreo tan descomunal que dejó de prepararme "el exquisito desayuno", para decirme, “amablemente”, que me lo preparase yo si, en realidad, quería desayunar.

Solo le había dado tiempo a verter leche en una amplia taza gris, en la que aparecía el dibujo de una vaca que sonreía como nadie sonríe con una resaca.

Nunca despierto con energía, con ganas de reír, de hablar, de contar cosas...

-Respuestas válidas es lo que busco y nunca las encuentro.

Dije, a media voz, esa frase anterior pensando en ganar tiempo para lograr respuestas ante las más que probables preguntas cuando regresase a mi casa.

No quería desayunar y tampoco tenía hambre, como era mi costumbre en las noches de juerga, vino y clavel. Es que ni sed tenía, cosa anormal después de tragar alcohol por un tubo.

Pero ella, sentada en el suelo de uno de los cuartos de baño de la mansión, con las manos en la cabeza cogiéndose el pelo y una copa con Coca Cola a su lado, seguro que estaría pensando que se sentía una birria de mujer ante mis ojos y ante los ojos de mis padres. Y todo ello, ¡joder!, por no haberse celebrado la pasada madrugada una sesión de amor y sexo salvaje, que tantas veces habíamos tenido desde el día que nos comprometinos, catorce meses ya.


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Antonio Chávez López
Sevilla mayo 2003


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